Capítulo I Los Filibusteros De Las Islas De Las Tortugas

Entre las tinieblas y alzándose del mar, resonó una voz robusta que vibraba con timbre ligeramente metálico, lanzando estas amenazadoras palabras:

—¡Los de la canoa! ¡Alto, u os echo a pique!

Como si huyese de un grave peligro, se alejaba de la alta costa, que se delineaba confusamente sobre las aguas de color de tinta, una barquilla tripulada por dos hombres, y avanzaba muy fatigosamente. Al oír la voz, ambos marineros retiraron en el acto los remos, miraron inquietos ante ellos, y aguzaron la vista al descubrir una sombra que no parecía sino que hubiera surgido de improviso del seno del mar.

Tenían como unos cuarenta años, y sus facciones, enérgicas y angulosas, parecíanlo más aún, a causa de lo enmarañado de sus incultas barbas, de las cuales pudiera creerse que no habían conocido jamás el peine ni el cepillo.

Llevaban cubierta la cabeza con amplios sombreros, agujereados en varias partes, y cuyas alas aparecían rotas y como dentelladas; unas camisas de franela, rasgadas, descoloridas y sin mangas, medio les resguardaban el robusto pecho, y ceñidas a la cintura llevaban fajas rojas, reducidas a miserable estado, pero que sostenían un par de aquellas grandes y pesadas pistolas que se usaban en los últimos años del siglo decimosexto. No menos desgarrados tenían los calzones, y en las pantorrillas y los pies desnudos mostraban manifiestas señales de haber caminado por lugares fangosos.

Aquellos dos hombres, al ver ante ellos la gran sombra que se destacaba sobre el sombrío azul del horizonte y entre el cabrilleo de las estrellas, cambiaron entre sí una mirada de inquietud.

—¡Carmaux, mira bien —dijo el que parecía más joven—; tú tienes mejor vista que yo! ¡Se trata de la vida o de la muerte!

—Veo que es un gran barco; y aun cuando no está más que a una distancia de tres tiros de pistola, no sé decir si viene de las Tortugas o de las colonias españolas.

—¿Serán amigos? ¡Hum! ¡Atreverse a venir hasta aquí, casi al alcance de los cañones de los fuertes y corriendo el peligro de encontrar alguna escuadra de navíos de alto bordo, de los que escoltan los galeones cargados de oro!

—Sean quienes fueren, nos han visto, Wan Stiller, y no nos dejarán escapar. Si lo intentásemos, bastaría con un metrallazo para que nos enviasen a presencia de Belcebú.

La misma voz de antes, potente y sonora, volvió a resonar por segunda vez y entre las tinieblas, yendo a perderse su eco en las aguas del gran Golfo:

—¿Quién vive?

—¡El Diablo! —murmuró el llamado Wan Stiller.

En cambio, su compañero se subió en uno de los bancos, y con toda la fuerza de sus pulmones gritó:

—¿Quién es el audaz que quiere saber de dónde venimos? ¡Si tanta curiosidad tiene, que venga junto a nosotros, y se lo diremos a pistoletazos!

Esta baladronada, en lugar de incomodar al que los interrogaba desde la cubierta del barco, pareció complacerle, porque contestó:

—¡Avancen los valientes, y vengan a abrazar a los hermanos de la costa!

Los dos hombres de la canoa lanzaron un grito de alegría.

—¡Los hermanos de la costa! —exclamaron.

En seguida, Carmaux añadió:

—¡Que me trague el mar si esa voz que nos ha dado tan buena noticia no es una voz conocida!

—¿Quién crees que pueda ser? —preguntó su compañero, que había vuelto a coger el remo y lo manejaba con extraordinario brío.

—Un solo hombre, entre todos los valientes de las Tortugas, puede atreverse a venir hasta ponerse bajo los cañones de los fuertes españoles.

—¿Quién?

—El Corsario Negro.

—¡Truenos de Hamburgo! ¡Él! ¡El mismo!

—¡Qué noticia tan triste para ese marino audaz! —murmuró Carmaux, dando un suspiro—. ¡Y ha muerto; no hay duda!

—¡Y quizá creería llegar a tiempo para arrancarle vivo de las manos de los españoles! ¿No es verdad, amigo?

—¡Sí. Wan Stiller!

—¡Y es el segundo que le ahorcan!

—¡Sí; el segundo! ¡Dos hermanos, y los dos colgados de una infame horca!

—¡Se vengará, Carmaux!

—¡Lo creo; y nosotros estaremos a su lado! ¡El día que vea ahorcar a ese condenado gobernador de Maracaibo será el más feliz de mi vida, y daré fin de las dos esmeraldas que llevo cocidas en los calzones! ¡Por lo menos, comeré y beberé mil piastras con los camaradas!

—¡Ya estamos! ¿No te lo decía yo? ¡Es la nave del Corsario Negro!

Hallábanse a medio cable de distancia del barco, y ya podía vérsele bien. Era este un barco de carrera, de los que utilizaban los filibusteros de las Tortugas para dar caza a los grandes galeones españoles que traían a Europa los tesoros de América Central, de México y de las regiones ecuatoriales.

Buenos veleros, alta arboladura, con objeto de poder aprovechar la más ligera brisa, de carena estrecha y de proa y popa elevadísimas, como se usaban entonces, iban formidablemente armados.

Doce bocas de fuego, doce carroñadas asomaban a un lado y al otro, amenazando a babor y estribor, en tanto que en lo alto de la cubierta de cámara, los gruesos cañones de caza parecían destinados a barrer a metrallazos el puente de los barcos enemigos.

El buque corsario se había puesto al pairo para esperar a la canoa; pero sobre la proa y a la luz de un farol se veían diez o doce hombres armados de fusiles, dispuestos a hacer fuego ante la más leve sospecha.

Así que llegaron al costado del velero, los dos marineros de la canoa cogieron un cabo que les habían echado juntamente con una escala de cuerda, aseguraron la embarcación, retiraron los remos y se izaron con sorprendente agilidad sobre la cubierta.

Dos hombres, ambos con fusiles, apuntaron sobre los recién llegados, mientras que un tercero, proyectando sobre ellos la luz de una linterna, les preguntó:

—¿Quiénes sois?

—¡Por Belcebú, mi patrón! —exclamó Carmaux—. ¿Ya no se conoce aquí a los amigos?

—¡Que me trague un tiburón si no es este Carmaux! —gritó el hombre de la linterna—. ¿Cómo estás vivo todavía, si en las Tortugas todos te creían muerto? ¡Tate! ¡Otro resucitado! ¿No eres el hamburgués Wan Stiller?

—¡En carne y hueso! —repuso este.

—Es decir, ¿que también tú has escapado del dogal?

—¡La muerte no me quería, y, en vista de eso, pensé que era mejor vivir todavía unos cuantos años más!

—¿Y el jefe?

—¡Silencio! —dijo Carmaux.

—Puedes hablar. ¿Ha muerto?

—¡Bandada de cuervos! ¿Habéis concluido de graznar? —grito la voz metálica que dirigiera palabras amenazadoras a los hombres de la canoa.

—¡Truenos de Hamburgo! ¡El Corsario Negro! —barbotó Wan Stiller, estremeciéndose.

Carmaux, alzando la voz, respondió:

—¡Aquí estamos, Comandante! Del puente de órdenes descendió un hombre, que se dirigió hacia ellos con una mano apoyada en la culata de una de las pistolas que le pendían del cinto.

Iba vestido completamente de negro, con una elegancia que no era frecuente ver entre los filibusteros del Golfo de México, hombres que se contentaban con un par de calzones y una camisa, y que se cuidaban más de las armas que de la indumentaria.

Llevaba una rica casaca de seda negra, adornada con encajes del mismo color; las vueltas de piel eran negras también; el calzón, de la misma seda y tono que la casaca, lo ceñía una amplia faja franjeada; calzaba altas botas a la escudera, y cubría su cabeza con un gran chambergo de fieltro, en el cual lucía una gran pluma negra que le caía sobre la espalda.

Como en el vestido, también en el aspecto de aquel hombre había algo de fúnebre, pues su rostro pálido, marmóreo, se destacaba de un modo extraordinario entre la negrura del coleto y las largas guedejas de sus cabellos; llevaba la barba partida, como la de los nazarenos, y la tenía un poco rizada.

Sus facciones eran hermosísimas: la nariz, de gran regularidad; los labios, pequeños y rojos como el coral; la frente, amplia, surcada por ligeras arrugas, que imprimían en aquel rostro un sello de melancolía; ojos de perfecto diseño, negros como carbunclos y animados por una luz tal, que en ciertos momentos debían de asustar incluso a los más intrépidos filibusteros de todo el Golfo.

Lo elevado de su estatura, su porte elegante, sus manos aristocráticas, todo le denunciaba al primer golpe de vista como hombre de alta condición social y, sobre todo, acostumbrado a mandar.

Al verle acercarse, los dos marineros de la canoa se habían mirado con cierta inquietud, murmurando:

—¡El Corsario Negro!

—¿Quiénes sois? ¿De dónde venís? —preguntó el Corsario, parándose ante ellos, siempre con la diestra en la culata de la pistola.

—Somos filibusteros de las Tortugas; dos hermanos de la costa —contestó Carmaux.

—¿Y venís…?

—De Maracaibo.

—¿Habéis escapado de las manos de los españoles?

—¡Sí, Comandante!

—¿A qué barco pertenecíais?

—Al del Corsario Rojo.

Al oír estas palabras, el Corsario Negro se estremeció y estuvo un momento silencioso, mirando a los dos filibusteros con ojos que arrojaban llamas.

—¡Al barco de mi hermano! —contestó.

Agarró bruscamente a Carmaux por un brazo y le condujo hacia popa, llevándole casi a la fuerza.

Llegados bajo el puente de órdenes, levantó la cabeza hacia un hombre que se veía allá arriba, derecho y como si esperase algún mandato, y le dijo:

—¡Cruzaremos siempre al largo, señor Morgan! ¡Sobre las armas todos; los artilleros, con las mechas encendidas, y usted advertirá cualquier cosa que pueda suceder!

—¡Muy bien. Comandante! —contestó el otro—. ¡No se acercará barco ni chalupa alguna sin que os lo advierta!

El Corsario Negro descendió al corredor y penetró en una camareta amueblada con mucha elegancia e iluminada por una lámpara dorada, a pesar de que a bordo de los barcos filibusteros no podía encenderse luz alguna después de las nueve de la noche. El Corsario señaló a Carmaux una silla, y le dijo lacónicamente:

—¡Ahora puedes hablar!

—¡Estoy a sus órdenes, Comandante!

En lugar de interrogarle, el Corsario le miró fijamente, con los brazos cruzados sobre el pecho. Estaba más pálido que de costumbre, casi lívido y su pecho se alzaba bajo el impulso de frecuentes suspiros.

Por dos veces había abierto los labios como para hablar; pero volvió a cerrarlos otras tantas, como si tuviese miedo de hacer una pregunta cuya respuesta sospechaba que había de ser terrible.

Por fin, haciendo un esfuerzo, preguntó:

—Le han matado, ¿verdad?

—¿A quién?

—A mi hermano, al que llamábamos el Corsario Rojo.

—¡Sí, Comandante! —contestó Carmaux dando un suspiro—. ¡Le han matado, lo mismo que mataron al otro hermano, al Corsario Verde!

Un grito ronco, que tenía algo de salvaje y de desgarrador al propio tiempo, salió de la garganta del Comandante.

Carmaux le vio palidecer horriblemente, llevarse una mano al corazón y dejarse caer en una silla, ocultándose el rostro con la ancha ala del sombrero.

El Corsario permaneció en tal postura algunos minutos, durante los cuales el marinero de la canoa le oyó sollozar; pero en seguida se puso en pie, como si se hubiera avergonzado de aquel momento de debilidad. La tremenda emoción que le acometiera había desaparecido por completo; tenía tranquilo el rostro; la frente, serena, y el color, no más marmóreo que antes; mas, en cambio, animaba sus miradas una luz tan tétrica, que daba miedo. Dio dos vueltas por la camareta, como si hubiera querido tranquilizarse por completo antes de proseguir el diálogo, y en seguida volvió a sentarse, diciendo:

—¡Ya temía yo que llegaría demasiado tarde; pero me queda la venganza! ¿Le han fusilado?

—Ahorcado, señor.

—¿Estás seguro?

—Yo le he visto con mis propios ojos pendiente de la horca levantada en la plaza de Granada.

—¿Cuándo le mataron?

—Hoy, a medio día.

—¿Y cómo murió?

—¡Como un héroe, señor! ¡No podía morir de otro modo el Corsario Rojo! Así…

—¡Prosigue!

—Cuando ya el lazo le apretaba, tuvo todavía fuerza de ánimo bastante para escupir en la cara al Gobernador.

—¿A ese perro de Wan Guld?

—Sí, al duque flamenco.

—¡Siempre él! ¡Me ha jurado un odio feroz, por lo visto! ¡Un hermano muerto a traición, y dos ahorcados por él!

—Eran ambos los corsarios más audaces del Golfo, señor, y natural, por tanto, que los odiase.

—¡Pero me queda la venganza! —gritó el filibustero con voz terrible—. ¡No; no moriré sin antes haber exterminado a ese Wan Guld y a toda su familia, y entregado a las llamas la ciudad que gobierna! ¡Maracaibo, me has sido fatal, y yo también seré fatal para ti! ¡Aun cuando tenga que llamar en mi socorro a todos los filibusteros de las Tortugas y a todos los de Santo Domingo y de Cuba, no dejaré de ti piedra sobre piedra! ¡Ahora, habla, amigo; cuéntamelo todo! ¿Cómo os han preso?

—No nos prendieron por la fuerza de las armas, sino por sorpresa, a traición, cuando estábamos inermes, Comandante.

»Como usted ya sabe, su hermano de usted se había dirigido a Maracaibo para vengar la muerte del Corsario Verde.

»Éramos ochenta, todos resueltos y decididos a cualquier evento, incluso a hacer frente a una escuadra; pero no habíamos contado con el mal tiempo.

»En la embocadura del Golfo de Maracaibo nos sorprendió un huracán tremendo, y las furiosas olas hicieron pedazos nuestro barco. Al cabo de infinitos peligros y fatigas, solamente pudimos alcanzar la costa veintiséis hombres; todos estábamos en tan deplorable situación, que no podíamos oponer resistencia alguna si nos atacaban; además, íbamos sin armas.

»Vuestro hermano nos animó y nos guío lentamente a través de los pantanos, por temor a que nos hubieran visto los españoles y nos siguieran.

»Cuando creímos haber encontrado un refugio seguro en lo espeso de la floresta, caímos en una emboscada. Trescientos españoles, guiados por Wan Guld en persona, cayeron sobre nosotros, nos encerraron en un círculo de hierro, mataron a los que oponían resistencia, y, por último, nos condujeron prisioneros a Maracaibo.

—¿Estaba mi hermano en el número de los prisioneros?

—Sí, Comandante. Aunque no llevaba más arma que un puñal, se había defendido como un león, prefiriendo morir en el campo antes que en la horca; pero el flamenco le reconoció, y, en lugar de hacerle matar de un tiro o de una estocada mandó que lo respetaran.

»Conducidos a Maracaibo, nos condenaron a la horca. Pero ayer mañana, mi compañero Wan Stiller y yo, más afortunados, logramos escaparnos estrangulando a nuestro centinela.

»Desde la cabaña de un indio, al lado de la cual nos habíamos refugiado, asistimos a la muerte de vuestro hermano y de sus animosos filibusteros; después, por la noche, y ayudados por un negro, nos embarcamos en una canoa, decididos a atravesar el Golfo de México para poner pie en las islas de las Tortugas.

»Esto es todo, Comandante.

—¡Y ha muerto mi hermano! —dijo el Corsario con calma terrible.

—Le he visto como os veo ahora.

—¿Y todavía colgará de la horca infame?

—Allí estará pendiente tres días.

El Corsario se había levantado bruscamente, y acercándose al filibustero:

—¿Tienes miedo? —le preguntó con extraña voz.

—¡Ni a Belcebú, Comandante!

—Entonces, ¿no temerás a la muerte?

—¡No!

—¿Me seguirás?

—¿Adónde?

—A Maracaibo.

—¿Cuándo?

—Esta noche.

—¿Vamos a asaltar la ciudad?

—No; no somos bastantes en número ahora; pero más adelante Wan Guld tendrá noticias mías. Iremos nosotros dos y tu compañero.

—¿Solos? —preguntó Carmaux estupefacto.

—Solos.

—Pero ¿qué pretendéis hacer?

—Recoger el cadáver de mi hermano.

—¡Cuidado, Comandante! ¡Corréis el peligro de que os prendan!

—¿Sabes tú quién es el Corsario Negro?

—¡Rayos y truenos! ¡Es el filibustero más audaz de las Tortugas!

—¡Ve, pues, a esperarme sobre cubierta, y manda que preparen una chalupa!

—¡Es inútil, Comandante; tenemos nuestra canoa, que es una verdadera barca de carrera!

—¡Anda!

Share on Twitter Share on Facebook