Capitulo II

EL TORMENTO

Culquelubi, capitán general de las galeras del bey de Argel, era el coco de los cristianos.

Bastaba su nombre para hacer palidecer a los millares de esclavos recluidos en las prisiones de Pascia, de Ali-Mami, de Kolugis, de Zidi-Hassan y de Santa Catalina.

Su ferocidad era proverbial en Europa; como era proverbial el odio implacable que profesaba a todo cristiano, fuera cual fuese su nación y su sexo.

Representaba Culquelubi el fanatismo musulmán llevado hasta el último límite, más por sistema que por convicción, puesto que interiormente se reía de Mahoma y no observaba los preceptos del Corán, de los cuales prescindía emborrachándose diariamente con los mejores vinos de España y de Italia, fruto de sus rapiñas.

Salido de la nada y dotado de un valor extraordinario, había llegado pronto a los más elevados empleos de la milicia y acumulado enormes riquezas. Era un verdadero azote del Mediterráneo; no había en este mar costa que no hubiese saqueado, así como no había tampoco flota que no hubiera vencido.

En la época en que se desarrolla esta verídica historia se encontraba en el apogeo de su poder, y hasta hacía temblar al propio bey de Argel.

Los mejores palacios eran suyos; las más rápidas galeras, que conducía de victoria en victoria, eran suyas también; las más bellas esclavas y los esclavos más robustos eran asimismo de su propiedad.

¡Y cuántas horribles atrocidades realizaba contra los desgraciados que se encontraban en su palacio! ¡Cuántas lágrimas y cuánta sangre vertían aquellos infelices!

Una falta cualquiera, una palabra, eran suficientes para que la Pantera de Argel los martirizase con ferocidad inaudita. Ni edad, ni sexo, ni belleza encontraban gracia cerca

de él. Se divertía en castigar a sus esclavos con sus propias manos, empleando un enorme garrote que les rompía los huesos; y para entretenerse cuando estaba ebrio hacía amarrar a las columnas de las galerías de palacio a los cristianos robados en las playas de Italia, de Provenza y de España, y se complacía en azotarlos hasta que saltara la sangre.

Imponía las penas más horribles a cualquiera que, exasperado por sus malos tratos, intentase huir de su palacio o del presidio. Los hacía enganchar en garfios de hierro, dejándolos morir lentamente, o los sumergía hasta la cintura en fosas rellenas de cal viva, o los hacía matar a bastonazos en el vientre y en las plantas de los pies.

Pero donde especialmente saciaba su odio era en los fregatarios.

¡Ay de ellos si caían entre sus manos! En primer término les arrancaba la piel, y sobre las carnes desnudas de aquellos desgraciados se divertía en hacer verter aceite hirviendo, para oírles aullar y mugir como bestias feroces.

***

Apenas descendió del caballo, el barón fue brutalmente atado con las manos en las espaldas, para que no pudiese oponer la menor resistencia. Luego, juntamente con Cabeza de Hierro, fue llevado a través de una serie de corredores llenos de guardias, que los miraban con aire de burla.

Por último, los introdujeron en una espaciosa galería sostenida por columnas dóricas, sobre las cuales se veían innumerables manchas de sangre.

Recostado en un diván de seda roja se encontraba un hombre como de cincuenta años de edad, con barba espesa, ojos azules y tétricos, que tenían reflejos propios de una bestia feroz, y la nariz encorvada en forma de pico de papagayo.

Aquel individuo estaba lujosamente vestido con un traje blanco de seda adornado con botones de esmeralda, y tenía en la mano una enorme pipa turca con boquilla de ámbar, que de vez en cuando se llevaba a los labios, arrojando al aire nubes de humo impregnadas de un penetrante perfume de esencia de rosa.

Detrás de él, erguidos cerca del diván, se encontraban dos negros medio desnudos, de formas atléticas, que tenían en las manos dos enormes cimitarras. Ambos se hallaban en perfecta inmovilidad y no apartaban los ojos de su amo, dispuestos a obedecer sus órdenes a la menor señal.

El barón había entrado solo en la galería. Cabeza de Hierro, aguardaba fuera.

— El capitán general de las galeras le espera -dijo el oficial que acompañaba al joven.

El pobre caballero sintió correr por todo su cuerpo un sudor frío al oír el nombre funesto de Culquelubi.

No obstante, avanzó erguido, con la frente alta y el paso firme, hasta el diván, mirando audazmente al terrible devastador del Mediterráneo, ante cuya presencia todo el mundo

temblaba.

Culquelubi se incorporó para observar mejor al recién llegado. Debía de encontrarse en uno de sus raros momentos de buen humor, porque miró al joven sin arrugar la frente y sin que sus ojos se iluminaran con los terribles relámpagos de furor que tanto temían sus esclavos.

Le examinó durante unos momentos con atención y aspiró dos o tres bocanadas del humo perfumado de su pipa; después sacó del bolsillo de oro que pendía de su cintura un billete y lo leyó despacio.

— Apuesto mancebo -dijo a poco

en italiano y con sonrisa un tanto irónica-, ¿quién eres?

— Un levantino -respondió el barón.

— ¿Cristiano?

— Musulmán.

— ¿Por qué me has contestado en italiano?

— Es el idioma que uso, porque trafico por aquellas costas.

— ¿A qué has venido a Argel?

— A vender un cargamento de esponjas adquiridas en Deidjeli.

— ¿Dónde está el barco?

— Lo he enviado a Tánger a cargar tafilete y tapices de Rabat.

— ¿Luego eres marino?

— Sí.

— ¿Y musulmán?

— Creo en el Profeta.

— ¿Sabes la causa de tu arresto?

— La ignoro.

— Te han acusado -dijo Culquelubi.

— ¿De qué? -preguntó el barón, que estaba resuelto a mentir en todo para no envolver en el peligro a la condesa de Santafiora.

— De ser cristiano.

— El que ha dicho eso es un miserable -respondió el joven con suprema energía.

Culquelubi hizo una señal a uno de los dos negros.

El esclavo tomó de una pequeña mesa incrustada de oro un libro encuadernado en tafilete y lo abrió, poniéndolo delante del barón.

— Pon la diestra sobre esas páginas -dijo Culquelubi con siniestra sonrisa-, y repite conmigo estas palabras. Como debes de saber, este libro es el Corán: «En nombre de

Aquel que es el solo y único Dios, puesto que no hay más Dios que él; en nombre de Mahoma, que es el único Profeta, puesto que no hay más Profeta que él, juro ser un verdadero creyente, y esto lo, afirmo bajo pena de condenación eterna».

El barón permaneció silencioso.

— ¿Por qué no juras? -preguntó Culquelubi.

— Porque soy un caballero -respondió el pobre joven.

Culquelubi soltó una carcajada satánica.

— ¡Basta ya de comedia! ¡Si no fueses el barón de Santelmo, ya te habría mostrado lo peligroso que es tratar de engañar a Culquelubi!

— ¿Me conocéis? -exclamó el barón con estupor.

— Sabía quién eres; pero quise probarte. Tú no eres negociante de esponjas, sino un caballero de Malta que ha dado mucho que hacer a mis corsarios, y que hace pocos días estuviste a punto de echar a pique cuatro de mis galeras en aguas de Cerdeña. Ya ves que te conozco perfectamente. ¡Lástima que no seas musulmán! Porque si a tu edad eres tan valiente, ¿quién sabe lo que podrías hacer más adelante en nuestra compañía?

— Ya que sabéis quien soy, mandad que me den la muerte.

— ¡Hay tiempo! -dijo Culquelubi con voz menos áspera-. Si quieres, todavía podrás salvar la vida y hasta obtener la libertad.

— ¿Cómo?

— Confesando el nombre del fregatario que te ha conducido y el lugar donde se encuentra.

— ¡Nunca! Un caballero, un Santelmo, no es traidor. ¡Antes que hacer eso prefiero la muerte!

— Eres de buena raza, y bajo un semblante femenil tienes un corazón de león; pero si renuncio a la idea de arrancarte el nombre del que te ha conducido aquí (que no puede ser otro que alguno de esos perros condenados que espero descubrir dentro de poco), debes decirme qué has venido a buscar en Argel.

— Asegurarme de si un amigo, hecho prisionero por vosotros, vive todavía.

— ¿Y si se tratase de alguna amiga? -dijo Culquelubi, con sonrisa maliciosa.

El barón se estremeció y tuvo que hacer un gran esfuerzo para no lanzar una exclamación de sorpresa. Sin embargo, su palidez era tanta que no se ocultó a las escudriñadoras miradas de Culquelubi.

— He dado en el blanco, ¿no es cierto? -preguntó.

— No -respondió el barón con voz alterada por la angustia-. Se trata de un hombre, y, no de una mujer.

— Entonces me dirás quién es, y yo podré decirte si ha muerto o vive.

— No puedo decirlo.

— Pues me convenzo más de que se trata de una mujer.

— ¡No es cierto!

— ¿Todavía pretendes engañarnos? Perderás el tiempo inútilmente. Yo sé que se trata de una mujer; de una mujer a quien amas.

— ¿La conocéis? -exclamó el barón con angustia.

— Ya ves que tú mismo te has vendido -añadió Culquelubi, siempre riendo-. Has descubierto el juego; pero aun no está ganada la partida.

— ¿Qué queréis decir?

— Que deseo conocer el nombre de esa dama.

— ¿Qué pretendéis hacer con ella?

— ¿Yo? ¡Nada! Pero hay una persona que desea conocer su nombre.

— ¿Una mujer?

— Eso lo ignoro.

— Hay una princesa mora que quiere saberlo, ¿no es cierto?

— ¡Basta! ¡Delante de ti se encuentra el jefe de las galeras! –dijo Culquelubi frunciendo el ceño y haciendo un gesto de impaciencia-. ¿Quieres decirme quién es esa cristiana y dónde se encuentra?

— Podéis matarme; pero no lo sabréis nunca.

— ¡No siempre se muere pronto!

— Conozco el horror de vuestros suplicios.

— No de todos. Por última vez, ¿queréis decirme su nombre?

— ¡No! -replicó el barón.

— ¡Por la muerte de toda la cristiandad! ¡Mi paciencia se agota! -aulló Culquelubi-. ¡No comprendo cómo he tenido calma para escuchar tanto tiempo!

Después, volviéndose hacia los dos negros, que habían permanecido impasibles como estatuas, les dijo:

— ¡Manos a la obra!

Los dos negros alzaron una tienda situada enfrente del diván y que ocultaba una columna de mármol verde, de forma cuadrada, perfectamente lisa, con abrazaderas de hierro, y en cuya cima se veía un jarrón, del cual salía un pequeño tubo encorvado.

El barón miró aquel extraño instrumento de tortura, sin llegar a comprender su objeto, pues no veía sobre la columna mecanismo de ninguna especie, ni puntas de hierro, ni cuchillos para desgarrar las carnes.

A una señal de Culquelubi, los dos negros se apoderaron del barón y le condujeron hasta la columna, le apoyaron contra ella y le amarraron las piernas y los brazos con las abrazaderas de hierro para impedirle todo movimiento. Después le pasaron una correa por

la frente, a fin de atarle la cabeza a la columna, y, por último, con una navaja de afeitar le rasuraron algunos cabellos, dejando descubierto en el centro del cráneo un redondel pequeño, del tamaño de una moneda de plata.

— ¿Hablarás ahora? -le preguntó Culquelubi, que había vuelto a instalarse en el diván, saboreando una taza de café que acababa de depositar al lado suyo un criado negro.

— ¡No! -respondió el barón, con acento firme.

— ¿No sabes que la gota, cayendo continuamente, acaba por horadar la roca?

— No entiendo lo que queréis decir.

— Ahora lo sabrás -dijo, haciendo una seña con la mano.

De pronto, el barón sintió la impresión de una gota de agua que le caía en medio de la cabeza, sobre el punto privado de cabellos.

Palideció y cerró los ojos por un instante. Aquella gota fue para él una revelación.

Empezaba a comprender el sentido de las palabras pronunciadas por el terrible corsario, y quizá por primera vez en su vida se sintió invadir por un terror pánico.

Por lo visto, aquel atormentador de cristianos quería horadarle el cráneo con una gota de agua. ¡Qué espantable suplicio había inventado el genio infernal de aquel bárbaro!

Miró a Culquelubi con ojos dilatados por el espanto. El corsario aparentaba no prestarle siquiera atención. Fumaba tranquilamente, siguiendo con la mirada las nubes de humo y bebiendo de vez en cuando un vaso de vino de España, a pesar de las prohibiciones del Profeta, mientras los dos negros, siempre inmóviles y silenciosos, habían recobrado su puesto cerca del diván, apoyándose en sus cimitarras.

En tanto, las gotas sucedían a las gotas, cayendo con pausada lentitud, siempre sobre el mismo punto, sin que el barón, a causa de la correa que le aprisionaba la frente contra la columna, pudiese hacer el menor movimiento.

Al principio, el infortunado joven había experimentado, en vez de un tormento, una cierta impresión de bienestar. Aquella agua fresquísima que le corría a lo largo de los cabellos, bañándole poco a poco el cuerpo y empapándole los vestidos, no era desagradable, especialmente en aquella galería, abrasada por los rayos del sol africano; pero después de un cuarto de hora comenzó a sentir una agitación nerviosa que aumentaba en intensidad, produciendo en sus oídos un zumbido extraño.

Aquella simple gota de agua le parecía que se hacía más pesada de minuto en minuto y que le azotaba el cráneo con mayor fuerza, como si el líquido se hubiera transformado en mercurio. A sus golpes repetidos, el cerebro se paralizaba, impidiéndole pensar. En sus células cerebrales reinaba una confusión extraña.

— Si este suplicio continúa, acabaré por volverme loco -murmuró-. Y, sin embargo, Culquelubi no me arrancará el nombre de mi Ida, porque semejante confesión constituiría su muerte. ¡Aquí veo el odio y los celos de Amina; el corazón me lo dice!

Miró a Culquelubi, que continuaba fumando tranquilamente. Los dos negros, siempre inmóviles, miraban el recipiente de la columna.

Un silencio profundo reinaba en la galería, silencio interrumpido únicamente por el

monótono golpe de aquella maldita gota de agua que caía sin tregua.

Otro cuarto de hora transcurrió. La cabeza del desgraciado joven chorreaba por todas partes, y sus vestidos estaban completamente empapados de agua. Sobre el tapiz se había formado ya una mancha, que se extendía cada vez más.

Los dolores del atormentado eran ya tan intolerables, que el barón dudaba poder resistir a tan extraño suplicio. Le parecía que le golpeaban el cerebro con una maza. Las sienes le latían febrilmente, y los oídos le zumbaban con más fuerza que nunca. Empezaba a sentir escalofríos, y su cabeza daba vueltas.

Un gemido de dolor salió de sus labios.

Al oírlo, Culquelubi se levantó, mirando al barón irónicamente.

— Y bien, hermoso mancebo -dijo-; ¿qué te parece mi invención?

Creo que los más famosos inquisidores de España no habrían sido capaces de idear otra semejante.

¿Hablarás ahora?

— ¡No! -respondió el barón con voz angustiada.

— Te advierto que no vas a poder resistir.

— ¡Matadme!

— Tu vida no me pertenece.

— ¡Maldito seas!

Culquelubi se encogió de hombros con indiferencia; volvió a tomar su pipa, la rellenó de tabaco y comenzó a fumar tranquilamente, diciendo:

— ¡Esperaré; no tengo prisa!

El miserable estaba bien seguro de su triunfo. Aun no había transcurrido otro cuarto de hora más, cuando el barón fue acometido por un desvanecimiento que duró varios minutos.

El desgraciado, pálido como la muerte, con los ojos extraviados y casi fuera de las órbitas, se había desplomado, y habría caído al suelo a no ser por las abrazaderas de hierro que le mantenían como clavado a la columna.

Cuando volvió en sí deliraba como un loco. Palabras entrecortadas salían a borbotones de sus labios. Hablaba de galeras, de batallas, de Zuleik, de la vengativa princesa, de Cabeza de Hierro, de Malta, de la isla de San Pedro.

Culquelubi se había levantado de nuevo, y escuchaba con atención el delirio del joven, sin perder una sola palabra. En aquella actitud parecía una pantera en acecho espiando su presa, aunque en este caso la presa sólo debía ser una palabra.

De pronto, un nombre brotó de los labios del barón con un tono de voz desesperado:

— ¡Ida! ¡Ida!

Culquelubi se estremeció de alegría.

— ¡Acaso sea ese el nombre de la joven cristiana! -dijo para sí-. Pero eso no bastará para satisfacer a Amina. ¡Es necesario saber algo más!

El barón, siempre presa del delirio, continuaba charlando como un insensato. En su cerebro conturbado, los pensamientos ya no guardaban orden alguno. Otro nombre pronunció poco después:

— ¡Santafiora! ¡Ida de Santafiora!

Culquelubi experimentó un verdadero sobresalto. Aquel nombre no le era desconocido; le recordaba al audaz caballero de Malta que muchos años antes había osado acercarse a sus galeras hasta la bahía de Argel para bombardear la ciudad.

Una sonrisa satánica de triunfo se dibujó en sus labios.

— ¡Ese es el nombre de la cristiana! -dijo-. Ahora ya sé todo lo que necesito. Buscaremos a esa esclava, y espero que habré de encontrarla entre los prisioneros de San Pedro; porque, si la memoria no me engaña, en esa isla es donde estaba edificado el castillo de Santafiora.

Todavía siguió escuchando. El infortunado joven, que en aquel momento parecía acometido de una locura furiosa, continuaba repitiendo el nombre de su prometida, confirmando cada vez más las sospechas de Culquelubi.

— ¡Ida! -exclamaba haciendo inauditos esfuerzos para romper las ligaduras que le tenían sujeto a la columna-. ¡Esos malditos te siguen! ¡Huye! ¡Huye! ¡El mirab…, el normando…, la falúa! ¡Amina te odia, te busca… , ansia tu muerte! ¡Huye! ¡Huye, amada mía!

Después le acometió un segundo desvanecimiento, más prolongado que e! primero. En aquel momento, Culquelubi hizo una señal.

Los dos negros separaron las abrazaderas de hierro y recibieron en sus brazos el cuerpo inerte del barón, que apenas daba señales de vida.

— ¿Qué hacemos con él? -preguntaron.

— ¡He aquí un hermoso mancebo que podemos vender a buen precio! -dijo Culquelubi con una sonrisa de triunfo satánico-. Amina se divierte asesinando a mis genízaros.

¡También voy yo a permitirme otra diversión a costa suya! ¿Hay sitio en el presidio de Zidi-Hassan?

— Está lleno de esclavos, señor -contestó uno de los dos negros.

— ¡Cualquier lugar es bueno para estos perros cristianos! Llevadle allá en compañía de su criado, y mandad en mi nombre que le curen. Decid también al comandante del presidio que esos dos hombres me pertenecen y que su cabeza responderá de su fuga.

Los dos negros levantaron el cuerpo del barón y lo llevaron fuera de la estancia con presteza.

El capitán general de las galeras se disponía a acostarse de nuevo en el diván, cuando por la parte opuesta de la habitación entró un oficial de su guardia, diciendo:

— Señor, una dama solicita permiso para entrar.

— ¡Mándala al diablo! ¡Ahora tengo otra cosa que hacer!

— Es la princesa Ben-Abend, general.

¡Por la muerte de todos los cristianos! -exclamó Culquelubi-. ¡A buena hora llega!

Tendremos borrasca; pero la princesa me divierte mucho cuando rabia. ¡Dile que entre!

Por fortuna -añadió-, cuando ella salga de aquí el cristiano estará en sitio seguro.

Apenas dichas estas palabras, Amina apareció en el umbral de la puerta. Bajó el velo que cubría su semblante, dejando descubiertos los ojos; pero Culquelubi, que la observaba atentamente, pudo notar que estaba palidísima.

— Acaso -pensó- se haya arrepentido de haberme confiado la misión de hacerle hablar.

— Culquelubi -preguntó la princesa con voz casi suplicante, colocándose delante de él-,

¿qué habéis hecho con el barón?

— Lo que me encargasteis que hiciera, Amina. Y a fe que no me explico que me hayáis dado el encargo de hacer cantar a ese cristiano, después de haber sacrificado la vida de mis soldados para defender la suya. Permitidme que os diga que abusáis un poco de vuestra elevada posición y un poco también de mi bondad.

— ¿Qué os he hecho?

— Sacrificar la vida de mis soldados, repito.

— Vos sacrificáis la de muchos hombres -dijo Amina.

— Pero son cristianos, enemigos nuestros; infieles, en una palabra.

— Son hombres como vos -respondió la princesa-. En suma: ¿ha hablado? ¿Sí o no?

— ¿Quién puede resistir a mis deseos?

— ¿De modo… ?

— Que la cristiana ha sido descubierta.

— ¿Y quién es? -preguntó la mora, con los ojos centelleantes de rabia.

— La condesa de Santafiora.

Amina retrocedió dos pasos, diciendo:

— ¡No! ¡Es imposible! ¡Ha mentido! ¡La condesa de Santafiora es la cristiana a quien ama mi hermano Zuleik! ¡Repito que es imposible!

— ¡Ah! ¡Sería, en efecto, muy extraño! -replicó Culquelubi-. ¿Conque Zuleik ama a una cristiana que es también amada por el barón?

— ¡Os digo que no puede ser ésa!

— Más de veinte veces ha pronunciado su nombre el barón de Santelmo.

— ¡Os ha engañado!

Culquelubi meneó la cabeza, diciendo:

— Es ella; estoy seguro; el barón deliraba, y en el delirio no se miente.

— ¡Deliraba! -exclamó la princesa, mirándole dolorosamente-. ¿Qué habéis hecho con él?

¿Le habéis atormentado?

— ¡Apenas! Unas cuantas gotas de agua; pero bien aplicadas; ¡eso sí!

— ¡Que le habrán enloquecido! -gritó Amina-. Conozco vuestras artes diabólicas. ¡No he debido confiároslo!

— Si ese hombre no me hubiera sido confiado por la princesa BenAbend, a estas horas ya no se encontraría vivo -dijo fríamente Culquelubi-. Debiérais darme las gracias por no haberle dado muerte.

— ¡Sois implacable, Culquelubi! ¡Razón tienen en llamaros la más feroz pantera de Argel!

— En eso estriba mi fuerza -respondió el corsario con una sonrisa sardónica.

— ¿Dónde está el barón?

— Está ya lejos.

— ¿En qué sitio?

— Eso es lo que no puedo deciros.

— ¡Quiero verle!

— ¿Para salvarle?

— ¡Eso no os importa!

— ¡Alto, amiga mía! Olvidáis que es un cristiano, que yo soy un musulmán y que estoy, además, encargado de administrar justicia. Pude satisfacer un capricho vuestro, porque nada me iba en ello y porque siempre os he profesado una verdadera amistad; pero aquí termina todo. La condesa de Santafiora es vuestra, y yo os la dejo de buen grado, porque para mí no es más que una esclava. El barón es mi prisionero ahora, y permanecerá en mi poder.

— ¡Cómo! -rugió la princesa con furor-. ¿Os atreveréis … ?

— ¿A qué? ¿A conservar el prisionero? ¡Naturalmente! Los moros le habían denunciado como cristiano, y no había ordenado su prisión. Entonces le defendisteis vos, luego me lo restituisteis, y ahora lo conservo.

— ¡Culquelubi, sois un infame!

— No; soy un defensor del isla mismo y un implacable enemigo de los cristianos. Ni más ni menos.

— ¡Dejadme verle, por lo menos!

— Seríais capaz de auxiliar su fuga.

— ¡Le habéis asesinado!

— Juro sobre el Corán que está vivo y que dentro de algunos días acaso esté mejor que nosotros.

— ¿Y esa cristiana?

— Ignoro dónde se halla; mas espero encontrarla pronto. ¿Qué pensáis hacer con ella?

— ¡La mataré! -gritó Amina, con exaltación.

— ¿Y vuestro hermano?

— ¡No puede ser que la ame!

— Me han dicho que el conde de Santafiora había dejado una hija, y que ella fue dueña de vuestro hermano.

— ¡Todo se conjura en contra mía! -exclamó la princesa con angustia.

Culquelubi se había levantado.

— Vos amáis al barón, ¿no es verdad?

— ¡No sé si le odio o si le amo!

— ¿Y una princesa mora, una descendiente de reyes musulmanes que lucharon siglos en España en defensa de nuestra fe, osaría…?

— ¡También el sultán de Constantinopla, el jefe de los creyentes, ha amado a una cristiana!{1}[1] La mujer de Solimán, ¿no era, por ventura, una italiana? ¡Responded, Culquelubi!

El corsario, sorprendido, sin duda, por la pregunta, se limitó a encogerse de hombros.

— ¡Por última vez, devolvedme al prisionero! -dijo Amina.

— ¡Es imposible! -respondió con acento inflexible Culquelubi-. ¡Se diría que me vuelvo protector de los infieles! El barón será un esclavo como los demás. Es todo lo que puedo hacer por vos, Amina.

— ¡No sabéis aún de lo que soy capaz!

— ¿Pretendéis matarme como a mis genízaros? -dijo en tono de burla Culquelubi.

— ¡Ah! ¿Conque todos vais contra mí, incluso mi propio hermano? ¡Pues bien; Amina Ben-Abend os desafía!

Dicho esto se echó el velo sobre la cara y salió de la sala sin volver la cabeza, mientras Culquelubi retornaba a su diván, murmurando:

— ¡Los descendientes de los califas de Córdoba y Granada degeneran! Sin embargo, hay que vivir alerta, porque Amina es capaz de inventar cualquier locura por vengarse.

Share on Twitter Share on Facebook