Capítulo XVII LA QUINTA DEL CORSARIO NEGRO

La vivienda del célebre filibustero era una modesta casita de madera construida de cualquier modo, con el techo de hojas secas, como las viviendas de los indios de las grandes Antillas; pero bastante cómoda y amueblada con cierto lujo, pues aquellos fieros y rudos hombres de mar gustaban del lujo y del fausto.

Hallábase a media milla de la ciudadela, en el extremo de la espesura, en un lugar ameno y tranquilo bajo la sombra de grandes palmeras, las cuales sostenían constantemente una deliciosa frescura.

El Olonés introdujo al Corsario Negro en una habitación de planta baja, cuyas ventanas cubría una esterilla de nipa; le hizo sentarse en un gran asiento de bambú, mandó llevar a uno de sus servidores varias botellas de vino de España, probablemente procedente del saqueo de algún barco enemigo, destapó una y, llenando dos vasos, dijo:

—¡Caballero, a tu salud, y por los ojos de tu dama! —dijo chocando el vaso.

—¡Prefiero que bebas por el éxito feliz de nuestra expedición! —contestó el Corsario.

—Será completo el éxito, amigo mío, te lo prometo; y te prometo también poner en tus manos al matador de tus dos hermanos.

—¡De los tres, Pedro!

—¡Oh!, ¡oh! —exclamó el Olonés—. ¡Yo sé, y como yo todos los filibusteros, que Wan Guld mató al Corsario Verde y al Rojo, pero que hubiese matado a otro, eso lo ignoraba!

—¡Sí; tres! —replicó el Corsario.

—¡Por los arenales de Olona! ¿Y todavía vive ese hombre?

—¡Pero pronto morirá, Pedro!

—Eso espero; y yo estoy dispuesto a ayudarte con todas mis fuerzas. ¡Ante todo, sepamos! ¿Conoces bien a Wan Guld?

—Le conozco mejor que los españoles, a cuyo servicio está ahora.

—¿Qué clase de hombre es?

—Un soldado antiguo que ha guerreado mucho en Flandes, y que lleva uno de los apellidos más ilustres de la nobleza flamenca. En otro tiempo fue capitán valeroso, y quizá hubiera podido añadir algún otro título a los que tiene si la ambición no le hubiese convertido en traidor.

—¿Es viejo?

—Debe tener unos cincuenta años.

—Me parece que todavía tiene mucha fibra. Dicen que es el más valiente de los gobernadores de España en estas colonias.

—Es astuto como un zorro, enérgico como Montbars, y valiente.

—Entonces debemos esperar una resistencia desesperada en Maracaibo.

—Seguramente, amigo Pedro; pero ¿quién podrá resistir el asalto de seiscientos filibusteros? ¡Ya sabes lo que valen nuestros hombres!

—¡Por los arenales de Olona! —exclamó el filibustero—. ¡Lo he visto muchas veces! Además, tú conoces a Maracaibo, y sabrás cuál es el lado débil de la plaza.

—Yo te guiaré, Pedro.

—¿Te retiene aquí algún asunto?

—Ninguno.

—¿Ni siquiera tu bella flamenca?

—Me esperará; estoy seguro —dijo el Corsario.

—¿En dónde la has alojado?

—En mi quinta.

—¿Y tú adónde vas a ir si está ocupada tu casa?

—Permaneceré contigo.

—¡Hombre, eso es una suerte con que no contaba! Así comentaremos mejor la expedición charlando con Miguel, que va a venir a comer conmigo.

—¡Gracias, Pedro! Entonces, ¿cuándo marcharemos?

—Mañana al amanecer. ¿Tienes completa tu tripulación?

—Me faltan sesenta hombres, pues me he visto obligado a mandar treinta con el barco de guerra que capturé en las cercanías de Maracaibo, y otros treinta que perdí en la lucha.

—¡Bah! ¡Es fácil encontrar otros tantos! Todos ambicionan navegar contigo y formar parte de la tripulación de El Rayo.

—Sí; aun cuando gozo de fama de ser un espíritu del mar.

—¡Por los arenales de Olona! ¡Siempre fúnebre como un fantasma! ¡Pero de seguro que no lo eres con tu duquesa!

—¡Quizá! —contestó el Corsario.

Se levantó y se dirigió hacia la puerta.

—¿Te marchas ya? —preguntó el Olonés.

—Sí; tengo que despachar algunos asuntos; pero esta noche quizá un poco tarde, estaré aquí. ¡Adiós, Pedro!

—¡Adiós, y cuidado con que te hechicen los ojos de la flamenca!

El Corsario ya estaba lejos cuando el Olonés concluyó de decir esto. Entró por otro sendero e internóse en el bosque que se extendía por detrás de la ciudadela ocupando una buena parte de la isla. Entrelazaban sus ramas las magníficas palmeras llamadas maximilianas, las gigantescas mauritias, cuyas hojas están dispuestas en abanico, y las rígidas, como si fuesen de cinc, de los jupati o bossu, y bajo estos colosos de la familia de las palmeras crecían profusamente los arbustos, preciosos por su aspecto, que producen ese líquido picante y dulzón conocido en las orillas del golfo de México con el nombre de aguamiel, y de mezcal si está fermentado, la vainilla silvestre de largas pepitas y el pimiento.

El Corsario, absorto en sus pensamientos, no se detenía a contemplar vegetación tan espléndida. Apresuraba el paso, y parecía impaciente por llegar al fin de su camino.

Media hora después se detuvo de pronto en las lindes de una plantación de elevadas cañas de color amarillo rojizo, que bajo los rayos del sol, próximo a ocultarse, tenían reflejos de púrpura, sobre todo las largas hojas que pendían casi hasta tocar la tierra y que ceñían un fuste sutil, el cual terminaba en lindísimo penacho blanco exornado por delicada franja, cuyos colores variaban entre el cerúleo y el rubio.

Era una plantación de caña de azúcar ya en plena madurez.

El Corsario se detuvo un instante; pero en seguida se metió por entre las cañas, y después que hubo atravesado aquel trozo de terreno en cultivo, volvió a detenerse ante una linda vivienda erigida entre algunos grupos de palmeras, que la sombreaban por completo.

Era una casita de dos pisos, muy parecida a las que aún se construyen hoy día en México, con los muros pintados de rojo, decorados con azulejos dispuestos formando dibujos, y con una terraza llena de tiestos de flores.

Una cuiera desmesurada, planta gigantesca que tiene hojas muy largas y que produce una fruta reluciente de color verde pálido y de forma esférica, de la cual hacen vasos los indios pobres, envolvía por completo la casa, cubriendo la terraza y las ventanas.

Ante la puerta de la casa hallábase Moko, el coloso africano, que fumaba plácidamente sentado una pipa vieja, regalo acaso de su amigo el compadre blanco.

El Corsario estuvo inmóvil un instante, mirando primero a la ventana y después a la terraza; al cabo hizo un gesto de impaciencia y se dirigió hacia el africano, que se levantó al verle.

—¿Dónde están Carmaux y Wan Stiller? —le preguntó.

—Han ido al puerto a ver si tenían allí alguna orden vuestra —contestó el negro.

—¿Qué hace la duquesa?

—Disponiendo la mesa para usted.

—¿Para mí? —preguntó el Corsario, cuya frente se aclaró rápidamente, como si un fuerte golpe de viento hubiera dispersado la nube que la cubría.

—Tenía la seguridad de que vendríais a cenar con ella.

—¡Realmente, me esperan en otra parte; pero prefiero mi casa y su compañía a la de aquellos filibusteros! —murmuró.

Se metió en la casa enfilando una especie de corredor adornado con tiestos, cuyas flores exhalaban delicados perfumes, y salió por la otra parte a un jardín espacioso rodeado de altas y sólidas murallas, capaces de ponerla a cubierto de cualquier escalamiento.

Si linda era la casa, pintoresco era el jardín. Preciosos senderos formados por dobles filas de plátanos, cuyas grandes hojas de color verde oscuro producían una deliciosa y fresca sombra, cargados ya de reluciente fruta en forma de racimos, se extendían por todas partes, dividiendo el terreno en varios cuadros, en los cuales crecían las más espléndidas flores de los trópicos.

En los ángulos levantábase la magnífica persea, que produce una fruta verde del tamaño de un limón y cuya pulpa, regada con jerez y espolvoreada con azúcar, está exquisita; en otras partes veíanse passifloras, que también producen ricas frutas del volumen de un huevo de ánade, y que contienen una sustancia gelatinosa de gratísimo sabor; además lucían sus bellezas las graciosas cumarúes, cuyas purpurinas flores exhalan un aroma muy suave, y ciertos arbustos de la familia de las palmeras llenos de almendras colosales, pues algunas llegan a tener hasta sesenta y ochenta centímetros. El Corsario enfiló un sendero, y sin hacer ruido se aproximó a una especie de cenador formado por una cuiera tan grande como la que envolvía la casa y situada bajo la espesa sombra de un jupati del Orinoco, palmera maravillosa cuyas hojas alcanzan una longitud de once metros.

A través de las hojas de la cuiera brillaban chispazos de luz y se oían argentinas risas.

El Corsario se había detenido a corta distancia y miraba por entre la espesura del follaje.

En aquel pintoresco retiro estaba preparada una mesa cubierta por blanquísimo mantel de Flandes.

En derredor de los candeleros, y dispuestos con artístico gusto, veíanse grandes ramos de flores, y en derredor, pirámides de exquisitas frutas, como ananas, plátanos, nueces verdes de coco y paphuna, especie de albérchigo que se come cocido con agua y azúcar.

La duquesa hallábase colocando las flores y frutas ayudada por las mestizas.

Vestía un traje de color azul celeste con encajes de Bruselas, que hacían resaltar doblemente la blancura de su epidermis y el delicado matiz de sus rubios cabellos, los cuales llevaba recogidos en una trenza que le caía por la espalda. No lucía ninguna joya, al revés de lo acostumbrado por las norteamericanas, entre quienes debía de haber vivido largo tiempo; pero adornando el níveo cuello veíase un doble hilo de grandes perlas que cerraba una esmeralda.

El Corsario Negro se extasiaba mirándola. Sus ojos, animados por una luz vivísima, la observaban atentamente y seguían sus más pequeños movimientos. Parecía deslumbrado por aquella belleza del Norte, pues casi no se atrevía a respirar por miedo a romper el encanto. De pronto hizo un movimiento y rozó las hojas de una palmerilla que crecía al lado del cenador.

Al oír el ruido de las hojas, la joven flamenca se volvió y vio al Corsario.

—¡Ah! ¿Sois vos, caballero? —exclamó alegremente.

Y mientras el Corsario se quitaba galantemente el sombrero, haciendo una graciosa inclinación, añadió:

—¡Os esperaba; la mesa está dispuesta para la cena!

—¿Me esperabais, Honorata? —preguntó el Corsario besando la mano que le alargaba la joven.

—¡Ya lo veis, caballero! Aquí está un pedazo de lamantino y una cacerola de pájaros y pescados que no esperan otra cosa sino que vengáis a comerlos. ¡Yo misma he vigilado el guiso!

—¿Vos, duquesa?

—¿Por qué os asombra? Las mujeres flamencas tienen costumbre de preparar por sí mismas la comida para sus huéspedes y para su marido.

—¿Y me esperábais?

—¡Sí, caballero!

—Sin embargo, yo no os había dicho que tendría la envidiable fortuna de cenar en vuestra compañía.

—Es verdad; pero a veces el corazón de las mujeres adivina las intenciones de los hombres, y el mío me decía que vendríais esta noche —dijo ella ruborizándose.

—Señora —dijo el Corsario—, había prometido a uno de mis amigos que iría a cenar con él; pero ¡por Dios vivo, ya puede esperarme cuanto quiera, pues no renuncio al placer de pasar la velada con vos! ¡Quién sabe! ¡Quizá sea la última vez que nos veamos!

—¿Qué decís, caballero? —pregunto sobresaltada la joven—. ¿Es que el Corsario Negro tiene prisa por volver al mar? ¿Apenas está de regreso de una expedición peligrosa y atrevida y quiere salir de nuevo en busca de aventuras? ¿Es que no sabe aún que en el mar puede acecharle la muerte?

—Lo sé, señora; pero el Destino me empuja todavía lejos, y seguiré andando.

—¿Y nada será capaz de reteneros? —preguntó ella con voz trémula.

—¡Nada, señora! —contestó él con un suspiro.

—¿Ningún afecto?

—¡Ninguno!

—¿Ni la amistad más grande? —preguntó la joven con creciente ansiedad.

El Corsario, que se había puesto muy triste e iba a contestar con alguna negativa, se contuvo, y ofreciendo una silla a la joven, dijo:

—¡Sentaos, señora! ¡La cena va a enfriarse, y sentiría mucho no poder hacer los honores a esos platos, preparados por manos tan bellas como las vuestras!

Se sentaron uno frente a otro, y las mestizas empezaron a servir la mesa. El Corsario estaba amabilísimo, y hablaba haciendo gala de gran ingenio y de mucha cortesía. Dirigíase a la joven duquesa con la gentileza de un perfecto caballero, le daba informes acerca de los usos y costumbres de los filibusteros y de los bucaneros, de sus prodigiosas expansiones y fiestas, de sus extraordinarias aventuras; describíale batallas, abordajes y naufragios, pero sin aludir en lo más mínimo a la próxima expedición que iba a emprender en compañía del Olonés.

La joven flamenca escuchaba sonriéndole, admirando su exquisita, su extraña locuacidad y su amabilidad, sin apartar de él los ojos un momento. Mas parecía preocuparla una idea fija, una invencible curiosidad, porque al contestarle volvía siempre sobre lo de la expedición.

Hacía dos horas que había caído la noche, y la luna se elevaba por encima de la arboleda, cuando el Corsario se levantó.

En aquel momento se acordó por primera vez de que le esperaban el Olonés y Miguel, y de que tenía que completar la tripulación de El Rayo antes de que amaneciese.

—¡Cómo vuela el tiempo a vuestro lado, señora! —dijo—. ¿Qué misteriosa fascinación es la que poseéis para hacerme olvidar que todavía tengo que resolver asuntos muy graves? ¡Creía que no serían más de las ocho y son las diez!

—Yo pienso, caballero, que, más que nada, habrá sido el placer de descansar un momento en vuestra casa, después de tantas correrías por el mar, lo que os ha hecho tan agradable este rato de sosiego —dijo la duquesa.

—¡O vuestros bellos ojos y la amable compañía de vuestra persona!

—¡En ese caso, caballero, la suya es la que me ha hecho pasar algunas horas deliciosas, que podríamos quizá volver a gozar en este poético jardín, lejos del mar y de los hombres! —añadió ella con profunda amargura.

—¡La guerra mata a veces; pero también da la fortuna!

—¡La guerra! ¿Y no contáis con el mar? ¡El Rayo no siempre saldrá vencedor contra las olas del gran golfo!

—¡Mi nave no teme a las tempestades si soy yo quien la guía!

—¿Es decir, que volveréis pronto al mar?

—Mañana al amanecer, señora.

—¿Apenas habéis desembarcado y ya pensáis en huir? ¡Cualquiera diría que os da miedo la tierra!

—Amo al mar, duquesa; y, además, no será permaneciendo aquí como logre encontrar a mi mortal enemigo.

—Pensáis siempre en él, por lo visto.

—¡Siempre; y no dejaré de pensar hasta que uno u otro hayamos muerto!

—¿Y es para combatirle por lo que os marcháis?

—¡Pudiera ser!

—¿Y adónde vais? —preguntó la joven con una ansiedad que no pasó inadvertida para el Corsario.

—No puedo decirlo, señora; no puedo descubrir los secretos del filibusterismo. Hasta hace pocos días habéis sido huésped de los españoles de Veracruz, y en Maracaibo tenéis conocimientos.

La joven flamenca arrugó el entrecejo y miró al Corsario con ojos severos.

—¿Desconfiáis de mí? —preguntó con tono de dulce reconvención.

—No, señora. ¡Dios me libre de sospechar de vos! Pero tengo que obedecer a las leyes por las que se rige el filibusterismo.

—¡Me disgustaría mucho que el Corsario Negro hubiese podido dudar de mí! ¡Os he conocido muy leal y muy caballero para que tal cosa pasara!

—¡Gracias por la buena opinión que os merezco, señora!

Se había puesto el sombrero y terciado al brazo el ferreruelo; pero no parecía decidirse a marchar. Permanecía en pie ante la joven, con la mirada fija en ella y la melancolía pintada en el rostro.

—Tenéis algo que decirme, ¿verdad, caballero? —le preguntó la duquesa.

—Sí, señora.

—¿Y es cosa tan grave que puede produciros esa vacilación?

—¡Quizá!

—¡Hablad, caballero!

—Quería preguntaros si saldréis de esta isla durante mi ausencia.

—¿Y si me marchase? —preguntó la joven.

—Sentiría mucho no veros ya a mi regreso.

—¡Ah! ¿Y por qué, caballero? —preguntó ella sonriendo y ruborizándose a un tiempo.

—¡No sé por qué; pero creo que sería muy feliz si pudiera pasar otra noche como esta, a vuestro lado! ¡Sería para mí una compensación de los sufrimientos que desde lejanos países de Ultramar he arrastrado conmigo a estas aguas americanas!

—Pues bien, caballero: si para vos sería una pena no encontrarme, confieso que tampoco yo me sentiría feliz si no volviese a ver más al Corsario Negro —dijo la joven duquesa bajando la cabeza y cerrando los ojos.

—Entonces, ¿me esperaréis? —preguntó el Corsario impetuosamente.

—Haré más, si me lo permitís.

—¡Hable usted, señora!

—Os suplicaré que volváis a darme nueva hospitalidad a bordo de El Rayo.

El Corsario no pudo reprimir un movimiento de alegría; pero de pronto se puso tétrico.

—¡No; es imposible! —dijo al cabo con firmeza.

—¿Os causaría enojo mi presencia?

—No; pero a los filibusteros, cuando se marchan a una expedición, les está prohibido llevar consigo ninguna mujer. Es verdad que El Rayo es un barco mío, que yo soy señor absoluto a su bordo y que a nadie estoy sujeto; pero…

—¡Continuad! —dijo la duquesa, que se había puesto triste.

—No sé por qué, señora; pero tendría miedo si os viese a bordo de mi buque. ¿Es el presentimiento de una desgracia o de otra cosa peor que yo no puedo prever? Mi corazón, en lugar de estremecerse al escuchar ese ruego, ha sentido un dolor cruel. ¿No estoy más pálido que de ordinario?

—¡Es verdad! —exclamó con espanto la duquesa—. ¡Dios mío! ¡Os será fatal esa expedición!

—¿Quién puede leer en lo futuro? ¡Señora, dejadme marchar! ¡En este momento sufro, sin poder adivinar la causa! ¡Adiós, señora! ¡Y si está escrito que deba hundirme con mi barco en los abismos del gran Golfo o morir de un balazo o de una estocada, no os olvidéis demasiado pronto del Corsario Negro!

Dicho esto se alejó rápidamente, sin volver el rostro, como si tuviera miedo a entretenerse allí más tiempo. Atravesó el jardín y el corredor, y se metió por el bosque en dirección de la casa del Olonés.

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