Capitulo III

LA PERSECUCIÓN DEL NORMANDO

Mientras el barón y Cabeza de Hierro, uno después del otro, eran capturados por los moros, el bravo normando, como hemos visto, se había lanzado delante de la banda de las cabidas con la esperanza de salvar a sus compañeros, y especialmente de librar con mayor probabilidad la propia piel, a la sazón tan peligrosamente comprometida.

El astuto fregatario no ignoraba que, de caer en poder de los moros, no emplearían con él contemplación alguna, y que no alcanzarían mejor suerte los valerosos marineros de la falúa.

Aunque su caballo estaba rendido por aquella larga carrera, con dos enérgicos espolazos le había obligado a emprender el galope, resuelto, como estaba, a aprovechar las pocas fuerzas que le quedaban al pobre cuadrúpedo.

Cuidándose, sobre todo, de perder de vista a los moros, se había ocultado en medio de un espeso bosque de encinas. Había formado su plan, y estaba seguro de librarse presto de sus perseguidores.

Mientras el caballo, haciendo un supremo esfuerzo, desfilaba por entre los troncos jadeante y casi sin aliento, el normando, sin cuidarse de la dirección que seguía, se irguió sobre los estribos para mirar atentamente por entre las ramas que se extendían sobre él horizontalmente.

Una vez desembarazado del mosquete, se anudó la capa al cuello para estar más libre.

Sin embargo, había conservado las pistolas y el yatagán.

Los cabileños, cuyos caballos estaban rendidos de cansancio, se quedaron al otro lado del bosque.

— ¡Ahora vais a ver lo que es bueno! -dijo el fregatario, alzándose de vez en cuando sobre la silla.

Cincuenta pasos delante de él, una gruesa rama de una encina colosal se extendía horizontalmente a cuatro metros del suelo.

El fregatario, que la había observado con atención, abandonó rápidamente los estribos, se arrodilló sobre la silla, manteniéndose en equilibrio, y cuando estuvo bajo la rama, alargó el brazo y se aferró a ella en el mismo instante en que daba al caballo un espolazo tremendo.

Con una destreza que habría envidiado el más ágil gimnasta se puso a horcajadas sobre la rama y se deslizó velozmente hasta el tronco. Llegado a él, ascendió hasta la copa, donde el follaje era más espeso, y se acurrucó entre las hojas.

El caballo, sintiéndose libre y más ligero, había continuado su carrera vertiginosa a través del bosque.

Todavía se escuchaba el galope precipitado del animal, cuando pasaron bajo la encina como un huracán los grupos de cabileños.

No sospechando la astucia del normando, seguían su desenfrenada carrera en pos del caballo fugitivo.

— ¡He aquí lo que se llama una jugada de maestro! -dijo el fregatario, riendo silenciosamente-. Cuando alcancen a mi caballo y vean la silla vacía, creerán que me he roto los cascos contra un árbol, y no volverán a pensar en mí. Esperemos a que caiga la

noche, y luego iremos a enterarnos de lo que ha sido del barón y dé Cabeza de Hierro. ¡Si hubieran’ podido salvarse!

Estando cansadísimo, fue a sentarse en la bifurcación de una rama, y para mayor precaución se ató con la faja de lana para evitar una caída.

En lontananza se escuchaban todavía los gritos de los cabileños, que cada vez se alejaban más. Sin duda, el caballo galopaba aún por el centro del bosque.

Durante más de una hora el fregatario, estuvo apoyado entre las ramas, con el oído siempre alerta. En el bosque ya no se oía ningún rumor, y, sin embargo, no se atrevía a salir de su escondite.

No era el temor a los cabileños lo que le retenía en aquel sitio, sino a los moros y a los halconeros, que podían haber seguido sus huellas; y este temor le retenía tanto más, cuanto que estaba seguro de que su cualidad de fregatario le condenaba irremisiblemente a la muerte más horrenda.

Muchas veces, arrastrado por una impaciencia irresistible, había abandonado la rama salvadora, resuelto a bajar al bosque; pero el rumor de las hojas, producido quizá por alguna gacela, le impulsaba de nuevo a encaramarse en el árbol.

Tranquilizado al fin por el silencio que reinaba en la selva, y más aún por la oscuridad de la noche, que ya había cerrado completamente, se dejó deslizar a tierra.

Entonces cebó las pistolas, empuñó el yatagán y se atrevió a penetrar entre las plantas con el propósito de llegar a la colina, que no debía de estar muy lejos, según su presunción.

La noche era tan oscura que apenas se distinguían los troncos de los árboles a dos pasos de distancia.

El normando, que temía siempre caer ;en alguna emboscada preparada; contra él por los halconeros, avanzaba con extremada prudencia. Además, no sólo debía guardarse de los hombres, sino de las fibras, de los leones, que en aquel tiempo eran abundantísimos en las llanuras de Medeah, donde encontraban fácil y abundante presa en los aduares de las cabilas.

Más de una vez habían llegado a sus oídos crujidos de hojas secas y de ramas, que lo mismo podían ser’ producidos por gacelas inofensivas que por panteras o leones.

be pronto le pareció escuchar detrás de sí un rumor extraño que seguía sus pasos.

$e. detuvo, apoyándose contra el tronco de un árbol, con la curiosidad de averiguar qué clase de animal se atrevía a darle caza.

¡Veamos! -dijo-. ¡No me gusta ser seguido!

Se agazapó tras del árbol, teniendo el yatagán fuertemente apretado en una mano, y la otra apoyada en la culata de la pistola.

El extraño rumor cesó en aquel momento por completo. No obstante, se mantuvo inmóvil durante algunos minutos, procurando ver si distinguía algo bajo la sombra proyectada por la encina.

Un ligero crepitar de hojas secas le reveló que no se había engañado. Alguien le seguía, ya fuese un hombre o un animal.

Otro minuto transcurrió.

Entonces distinguió dos puntos fosforescentes que parecían acecharle.

— Si fuese un león, ya se habría anunciado con algún rugido -murmuró-. Por fuerza tiene que ser una pantera. ¡Después de los hombres las fieras! ¡He cometido una locura al desprenderme del mosquete! Pero, ¡que diablo!, ahora las recriminaciones son inútiles.

Por otra parte, no estoy inerme, y si me acomete, tendrá que habérselas conmigo.

La fiera, pantera, león o lo que fuese, no parecía mostrar gran apresuramiento en lanzarse sobre el normando. Sin duda había advertido que el hombre estaba armado, y no osaba atacarle directamente, esperando ocasión más propicia para caer sobre el.

Así permanecieron ambos adversarios, uno frente al otro, largo rato. Por fin, el fregatario, impaciente, se decidió a moverse.

— Si no tiene coraje para embestirme es inútil que pierda el tiempo en esperarla -dijo-.

Guardare las espaldas y procuraré llegar a la colina. Allá arriba estaré tranquilo.

Montó la pistola, por última vez miró a la fiera, que conservaba la más absoluta inmovilidad, y emprendió el camino, aunque sin dejar de volver la cabeza a cada instante.

Apenas había andado unos cuantos pasos, cuando dejó de ver los dos puntos fosforescentes.

— ¿Habrá renunciado a seguirme, o habrá dado un rodeo para sorprenderme más adelante? -se preguntó, no sin cierta ansiedad.

Aunque el fregatario tenía una gran dosis de valor, no por eso dejó de inquietarle esta duda.

Decidido a apretar el paso para no dejarse preceder por la fiera, se lanzó a todo correr, procurando alejarse de los árboles, que cada vez abundaban menos.

De un solo aliento recorrió así doscientos pasos. Ya distinguía las márgenes de la selva, cuando sintió que se precipitaba sobre él una masa pesada que le derribó en tierra.

Por fortuna, tuvo tiempo de volverse y cayó, no de bruces, sino de espaldas. Entonces vio delante de sí un enorme animal que se le echaba encima. Rápido como el relámpago, le tiró una cuchillada de yatagán con toda la fuerza de su fornido brazo.

La fiera, herida, retrocedió. De un salto se había lanzado sobre una rama baja, y de otro salto se encontró en medio de las hojas, manifestando su dolor y su cólera con sordos bramidos.

El normando, salvado milagrosamente de una muerta cierta, se había levantado con prontitud y alzó el yatagán, creyendo que la fiera volvería al asalto.

Pero la pantera se limitó a sacudir la rama en que se había refugiado y a maullar como un gato furioso. Viéndola en aquella actitud, el normando volvió la espalda y huyó a todo correr, para ponerse en salvo en la colina, que empezaba a entrever entre el follaje de los últimos árboles.

En menos de cinco minutos llegó a la margen del bosque, encontrándose precisamente en el mismo sitio donde había ocurrido el encuentro entre el barón y los moros.

— ¡Aquí fue donde nos separamos! -exclamó-. ¡Veamos si puedo hallar indicios de aquel caballero! ¡Qué veo!

Una masa blanca había atraído sus miradas. Aquella masa yacía sobre la hierba, y en torno suyo giraban siete u ocho animales semejantes a pequeños lobos, con las patas altas, la cola erguida y la piel rojiza, aullando lamentablemente.

— ¡Si se reúnen aquí los chacales es que hay presa segura! -murmuró.

Y se lanzó hacia adelante, blandiendo el yatagán y gritando. Los nocturnos y siniestros animales huyeron en todas direcciones.

— ¡Un caballo muerto! -exclamó el marinero, agachándose sobre la masa blanquecina-.

¿Acaso se habrá dejado coger el barón?

Se agachó un poco más y examinó atentamente el terreno. Entonces sus ojos tropezaron con una de esas pistolas de cañón con arabescos dorados que usan los moros. Un poco más lejos se veía una gran mancha de sangre.

— ¡Aquí han dado muerte a un hombre! -dijo-. ¿Habrá sido el barón o algún moro?

¡Cuánto daría por saberlo!

Iba a continuar sus indagaciones con el objeto de ver si descubría alguna cosa que le permitiese adivinar lo que había ocurrido después de su retirada, cuando un disparo, seguido súbitamente por otro, resonó cerca de las márgenes del bosque.

En aquel momento se oyó ‘un grito humano estridente y angtustioso.

— ¡A mí, Ibrahim! ¡Auxilio! -había gritado una voz.

— ¡La pantera ha acometido á ‘un hombre! -exclamó el normando.

Y sin pensar que podía encon- trarse frente a frente de sus eneigos; no escuchando más que la generosidad y el propio valor, en vez de huir, el fregatario ‘se lanzó en dirección del bosque.

El grito volvió a repetirse con mayor angustia:

— ¡Auxilio, Ibrahim!

En dos saltos el normando llegó hasta los primeros árboles.

Una espantosa escena se ofreció entonces a sus ojos.

Un hombre, un moro de las cabilas probablemente, yacía en el suelo, y sobre él estaba una fiera: la misma que asaltó al normando pocos momentos antes.

El hombre se defendía desesperadamente, mientras la fiera se disponía a hundirle las garras en el cuello.

— ¡Ah, canalla! -gritó el normando.

Y de un salto se lanzó sobre la fiera. Al advertir su presencia, la pantera se volvió con rapidez y se dispuso a embestir a su adversario.

El fregatario, rápido como el pensamiento, le descargó a boca de jarro la pistola sobre las abiertas fauces. Cegado por la sangre el feroz animal, y luchando con las convulsiones de la agonía, se arrojó de nuevo sobre el desgraciado que tenía bajo sus garras. Pero un segundo golpe de yatagán acabó con su vida en un minuto.

En aquel momento, otro hombre, armado con un enorme mosquete, se lanzó fuera de la espesura, gritando ansiosamente:

— ¡Ahmed! ¡Ahmed!

— ¡Llegas un poco tarde, amigo! -dijo el normando-. ¡El asunto ha concluido!

El recién llegado era un hermoso joven de elevada estatura, de facciones correctas y piel bronceada. Vestía un sencillo traje de tela gruesa, muy semejante a los que se usan todavía en algunas cabilas.

— ¡Acabas de salvar a mi hermano! -dijo efusivamente-. Te lo agradezco; mi gratitud será eterna!

— Veamos, ante todo, si he llegado a tiempo -replicó el fregatario, inclinándose sobre el herido.

El hombre que había sido atacado por la pantera procuraba incorporarse. Estaba cubierto de sangre, que brotaba en abundancia de dos profundas heridas que tenía en la espalda.

El terrible carnívoro le había clavado las garras en la carne; aunque, por fortuna, las heridas no ofrecían peligro de muerte.

El herido, que era también un joven muy robusto, no dejaba escapar ninguna queja. Al ponerse en pie alargó la mano a su salvador, diciéndole:

— ¡Te debo la vida! ¡En cualquier momento que tengas necesidad de un amigo verdadero, acuérdate de Ahmed-Zin!

— ¡He aquí dos amigos que un día podrán prestarme servicios preciosos! -pensó el normando.

Ibrahim se había quitado la faja que le ceñía el cuerpo y, empapándola en agua de un pozo que se encontraba en aquel sitio, lavó con mucho cuidado las heridas de Ahmed.

— ¿Puedes andar? -preguntó a su hermano-. Nuestro aduar no está lejos.

— Si no te disgusta, te ayudaré -dijo el normando, el cual buscaba un refugio para pasar la noche.

— Mi tienda es tuya, como tuyos son mis carneros y mis camellos -respondió Ibrahim-.

Seremos muy dichosos teniendo como huésped un hombre tan valiente como tú.

— ¿Dónde está tu aduar?

— Allá abajo, detrás de ese bosque.

El normando arrancó un pedazo de tela de su capa y vendó las heridas para contener la sangre, que manaba de ellas en abundancia. Después hizo que el pobre joven se apoyase en su brazo, y siguieron a Ibrahim, que los precedía con paso rápido.

En efecto, el aduar estaba muy cerca. Como todos los argelinos, se componía de dos tiendas de gruesa tela parda, de forma rectangular, rodeando un recinto formado por cañas secas y hojas de áloe.

En torno de las tiendas pastaban muchos carneros bajo la vigilancia de un enorme mastín y de un negro; un esclavo, seguramente.

El herido fue colocado sobre un lecho de pieles y de viejos tapices. Luego Ibrahim llevó al normando al exterior de la tienda, diciéndole:

— Eres mi huésped; manda.

— No pido más que una cena y una estera donde pueda acurrucarme un par de horas.

Estoy hambriento y cansado.

— Tendrás todo lo que deseas -respondió el moro-. Espérame un momento.

Mientras preparaba la cena, ayudado por el negro, el normando se había dirigido hacia el vallado de cañas, y desde allí observaba con atención la colina, en cuya base se había separado del barón.

— Este moro debe de haber visto todo lo que ha ocurrido entre el barón y sus perseguidores. Es imposible que no sepa lo ocurrido esta mañana. Le interrogaré:

— Ya está servida la cena -dijo en aquel momento Ibrahim-. Entra en la tienda.

Sobre una estera, tapizada de hojas verdes, había dispuesto un cabritillo asado, tortas de harina cocidas al horno y magníficos racimos de dátiles.

El normando, después de beber un jarro de agua mezclada con leche de camella, la emprendió con el asado, las tortas y las frutas, con gran satisfacción, del pastor, que se mostraba satisfechísimo al verle hacer honor a la cena.

— ¿Eres extranjero? -preguntó el moro después que el normando hubo saciado el hambre.

— Sí -respondió éste-. Soy de Túnez, y mi barca se encuentra ahora en Argel.

— ¿De modo que te marcharás pronto?

— Dentro de cuatro o cinco horas, si puedes facilitarme un camello o un caballo.

— Todo lo que yo tengo es tuyo.

Escoge entre mis bestias la que más te agrade.

— ¡Gracias! ¡Eres generoso!

— Tengo el deber de no negarte nada. Sin tu auxilio, la pantera habría devorado a mi hermano, pues lo que es mi ayuda hubiese llegado tarde.

— ¿Volvíais del pastoreo?

— No; nos habíamos ocultado en el bosque para descubrir la fiera, que ha hecho verdaderos estragos en nuestro ganado. Tú nos has librado de ella.

— ¡No hablemos más de eso!

— Y tú, ¿qué hacías en la selva?

— Me he extraviado siguiendo a una gacela que había herido esta mañana y que los halconeros perseguían.

— Entonces estabas con los moros que cazaban en la llanura -dijo el pastor.

— Sí; estaba con ellos.

— Debió de estallar una pendencia entre esas gentes -añadió Ibrahim-. ¿Estabas tú presente?

— ¿Una pendencia? -exclamó el normando, fingiendo la mayor sorpresa.

— ¿No lo sabes?

— No; porque, como acabo de decirte, me había separado de los compañeros para seguir a una gacela.

— Y hasta han matado a uno -prosiguió el cabileño-; a un moro.

— ¿Y por quién fue muerto?

— Por un joven marroquí.

— ¿Montaba su caballo blanco?

— Sí -respondió el cabileño-. Debía de ser un joven muy valiente y muy diestro en el manejo de las armas, porque antes de rendirse derribó a un jinete, y después el caballo de otro.

— ¿Y le mataron? -preguntó el normando.

— No; porque poco después volví a verle en la silla, rodeado de los hombres que le habían seguido.

— ¿Estás seguro de ello?

— ¡Y tanto! Como que estaba escondido detrás de una roca a menos de cincuenta pasos del sitio de la pelea!

El normando respiró con satisfacción.

— ¡Le han aprisionado! -pensó-. ¡Entonces, aún no está todo perdido!

Y después, volviéndose hacia el cabileño, dijo en alta voz:

— ¿Has observado a un moro ricamente vestido que montaba un soberbio caballo morcillo?

— Sí, y puedo decirte que él fue quien impidió a los otros que diesen muerte a aquel bravo joven. No debía de ser el único prisionero ese joven.

— ¿Por qué?

— Porque poco antes vi en su compañía otro que huyó por el bosque.

— ¿Y no le siguieron?

— Sí, muchos cabileños que estaban de paso, a los cuales quizá aquellos moros habían prometido un premio si llegaban a capturarle.

— ¿Y le prendieron?

— No lo sé, porque no he visto volver al fugitivo ni a sus perseguidores.

— Pues mañana sabré el motivo que ha causado esa contienda. Dame un tapiz o una estera, prepárame un camello o un asno, si es que lo tienes, y déjame dormir hasta media noche.

— Se hará todo lo que deseas. Pero no olvides que espero volver a verte un día. Desde hoy te considero como un hermano.

— Muchas gracias -respondió el normando-. Es posible que todavía tenga necesidad de mi hermano Ibrahim.

El negro había preparado un lecho de pieles de cordero en la otra tienda, que estaba próxima a la ocupada por el herido.

El normando, que estaba rendido de fatiga, se arrojó sobre las pieles y se durmió a los pocos momentos, mientras el negro y el cabileño, sentados cerca del fuego, velaban por la seguridad del ganado.

A media noche, una mula, elegida entre las cuatro o cinco que poseía el cabileño, se encontraba enjaezada.

— ¡Hermano, ya es hora! -dijo el pastor, sacudiendo suavemente al fregatario.

El normando se puso de pie.

— Hace buen tiempo -dijo- y llegaré a Argel sin tormenta.

— ¿Te vas en seguida? -preguntó Ibrahim.

— Sí; me corre prisa llegar a la ciudad.

— Espero que volveremos a vernos. Acuérdate de que dejas aquí dos hermanos.

— ¡Gracias; no lo olvidaré! Saluda al hermano Ahmed, a quien espero ver curado pronto.

— ¡Que Dios te guarde y el santo Profeta te proteja!

El normando abrazó al cabileño y montó en la mula, que trotaba como un caballo.

— ¡Vamos a ver al mirab ante todo! -murmuró-. ¡El me aconsejará lo que debe hacerse!

Y jinete y mula se perdieron poco a poco en la llanura silenciosa.

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