Capítulo II Una Expedición Audaz

Carmaux se apresuró a obedecer, pues sabía que era peligrosa toda vacilación con el Corsario.

Ante la escotilla le esperaba Wan Stiller en compañía del contramaestre, de la tripulación y de algunos filibusteros, quienes le interrogaban acerca del desgraciado fin del Corsario Rojo y de sus gentes, manifestando propósitos terribles de venganza contra los españoles de Maracaibo y, sobre todo, contra el Gobernador. Cuando el hamburgués supo que había que disponer la canoa para regresar a la costa, de la cual habían podido alejarse precipitada y milagrosamente, no pudo disimular su asombro y sus recelos.

—¡Volver otra vez allá abajo! —exclamó—. ¡Dejaremos allí el pellejo, Carmaux!

—¡Bah! ¡Por esta vez no iremos solos!

—Entonces, ¿quién va a acompañarnos?

—El Corsario Negro.

—¡En ese caso, no temo nada! ¡Ese diablo de hombre vale por cien filibusteros!

—Pero vendrá solo.

—¡No importa, Carmaux; no hay nada que temer con él!

—¿Y volveremos a entrar en Maracaibo?

—Sí, amigo mío, y seremos unos héroes si logramos llevar la empresa a buen fin. Tú, contramaestre, manda que pongan tres fusiles en la canoa, las municiones correspondientes, un par de hachas de abordaje para nosotros dos, y algo que comer. ¡Nunca sabe uno lo que puede suceder, ni nadie adivinará cuándo volveremos!

—Ya está hecho eso —respondió el contramaestre—. ¡Ni siquiera me he olvidado del tabaco!

—¡Gracias, amigo; eres la perla de los contramaestres!

—¡Ahí está! —dijo en aquel momento Wan Stiller.

Sobre la cubierta apareció el Corsario. Vestía un fúnebre traje; pero se había ceñido una espada muy larga, y puesto en el cinto un par de grandes pistolas y un puñal de los que llamaban los españoles de «misericordia». Terciado en el brazo llevaba un amplio ferreruelo, negro como el traje.

Se acercó al hombre que estaba en el puente de órdenes, y que debía de ser el segundo comandante; cambió con él algunas palabras, y en seguida, dirigiéndose a los dos filibusteros, dijo brevemente:

—¡En marcha!

Bajaron a la canoa los tres. El Corsario se envolvió en el ferreruelo y se sentó a proa, y los filibusteros, echando mano a los remos, volvieron a comenzar con grandes alientos la fatigosa maniobra.

El barco filibustero apagó las luces de posición, orientó las velas y empezó a seguir a la canoa, dando bordadas para no adelantarse. Probablemente habría querido el segundo comandante escoltar a su jefe hasta la costa para protegerle en caso de una sorpresa.

El Corsario, medio tendido en la proa y con la cabeza apoyada en un brazo, permanecía silencioso; pero su mirada, tan perspicaz como la de un águila, escrutaba atentamente el negro horizonte, como si tratase de distinguir la costa americana, envuelta en las tinieblas.

De tiempo en tiempo volvía la cabeza hacia su barco, que le seguía siempre a una distancia de siete u ocho cables; después volvía a mirar hacia el Sur.

Wan Stiller y Carmaux bogaban con gran brío, haciendo volar sobre las negras aguas al sutil y esbelto botecillo. Ni a uno ni a otro parecía que les preocupaba el regreso hacia aquellas costas, pobladas por sus implacables enemigos: tanta era la confianza que tenían en la audacia y el valor del formidable Corsario, cuyo solo nombre bastaba para esparcir el terror en todas las ciudades marítimas del gran Golfo mexicano.

El mar interior de Maracaibo, tan tranquilo como si fuese de aceite, permitía avanzar a la veloz embarcación sin gran fatiga de los remeros. Como en aquel sitio la costa no es dura, y, además, hállase resguardada por dos cabos que la protegen contra los oleajes del gran Golfo, no hay nunca marejada, y, por tanto, sólo de cuando en cuando se encrespan las aguas.

Hacía una hora que bogaban los dos filibusteros, cuando el Corsario Negro, que hasta entonces había conservado una absoluta inmovilidad, se puso en pie, como si quisiera abarcar con la mirada mayor espacio.

Una luz, que no podía confundirse con una estrella, brillaba a flor de agua hacia el Sudoeste y con intervalos de un minuto.

—¡Maracaibo! —dijo el Corsario con sombrío acento, en el cual se advertía un movimiento de furor.

—¡Sí! —contestó Carmaux, que se había vuelto.

—¿A qué distancia estamos?

—A unas tres millas quizá, Capitán.

—Entonces, ¿llegaremos a media noche?

—Sí.

—¿Hay algún crucero?

—El de los aduaneros.

—¡Es preciso que no nos vea!

—Nosotros conocemos un sitio donde podremos desembarcar con tranquilidad y esconder la canoa.

—¡Adelante!

—¡Una palabra, Capitán!

—¡Habla!

—Sería bueno que ya no se acercase más el barco.

—Ya ha virado de bordo, y nos esperará al largo —contestó el Corsario.

Estuvo silencioso algunos instantes, y añadió luego:

—¿Es cierto que hay una escuadra en el lago?

—Sí, Comandante; la del contralmirante Toledo, que vigila a Maracaibo y Gibraltar.

—¡Ah! ¿Tienen miedo? ¡Pero entre el Olonés, la Tortuga y nosotros, la echaremos a pique! ¡Hay que tener paciencia por algunos días; después, ya sabrá Wan Guld de lo que somos capaces!

Se envolvió de nuevo en la capa, se echó el sombrero hacia los ojos y tornó a sentarse, siempre con la mirada fija en aquel punto luminoso que indicaba el faro del puerto.

La canoa reanudó su carrera, desviando la proa de la embocadura de Maracaibo, pues querían evitar un encuentro con el crucero de los aduaneros, quienes, sin duda alguna, los habrían detenido, prendiéndolos en el acto.

Media hora después se divisaba perfectamente la costa del Golfo, la cual estaba distante unos tres o cuatro cables. Descendía con suavidad la playa, compuesta de paletuvios, plantas que crecen en las bocas de los ríos y que producen fiebres terribles, entre ellas el vómito negro, o, por otro nombre, la fiebre amarilla.

Además, veíase recortarse sobre el estrellado cielo una vegetación compacta y oscura, entre la cual se destacaban enormes haces de hojas plumeadas y de gigantescas dimensiones.

Carmaux y Wan Stiller aminoraron el impulso de los remos y se volvieron para mirar a la costa. Avanzaban con grandes precauciones, procurando no hacer ruido alguno y mirando con extremo cuidado hacia todas partes, como si temieran alguna sorpresa.

En cambio, el Corsario Negro no se había movido; pero colocó delante de sí los tres fusiles, para saludar con una descarga a la primera chalupa que se atreviera a acercarse.

Debía de ser ya media noche cuando embarrancó la canoa en medio de la manigua, ocultándose entre las plantas.

El Corsario se había levantado. Inspeccionó rápidamente la costa, y en seguida saltó a tierra ágilmente, atando a una rama la barquilla.

—¡Dejad los fusiles! —dijo a Wan Stiller y a Carmaux—. ¿Tenéis pistolas?

—Sí, Capitán —contestó el hamburgués.

—¿Sabéis dónde estamos?

—A diez o doce millas de Maracaibo.

—¿Está situada la ciudad detrás de ese bosque?

—Al otro lado.

—¿Podemos entrar esta noche?

—Eso es imposible, Capitán. El bosque es espesísimo, y no conseguiríamos atravesarle antes de mañana por la mañana.

—Es decir, que nos vemos obligados a esperar hasta mañana por la noche.

—Si no queréis arriesgaros a entrar en Maracaibo de día, será preciso resignarse a esperar.

—Mostrarnos de día en la ciudad sería una imprudencia —contestó el Corsario como si hablara consigo mismo—. Sí tuviera aquí mi barco dispuesto para apoyarnos y recogernos, me atrevería; pero El Rayo cruza ahora las aguas del Golfo.

Estuvo silencioso e inmóvil durante algunos instantes, como si reflexionara profundamente, y al cabo, dijo:

—¿Podremos hallar todavía a mi hermano?

—Estará expuesto tres días en la plaza de Granada —contestó Carmaux—. Creo habéroslo dicho ya.

—Entonces, tenemos tiempo. ¿Conoces a alguien en Maracaibo?

—Sí, a un negro; el que nos ofreció la canoa para escapar. Vive en las lindes de este bosque, en una cabaña aislada.

—¿No nos hará traición?

—Respondemos de él.

—¡Pues andando!

Subieron a la playa, Carmaux, delante; el Corsario, en medio, y detrás, Wan Stiller, y se metieron por entre la oscura selva, marchando con gran cautela, con el oído atento y con las manos en la culata de las pistolas, pues podían caer en una emboscada.

Tenebroso como una caverna alzábase ante ellos el inmenso bosque. Levantábanse a grandes alturas troncos de todas formas, que sostenían desmesuradas hojas, las cuales impedían en absoluto ver ni una sola estrella.

Las ramas caían en festones por todas partes, cruzándose y entrecruzándose de mil modos y en mil direcciones, en tanto que por el suelo, retorcidas unas con otras, se deslizaban desmesuradas raíces, las cuales dificultaban no poco la marcha de los tres filibusteros, obligándolos a dar grandes rodeos para encontrar un paso, o a poner mano en las hachas de abordaje para cortarlas.

Varios resplandores como de grandes puntos luminosos, que a veces proyectaban verdaderos haces de luz, corrían por en medio de aquellos millares y millares de troncos, danzando, ya al nivel del suelo, ya en medio de las hojas.

Se apagaban bruscamente, y en seguida volvían a encenderse, formando como oleadas resplandecientes de incomparable belleza, que tenían un no sé qué de fantástico.

Eran las grandes luciérnagas de la América meridional, las vaga lume, las cuales despedían una luz tan viva, que a su claridad podría leerse la escritura más pequeña a distancia de algunos metros, y que, encerradas tres o cuatro en un vaso de cristal, bastan para alumbrar perfectamente una habitación; el mismo fenómeno lo producen las lampyris occidentalis, bellísimos insectos fosforescentes, que se encuentran en grandes cantidades en los bosques de la Guayana y del Ecuador.

Los tres filibusteros, siempre silenciosos, proseguían su marcha sin abandonar las precauciones, pues, además de los hombres, tenían que temer a los habitantes de la floresta, como son los sanguinarios jaguares y, sobre todo, las serpientes, especialmente las llamadas jaravas, reptiles venenosísimos, muy difíciles de ver, aun en pleno día, pues tienen la piel del color de la hoja seca.

Habrían recorrido como unas dos millas, cuando Carmaux, que iba siempre delante, pues era el más práctico en aquellos lugares, se detuvo de repente, montando precipitadamente una de sus pistolas.

—¿Un jaguar, o un hombre? —preguntó el Corsario sin mostrar la menor aprensión.

—Puede haber sido un jaguar; pero también un espía —contestó Carmaux—. ¡En este país nunca se está seguro de ver el día de mañana!

—¿Por dónde ha pasado?

—A veinte pasos de mí.

El Corsario se inclinó a tierra y escuchó atentamente, conteniendo la respiración. A sus oídos llegó un ligero crujir de hojas; pero tan débil, que únicamente un oído muy ejercitado y muy fino podía oírlo.

—Puede ser un animal —contestó, levantándose—. ¡Bah! ¡Nosotros no somos hombres que nos asustamos! ¡Empuñad los sables y seguidme!

Dio vuelta en derredor del tronco de un árbol enorme que se erguía por encima de las palmas, y se detuvo en medio de un grupo de hojas gigantescas, escudriñando las tinieblas.

Cesó el crujir de las hojas; pero, en cambio, escuchó un ligero tintineo metálico, y a poco un golpe seco, como si amartillasen un fusil.

—¡Quietos! —murmuró con un soplo de voz no más, volviéndose a sus compañeros—. ¡Aquí hay alguien que nos espía y que espera el momento oportuno para hacer fuego sobre nosotros!

—¿Nos habrán visto desembarcar? —murmuró con inquietud Carmaux—. ¡Los españoles tienen espías en todas partes!

El Corsario había empuñado la espada con la diestra, y con la siniestra una pistola, y procuraba dar vuelta en derredor de la masa de hojas sin producir el menor ruido. De repente, Carmaux y Wan Stiller le vieron lanzarse hacia adelante y caer sobre una forma humana, que se irguió de repente entre la maleza.

El salto del Corsario había sido tan rápido e impetuoso, que el hombre que estaba emboscado había ido rodando con las piernas por alto, por efecto de un golpe recibido en pleno rostro con la guarda de la espada.

Carmaux y Wan Stiller se lanzaron sobre él, y mientras el primero se apresuraba a recoger el fusil que el emboscado había dejado caer, sin haber tenido tiempo de descargarlo, el otro le apuntaba con una pistola, diciendo:

—¡Si te mueves, eres hombre muerto!

—¡Es uno de nuestros enemigos! —dijo el Corsario, que se había inclinado.

—¡Un soldado de ese maldito Wan Guld! —contestó Wan Stiller—. ¿Qué era lo que hacías emboscado en este sitio? ¡Tengo necesidad de saberlo!

El español, que había quedado aturdido con el golpe, comenzaba a recobrar el sentido y trataba de levantarse.

—¡Caray! —masculló, con un ligero temblor en la voz—. ¿Habré caído en manos del diablo?

—¡Lo has adivinado —dijo Carmaux—, ya que a vosotros os gusta llamarnos así a los filibusteros!

El español se estremeció fuertemente.

—¡Por ahora, no hay para qué tener tanto miedo! —le dijo, riendo—. ¡Consérvalo para más adelante, cuando bailes en el vacío un fandango con el extremo de un buen pedazo de sólida cuerda de cáñamo anudado al cuello!

En seguida, volviéndose hacia el Corsario, que miraba silenciosamente al prisionero, le dijo:

—¿Le mato de un pistoletazo?

—¡No! —contestó el Capitán.

—¿Prefiere usted ahorcarle de una rama de alguno de estos árboles?

—¡Tampoco!

—¡Quizá sea uno de los que han ahorcado a los hermanos de la costa y al Corsario Rojo, mi Capitán!

Ante este recuerdo, una luz terrible iluminó los ojos del Corsario Negro; pero en seguida se extinguió.

—¡No quiero que muera! —dijo con voz sorda—. Vivo puede sernos más útil que ahorcado.

—¡Entonces; le ataremos bien! —dijeron ambos filibusteros.

Se quitaron las fajas de lana roja que llevaban ceñidas a la cintura, y sujetaron fuertemente los brazos del prisionero, sin que este se atreviese a hacer resistencia.

—¡Ahora vamos a ver quién eres! —dijo Carmaux.

Encendió un pedazo de mecha de cañón que llevaba en el bolsillo, y lo acercó al rostro del español.

Aquel pobre diablo, que, por desgracia suya, había ido a caer en las manos de los formidables corsarios de las Tortugas, era un hombre que apenas tendría treinta años, largo y flaco como su compatriota Don Quijote; de cara angulosa, cubierta con una barba rojiza; de ojos grises, dilatados por el espanto.

Vestía casaca de piel amarilla y con algunos arabescos, calzones anchos y cortos, a rayas negras y rojas, y calzaba altas botas de cuero negro. En la cabeza llevaba un casco de acero, que adornaba una pluma vieja y casi sin barbas, y de la cintura le pendía una larga espada, cuya vaina estaba muy estropeada por su extremidad.

—¡Por Belcebú, patrón! —exclamó Carmaux riendo—. ¡Si el gobernador de Maracaibo tiene valientes como este, tampoco los mantiene con capones, porque está más seco que un arenque ahumado! ¡Creo, Capitán, que no vale la pena de ahorcarle!

—¡Yo no he dicho que se le ahorque! —contestó el Corsario.

En seguida, tocando al prisionero con la punta de la espada, le dijo:

—¡Si aprecias en algo el pellejo, hablarás!

—¡El pellejo ya le tengo por perdido! —contestó el español—. ¡De vuestras manos no sale nadie con vida; y aun cuando yo os hubiese contestado cuanto deseáis saber, seguiría pensando que no he de ver el día de mañana!

—¡El español tiene agallas! —repuso Wan Stiller.

—Y su respuesta vale bien su perdón —añadió el Corsario—. ¡Pronto! ¿Vas a hablar?

—¡No! —contestó el prisionero.

—Te he prometido la vida.

—¿Y quién es el que va a creeros?

—¿Quién? Pero ¿sabes quién soy?

—Un filibustero.

—Sí; pero que se llama el Corsario Negro.

—¡Por Nuestra Señora de Guadalupe! —exclamó el español, que se puso lívido—. ¿El Corsario Negro aquí? ¿Habéis venido para exterminarnos a todos y vengar la muerte de vuestro hermano el Corsario Rojo?

—¡Sí, si no hablas! —contestó el filibustero con voz sombría—. ¡Os exterminaré a todos, y de Maracaibo no quedará piedra sobre piedra!

—¡Por todos los santos! ¿Vos aquí? —repitió el prisionero, que no había vuelto todavía de su sorpresa.

—¡Habla!

—¡Es inútil; me doy por muerto!

—¡El Corsario Negro es un noble caballero, y un noble no falta nunca a su palabra! —contestó el Capitán con voz solemne.

—¡En ese caso, podéis interrogarme!

Share on Twitter Share on Facebook