Capitulo XIII

EN EL HARÉN DEL BEY

Aunque decidido a jugar la última partida con valor desesperado, y por más que estuviese dotado de una audacia a toda prueba, no sin profunda emoción vio el caballero de Santelmo llegar en la tarde del día siguiente una litera conducida por dos negros de la Casbah dirigidos por el mirab.

El renegado, que había sido en otro tiempo siervo de una gran dama berberisca, y para quien los secretos del tocador no eran desconocidos, hizo prodigios para transformar al joven caballero en una bellísima muchacha digna de ser acogida tras los muros de la Casbah.

Le había trenzado con arte admirable los cabellos, adornándolos con perlas y haciendo resaltar el color de sus mejillas con un poco de carmín. Después le vistió con un espléndido traje berberisco del mejor gusto, ceñido con una faja amplia de seda de colores variados.

Un riquísimo pañuelo dispuesto en forma circular alrededor de la cabeza y un tupido velo de gasa blanca sobre la cara completaban el adorno, el cual no podía ser más elegante ni más seductor.

La transformación era tan completa, que el propio mirab se quedó estupefacto cuando vio delante de sí al valeroso caballero convertido en una verdadera circasiana.

— ¡Admirable! -había exclamado al verle-. ¡Haréis furor en la Casbah!

— ¿Creéis que nadie puede reconocerme? -preguntó el barón con un ligero temblor en el acento.

— No; tranquilizaos, caballero; nadie podrá dudar ante esta transformación.

— ¿Y la voz?

— No hablaréis con nadie. He dicho al jefe de los eunucos que la nueva beslemé es muda: no lo echéis en olvido.

— Me guardaré de decir una sola palabra. Pero decidme: ¿podré ver esta misma noche a la condesa?

— Quizá, en los jardines del harén; pero sed prudente: el peligro os acecha por todas partes en la Casbah.

— La audacia no me falta y, sin embargo, siento un temor infinito, mirab. Temo por la condesa más que por mí.

— Os creo, barón.

— ¡Si pudiese huir con ella antes del alba!

— Estaremos prontos a acudir a vuestra señal. La goleta de Migue! tiene ya las velas dispuestas para salir a alta mar.

— Y mis marineros, excepto dos, estarán aquí dentro de poco -dijo el normando.

— ¡Vamos, barón, y sobre todo, valor! -dijo el mirab-. ¡No hay que hacer esperar al jefe de los eunucos!

El barón estrechó la mano de sus compañeros. Estaba un poco impresionado, pues, no obstante sus esfuerzos, apenas podía contener la emoción.

Salieron al vestíbulo, donde los dos negros de la Casbah esperaban a la nueva beslemé.

El barón subió a la litera y se dejó caer sobre los cojines de seda azul.

— ¡Se diría que el valor me falta! -murmuró-. ¿Por ventura tendré miedo?

Los negros alzaron la rica litera y luego salieron a la calle precedidos del mirab, el cual personalmente debía entregar al jefe de los eunucos la nueva doncella, como ya queda dicho.

El normando y el renegado, aunque un tanto inquietos, acompañaron al barón hasta la puerta.

— ¡Se necesita verdadera audacia para arriesgarse en semejante aventura! -dijo el fregatario-. Yo no tendría ánimos para poner los pies en la Casbah.

— Nadie descubrirá el engaño -había respondido el renegado-. Además, el barón permanecerá poco tiempo detrás de los muros de la fortaleza.

— ¿Has puesto la escala de seda en el cofre?

— Y también armas.

— Entonces todo irá bien.

Los dos esclavos del bey, dos negros robustos, siempre precedidos por el mirab, se encaminaron hacia la fortaleza, residencia del califa, y se detuvieron, no delante de la puerta monumental, sino delante de una puertecita de hierro, para no exponer a la beslemé a las miradas indiscretas de los soldados de la guardia.

Apenas ninguno de ellos reparó en que los dos negros habían entrado en una sala con pavimento de mosaico y las ventanas cubiertas de vidrios de color, que mitigaban la luz fulgurante del sol africano.

Un hombre con la tez casi negra y de aspecto imponente se encontraba de pie en medio de la sala.

— ¡Salud, Sidi Maharren! -dijo el mirab, inclinándose profundamente-. Aquí está la doncella.

El jefe de los eunucos, personaje importantísimo en la corte musul- mana, aun cuando todos sean de origen negro y de condición ínfima, se dignó responder al saludo con un ligero movimiento de la mano.

Los dos negros habían depositado en el suelo la litera, y el barón descendió de ella. En aquel momento disponía de toda su sangre fría y de todo su valor.

Al bajar hizo un gracioso saludo al jefe de los eunucos, y luego dejó caer lentamente el velo que le cubría el rostro.

El eunuco no pudo contener un gesto que denotaba viva sorpresa.

— ¡Es hermosa! -dijo al mirab-. ¡Pocas veces he visto en mi larga carrera un rostro más agradable! ¿De dónde viene? ¿Quién ha recogido esta flor tan rara?

— Es una circasiana -respondió el ex templario-, y ha sido adquirida por un capitán maltés en Turquía.

— ¿En qué suma?

— Mil cequíes. La princesa Koden la ha adquirido en ese precio para ofrecérsela al bey.

— ¡Esta muchacha vale el doble! -dijo el eunuco.

— ¿Qué puesto le has destinado?

— Estará al servicio de la segunda kadina de mi señor. Ahora ya puedes retirarte.

— Cuento con tu protección.

— Será beslemé antes de quince días, y sabe Dios hasta dónde puede llegar. ¡Lástima grande que sea muda!

— Y de nacimiento.

— Haremos de ella una tocadora de cítara. Se dice que las circasianas la tocan Admirablemente.

Hizo al mirab una señal de despedida; después mandó a los negros coger el cofre que contenía los vestidos de la doncella, y abrió una puerta oculta por un pesado tapiz de brocado.

El barón, con el velo echado, le había seguido, fingiendo cierta timidez.

Pasaron a través de varias galerías con las paredes cubiertas de ricas colgaduras e impregnadas en un penetrante perfume de áloe. Luego descendieron unas gradas de mármol blanco que conducían al jardín del harén.

Bajo las sombras de las palmeras, sobre las márgenes de estanques de agua transparente, en los cuales se deslizaban blancos cisnes, recostadas indolentemente sobre ricos tapices, reían y jugueteaban una infinidad de muchachas de rostro encantador y brazos redondos y torneados, con graciosos tocados llenos de perlas y trajes espléndidos.

En medio de los bosquecillos que dividían los jardines se oía el resonar de tiorbas y guzlas, y voces alegres y argentinas cantaban en todos los idiomas; voces de esclavas cristianas, sin duda robadas por aquellos terribles corsarios en las costas de Francia, Italia, España y Grecia.

El jefe de los eunucos se había acercado a una joven dama que estaba recostada a la sombra de una palmera y rodeada de doncellas hermosísimas. Con un gesto alejó a las muchachas, y después de haberse inclinado tres veces delante de la dama, cambió con ella algunas palabras en voz baja.

— Acaso sea la kadina -murmuró para sus adentros el barón.

En aquel instante el jefe de los eunucos se le acercó y quitó el velo.

La hermosa dama miró, por algunos momentos al barón con viva curiosidad, y después hizo una señal afirmativa con la cabeza.

— Saluda a tu ama -dijo entonces el eunuco al barón-. Desecha la timidez, acércate a las demás doncellas, y procura divertirte.

Cuatro o cinco jóvenes se acercaron al barón en aquel momento, riéndose de su embarazo. Luego le cogieron de la mano y condujeron bajo un tamarindo, donde una vieja negra estaba narrando un asunto histórico a un grupo de muchachas y esclavas blancas y negras.

Le ofrecieron dulces y café, y trataron por todos los medios posibles de expresarle su amistad, asediándole a preguntas.

El barón, como es natural, se guardaba muy bien de responder a ellas. Por otra parte, tampoco dominaba el idioma que las doncellas hablaban.

— ¡Es muda! -exclamó por último, una linda muchacha.

El joven hizo con la cabeza una señal de asentimiento.

— Pero podrás igualmente divertirte -dijo otra-. Te enseñaremos a danzar y a tañer la tiorba.

Después le hicieron sentarse a su lado y le dijeron que escuchase las historias maravillosas que narraba la vieja, que parecían interesar extraordinariamente al auditorio.

El barón, fingiendo prestar atención a tales consejos, observaba a las jóvenes que paseaban en gran número por los jardines.

Buscaba ansiosamente con los ojos a la condesa, que quizá podría encontrarse entre ellas. En aquel instante casi maldecía la idea del mirab de hacerle pasar por muda, pues eso le impedía preguntar a sus nuevas amigas por la joven cristiana.

Poco a poco, aprovechándose de la atención que prestaban las muchachas a la vieja, había ido alejándose de ellas. De este modo pudo llegar a un grupo de rosales, y viendo un tapiz cerca de ellos, se dejó caer en él, fingiendo estar descansando.

Por instinto adivinaba que la condesa no debía de andar muy lejos. Su propio corazón se lo decía.

De pronto se estremeció, y tuvo que morderse los labios hasta hacerse sangre para no soltar un grito.

En la extremidad de un sendero formado por enormes árboles había descubierto una figura de mujer envuelta en un caftán blanco recamado de oro.

El barón, sin preocuparse de que podría ser visto por alguna esclava, se levantó de un salto en una actitud verdaderamente masculina. Por fortuna, aquel sendero, un po co apartado, estaba solitario. Detrás de los enormes troncos no se oían sonidos de tiorba, ni cantos, ni, carcajadas.

El barón se lanzó hacia aquel sitio, y la mujer del caftán, al verle llegar corriendo, se detuvo, apoyándose en el tronco de un magnolio.

— ¡Ida! -exclamó el barón con voz sofocada por la angustia-. ¡Dios nos protege!

Al oír aquella voz, la condesa dejó escapar un grito y se puso más pálida que la muerte.

Aun cuando le fuera imposible comprender que bajo los vestidos de una joven se ocultara el barón, el hecho es que había reconocido su voz.

— ¡Ida! -repitió el barón.

— ¿Vos? ¡Carlos! ¡No, no! ¡Es imposible! ¡Yo sueño! ¡Ah! ¡Pero esa voz… ¿Quién sois?

El barón, en lugar de responder, la había conducido hasta el centro de un grupo de cactus, cuyas enormes hojas los ocultaban por completo.

La condesa, atónita por la sorpresa, se dejó llevar maquinalmente.

— Mírame -dijo el barón estrechando entre sus brazos a su prometida-. ¡Mírame! ¿Ya no me conoces?

— ¡Carlos! Pero ¿es verdad? ¡No; deliro, Carlos! -murmuró la joven llorando y riendo al mismo tiempo-. ¿Vos? ¿Tú?

— ¡Silencio, Ida! Pueden oírnos, y aquí para todo el mundo debo ser una mujer.

La condesa, muda, absorta, le miraba como trastornada. Cada vez palidecía más, como si estuviese próxima a morir. Una acceso de llanto la salvó probablemente de una crisis

que había sido muy peligrosa en aquel momento y en aquel lugar.

— ¡Calla. Ida! -murmuró el barón-. Corremos en estos instantes mil peligros, y la muerte puede desplomarse sobre nosotros de un momento a otro.

— ¿Tú? ¿Mi Carlos? ¡Y yo que te creía muerto! Zuleik me lo había dicho.

— ¡El miserable! Si Dios nos ayuda, esta noche misma saldremos de la Casbah, y mañana estaremos lejos de Argel.

— ¡Pobre amigo mío! ¡Eso es imposible! ¡Tú no conoces la Casbah!

— Huiremos: yo te lo prometo, Ida.

— ¡Cuántas cosas quisiera preguntarte! ¿Tú aquí? Pero ¿cómo? ¡Si aun creo que estoy soñando!

— Los minutos son cortos para explicarme: puedo ser descubierto de un momento a otro, reconocido como un hombre, y entonces…

— ¡Oh; no digas eso! ¡No; no quiero separarme de ti, aunque sufra mil muertes!

— Dios está con nosotros, y triunfaremos. Dime: ¿conoces la torre de Poniente?

— Sí, ¿Por qué me haces esa pregunta, Carlos?

— Porque por ella huiremos.

— ¿Cuándo?

— Esta noche: aun no sé por dónde se va a ella; pero encontraré e! camino.

— Te guiaré yo. Gozo aquí de cierta protección y, como beslemé, puedo ir a todas partes.

Yo sabré el lugar adonde te conduzcan, y te buscaré.

— ¿Será posible llegar a la torre de Poniente sin que nos descubran?

— Sí; por la galería de cristales azules. ¡Ah! Me olvidaba del eunuco de guardia.

— ¿Cuál?

— El que vigila por la noche esa galería.

— Tengo armas en mi cofre, y en el momento decisivo mi mano no temblará -dijo el barón.

— Después hay que descender de la torre.

— Descenderemos. Todo lo tengo previsto.

— Separémonos, Carlos. Podemos ser espiados. Aquí las murallas y las plantas tienen oídos.

— ¿Podrás ir a la estancia que me destinen?

— Estaré allí antes de que suene el toque de queda. ¡Dios mío! ¡Haberle visto cuando le creía muerto! ¡Ah, Carlos mío!

— ¡Silencio, Ida! -murmuró el barón.

Un grupo de jóvenes acompañadas de algunas negras que tocaban la tiorba y que

cantaban canciones salvajes avanzaba por el sendero. El barón se había ocultado tras un grupo de árboles, mientras la condesa, envolviéndose en su velo, se unía a las alegres beslemés.

— Si no nos descubren, todo irá perfectamente, y mañana estaremos en el mar, libres de Zuleik -murmuró el barón-. ¡Zuleik! ¿Por qué este nombre hace latir mi corazón en el momento supremo?

Se detuvo un instante, sorprendido de aquel repentino temor; después, ocultándose entre los árboles, se deslizó hasta el tamarindo bajo cuya sombra sus nuevas amigas estaban aún escuchando a la vieja.

Ninguna parecía haber notado su ausencia, que sólo había durado algunos minutos.

La condesa le había seguido a distancia y se sentó cerca de él, al lado de algunas beslemés que se divertían en hacer correr a los cisnes ofreciéndoles golosinas.

Entretanto, las esclavas, seguidas de varios eunucos, habían comenzado a preparar la cena, compuesta de riquísimos manjares servidos en bandejas de plata y de dulces exquisitos.

Medio tendidas sobre los tapices, a las últimas luces del crepúsculo, kadinas, odaliscas, favoritas y beslemés desmenuzaban con sus agudos dientes las pastillas de madjum, que esparcían un suave perfume.

Todas reían, charlaban o jugaban, felices por poder desterrar el aburrimiento que ni el lujo oriental ni los placeres de la corte podían vencer algunas veces.

Poco a poco, y con infinita prudencia, el barón se había acercado a la condesa, que se encontraba en el círculo formado en torno de la primera kadina, la mujer más poderosa y más temida del harén, porque solamente la gran validé o madre del bey podía competir con ella en influencia.

Ida, aun cuando apareciera visiblemente nerviosa, para alejar toda sospecha, trataba de mostrarse más alegre que de costumbre. Pero de vez en cuando, repentinamente, se quedaba inmóvil y con los ojos fijos en el barón.

Se hubiera dicho que a medida que la noche avanzaba la invadía un loco temor. No obstante, con un esfuerzo supremo conseguía rechazar tales zozobras y recobrar su fingido buen humor.

Tampoco el barón estaba tranquilo. El, que no había temblado delante de la muerte, sentía que el corazón golpeaba en su pecho, contando ansiosamente los minutos de aquella velada interminable.

La noche era tibia e invitaba a gozar de la sombra de las palmeras y tamarindos.

El barón, que se consumía de impaciencia, se había inclinado al oído de la condesa, susurrando:

— ¡Ven, Ida!

Acababa de adoptar una resolución desesperada. ¿Por qué no aprovechar aquel momento para efectuar la fuga? Veía infinidad de muchachas alejarse por los senderos desiertos y ocultarse en los bosques silenciosos. Bien podía hacer otro tanto la condesa.

La condesa le había seguido a corta distancia fingiendo coger rosas.

Así caminaban una al lado del otro como dos amigas, y se dirigieron hacia una escalera marmórea que conducía a las habitaciones del harén.

— ¡Huyamos! -le había susurrado de nuevo el barón-. Nadie se cuida de nosotros, al menos por el momento, y cuando los eunucos nos busquen estaremos ya en el foso.

— ¿Lo quieres, Carlos? -preguntó la condesa, cuya voz ya no temblaba.

— Es el momento de irse. Aguardando hasta más tarde, tengo miedo de que esta fuga acabe en una catástrofe. Me parece que nos amenaza una desgracia.

— Lo mismo temo yo.

— ¿Has podido averiguar dónde se encuentra la estancia que me han destinado?

— Sí, la última puerta de la derecha de la sala de los Gigantes.

— ¿Y sabrás conducirme a ella?

— Ya te he dicho que conozco todo el harén.

— Necesito abrir el cofre para coger la cuerda y las armas.

— Pues ven, Carlos -dijo la condesa con voz resuelta.

Estaban ya en la cima de la escalera. Ida empujó la puerta, y se encontraron en una galería iluminada por dos lámparas de bronce dorado y cubierta por un tapiz que amortiguaba por completo el rumor de sus pasos.

No había en ella nadie, ni eunucos, ni esclavas. No habiendo sido dada la orden de retirada, todos debían de estar en el jardín.

La condesa atravesó rápidamente la galería seguida por el barón, y entró en una espaciosa sala, cuyas paredes estaban cubiertas de armas de una riqueza fabulosa, dispuestas en grupos artísticos.

— ¿Dónde estamos? -preguntó el barón.

— En la sala de armas del bey.

— ¡He aquí una magnífica ocasión para proveerse de un buen puñal! -dijo el barón.

Cogió dos de una panoplia y dio uno de ellos a la joven para que lo escondiese bajo la faja.

Después pasaron a través de otras muchas galerías, todas adornadas con la mayor riqueza oriental, y por último entraron en otra sala con pavimento de mosaico, y donde a lo largo de las paredes varias estatuas sostenían otra galería que la circundaba.

— La sala de los Gigantes -dijo la condesa.

Allí había muchas puertas numeradas, ocultas por pesados tapices.

La condesa titubeó un instante, y luego, levantó uno de aquellos tapices.

— ¡Este es! -dijo.

Abrió la puerta y entró en una pequeña estancia con las paredes cubiertas de seda azul y

rodeada de divanes de damasco. En medio de la habitación, y al lado de un pebetero de metal dorado, se veía un pequeño lecho bajo, con las colgaduras de seda de color de rosa.

— Esta es tu estancia -dijo.

El barón, de un salto, se había acercado al cofre, que estaba oculto entre dos divanes.

Lo, abrió con rapidez, sacó la escala de seda, ocultó en la cintura un par de pistolas y un yatagán, y tomó una lamparita que el normando había colocado en el cofre para que pudiera hacer la señal.

— ¡Ahora, Ida, huyamos! -dijo.

Un rumor lejano que cada vez se oía con más claridad detuvo al barón.

— ¿Qué es eso? -preguntó con voz alterada.

Se acercó rápidamente a la ventana y levantó las cortinas de seda verde, que un ligero viento agitaba.

Aquella ventana daba a los jardines. En medio de las plantas se veían centellear puntos luminosos que poco a poco se reunían, mientras bajo los oscuros senderos se oían tañidos de tiorba.

— Son las kadinas, que vuelven con su séquito. Dentro de pocos minutos estarán aquí los eunucos, que, no viéndonos en el grupo, vendrán a buscarnos.

— ¡A la torre, Ida! -dijo el barón-. Y ¡ay de quien intente cerrarme el paso!

— ¿Y el eunuco que está en la galería azul?

— ¡Le mataré! -dijo fríamente el joven-. Ven.

Las voces de las odaliscas, de las beslemés y de las esclavas que acompañaban a las cuatro kadinas del bey se acercaban rápidamente. Acaso en aquel momento había sido ya notada su ausencia, y quizá los eunucos las buscaban en los jardines.

No había un instante que perder.

Salieron velozmente de la estancia, volvieron a atravesar la sala y entraron en la última galería, que conducía a una vasta terraza de mármol blanco adornada con plantas y rosales.

— ¡Mira la torre! -dijo la condesa deteniéndose-. ¡Se levanta delante de nosotros!

— No está más que a cincuenta pasos -respondió el barón-. En diez segundos estaremos en ella.

— Antes tenemos que salir del circuito que separa el harén del Casbah, y allí está el mayor peligro, porque pasan constantemente rondas nocturnas de genízaros.

— ¿No podremos evitarlos? - preguntó el barón muy inquieto.

— Hay algunas plantas, y la noche no es de luna.

Ya habían llegado a la galería de los vidrios azules. Aunque no hubiera en ella ninguna lámpara encendida y la oscuridad fuese profunda, el barón descubrió de pronto en la extremidad opuesta una forma humana que estaba erguida delante de la puerta. La condesa

se había detenido, apretando con fuerza el brazo del caballero.

— ¿Lo ves? -exclamó con voz apenas perceptible.

— Sí.

— Es el eunuco que vigila delante de la puerta de hierro que conduce a los jardines reservados para los genízaros.

— ¿Tendrá la llave?

— ¡Sin duda! -¡Le mataré!

— Si pudieses derribarle y atarle solamente.. .

— Es necesario que muera, porque podría ser libertado por otro, y entonces descubrirse nuestra fuga. ¡Espérame!

— ¡Carlos!

— ¡Calla! ¡Ese hombre es mío!

El eunuco estaba casi apoyado en el próximo terrado para respirar un poco de aire fresco. Un punto luminoso que de vez en cuando brillaba más intensamente indicaba que estaba fumando.

El barón, con la mano derecha apoyada en el mango del puñal, avanzó resuelto y silencioso, deslizándose a lo largo de las paredes para permanecer en la sombra.

Presa de una angustia infinita, la condesa, acurrucada en un ángulo de la sala, seguía con el corazón en suspenso la atrevida maniobra del valiente capitán.

De pronto le vio dar un salto y caer sobre el eunuco; oyó vagamente un sordo gemido, y luego un golpe como el de un cuerpo pesado que cae al suelo.

— ¡Dios mío! -murmuró pasándose la mano por la frente, bañada en sudor frío.

El barón se acercó a ella, muy pálido.

— ¡El camino está libre -le dijo- y la llave la tengo yo! ¡Dios me perdonará este asesinato!

Cogió la mano de la condesa y la arrastró rápidamente hacia la puerta, colocándose de modo que no no pudiera ver al eunuco.

— ¿Muerto? -preguntó ella temblando.

— Así lo creo.

Introdujo la llave en la cerradura y abrió. Una bocanada de aire fresco, impregnado del penetrante perfume de los naranjos y de las rosas, los reanimó.

Bajaron una estrecha grada y se encontraron delante de una alta muralla almenada: el circuito que separaba al harén del bey de la fortaleza.

— ¿Cómo saldremos? -preguntó el barón-. ¿Hay aquí algún pesadizo?

— Sí, Carlos; a nuestra derecha hay otra puerta que se abre con la misma llave.

— ¡Valor, Ida! ¡Ahora jugamos la última carta!

Siguieron la muralla por algunos instantes, mirando hacia atrás ante el temor de ser espiados, y llegaron a la puerta, que también era de hierro y tan pesada, que el barón, después de haber hecho girar la llave, tuvo que apoyarse en ella con todas sus fuerzas para abrirla.

Por la parte de allá de aquella puerta se extendía un pequeño parque de palmeras.

Sorprendidos de su audacia y de su fortuna, se detuvieron un momento y escucharon con ansiedad. Ningún rumor se oía por el lado del harén, ni por la parte del edificio habitado por la guarnición encargada de defender la fortaleza.

— Aun no han notado nuestra desaparición -dijo el caballero.

— En estos momentos estará el jefe de los eunucos pasando revista a las odaliscas y a las beslemés.

— Entonces puede estallar la alarma.

— Eso es lo que temo, Carlos.

— ¡Pues a la torre!

Ya habían atravesado la mitad del camino que conducía a ella y comenzaban a descubrir la estrecha escalera que ascendía a los bastiones, cuando oyeron el chirrido de la verja del parque, y poco después pasos rítmicos.

— ¡La ronda nocturna! -balbuceó la condesa.

El barón la ocultó en un grupo de plantas y se colocó a su lado, conteniendo la respiración.

Cinco hombres armados con arcabuces avanzaban a lo largo de la muralla de la fortaleza, y se detuvieron delante de la puerta.

Por fortuna, el caballero, para retardar en todo lo posible una probable persecución, había tenido el cuidado de cerrarla.

Esperaron a que la ronda se alejase, y después a todo correr llegaron a la escalera que conducía a los bastiones y a la torre.

Pero otro nuevo peligro los amenazaba, y era el de ser descubiertos por los centinelas que estaban en las almenas de las murallas.

Entonces experimentaron una última emoción.

— ¡Si nos hiciesen fuego! -exclamó el barón con angustia-. ¡Quítate el velo, Ida! Es demasiado blanco y ofrece un buen punto de mira.

Encorvados sobre la escalera subieron lentamente los peldaños y alcanzaron la cima de los bastiones, desapareciendo en la torre sin que niguno de los centinelas hubiese dado la voz de alarma.

Al llegar a ella respiraron libremente. El mayor peligro había pasado.

— ¡Dios me protege! -dijo el barón-. ¡Salgamos y demos la señal!

Una escalera de caracol un poco derruida conducía a la plataforma. A tientas y

agarrados de la mano subieron hasta lo alto, después de haber tenido la feliz idea de cerrar la puerta y de atrancarla con una fuerte barra de hierro.

Aunque entonces fuesen descubiertos, podían por lo menos retardar la persecución.

Desde la plataforma descendieron fácilmente hasta el bastión próximo, que se encontraba doce metros por debajo de ellos, y cuyo centinela se mantenía todo lo más apartado posible del ángulo de la torre, por temor al fantasma de la odalisca asesinada.

El barón tomó la linterna, que sólo tenía un cristal; la encendió con precaución y la colocó entre dos almenas de manera que no pudiese verla el genízaro.

La terraza del renegado, que se encontraba a menos de quinientos metros de aquel sitio, era perfectamente visible, y, por lo tanto, se podía distinguir claramente desde ella el punto luminoso.

— ¿Deben responder? -preguntó la condesa.

— Sí. Están de guardia. Esperan la señal… ¡Ah, mira! ¿Ves, Ida? ¡Dentro de pocos minutos estarán aquí los caballos.

Un punto rojizo había brillado. en la terraza.

El barón desenvolvió la escala de seda, delgada, pero muy sólida y con nudos a poca distancia unos de otros. Luego sujetó un extremo a una almena y arrojó el otro.. en el vacío.

— ¿Tendrás valor para descender? -preguntó a la condesa.

— ¡Sí! -respondió ésta con…voz firme.

— Dame tu faja de seda.

Ató con ella las muñecas de la joven, y luego introdujo la cabeza en sus brazos.

— ¡Abrázame con fuerza, Ida! -dijo.

La levantó como si fuese una pluma, subió sobre el parapeto y se agarró a la escala.

— ¡Cierra los ojos! -le dijo.: .

Y comenzó a descender, mientras la joven se mantenía sujeta a su cuello.

En aquel preciso instante, más allá del foso, al pie de la torre; se oyó una voz gritar:

— ¿Quién vive? ¡A las armas, genízaros!

Share on Twitter Share on Facebook