Capitulo XIV

LA FUGA

Apenas caía la noche, el normando se había puesto de centinela espiando la señal que debía aparecer en la torre. Estaba inquieto, nervioso, y no acertaba a permanecer parado un solo instante.

Aun cuando tuviera confianza en el buen éxito de aquel atrevido proyecto tan hábilmente preparado, y estuviese convencido de que nadie podría descubrir el disfraz del barón, se sentía, no obstante, agitado por mil temores que en vano trataba de apartar de su imaginación.

Excusado, es decir que todo lo había preparado para hacer una pronta retirada una vez dado el golpe. Además de los caballos dispuestos para ellos había comprado otros para los marineros, para el renegado y para el mirab, que deseaba aprovechar aquella ocasión para abandonar una ciudad tan peligrosa. Pero también él en los últimos momentos, de igual modo que el barón, presentía que alguna catástrofe los amenazaba.

Claro está que atribuía la causa de tales temores al estado de su ánimo, a la angustia de aquella larga espera, y procuraba desecharlos para impresionar bien a sus gentes, que se habían agrupado en la terraza en unión del mirab y del renegado, en tanto que los dos cabileños y su negro vigilaban los caballos.

Pero los esfuerzos que hacía para tranquilizarse eran inútiles, las horas pasaban, y en vez de calmarse, sentía aumentar su angustia. Sin embargo, un profundo silencio reinaba en los bastiones de la Casbah, y ningún ser humano se había mostrado durante aquella noche en las cercanías de las casas dormidas ni en el sendero que serpenteaba por la colina.

Ya debían de ser las once, cuando llegó a sus oídos el rumor del galopar de algunos caballos; rumor que a cada momento se hacía más perceptible. De un salto se acercó al mirab, que estaba tranquilamente sentado y con los ojos fijos en la torre, cuya negra masa se delineaba en el horizonte entre miriadas de brillantes estrellas.

— Mirab -dijo con voz alterada-, ¿oís?

— Sí -respondió el viejo.

— ¿Quién puede subir a esta hora por la colina?

— Pueden ser los correos que el nuevo capitán general envía al bey.

— ¡Estoy inquieto, mirab!

— ¿Qué es lo que temes, Miguel?

— No lo sé; pero me parece que algún peligro nos amenaza.

— ¿Cuál?

— Lo ignoro.

— ¿Crees que pueda ser descubierto el barón?

— No sé.

— No hay peligro: el jefe de los eunucos no ha advertido nada.

— ¡Callad! ¡Me parece que los caballos no siguen ya el sendero que conduce a la Casbah!

El mirab! se había levantado precipitadamente.

— Sí -dijo-; se dirigen hacia esta casa.

El normando se lanzó al parapeto para ver mejor. Dos jinetes habían aparecido entonces por la extremidad de la calle, y avanzaron al galope, dirigiéndose hacia la casa del renegado.

— ¡Preparad las armas! -gritó el normando a sus gentes.

Los dos jinetes estaban ya delante de la puerta. Al llegar a ella detuvieron sus caballos, que iban cubiertos de espuma, y en seguida saltaron a tierra.

— ¡Abrid! -gritó una voz.

— ¡Por el vientre de Mahoma! -dijo el normando-. ¡La princesa! ¡Esta visita me parece de mal agüero.

Y al decir esto se precipitó por la escalera seguido por el viejo y por el renegado. Abrió la puerta y mandó entrar a los dos jinetes.

Eran Amina y Cabeza de Hierro.

— ¿Está todavía en la Casbah el barón? -preguntó la mora con ansiedad.

— Sí, señora -respondió el normando mirándola con inquietud.

— Mi hermano ha sabido que el barón está en Argel, y hasta temo que haya descubierto este refugio.

— ¿Qué decís, señora? -replicaron el mirab y el normando con acento de terror.

— ¡La verdad!

— ¿Quién puede habernos vendido?

— Uno de mis negros, a quien Zuleik ha martirizado cruelmente para arrancarle su confesión.

— ¡Estamos perdidos!

— Mi hermano estará ya en marcha con los genízaros del gobernador para venir a arrestaros. ¡Acaso no contáis más que con algunos minutos para huir!

¡Aguardamos la señal del barón, y hasta debemos responder a ella. Sabe vuestro hermanos que el barón está en la Casbah?

— Lo sospecha.

— ¡Por todos los diablos del infierno! -rugió el fregatario mordiéndose los puños con rabia.

En aquel mismo instante se oyó a los marineros gritar:

— ¡La señal! ¡La señal!

— ¡Al fin! -exclamó el normando dando un salto-. ¡Preparad los caballos!

Subió rápidamente la escalera y se lanzó a la terraza. Un pequeño punto luminoso centelleaba entre las almenas de la torre.

— ¡Sí, sí; la señal! -dijo-. ¡Respondamos!

Encendió dos faroles colocados en el parapeto, y en seguida bajó a todo correr, gritando a sus gentes:

— ¡Seguidme!

Los dos cabileños y el negro acercaron los caballos. La princesa, que vestía su traje de argelino, montó en el suyo, ayudada por Cabeza de Hierro.

— ¡Ya vienen! -exclamó la mora escuchando con ansiedad-. ¿Oís?

Un lejano rumor producido por el galopar de muchos caballos se oía por el lado de la colina.

— ¡Pronto! ¡A galope! -gritó el fregatario.

— ¡Cuando lleguen encontrarán la casa vacía!

— ¿Está dispuesto vuestro buque? -preguntó la princesa.

— ¡Y con las velas preparadas!

— ¿Tiene mucho andar?

— ¡Más que una galera!

— ¿Podréis salir del puerto a pesar de las galeras que cruzan por la rada?

— ¡Las burlaré!

La princesa suspiró.

— ¡Mañana estaré sola! -dijo tristemente.

Los jinetes se lanzaron al galope por el sendero que rodeaba a la Casbah, no atreviéndose a acercarse a los bastiones para no alarmar a los centinelas.

Confiaron los caballos a los cabileños prepararon las armas y se dirigieron hacia la torre, que se encontraba enfrente de ellos.

A pesar de la oscuridad de la noche, el normando había distinguido un bulto negro que descendía de la parte más elevada de la plataforma.

— ¡Ya bajan! -exclamó-. ¡Ah, valiente joven!

Estaban cerca del foso cuando vieron dos sombras surgir entre las tinieblas y oyeron una vez poderosa gritar.

— ¿Quién vive? ¡A las armas genízaros!

El normando se detuvo lanzando una imprecación. La escolta que velaba en los bastiones había exclamado al oír aquel grito:

— ¡Á las armas!

— ¡Caigamos sobre ellos! -susurró el fregatario.

Dando un salto de tigre cayó sobre los dos hombres con el yatagán en la mano, seguido por cuatro marineros.

La lucha fue breve. Los dos centinelas, sorprendidos por aquel imprevisto ataque,

apenas pudieron oponer resistencia a sus adversarios.

Ambos cayeron con la cabeza destrozada y sin haber podido hacer uso de los arcabuces: tan rápida había sido la embestida.

Los otros tres marineros se habían lanzado ya en el foso para sostener la escala, mientras la princesa, el renegado y el mirab, que parecía haber recobrado los bríos de su juventud, apuntaban a las almenas.

El barón, llevando a su prometida a la espalda, descendía rápidamente porque la escala estaba tensa. Pero en la cima de los bastiones se oían gritos, pasos precipitados, y se veían muchas sombras inclinarse sobre las almenas para distinguir lo que sucedía en el foso.

— ¡Pronto! ¡Pronto! -decía el normando, que se había dejado deslizar al foso.

De pronto resonó un tiro de arcabuz, y luego otro. Los centinelas empezaban a hacer fuego.

Al oír aquellos disparos, el barón se dejó caer, teniendo bien sujeta a la condesa.

Aquel salto de tres o cuatro metros sobre un terreno blando y cubierto de hierba no podía producir consecuencias graves.

— ¡Venga la señora! -dijo el normando desatando rápidamente la faja de seda.

Estrechó a la condesa entre sus poderosos brazos y se arrastró por la escarpa, en tanto que los marineros ayudaban al barón, que se encontraba embarazado por sus vestidos.

Llegados a la explanada, todos echaron a correr hacia el bosque, mientras los centinelas continuaban haciendo fuego sin resultado.

Los fugitivos sólo se detuvieron cuando se hallaron entre las espesas sombras de las palmeras. Unicamente en aquel instante el barón pudo advertir la presencia de la princesa, la cual se había retirado unos pasos y apoyaba una mano sobre la silla de su caballo.

— ¡Vos! -murmuró.

— Os dije que volvería a veros -respondió Amina haciendo un esfuerzo supremo para ocultar su emoción-. Me considero feliz al veros en compañía de vuestra prometida.

El barón, que había permanecido silencioso durante algunos minutos, se acercó a la condesa y, cogiéndola de la mano, la llevó hacia el sitio donde se encontraba Amina, diciendo:

— Á esta señora debo yo la vida y tú la libertad.

— ¡Una mujer! -exclamó la condesa.

— La hermana de Zuleik, la princesa Amina Ben-Abend.

La mora y la joven se habían acercado una a otra maquinalmente. Tuvieron un momento de vacilación, y por fin se abrazaron.

— ¿Perdonaréis a mi hermano? -preguntó la princesa.

— Ya le había perdonado -respondió Ida.

La princesa se había separado, haciendo un gesto brusco. En aquel momento tenía los

ojos llenos de lágrimas.

— ¡Partid! dijo-. ¡Sed felices, y acordaos alguna vez de Amina BenAbend!

— ¿No nos veremos más? -dijo el barón, verdaderamente conmovido.

— ¡El África es la tierra que me ha visto nacer! -respondió Amina con un sollozo.

— Luego repitió muchas veces:

— ¡Dios es grande!

El normando, que se había acercado hasta el límite del bosque, volvió corriendo.

— ¡A caballo! -exclamó-. ¡Nos persiguen!

Levantó a la condesa y la puso sobre el mejor caballo.

— ¡Partid, y que Dios os proteja! -dijo Ámina.

Estrechó la mano del barón, de la condesa y del mirab, y después tomó a apoyarse en su caballo, haciendo una última señal de despedida.

En aquel momento se oía indistintamente el galopar de muchos caballos en el sendero que conducía a la barraca del renegado: eran los genízaros de Zuleik, que corrían atraídos por los disparos de los centinelas de la Casbah.

— ¡Adiós, señora! -gritó por última vez el barón-. ¡No os olvidaremos nunca!

Un coro de rugidos formidables sofocó su voz. Un grupo de jinetes corría por el sendero, vociferando espantosamente.

— ¡Epolead! -gritó el normando-. ¡Á retaguardia los marineros!

Todos lanzaron los caballos al galope. Entonces el barón miró por vez postrera al bosque, donde todavía estaba Ámina acompañada de los cabileños.

— ¡Pobre mujer! -murmuró.

Y sofocando un suspiro agarró las bridas del caballo de Ida para que no se quedase atrás.

Los fugitivos pasaron como un huracán al lado de la ermita del mirab, desfilando a lo largo de la Casbah para evitar los tiros de los centinelas, y bajaron por la pendiente opuesta para penetrar en la ciudad.

Pero también por aquella parte llegaba un grupo de jinetes. Era menos numeroso que el otro; sin embargo, podían detenerlos hasta recibir el auxilio de los demás.

— ¡Señor barón! -gritó el normando-. ¡Carguémosles! ¡Tomad mi yatagán!

— ¡No lo necesito; también yo estoy armado!

— ¡Pues al centro la señora con el mirab! ¡Tres hombres a la retaguardia para cubrir la retirada! ¡Á la carga!

Los doce caballos cayeron encima de los berberiscos como una tormenta. Sorprendidos por aquel imprevisto ataque, y no sabiendo si tenían que habérselas con amigos o con enemigos, los argelinos se detuvieron.

— ¡Paso! ¡Servicio del bey! -gritó el normando con voz tonante.

Cargaban con el yatagán en la diestra, la pistola en la siniestra y las bridas entre los dientes.

De un golpe desbandaron la columna adversaria, acuchillando y disparando las pistolas al propio tiempo, y continuaron su vertiginosa carrera hacia la ciudad, no sin dejar tendidos en el suelo a varios soldados argelinos.

Detrás de los fugitivos se oían gritos furiosos:

— ¡Á ellos!

— ¡Mueran los cristianos!

Algunos tiros de arcabuz resonaron a su espalda, y en los bastiones de la Casbah dispararon en aquel momento el cañón de alarma.

— ¡Cuernos de Barrabás! -gritó el normando-. Dentro de poco tendremos detrás de nosotros a toda la caballería berberisca!

En lontananza, hacia la cumbre de la colina, se oía el galopar furioso de un gran número de caballos.

— Indudablemente tenemos a Zuleik a nuestra espalda -dijo el normando-. ¡Ese hombre nos perseguirá aun en el mar!

— ¿Podremos llegar a la rada antes de que las galeras adviertan nuestra fuga?

— Así lo espero, señor barón. ¡Espolea, amigos! ¡Dentro de cinco minutos estaremos a bordo de la falúa!

Los caballos, espoleados sin piedad, devoraban el camino con un estrépito infernal, atrayendo a las ventanas no pocos curiosos, alarmados ya por el cañonazo de la Casbah, que anunciaba algún grave acontecimiento.

En las calles vecinas se oían rumores de pasos y gritos de alarma.

Una ronda nocturna que encontraron al paso fue deshecha antes de que pudiera darles el alto. Nada podía resistir a aquel grupo de jinetes que cargaba con el brío de la desesperación.

Los genízaros que aparecían, en vez de tratar de detener a los fugitivos, huían de sus cuchilladas a todo correr, asustados también por los gritos de los compañeros de Zuleik, que iban en pos de ellos y no a mucha distancia ciertamente.

Cinco minutos después el normando y sus compañeros desembocaban en el muelle. La falúa, con las velas preparadas, estaba allí a pocos pasos presta a zarpar.

— ¡A tierra! -gritó el fregatario, oyendo detrás de sí el galope precipitado de sus perseguidores-. ¡Apenas tendremos tiempo de embarcarnos!

Sin perder un momento saltaron al suelo. El barón había tomado en sus brazos a la condesa, y se precipitó con ella sobre la toldilla de la falúa, la cual tenía la popa apoyada en el muelle.

Por las callejuelas próximas al puerto aparecían en aquel instante los primeros caballos

de sus perseguidores.

— ¡A bordo! -rugió el normando.

Todos se precipitaron en la falúa y cortaron la cuerda que la unía a tierra; los otros seis marineros que habían quedado a bordo ya habían orientado las velas.

Por fortuna, el viento era favorable, porque soplaba de tierra. El Solimán, ayudado por algunos golpes de remo, se deslizaba velozmente entre las naves mercantes que llenaban la rada, y que al menos por algún tiempo le ponían a cubierto de los tiros que podrían ser disparados desde la ribera.

Los jinetes enemigos estaban ya en el puerto, y al ver a lo lejos las galeras empezaron a gritar desesperadamente:

— ¡A las armas! ¡Huyen los cristianos!

Luego una voz más potente que todas las otras se dejó oír.

— ¡Perro cristiano! ¡No te escaparás!

— ¡Zuleik! -había exclamado el normando estremeciéndose-. Me lo figuraba!

— ¡Pronto, las chalupas, las chalupas! -gritaron mientras tanto los genízaros.

El barón, que había conducido a la condesa a la litera de popa casi desvanecida, volvía a salir en aquel momento. Ya no llevaba los vestidos de antes y ceñía su cuerpo la coraza de combate.

— ¿Nos siguen también por agua? -preguntó el barón, viendo que el normando cargaba una de las dos pequeñas culebrinas de que iba armada la falúa.

— Sí, señor -replicó el fregatario-. ¡Y ay de nosotros si no salimos de la rada antes de que la alarma se haya propagado hasta las galeras que cruzan por la embocadura! ¡Es Zuleik quien nos sigue! ¡Si pudiera ametrallarlo!

— ¡No lo haréis, Miguel! -respondió el barón-. No hay que olvidar que es el hermano de la mujer que acaba de salvarnos.

— ¡Vaya una generosidad inoportuna! ¡Ah, canallas!

Un fogonazo había iluminado la terraza del presidio de Alí-Mamí, que era el más próximo. Un segundo después resonaba el estampido del cañón.

Era la señal convenida para que las galeras cerrasen el puerto e impidieran la salida a todos los barcos.

Una sorda imprecación salió de los labios contraídos del fregatario, el cual saltó a la borda mirando con ansiedad en dirección de la boca del puerto.

— Acaso lleguemos a tiempo! -murmuró-. ¡En este momento aún están lejos, y el viento es fresco!

Se volvió hacía sus hombres, que, presa de la mayor ansiedad, aguardaban sus órdenes.

— ¡Que nadie haga fuego! -dijo. ¡Si señalamos nuestra ruta nos echarán a pique a cañonazos!

Después miró hacia la ribera. Algunas chalupas llenas de soldados se deslizaban con velocidad por entre las naves ancladas, disparando de vez en cuando algún tiro de arcabuz.

— ¡Venga el timón! -dijo-. Izad una vela cuadrada sobre la latina del palo mayor! ¡Los haremos correr.

El Solimán, que tenía el viento favorable, huía velocísimamente, dirigiéndose hacia la punta oriental, en cuya dirección, al menos en aquel momento, no se descubría el menor farol que indicase la presencia de los galeones. Con dos bordadas atravesó la rada y se acercó a la costa, para confundirse más fácilmente con las rocas y con las plantas que abundaban en aquel lugar, proyectando sobre el agua una sombra intensa.

En aquel instante también desde las terrazas de los otros presidios disparaban cañonazos para advertir a los galeones, que en aquel momento aparecían hacia la punta occidental.

Las dos naves habían ya contestado, y bogaban en dirección a la rada aprovechando el viento.

— ¿Nos habrán descubierto? -preguntó el barón con voz alterada.

— ¡Todavía no! -replicó el normando, que observaba atentamente las maniobras del enemigo.

— Pero, ¿y después?

— Nos darán caza, de seguro. ¡Mirad aquellas cuatro chalupas que se dirigen hacia los galeones! ¡En alguna de ellas va Zuleik!

— Pero vuestra falúa es más ligera.

— También los galeones tienen mucho andar. No son tan pesados como las galeras de alto bordo.

— ¿Qué rumbo llevaremos?

— Por ahora hacia las Baleares. Son las más próximas y encontraremos en ellas un buen refugio. Aquí está el cabo. Nos veremos obligados a descubrirnos. ¡Arrojaos bajo el puente! ¡Nos van a acribillar!

De las cuatro chalupas, que ya habían atravesado la rada, salían sin descanso estos gritos:

— ¡Detenedlos! ¡Haced fuego! ¡Alerta en los galeones!

Las dos naves encargadas de la vigilancia del puerto hacían esfuerzos prodigiosos para ganar tiempo, aun cuando se veían imposibilitadas para luchar contra la falúa, que tenía el viento de popa, y además era dudoso que pudieran verla, porque el normando se acercaba siempre a la costa. Por desgracia, la peninsulita que cierra la rada hacia Oriente iba a desaparecer, y el Solimán no podía ocultarse.

— ¡Todavía están a quinientas brazas! -exclamó el fregatario-. Acaso podamos pasar sin grandes daños! A babor!

Tres de las cuatro chalupas seguían a la falúa. La cuarta se había separado de ellas, abordando al primer galeón.

— ¡Es Zuleik quien se embarca! -murmuró el f regatario-. ¡8l dirigirá la persecución!

En aquel momento, el Solimán, con una sublime bordada, rebasaba la punta de Malifa y se lanzaba resueltamente en el Mediterráneo.

En lontananza se oyó gritar:

— ¡Fuego!

Cuatro cañonazos resonaron en el puente de los galeones, seguidos de una nutrida descarga de arcabuces.

Una bala derribó la punta del palo mayor, haciendo caer la vela cuadrada; fue el único proyectil que llegó a su destino, porque los demás se perdieron en el agua.

— ¡Mala puntería! -gritó alegremente el normando-. ¡Señor barón, si ahora no nos han echado a pique, estamos en salvo!

Pero se engañaba: los dos galeones, en vez de detenerse, habían virado rápidamente de babor para darles caza, mientras las tres chalupas, juzgando ya inútil continuar su carrera, se paraban cerca del cabo Malifa.

El normando advirtió bien pronto que tenía que habérselas con dos rápidos veleros. Los berberiscos, que eran excelentes marinos entonces, habían cubierto de velas las entenas y maniobraban hábilmente para coger en medio a la falúa.

El rostro del fregatario se había vuelto sombrío.

— Señor barón -dijo con voz un poco alterada-, van a darnos mucho que hacer. Navegan como delfines y maniobran con mucha habilidad.

— ¿Nos alcanzarán?

— No lo creo, mientras dure la brisa.

— Amainará al salir el sol.

— ¿Vendrán a abordamos?

— Lo intentarán.

— ¿Podremos resistir?

— Tienen cuatro veces más gente que nosotros y culebrinas de buen calibre.

— Me asombra que no empleen la artillera.

— Si no estuviese en los galeones Zuleik, ya nos habrían echado a pique.

El barón le miró sin comprender.

— ¡Claro! ¡Quiere coger viva a la condesa!

— Antes tendrá que pasar por encima de mi cadáver! -exclamó el barón con un gesto de furor.

— ¡Y sobre el mío! -dijo una voz al lado suyo.

Era la condesa, que había salido de la litera, deseando conocer la situación de las cosas.

— Zuleik está allí; ¿no es cierto? -preguntó indicando los galeones.

— Sí, Ida.

— ¡No caeré viva en sus manos!

— Aun estamos libres y bien armados; ¿no es verdad, Miguel?

— Sí -respondió el normando-. Todavía…

Un cañonazo disparado desde el galeón más próximo le impidió continuar; pero no oyeron el sonido ronco del proyectil.

— Disparan con pólvora -dijo el normando-. Nos intiman la rendición. ¡Pues bien; ahora verán! A las culebrinas, muchachos! ¡Y vos, señora, a la litera!

Apenas el barón la había conducido al interior del buque, cuando el palo trinquete, destrozado por una bala lanzada desde el primer galeón, caía sobre el puente, llenándolo de cabos y de velas.

Al propio tiempo una granizada de balas de arcabuz se estrellaba en el casco de la falúa.

Al oír aquel estrépito, el barón había saltado sobre cubierta.

— ¡Estamos perdidos! -exclamó-. ¿Queréis el abordaje? ¡Pues bien; venid a buscar a mi prometida! ¡A mí, valientes! ¡Por la Cruz de Malta y por el honor de la cristiandad!

Los dos galeones habían echado al agua varias chalupas cargadas de soldados, que vociferaban como energúmenos dirigiéndose sobre la falúa.

El normando, que al golpe de la vela había caído sobre cubierta, se levantó gritando:

— ¡Fuego a esos perros!

Dos tiros de culebrina siguieron a aquella orden; uno dirigido a la galera más próxima, y el otro, a las chalupas.

Una de éstas, alcanzada de lleno por los proyectiles, estaba casi destrozada.

Pero había otras siete repletas de enemigos que apresuraban su carrera, protegiéndose con repetidas descargas.

— ¡Si suben a bordo no hay salvación! -murmuró tristemente Cabeza de Hierro.

Pero el barón y el normando no habían perdido su sangre fría. Valientemente ayudados por los marineros, disparaban sin tregua, tratando de detener a las chalupas. También el ex templario, a pesar de su edad, se batía como un león al lado del renegado, apuntando con una precisión admirable y gritando a cada tiro:

— ¡Manteneos firmes, muchachos!

Pero aquellas descargas no bastaban para contener a las chalupas, que avanzaban siempre.

Una de ellas abordó a la falúa bajo la proa, y su tripulación se arrojó sobre cubierta con rugidos formidables.

El barón y el normando se lanzaron en aquella dirección para detener a los asaltantes.

Un grito salió de sus labios al ver a un hombre que guiaba a los infieles.

— ¡Zuleik! -exclamó.

El moro replicó con una carcajada feroz:

— ¡Sí, yo soy! ¡Llegó a tiempo para matarte y para robar a tu prometida!

El señor de Santelmo, que empuñaba un hacha de abordaje, se arrojó sobre él, dando un verdadero rugido.

De un salto evitó la cimitarra de su rival, y después le golpeó con tal fuerza sobre la coraza, que le dejó tendido sin conocimiento en la cubierta del buque.

Ya iba a repetir, cuando muchos cañonazos resonaron a espaldas de la falúa, seguidos de gritos estentóreos:

¡Malta! ¡Malta!

El barón levantó la cabeza.

Las chalupas se detuvieron, y los berberiscos que habían subido al abordaje embarcaron precipitadamente, gritando:

— ¡Los cristianos! ¡Sálvese el que pueda!

Una gran nave, como si saliese de las profundidades del Mediterráneo, había aparecido inesperadamente y cañoneaba con furia a los galeones, los cuales se preparaban ya a virar de babor para huir hacia Argel.

— A nosotros, malteses! -gritaban los marineros de la falúa, que ya habían descubierto la nave.

El normando, que acababa de echar a hachazos a los últimos berberiscos, también había gritado con voz tonante:

— A nosotros, cristianos!

La galera que con tanta oportunidad llegaba en auxilio suyo, aunque continuaba cañoneando a los galeones y a las chalupas, se acercaba a la falúa para protegerla mejor contra la artillería enemiga, que todavía continuaba disparando.

— ¿Quiénes sois? -gritó una voz desde el castillo de proa.

— ¡Cristianos! -replicó el barón.

— Acercaos!

Una embarcación cargada de hombres cubiertos de hierro y con la espada en mano se había dirigido hacia la falúa.

El jefe que la mandaba saltó a bordo de ella; pero al encontrarse con el barón dejó caer la espada, lanzando una exclamación de alegría:

— ¡Santelmo!

— ¡Le Tenant!

Los dos hombres se abrazaron estrechamente.

— ¡Dios me ha guiado! -dijo el maltés-. ¡No creía llegar en tan buen momento!

— ¿Cómo os encontráis aquí, Le Tenant?

— Os había prometido que vendría hasta las aguas de Argel para ayudaros en vuestra empresa. Como veis, he cumplido mi palabra. Hace ya tres noches que cruzo a la vista de la costa buscando un medio para ir a la ciudad, a fin de tener noticias vuestras. ¿Y la condesa?

— Está aquí; acabo de salvarla.

— Entonces huyamos sin perder tiempo, barón. Los galeones van precipitadamente hacia Argel para pedir socorros, y no tengo ningún deseo de habérmelas con todas las galeras berberiscas. Llevaremos a remolque la falúa e iremos a Malta sin detenernos.

— ¡Un momento, capitán! -dijo el normando-. Aquí hay un hombre que debe ser ejecutado.

— ¿Quién?

— Zuleik, el traidor.

El moro, a quien el barón había ya olvidado, empezaba ya a volver en sí. Al oír las palabras del normando se puso en pie.

— ¡Pues bien; ya que la he perdido, matadme! -dijo. ¡La vida sin ella no la quiero! ¡Zuleik Ben

Abend nunca ha temido a la muerte!

— Miguel, ¿tenéis una chalupa a bordo? -preguntó el barón.

— Sí, señor.

— Botadla al agua.

La pequeña chalupa fue lanzada en un minuto.

— Zuleik Ben-Abend -dijo entonces el barón indicándosela-, sois libre y podéis volver al palacio de vuestros abuelos.

El moro, estupefacto ante aquella extraordinaria generosidad, permaneció inmóvil en su puesto.

— Andad -dijo el barón-, y decid a vuestra hermana que el barón de Santelmo y la condesa de Santafiora recordarán siempre con gratitud a Amina Ben-Abend.

Zuleik bajó la cabeza, atravesó lentamente la galera y descendió a la chalupa sin pronunciar una palabra. Tomó los remos y bogó hacia el puerto, volviendo la espalda a la falúa.

— ¡He ahí un bribón afortunado! -dijo el normando-. Yo, en lugar vuestro, le hubiese colgado del palo mayor de la galera.

— Se lo había prometido, a la princesa y he cumplido mi palabra. He perdonado, y nada más.

CONCLUSION

Pocos momentos después la galera se hacía a la vela, remolcando la falúa del normando, presurosa por ponerse a salvo de una posible persecución por parte de las escuadras argelinas, demasiado poderosas para poder afrontarlas con alguna probabilidad de éxito.

La travesía del Mediterráneo se realizó felizmente, sin malos encuentros, por más que los berberiscos tunecinos y los de Trípoli recorriesen con frecuencia aquellas aguas, siempre en acecho de las naves cristianas para saquearlas y reducir a la esclavitud a sus tripulaciones.

Cinco días más tarde la galera entraba en la bahía de Malta entre el tronar de la artillería, con la bandera de Santelmo sobre la punta del palo mayor.

Una semana después, el valeroso caballero y la condesa se unían en matrimonio, y partieron en seguida para Sicilia, donde pensaban establecerse en una casa solariega, habiendo ya renunciado a reedificar el castillo de San Pedro, reducido a un montón de ruinas.

El mirab y el renegado, en unión de Cabeza de Hierro, los acompañaron. En cuanto al normando, espléndidamente recompensado por el barón, apenas reparada su falúa, volvió a emprender de nuevo sus peligrosas correrías por las costas africanas en espera de ocasiones propicias para arrancar a las panteras de Argel otros esclavos.

{1}[1] Roscelana, robada por los corsarios berberiscos, llegó después a sultana, y también la noble veneciana Bafa, mujer de Murad. Entrambas eran cristianas e italianas.

{2}[2] La salud sea contigo.

{3}[3] Este asesinato, que había de costar a los autores los más atroces martirios, se realizó en la noche del 20 de enero de 1620.

{4}[4] Así llaman a las doncellas encargadas de adornar a la sultana y a las odaliscas. También están encargadas de distraerlas con sus danzas y sus cantos.

{5}[5] Todo musulmán se puede casar con cuatro mujeres que se llaman kadinas.

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