La grandiosa victoria naval, la más gigantesca librada en el mundo, no dio los frutos apetecidos a causa de los secretos designios de Felipe II, que no deseaba que Venecia recobrase su antiguo poderío y su pasado esplendor.
Los aliados, en lugar de aprovechar el espanto que cundía entre los mahometanos y de la aniquilación de su escuadra para marchar al instante a reconquistar Chipre y libertar Candía, se enzarzaron en mezquinas rivalidades y volvieron, a pesar de los esfuerzos desesperados de Sebastián Veniero, sin haber intentado ninguna nueva acción.
La infortunada República se encontró, por tanto, de nuevo sola para combatir contra el turco.
Sebastián Veniero, postergado a causa de las reiteradas exigencias de España, fue reemplazado por otro almirante, destinándosele únicamente el mando de una pequeña flota del Adriático. Pero este gran marino fue el auténtico vencedor del combate naval de Lepanto. Falleció en Doge el 3 de marzo de 1578, a la avanzada edad de ochenta y dos años, y fue enterrado en la iglesia de San Pedro Mártir en Murano.
Mientras tanto, Candía proseguía defendiéndose heroicamente y aún habría de tardar veinte años en entregarse. Cuando sus últimos defensores se rindieron sólo quedaban cuatro mil, que más que hombres semejaban cadáveres. Pero los infieles respetaron sus vidas. La población no existía. El hambre, los proyectiles y las enfermedades terminaron con los candiotas: hombres, mujeres y criaturas.
No obstante, Venecia, en la capitulación de la heroica ciudad, pudo lograr de los musulmanes dos pequeños puertos comerciales, puestos que, al cabo de pocos años, también caerían en poder de la aborrecida potencia de la Media Luna.