Capítulo XVI EN LAS ISLAS DE LAS TORTUGAS

Cuando El Rayo ancló en aquel seguro puerto, al lado del estrecho canal que le ponía a salvo de cualquier sorpresa por parte de las escuadras españolas, hallábanse los filibusteros de las Tortugas en pleno jolgorio, pues la mayor parte de ellos acababan de hacer ricas presas en sus correrías, bajo las órdenes del Olonés y de Miguel el Vasco, por las costas de Santo Domingo y de Cuba.

Ante el fondeadero y en la playa, bajo amplias tiendas y a la sombra de frescas palmeras, banqueteaban alegremente aquellos terribles depredadores, consumiendo con prodigalidad de nabab lo que les correspondiera en el botín.

Tigres en el mar, en tierra se convertían aquellos hombres en los más alegres de todos los habitantes de las Antillas, y —¡cosa extraña!— corteses hasta cierto punto, porque no dejaban de invitar a sus fiestas a los desgraciados españoles que hicieron prisioneros y llevaron consigo con la esperanza de un buen rescate, portándose con ellos como caballeros, e ingeniándose para hacerles olvidar su triste condición. Decimos triste, porque los filibusteros, si no llegaba el rescate pedido, recurrían con frecuencia a medios crueles para obtenerle, como era enviar a los gobernadores españoles la cabeza de algún prisionero, con objeto de apremiarlos.

Anclado el buque, los corsarios interrumpieron el banquete, el baile y los juegos para saludar con ruidosos vivas el regreso del Corsario Negro, que gozaba entre ellos de una popularidad que corría pareja con la del famoso Olonés.

Ninguno ignoraba lo atrevido de su proyecto de arrancar vivo o muerto del gobernador de Maracaibo al pobre Corsario Rojo, y como conocían su audacia, habían acariciado la ilusión de que iban a verlos regresar a ambos.

Mas al ver que ondeaba a media asta la bandera, todas las manifestaciones ruidosas cesaron como por encanto, y aquellos hombres se reunieron en silencio en el fondeadero, ansiando saber noticias de los dos corsarios y de la expedición.

Desde lo alto del puente de órdenes, el caballero de Boccanera lo había visto todo. Llamó a Morgan, que mandaba en aquel momento que echasen al agua algunos botes, y señalándole los filibusteros agrupados en la playa, le dijo:

—Decid a esos que el Corsario Rojo ha recibido honrosa sepultura en las aguas del gran Golfo; pero que su hermano ha vuelto con vida para preparar la venganza.

Se interrumpió durante algunos instantes, y luego añadió cambiando de tono:

—Mandad avisar al Olonés que esta tarde saldré a buscarle; después, id a saludar en mi nombre al Gobernador. Más tarde iré yo mismo a verle.

Dicho esto, esperó a que amainasen las velas, y llevado a tierra el cable de amarra y transcurrida media hora, descendió a la cámara, donde se encontraba la joven flamenca dispuesta para desembarcar.

—Señora —le dijo—, os espera una chalupa para conduciros a tierra.

—Estoy dispuesta a obedecer, caballero —contestó ella—. Soy vuestra prisionera, y no he de oponerme a lo que ordenéis.

—No, señora; ya no sois prisionera.

—¿Cómo es eso, señor? Yo no he pagado mi rescate todavía.

—El rescate ha ingresado ya en la caja de la tripulación.

—¿Y quién lo ha pagado? —preguntó la duquesa—. Todavía no he avisado mi prisión al marqués de Heredia ni al gobernador de Maracaibo.

—Ciertamente; pero ha habido quien se ha encargado de pagar vuestro rescate —contestó sonriendo el Corsario.

—¿Vos quizá?

—Bien; ¿y si hubiera sido yo?

La joven flamenca se quedó silenciosa, y al cabo dijo con voz conmovida:

—Es una generosidad que no creía encontrar en los filibusteros de las Tortugas; pero que no me sorprende si el que la ha realizado se llama el Corsario Negro.

—¿Por qué, señora?

—Porque sois distinto de los demás. En estos pocos días que he permanecido a bordo, he tenido tiempo para apreciar la gentileza, la generosidad y el valor del caballero de Boccanera, señor de Ventimiglia y de Valpenta. Pero os ruego que me digáis en cuánto se ha fijado mi rescate.

—¿Tenéis gran interés en pagar ese débito? ¿Quizá ansiáis salir pronto de las islas de las Tortugas?

—No; os equivocáis. Cuando llegue el momento de alejarme de ellas, quizá lo haga con más sentimiento del que podáis imaginar, y os aseguro que guardaré un reconocimiento grandísimo hacia el Corsario Negro, a quien acaso no olvidaré nunca.

—¡Señora! —exclamó el Corsario, al mismo tiempo que una viva luz iluminaba sus ojos.

Había dado un paso hacia la jovencita; pero se detuvo en el acto, diciendo tristemente:

—¡Quizá para entonces me haya convertido en el más despiadado enemigo de vuestros amigos, y hecho nacer en vuestro corazón una aversión profunda hacía mí!

Dio una vuelta por el saloncito, y de pronto, parándose ante la joven, le preguntó a quemarropa:

—¿Conocéis al Gobernador de Maracaibo?

La duquesa se estremeció al oír esta pregunta, palideció, y apareció en sus ojos una expresión de suprema ansiedad.

—¡Sí! —respondió, con un ligero temblor en la voz—. ¿Por qué me preguntáis eso?

—Suponed que lo hago por pura curiosidad.

—¡Oh, Dios mío!

—¿Qué tenéis, señora? —preguntó el Corsario con asombro—. ¡Estáis pálida y agitada!

En lugar de contestarle, volvió la joven a preguntar con más fuerza:

—Pero ¿por qué me decís eso?

Iba a responderle el Corsario, cuando se oyeron pasos en la escalerilla. Era Morgan, que subía a la cámara después de cumplir la misión que le habían encargado.

—Comandante —dijo al entrar—, Pedro Nau os espera en su casa para daros urgentes noticias. Creo que durante vuestra ausencia ha madurado los proyectos que le propuso, y que ya está todo dispuesto pan la expedición.

—¡Ah! —exclamó el Corsario, al mismo tiempo que un relámpago de sombría luz iluminaba sus ojos—. ¿Ya? ¡No creía que estuviese tan próxima la venganza!

Se volvió hacia la joven flamenca, que todavía estaba bajo la influencia de una agitación extraña, y le dijo:

—Señora, permitidme que os ofrezca hospitalidad en mi casa, que pongo por entero a vuestra disposición. Moko, Carmaux y Wan Stiller os conducirán hasta ella y permanecerán a vuestro servicio.

—¡Pero, caballero, una palabra! —balbució la duquesa.

—¡Sí, ya comprendo! ¡Después hablaremos del rescate!

Y sin escuchar más salió presuroso, seguido de Morgan; atravesó la cubierta y tomó puesto en una chalupa tripulada por seis marineros.

Se sentó en la popa y asió la barra del timón; pero en lugar de dirigir la embarcación hacia el fondeadero, cerca de donde los filibusteros reanudaban sus orgías, puso la proa a un pequeño seno o rada que se extendía al Este del puerto, entrándose por un bosque de palmeras de gigantescas hojas y de alto y elegante tronco. Descendió en la playa, hizo seña a sus hombres para que volvieran a bordo y se metió por entre los árboles, tomando por un senderillo apenas perceptible.

Como de costumbre, y sobre todo cuando estaba solo, había vuelto a su actitud pensativa; mas sus pensamientos debían de ser tormentosos, porque de cuando en cuando se detenía, o hacía con las manos un signo de impaciencia o de amenaza, y agitaba los labios como si hablara consigo mismo.

Habíase internado bastante trecho en el bosque, cuando una voz alegre, que tenía un acento ligeramente burlón, le sacó de sus meditaciones.

—¡Que me coman los caribes si no tenía la seguridad de que había de encontrarte, caballero! ¿Te da miedo la alegría que reina en las Tortugas, para que hayas decidido venir a mi casa por el bosque?

El Corsario había levantado vivamente la cabeza, en tanto que, por costumbre, llevó la diestra a la empuñadura de la espada.

Un hombre de estatura más bien baja, vigoroso, de facciones rudas y ojos penetrantes, vestido como un simple marinero, armado con un par de pistolas y un sable de abordaje, salió de un grupo de plátanos, cortándole el paso.

—¿Eres tú, Pedro? —preguntó el Corsario.

—¡El Olonés en carne y hueso!

En efecto; aquel era el famoso filibustero, el más formidable depredador del mar y el enemigo más despiadado de los españoles.

Aquel corsario, que, como hemos dicho, terminó su magnífica carrera entre los dientes de los antropófagos del Darién (huyendo de los españoles), no tenía en aquella época más de treinta y cinco años.

Nacido en Olonne, en el Poitou, fue en un principio marinero contrabandista de las costas de España. Una noche le sorprendieron los aduaneros. Perdió su barco, su hermano murió en la lucha, y él mismo quedó gravemente herido de bala, permaneciendo largo tiempo entre la vida y la muerte.

Curado, pero sumido en la miseria más espantosa, se vendió como esclavo a Montbars el Exterminador, por cuarenta escudos, que destinó a socorrer a su madre.

Primeramente fue siervo; después pasó a filibustero, demostrando poseer un valor excepcional y una fuerza de espíritu extraordinaria, con lo cual logró obtener del gobernador de las Tortugas el mando de un barco.

Con dicho barco, aquel hombre audaz realizó prodigios, causando daños enormes a las colonias españolas, vigorosamente apoyado por los tres Corsarios Negro, Rojo y Verde.

Un mal día naufragó, y empujado por la tempestad, fue a parar a las costas de Campeche, casi bajo los ojos de los españoles. Sus compañeros perecieron; pero él pudo salvarse de la muerte metiéndose hasta el cuello en el fango para que no le descubrieran.

Saliendo luego de aquella sepultura palúdica, en vez de huir, tuvo el atrevimiento de acercarse a Campeche disfrazado de soldado español, y de entrar en la ciudad para estudiarla mejor, y capitaneando algunos esclavos pudo volver a las Tortugas en una barca robada, apareciendo entre sus compañeros cuando todos le creían muerto.

Otro cualquiera se habría guardado muy bien de volver a tentar fortuna; pero el Olonés, por el contrario, se apresuró a volver al mar con dos barcos pequeños, tripulados por veintiocho hombres, y continuó sus depredaciones.

Tal era el hombre que más adelante había de realizar empresas maravillosas, y a quien se merendaron los caribes cuando iban huyendo de los españoles.

—¡Ven a mi casa! —dijo el Olonés dirigiéndose al Corsario Negro después de haberle estrechado la mano—. ¡Esperaba con impaciencia tu regreso!

—¡Y yo tenía grandes deseos de verte! —dijo el Corsario—. ¿Sabes que he entrado en Maracaibo?

—¡Tú! —exclamó estupefacto el Olonés.

—¿Cómo querías que me hubiese arreglado para apoderarme del cadáver de mi hermano?

—Creía que te habrías servido de intermediarios.

—No; sabes que prefiero hacer las cosas por mí mismo.

—¡Ten cuidado, no vayan a costarte la vida tus audacias! ¡Ya has visto cómo han concluido tus hermanos!

—¡Calla, Pedro!

—¡Ah! ¡Pero los vengaremos, y pronto!

—¿Te has decidido al fin? —preguntó animadamente el Corsario Negro.

—He hecho más: preparar la expedición.

—¡Ah! ¿Es verdad lo que me dices?

—¡Por mi fe de ladrón, como me llaman los españoles! —dijo el Olonés riendo.

—¿De cuántos barcos dispones?

—De ocho, comprendiendo tu Rayo, y de seiscientos hombres, entre filibusteros y bucaneros. Nosotros mandaremos los primeros, y Miguel, los segundos.

—¿Viene ese también?

—Me ha pedido que le dejase formar parte de la expedición, y me he apresurado a aceptar. Es un soldado que, como sabes, ha hecho campañas en los ejércitos europeos, y puede sernos muy útil. Además es rico.

—¿Necesitas dinero?

—He agotado todo el que he cogido de la venta del último barco que apresé cerca de Maracaibo en mi regreso de la expedición a Los Cayos.

—¡Por mi parte, cuenta con diecisiete mil piastras!

—¡Por las arenas de Olona! ¡Tienes una mina inagotable en tus tierras de Ultramar!

—Te daría más si no hubiese tenido que pagar esta mañana un gran rescate.

—¡Un rescate! ¿Y por quién?

—Por una gran dama que ha caído en mis manos. El rescate pertenecía a mi tripulación, y se lo he dado.

—¿Y quién es esa dama? ¿Alguna española?

—No; una duquesa flamenca; pero que, seguramente, debe de estar emparentada con el Gobernador de Veracruz.

—¡Flamenca! —exclamó el Olonés pensativo—. ¡También es flamenco tu mortal enemigo!

—¿Qué quieres decir con eso? —preguntó el Corsario, que se había puesto muy pálido.

—Pensaba que podría ser pariente de Wan Guld.

—¡No lo quiera Dios! —exclamó con voz casi ininteligible el Corsario—. ¡No; no es posible!

El Olonés se detuvo bajo un grupo de maots, árboles muy semejantes a los del algodón, y miró atentamente a su compañero.

—¿Por qué me miras? —le preguntó este.

—Pensaba en tu duquesa flamenca, y me preguntaba el motivo de tu repentina agitación. ¿Sabes que estás lívido?

—Tu sospecha hizo que afluyera a mi corazón toda mi sangre.

—¿Qué sospecha?

—¡Que esa mujer pudiera estar emparentada con Wan Guld!

—¿Y qué te importaría si así fuese?

—¡He jurado matar a todos los Wan Guld de la Tierra y a todos sus parientes!

—¡Bueno; pues con matarla, está todo concluido!

—¡A ella! ¡Oh, no! —exclamó con terror el Corsario.

—Entonces, eso quiere decir… —dijo vacilante el Olonés.

—¿Qué?

—¡Por los arenales de Olona! ¡Quiere decir que estás enamorado de tu prisionera!

—¡Calla, Pedro!

—¿Por qué he de callar? ¿Acaso es vergonzoso para los filibusteros querer a una mujer?

—¡No; pero presiento instintivamente que me será fatal esa muchacha, Pedro!

—En ese caso, abandónala a su suerte.

—¡Es demasiado tarde!

—¿La amas mucho?

—¡Locamente!

—Y ella, ¿te quiere?

—¡Eso creo!

—¡Una hermosa pareja, a fe mía! ¡El señor de Boccanera no podía emparentar sino con una mujer de alto bordo! Eso es una fortuna muy rara en América, y mucho más para un filibustero. ¡Andando! ¡Vamos a beber una copa a la salud de tu duquesa, amigo mío!

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