Capítulo XIII FASCINACIONES MISTERIOSAS

El Rayo marchaba lentamente hacia el Septentrión, con objeto de llegar a las costas de Santo Domingo, y ya allí, meterse en el amplio canal abierto entre esta isla y la de Cuba.

Además de la impedimenta del barco de línea que se veía obligado a remolcar, el buque marchaba con gran trabajo a causa del obstáculo que ofrecía la gran corriente equinoccial que, después de atravesar el Atlántico, corriendo en dirección de las playas de América Central, sale dando un gran rodeo del Golfo de México por cerca de las islas de Bahama y las costas meridionales de la Florida.

Por fortuna, el tiempo se mantenía sereno; de otro modo, El Rayo se habría visto obligado a abandonar a la furia de las olas la presa que cobrara a tan alto precio, pues los huracanes que se desencadenan en los mares de las Antillas son tan terribles, que es imposible formar idea de su violencia.

Aquellas regiones, que parecen bendecidas por la mano de Dios; aquellas opulentas islas, cuya fertilidad es prodigiosa, favorecidas por un clima sin par y por un cielo que en su pureza nada tiene que envidiar al tan decantado de Italia, se ven sujetas a menudo a espantosos cataclismos, que por causa de los vientos dominantes y de la corriente equinoccial las trastornan en pocas horas.

De cuando en cuando las azotan horribles tempestades, que destruyen las ricas plantaciones, arrancan de cuajo bosques enteros y derriban ciudades y aldeas; oleadas gigantescas se levantan entonces, y el mar se arroja sobre las costas con irresistible ímpetu, llevándose por delante cuanto encuentra y arrastrando los barcos anclados en los puertos; convulsiones formidables del suelo las sacuden de repente, sepultando a millares de personas en espantosas ruinas.

La buena estrella sonreía a los filibusteros del Corsario Negro, porque, como hemos dicho, el tiempo se mantenía espléndido, prometiendo una navegación tranquila hasta las islas de las Tortugas.

El Rayo marchaba plácidamente por aquellas aguas de esmeralda, tersas como un cristal y tan transparentes, que a través de ellas podía verse a cien brazas de profundidad el blanquísimo lecho del Golfo, lleno de arrecifes de corales.

Al reflejarse la luz en aquellas blancas arenas, hacía todavía más transparente y límpida el agua, no sin producir el vértigo a quien sin estar acostumbrado quisiera mirar a ella.

En medio de aquella nítida transparencia, veíanse deslizarse en todas direcciones extraños peces, que jugaban, se perseguían o se devoraban, y a menudo subían a la superficie merced al impulso de un vigoroso coletazo; esos terribles devoradores de hombres llamados zigdenas, escualos muy parecidos y no menos feroces que los tiburones, de veinte pies de longitud algunos, con la figura de martillo, con los ojazos redondos, casi vítreos, colocados en el extremo de la boca, que, además de ser enorme, la tienen guarnecida de grandes dientes triangulares.

Dos días después del apresamiento del barco, El Rayo, gracias a un viento fuerte y favorable, se aventuraba por el trozo de mar comprendido entre Jamaica y la punta occidental de Haití, dirigiéndose rápidamente hacia las costas cubanas del Mediodía.

El Corsario Negro, que llevaba dos días encerrado en su camarote, al oír que el piloto señalaba las elevadas montañas de Jamaica, salió a cubierta.

Todavía estaba poseído de aquella inquietud inexplicable que le invadiera la noche misma que había invitado a comer en su cámara a la joven flamenca.

No estaba quieto un solo momento. Paseaba nerviosamente por la pasarela, siempre preocupado y sin cambiar palabra con nadie, ni siquiera con Morgan.

Aún estuvo cosa de media hora mirando de vez en cuando, pero como distraído, a las montañas de Jamaica, que se dibujaban con claridad en el luminoso horizonte y que parecían emerger del fondo de las aguas; después bajó a cubierta y prosiguió los paseos entre el palo de trinquete y el mayor, con la amplia ala del sombrero muy echada sobre los ojos.

De pronto, como si se le hubiese ocurrido alguna idea y obedeciera al impulso de una tentación irresistible, volvió a subir al puente, tornó a descender al castillo de popa y se detuvo junto a la amura.

Sus ojos se fijaron en seguida en la proa del barco español, que iba a una distancia de sesenta pasos, longitud que tenía el cable de remolque.

Se estremeció e hizo como intención de retirarse; pero se detuvo en el acto, mientras que se iluminaba su rostro, siempre sombrío, y su palidez se trocaba en un ligero tinte rosado, que no duró más que un instante.

En la proa del barco español había visto una sombra blanca apoyada en el cordaje. Era la joven flamenca, envuelta en un largo manto blanco y con los blondos cabellos sueltos por la espalda en delicioso desorden, que, volaban al impulso de la brisa marina. Tenía vuelta la cabeza hacia el buque filibustero, y los ojos fijos en la popa; mejor dicho, en el Corsario Negro.

Su inmovilidad era absoluta, y apoyaba la mejilla sobre las manos, cruzadas en actitud meditabunda.

El Corsario Negro no hizo la menor señal, ni siquiera para saludarla. Se cogió a la amura con ambas manos, como si tuviera miedo a que le arrancasen de allí, y clavó los ojos en los de la joven.

Parecía enteramente fascinado por aquellos ojos de color de acero, pues ni siquiera respiraba.

Encanto semejante, extraño en un hombre del temple del Corsario, duró un minuto, al cabo del cual pareció romperse.

El Corsario Negro, casi arrepentido de haberse dejado vencer por la mirada de la joven, con un movimiento rápido soltó las manos de la amura y dio un paso hacia atrás.

Miró al timonel, que estaba a corta distancia; después, al mar; en seguida, a la arboladura de su barco, cual si no acabara de decidirse a dejar de mirar a la joven flamenca.

Esta no se había movido. Sentada siempre en el rollo de cuerdas, con la barbilla apoyada en la diestra y la rubia cabeza inclinada hacia adelante, miraba sin pestañear al Corsario. Una luz irresistible se escapaba de sus grandes ojos, cuyas pupilas parecían petrificadas en una inmovilidad vítrea.

El Comandante de El Rayo seguía retrocediendo, como impotente para sustraerse a aquella fascinación. Estaba más pálido que nunca, y un ligero temblor sacudía su cuerpo.

Siempre retrocediendo en la toldilla de la cámara, llegó hasta el extremo del puente de órdenes, donde se detuvo algunos momentos; pero al cabo prosiguió su marcha atrás hasta tropezar con Morgan, que estaba terminando su cuarto de guardia.

—¡Ah! —le dijo algo confuso, mientras que rápido rubor coloreaba sus mejillas.

—¿Mirabais también el color del sol, señor? —le preguntó el segundo.

—¿Qué tiene el sol?

—¡Prestad atención!

El Corsario abrió los ojos y vio que el astro diurno, poco antes fulgurante, adquiría un color rojizo que le hacía parecerse a una plancha de hierro incandescente. Se volvió hacia los montes de Jamaica y vio que sus cumbres se destacaban con mayor nitidez en el cielo, como si estuviesen iluminadas por una luz mucho más viva que hasta entonces.

En el rostro del Corsario se manifestó en el acto cierta inquietud, y sus ojos se tornaron hacia el buque español, deteniéndose otra vez en la joven flamenca, la cual seguía en el mismo sitio.

—¡Vamos a tener huracán! —dijo, al fin, con voz sorda.

—Todo lo indica, señor —respondió Morgan—. ¿No sentís ese olor nauseabundo que se eleva del mar?

—Sí: y también veo que la atmósfera comienza a enturbiarse. Estos son los síntomas de los tremendos huracanes de las Antillas.

—Verdad, capitán.

—¡Tendremos que perder nuestra presa!

—¿Me permitís daros un consejo, señor?

—¡Hablad, Morgan!

—Enviad la mitad de la tripulación al barco español.

—Creo que tenéis razón. Sentiría, por mis gentes, que ese hermoso barco fuese a parar al fondo del océano.

—¿Dejaréis en el barco a la duquesa?

—¿La joven flamenca? —dijo el Corsario, arrugando la frente.

—A bordo de El Rayo estará mejor que allí.

—¿Sentiríais que se ahogase? —preguntó el Capitán, volviéndose de repente hacia Morgan y mirándole con fijeza.

—Lo que pienso es que esa duquesa puede valer unos cuantos miles de piastras.

—¡Ah! ¡Es verdad! ¡Tiene que pagar su rescate!

—¿Queréis que mande que la trasborden antes que lo impidan las olas?

El Corsario no contestó. Paseaba por el puente, como si le preocupara algún grave pensamiento.

Así continuó durante algunos minutos; pero de improviso se detuvo ante Morgan y le preguntó a quemarropa:

—¿Creéis que pueden ser fatales algunas mujeres?

—¿Qué queréis decir? —le pregunto estupefacto su segundo.

—¿Seríais capaz de querer a una mujer sin sentir miedo?

—¿Por qué no?

—¿No os parece más peligrosa una muchacha bonita que un abordaje sangriento?

—Algunas veces, sí; pero ¿sabéis lo que dicen los filibusteros de las Tortugas antes de escoger una mujer entre las que envían aquí los Gobiernos de Francia e Inglaterra con objeto de que encuentren marido?

—Nunca me he cuidado de los matrimonios de nuestros filibusteros.

—Pues dicen lo siguiente: «De lo que hasta aquí has hecho, ¡oh, mujer!, no te pido cuenta y te absuelvo; pero deberás darme cuenta de cuanto hagas de ahora en adelante». Y señalando al cañón de un fusil, añaden: «Este me vengará; y si tú me faltas, este no me faltará».

El Corsario Negro se encogió de hombros, diciendo:

—¡Bah! Yo me refería a mujeres muy distintas de las que envían, a la fuerza a las Tortugas los Gobiernos de las naciones del otro lado del mar.

Se detuvo un instante y, señalando a la joven duquesa, que seguía en el mismo sitio, continuó:

—¿Qué me decís de esa muchacha?

—Que es una de las criaturas más hermosas que se han podido ver en estos mares de las Antillas.

—¿Y no os daría miedo?

—¿Esa muchacha? ¡No por cierto!

—¡Pues a mí, sí!

—¿A vos? ¿Al que llaman el Corsario Negro? ¡Queréis bromear, Comandante!

—¡No! —contestó el filibustero—. A veces leo en mi Destino; y, además, una zíngara de mi país me predijo que la primera mujer a quien quisiera me sería fatal.

—¡No hagáis caso, Capitán!

—Pero ¿qué diríais si añadiese que aquella zíngara predijo a mis hermanos que uno moriría en un asalto, por obra de una traición, y que los otros concluirían en la horca? Ya sabéis que tan fúnebre profecía se ha realizado.

—¿Y vos?

—Que moriría en el mar y lejos de mi patria, por causa de la mujer amada.

By God! —murmuró Morgan estremeciéndose—. ¡Pero esa zíngara pudo haberse equivocado respecto del cuarto hermano!

—¡No! —dijo con voz tétrica el Corsario.

Movió la cabeza, estuvo un instante meditabundo, y, al cabo, añadió:

—¡Sea!

Bajó del puente de órdenes, fue hacia proa, donde había visto al africano hablando con Carmaux y Wan Stiller, y les gritó:

—¡Al agua la chalupa grande! ¡Traed a bordo a la duquesa de Weltendran y a su séquito!

En tanto que los dos filibusteros y el africano se apresuraban a obedecer, Morgan escogía treinta marineros para enviarlos con los que ya estaban en el barco de línea, previendo que muy pronto sería necesario cortar el cable de remolque. Un cuarto de hora después, Carmaux y sus compañeros estaban de regreso. La duquesa flamenca, sus dos camaristas y los dos pajes, subieron a bordo de El Rayo, en cuya escala los esperaba el Corsario.

—¿Tenéis que darme alguna noticia urgente, caballero? —preguntó la joven, mirándole a los ojos.

—Sí, señora —contestó el Corsario, inclinándose ante ella.

—¿Y qué es, si no hay inconveniente en saberlo ahora mismo?

—Que probablemente nos veremos obligados a abandonar ese barco a su suerte.

—¿Por qué motivo? ¿Nos persiguen acaso?

—No; nos amenaza un huracán, y eso me obligará a cortar el cable de remolque. Quizá conozcáis la terrible furia del gran Golfo cuando le agita el viento.

—Y os interesa no perder la prisionera, ¿verdad, caballero? —dijo sonriendo la flamenca.

—Mi barco es más seguro que aquel.

—¡Gracias por vuestra gentileza!

—¡No me deis las gracias, señora! —contestó con aire meditabundo el Corsario—. ¡Quizá sea fatal para alguien este huracán!

—¡Fatal! —exclamó con sorpresa la joven—. ¿Y a quién?

—¡Eso ya lo veremos!

—Pero ¿por qué?

—¡Todo está en manos del Destino!

—¿Teméis que le suceda algo al barco?

A los labios del Corsario asomó una sonrisa.

—¡Mi Rayo es un barco capaz de desafiar los furores del cielo y las iras del mar, y yo soy hombre que puedo guiarle a través de las olas y de los vientos!

—Lo sé; pero…

—¡Es inútil que insistáis para que os dé más explicaciones, señora!

Le indicó la cámara de popa, y quitándose el sombrero, prosiguió:

—Aceptad la hospitalidad que os ofrezco, señora. Yo voy a desafiar a la muerte: ese es mi Destino.

Volvió a ponerse el sombrero y subió al puente de órdenes. La calma que hasta entonces había reinado en el mar se rompió de pronto, como si desde las pequeñas Antillas soplaran cien trombas de viento.

Las chalupas que condujeron a bordo a los treinta marineros habían regresado, y la tripulación se hallaba ocupada en izarlas sobre la grúa de El Rayo.

El Corsario Negro, que subió al puente, adonde le había precedido Morgan, observaba el cielo hacia la parte de Levante.

Una gran nube, bastante oscura y con los bordes de color encendido, ascendía con rapidez, empujada sin duda por viento irresistible, en tanto que el sol, casi próximo a su ocaso, se volvía a cada momento más oscuro, como si una niebla se hubiera interpuesto entre él y la Tierra.

—En Haití ya está el huracán desencadenado —dijo el Corsario a Morgan.

—Y a estas horas, seguramente estarán devastadas las pequeñas Antillas —añadió el segundo—. Dentro de una hora se pondrá espantoso el mar.

—¿Qué haríais en mi caso?

—Buscaría un refugio en Jamaica.

—¡Mi barco huir ante el huracán! —exclamó con firmeza el Corsario—. ¡Oh! ¡Eso nunca!

—Señor, ya sabéis lo formidables que son los huracanes de las Antillas.

—¡Lo sé, y desafiaré a este! El barco de línea es el que debe ir a buscar refugio en aquellas costas; pero mi Rayo, no. ¿Quién manda a los hombres que se han embarcado en el barco español?

—El maestre Wan Horn.

—¡Un hombre valiente y que llegará a ser un filibustero de fama! ¡Sabrá salir del apuro sin soltar la presa!

Descendió a la toldilla de la cámara con el portavoz en la mano, y subiéndose en la amura de popa, gritó can voz tonante:

—¡Cortad el cable de remolque! ¡Ohé! ¡Maestre Wan Horn, refugiaos en Jamaica! ¡Nosotros os esperamos en las Tortugas!

—¡Está bien, Capitán! —contestó el maestre, que estaba en la proa esperando órdenes.

Cogió un hacha, y de un solo tajo cortó d cable de remolque; en seguida, dirigiéndose hacia sus marineros, gritó, quitándose el gorro:

—¡A la voluntad de Dios!

El barco desplegó las velas del trinquete y del mesana, no pudiendo utilizar las del mayor; viró de bordo y se alejó hacia Jamaica, mientras que El Rayo se metía atrevidamente entre las costas occidentales de Haití y tas meridionales de Cuba.

El huracán se acercaba a escape. A la calma sucedieron furiosos golpes de viento que venían de la parte de las pequeñas Antillas, y las olas crecían hasta hacerse formidables, ofreciendo un aspecto pavoroso.

Parecía como si se removiera el fondo del mar, pues se veían formarse en la superficie como remolinos espumeantes, al paso que saltaban chaparrones de agua, y se levantaban de la superficie gigantescas columnas líquidas, que al caer producían horrible estrépito.

La nube negra, entretanto, invadía el cielo, interceptando por completo la luz crepuscular, y las tinieblas caían sobre el mar enfurecido, tiñendo las aguas de color negruzco.

El Corsario, tranquilo y sereno, no parecía preocuparse del huracán. Sus miradas seguían al barco de guerra, al cual se le veía capear entre las olas, y a punto de desaparecer en el horizonte, bogando con dirección a Jamaica.

Quizá le inquietaba algo aquel barco, pues ya sabía que se encontraba en pésimas condiciones para hacer frente a los golpes del huracán.

Así que el barco desapareció de la vista, bajó a la toldilla de popa y alejó al piloto, diciendo:

—¡Dame la barra; quiero yo guiar mi Rayo!

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