Capítulo XIV LOS HURACANES DE LAS ANTILLAS

Después de batir con horrible furia a Puerto Rico y Haití, el huracán se lanzaba en aquellos momentos en el canal de Barlovento con la temerosa violencia tan conocida de los navegantes del Golfo de México y del Mar Caribe.

A la clara y brillante luz de la zona ecuatorial sucedió una noche oscurísima, pues todavía los relámpagos no la iluminaban. Era una noche de las que infunden miedo a los más audaces marineros. No se veía otra cosa que la espuma de las olas, que parecían haberse vuelto fosforescentes.

Una ráfaga de agua y viento barría el mar con irresistible ímpetu; golpes furiosos de huracán sucedíanse los unos a los otros, produciendo silbidos y rugidos pavorosos, haciendo crepitar las velas y doblando la sólida arboladura.

Oíase resonar en los aires un extraño ruido, que iba en aumento a cada instante. Parecía como si miles de carros cargados de hierro corriesen por el cielo, o que pasaran a todo vapor sobre puentes metálicos pesadísimos trenes.

El mar estaba horrible. Las olas, altas como montañas, rodaban de Levante a Poniente, lanzándose unas sobre otras con rumores sordos o con estallidos formidables, levantando cortinas de fosforescente espuma. Se alzaban tumultuosamente, como empujados por misteriosa fuerza, y volvían a caer, abriendo simas tan enormes, que parecía que tocaban en el fondo del Golfo.

El Rayo, con el velamen reducido a mínimas proporciones, había empeñado la lucha valerosamente. No conservaba tendidos más que los foques y las dos velas del trinquete y del palo mayor.

Semejaba un pájaro fantástico que volase al ras de las olas. Ya subía con intrepidez por aquellas montañas movibles, deslizándose por entre las espumas como si quisiera clavar en las nubes el espolón, ya descendía entre aquellas paredes líquidas, cual si se precipitase hasta el fondo del abismo.

Marchaba de un modo desesperado, mojando en la espuma los extremos de los penoles del trinquete y del mayor; pero sus poderosos costados no cedían a los golpes formidables de las olas.

En derredor del barco, y hasta en la toldilla, caían a intervalos ramas de árboles, frutas de toda especie, cañas de azúcar y montones de hojas que revoloteaban en alas del torbellino, arrancados a los bosques y a las plantaciones de la vecina isla de Haití, mientras que torrentes de agua se precipitaban con ruido ensordecedor desde las nubes, corriendo furiosas por cubierta y desahogando penosamente por obenques y umbrinales.

Pronto sucedió a la noche oscura una noche de fuego. Relámpagos cegadores rasgaban las tinieblas, iluminando el mar y el barco con su luz lívida, y entre las nubes estallaban espantables truenos, como si allá, en lo alto, se hubiese empeñado un duelo tenaz entre centenares de piezas de artillería.

Se había saturado el aire de electricidad, hasta el extremo de que en los cables de El Rayo brillaban y saltaban miles de chispas, y en lo alto de los palos refulgía el fuego de San Telmo.

En aquel momento llegaba el huracán a su intensidad máxima.

El viento adquirió una velocidad espantosa, probablemente de cuarenta metros por segundo, y rugía con horrísono fragor, levantando verdaderas sombras y columnas enormes de agua pulverizada.

Los foques de El Rayo, desgarrados y arrancados por el viento, habían desaparecido, y la vela del trinquete, reventada de golpe, concluía de hacerse jirones; la única que resistía era la del palo mayor.

Debatiéndose entre las olas y las ráfagas, el barco huía con espantosa rapidez en medio de los relámpagos y de las trombas oceánicas.

Por momentos parecía que iba a desaparecer en el abismo; pero se levantaba siempre, golpeando las olas que le batían y deshaciendo la espuma que amagaba sepultarle.

El Corsario Negro, en la popa, siempre derecho y con la barra en la mano, guiaba el buque con mano segura. Inconmovible entre las furias del viento, impasible entre el agua que le inundaba, desafiaba intrépido la cólera de la Naturaleza, con los ojos relucientes y la sonrisa en los labios.

Su negra figura se destacaba a la claridad de los relámpagos, adquiriendo en ciertos instantes gigantescas proporciones.

Los rayos se calzaban en derredor de él trazando líneas de fuego; el viento le embestía, arrancándole a pedazos la pluma que adornaba su sombrero; la espuma le cubría a veces, amenazando derribarle; los truenos, cada vez más horrísonos, le ensordecían; pero él permanecía impávido en su puesto, guiando el barco a través de las olas y de las ráfagas del huracán.

Parecía el genio del mar que surgiera de los abismos del gran Golfo para medir sus fuerzas con la Naturaleza desencadenada.

Los marineros, lo mismo que en la noche del abordaje, cuando lanzaba El Rayo encima del barco de línea, le miraban con terror supersticioso, preguntándose si aquel hombre era realmente un ser mortal, como ellos, o un ser sobrenatural a quien ni la metralla, ni las espadas, ni los huracanes conseguían abatir. De pronto, cuando las oleadas se rompían con mayor furia en las bordas del velero, vióse que el Corsario se apartaba un momento de la barra, como si hubiera querido precipitarse hacía la escalerilla de babor de la cámara, haciendo un gesto de sorpresa y una mueca de terror.

Una mujer salía entonces de la cámara y subía a la toldilla agarrándose con energía al pasamanos de la escalera para no ser despedida por los desordenados bandazos del buque.

Iba completamente envuelta en un pesado abrigo de paño de Cataluña; pero llevaba descubierta la cabeza, revoloteando al viento sus magníficos cabellos rubios.

—¡Señora! —gritó el Corsario, que reconoció en seguida a la joven flamenca—. ¿No veis que aquí está la muerte?

La duquesa no contestó, y le hizo con la mano una seña que quería decir:

«¡No tengo miedo!».

—¡Retiraos, señora! —dijo el Corsario, que se había puesto más pálido que de costumbre.

En lugar de obedecer, la animosa flamenca subió a la toldilla, la atravesó, siempre agarrada a la barra de la obra muerta, y se metió por entre la amura y la popa de la chalupa grande, que había sido izada a bordo por las grúas con objeto de impedir que se la llevasen las olas.

El Corsario le suplicó otra vez que se retirase; pero ella le contestó con la cabeza haciendo un enérgico movimiento de negativa.

—¡Pero es que está aquí la muerte! —volvió a decirle—. ¡Volveos a la cámara, señora! ¿Qué es lo que venís a hacer aquí?

—¡Vengo a admirar al Corsario Negro!

—¡Sí, y a que os arrebaten las olas!

—¿Qué os importa eso?

—¡Pero yo no deseo vuestra muerte! ¿Me comprendéis, señora? —gritó el Corsario con un acento en el cual se sentía vibrar por primera vez un ímpetu apasionado.

La joven sonrió; pero no se movió. Refugiada en aquel sitio, dejaba que el agua que saltaba sobre cubierta la bañase, sin apartar los ojos del Corsario.

Este comprendió que era inútil insistir: quizá se alegraba de ver tan cerca de sí a la animosa joven que, desafiando la muerte, había subido para admirar su audacia. Cuando el huracán dio al barco un momento de tregua, volvió los ojos hacia la duquesa, y casi involuntariamente le sonreía. Seguramente se admiraban ambos.

Cuantas veces la miraba, otras tantas se encontraban sus ojos con los de ella, que adquirieron la misma expresión que por la mañana en la proa del barco de línea.

Pero aquellos ojos, de los cuales fluía una fascinación misteriosa, producían en el intrépido filibustero una turbación que él mismo no podía explicarse. Aun cuando no la miraba, sentía que ella no le perdía de vista un solo momento, y no podía resistir al deseo de volver la cabeza hacia el sitio que ocupaba la dama.

Hubo un instante en que las olas se volcaron con mayor ímpetu sobre El Rayo. Tuvo miedo de sentirse trastornado por aquella mirada, y gritó:

—¡No me miréis así, señora! ¡Nos jugamos la vida!

Aquella inexplicable fascinación cesó en el acto. La joven cerró los ojos, bajó la cabeza y se tapó el rostro con las manos.

El Rayo encontrábase entonces cerca de las playas de Haití. A la luz de los relámpagos se veían dibujarse las altas costas, flanqueadas por peligrosas escolleras, contra las cuales el buque podía hacerse pedazos.

La voz del Corsario resonó entre los mugidos de las olas del viento.

—¡Una vela de recambio en el trinquete! ¡Afuera los foques! ¡Atención a la virada!

Aun cuando el viento agitaba el mar hacia las costas meridionales de Cuba, estaba espantoso también cerca de las de Haití. Oleadas de fondo, de quince o dieciséis metros de altura, se formaban en derredor de las escolleras, produciendo terribles contraolas.

Pero El Rayo no cedía. Se había desplegado la vela de recambio en el penol del trinquete, y se habían recogido los foques colocados en el bauprés: el barco bogaba bajo la costa como un steamer lanzado a todo vapor.

De cuando en cuando, las oleadas le volcaban de un modo impetuoso, ya sobre babor, ya sobre estribor; pero por medio de un vigoroso golpe de barra, el Corsario lo levantaba, poniéndolo en buen camino.

Por fortuna, el huracán, que hacía tiempo había llegado a su mayor intensidad, comenzaba a disminuir en violencia, pues, por lo general, esas tremendas tempestades duran pocas horas.

Las nubes se rompían en varios sitios, dejando entrever alguna estrella, y el viento no soplaba con el ímpetu de antes. A pesar de eso, el mar seguía borrascosísimo. Tenían que transcurrir muchas horas antes de que aquellas olas, lanzadas por el Atlántico sobre el gran Golfo, se calmasen.

Durante toda la noche luchó el barco desesperadamente con las olas, que le acometían por todas partes, logrando rebasar victoriosamente el canal de Barlovento y abocar al trozo de mar comprendido entre las grandes Antillas y la isla de Bahama.

Al amanecer, y cuando el viento cambió de Levante al Septentrión, se encontraba El Rayo casi frente al cabo haitiano.

El Corsario Negro, que debía de hallarse rendido por tan larga lucha, y que tenía los vestidos empapados de agua, así que vio el pequeño faro de la ciudadela del Cabo, entregó la rebola del timón a Morgan, y dirigiéndose hacia la gran chalupa, al lado de la cual se hallaba acurrucada la joven flamenca, le dijo:

—¡Venid, señora! ¡También yo os he admirado, pues creo que no haya mujer alguna que, como vos habéis hecho, afrontase la muerte por ver cómo mi barco luchaba con el huracán!

La joven se levantó, sacudió el agua que le había empapado la ropa y los cabellos, miró al Corsario sonriendo, y dijo:

—Puede ser que no se atreviese mujer alguna a subir a cubierta; pero puedo decir que yo sola he visto al Corsario Negro guiar su nave en medio de uno de los más tremendos huracanes, y admirado su audacia y su vigor.

El filibustero no contestó. Permaneció delante de ella, mirándola con los ojos brillantes, al paso que su frente se oscurecía.

—¡Sois una mujer valerosa! —murmuró, pero en voz tan queda, que solamente ella pudo oírle.

En seguida, lanzando un suspiro, añadió:

—¡Qué lástima que hayáis de ser una mujer fatal, según la profecía de la zíngara!

—¿De qué profecía habláis? —le preguntó la joven con estupor.

En vez de contestar, el Corsario movió tristemente la cabeza, murmurando:

—¡Son locuras!

—¿Sois supersticioso, caballero?

—¡Quizá!

—¿Vos?

—¡Ah! ¡Hasta ahora, las predicciones de la zíngara se han realizado, señora!

Miró a las olas que iban a estrellarse contra el costado del barco lanzando sordos mugidos, y mostrándoselas a la joven, añadió tristemente:

—¡Preguntadlo, si podéis, a ellas! ¡Ambos eran hermosos, jóvenes, fuertes, atrevidos, y ahora duermen bajo esas olas, en el fondo del mar! ¡La fúnebre profecía se ha cumplido, y de seguro se cumplirá la mía, porque siento que aquí, en el corazón, se alza una llama gigantesca que ya no puedo extinguir! ¡Sea! ¡Que se cumpla el Destino fatal, si así está escrito! ¡No me da miedo el mar, y donde duermen mis hermanos, también encontraré yo un sitio! ¡Pero, después, cuando me haya precedido el traidor!

Se encogió de hombros, hizo un movimiento de amenaza con las manos, y en seguida descendió a la cámara, dejando a la joven flamenca más asombrada que nunca con aquellas palabras, que no podía comprender.

***

Tres días después, y cuando ya el mar se había tranquilizado, El Rayo, empujado por un viento favorable, llegaba a la vista de las islas de las Tortugas, nido de los formidables filibusteros del gran Golfo.

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