LA BATALLA DE LEPANTO

Nada más pasar a bordo nuestros amigos, la flota, no reforzada con ninguna nave más, a pesar de las continuas promesas de la Serenísima, levaba anclas y se hacía a la mar, con la esperanza, que anidaba en todos los pechos, de reunirse a los navíos de las potencias marítimas cristianas.

Se había decidido asestar el golpe definitivo al orgullo, o para ser más exactos a la insolencia musulmana por haber insistido en ello Venecia, siempre al frente de toda expedición audaz a Oriente. Y la más interesada, pidiendo a Pío V que ejerciera su influencia entre las más poderosas naciones cristianas para constituir una Liga.

Ya todos los Estados cristianos padecían las consecuencias del poder y las incursiones mahometanas, que entorpecían el comercio, apresaban naves, sin preocuparse del país que fueren, y condenaban a los cautivos a la despiadada labor del remo, sin esperanza alguna de poder algún día tornar a ver a sus familias.

El año anterior, el Papa había conseguido la ayuda de España, la máxima potencia marítima de la Cristiandad y que por razones políticas hubiera deseado la ruina de Venecia, su enemiga y siempre alerta para eludir ser dominada por Felipe II, más ambicioso, si bien menos guerrero que Carlos V, y que anhelaba conquistarla para culminar el total dominio de Italia.

Las escuadras se reunieron sin entusiasmo, excepto por parte veneciana. Se limitaron a enviar algunas naves en dirección a Chipre bajo las órdenes del valeroso Veniero y luego retornaron a Italia, dejando al anciano almirante con sólo sus ocho galeras.

Sin embargo, impresionados por las matanzas de Nicosia y Famagusta y después por la conquista de Canea y el asedio de Candía, los aliados terminaron por ponerse de acuerdo y pretender asestar un golpe final, incluso conociendo que la escuadra musulmana era muy poderosa y estaba al mando de un almirante, Alí-Baja, terror de todos los navegantes.

Hacia el 1 de septiembre de 1571, una formidable flota se encontraba reunida en el puerto de Mesina, esperando a Sebastián Veniero.

Muchos hubieran deseado que el mando de las fuerzas marítimas fuese confiado a alguno de los marinos más famosos y hábiles de aquel tiempo, genovés o veneciano. Pero la providencia destinaba esta gloria a un jefe hasta entonces desconocido y hoy inmortal, que respondió por completo a la confianza puesta por todas las naciones cristianas en su valor y pericia.

El mando supremo había sido confiado a don Juan de Austria hijo natural de Carlos V, joven de veinte años escasos, dominado por un gran entusiasmo, pero que desconocía por completo las cuestiones marítimas. Así lo había ordenado Felipe II y Venecia hubo de doblegarse, puesto que se hallaba agotada, en lugar de conferir el mando a un Veniero o a un Barbarigo: los dos marinos más famosos de aquel tiempo, hartos de combatir contra los mahometanos.

En consecuencia, se concentraron en Mesina setenta y tres galeras españolas, seis maltesas con numerosos caballeros de aquella valerosa Orden y después tres enviadas por el duque de Saboya. Posteriormente llegaron doce naves del Papa, a las órdenes de

Marco Antonio Colonna, que tenía fama de ser un gran marino, y seis galeazas armadas con gran número de cañones que mandaba Venecia y encomendadas al proveedor Agustín Barbarigo, célebre capitán. Otros varios navíos fueron acudiendo y don Juan de Austria, que sólo aguardaba el regreso de Veniero con sus ocho galeras tripuladas por gente acostumbrada a combatir contra los turcos, pudo contar con doscientas veinte velas.

No fueron inadvertidos totalmente por Selim II los sospechosos movimientos, y acordándose de la audaz incursión del conde Morosini años antes frente a Constantinopla, no vaciló en reunir a sus almirantes: Alí-Bajá, siempre el primero; Petew Bajá, Visir Serasker, Aluch-Alí, el bajá Mahomet Sirocco y los crueles Glafer y Hassan, con el objeto de prepararse a detener el golpe que adivinaban, con su habitual bravura.

El primero en llegar fue Alí-Bajá, el cual al enterarse de la presencia de Veniero en Capso fue en su busca, pero por fortuna acudió con mucho retraso. Ya en varias ocasiones habían escapado por milagro de sus incursiones por las costas de Grecia, en Chipre y en Candía y el fiero corsario argelino había jurado despellejar vivo al famoso marino, al igual que Mustafá desollara en Famagusta a Barbarigo.

Convencidos los mahometanos de que los sitiados de Candía, ya agotados por el hambre, sin casi municiones y totalmente desmoralizados por aquella prolongada campaña, nada podrían intentar contra los dos imponentes campamentos turcos (en cada uno de los cuales había ciento setenta y cinco mil hombres), habían embarcado con premura sus culebrinas y grandes bombardas, pusieron rumbo al instante para Capso.

La galera del bajá llevaba a Haradja, a Metiub y al hijo de la duquesa, que Alí no quiso dejar al cuidado de nadie.

Luego de una carrera desesperada, las primeras divisiones navales llegaron a Capso, decididas a una total destrucción y con tripulaciones casi dobles.

¡Desgraciado Veniero, si hubiera sido cogido por sorpresa con su flota relativamente débil! Pero el anciano adivinó el peligro y se dio a la fuga, llevando consigo a los duques, al bajá de Damasco, a Mico y a Nikola. Los candiotas prefirieron permanecer en la isla donde habían nacido, aguardando mejores tiempos. Llevaban pocas horas de delantera a Alí y un viento desfavorable; cualquier desfallecimiento de los remeros podría hacer caer a los venecianos en manos de los turcos.

–Ofrendaré un gran cirio a la Virgen de la Salud –dijo Veniero a los duques. –A poco más no nos pilla ese perro de Alí y nos despelleja vivos a todos.

– ¿No tenéis temor a un ataque durante la travesía? –inquirió Muley.

– ¿No toparemos con alguna otra flota mahometana?

–No es posible. Todas las galeras del golfo del archipiélago fueron llamadas al asedio de Candía. Os garantizo que marcharemos tranquilos y que de aquí a cinco o seis días avistaremos el Etna.

– ¿Y mi Enzo, mi querido Enzo? ¿Estará todavía en la nave almirante?

–Tengo la completa seguridad, señora, como también estoy seguro de que Haradja se encuentra en la capitana.

Un destello de odio brilló en los hermosos ojos de la duquesa.

– ¡La tigresa de Hussif! –exclamó con voz ronca. –Como me la encuentre cara a cara le traspasaré la garganta con mi espada. Ha sido muy mala con nosotros esa mujer, ¿no es cierto, Muley?

–Sí, Leonor. Y como yo me hallaré allí, van a ser dos las estocadas que reciba esa perversa mujer.

–Guarda la vuestra para el bajá –adujo el almirante. –Vuestra esposa puede enfrentarse a la sobrina sin precisar la ayuda de vos.

–Sí, Haradja para ti, Leonor; para mí el bajá.

–Y para mí el capitán de armas –anunció en aquel instante el bajá de Damasco, que acababa de aparecer sobre el puente. –De esta forma cada uno tendrá su trabajo. ¿No lo consideráis así, señor almirante?

– ¿Así que ya no sois mahometano, señor?

–No, no. Pienso hacerme cristiano, igual que mi hijo, si pisamos tierra italiana –

exclamó el anciano.

– ¡Al fin! –dijo Muley, abrazando a su padre. –La Cruz te ha tocado.

– Me parece que sí, hijo mío. Estoy cansado de pertenecer a una nación tan salvaje, que no habla sino de empalar y desollar. Maldito sea ese embaucador de Mahoma, que nos ha convertido a nosotros, nobles y valientes guerreros, en una horda de bárbaros siempre sedientos de sangre humana.

–La principal culpa, señor, la tienen los sultanes –adujo Veniero. –No dejaron jamás de reclamar carne cristiana, como si nosotros solamente hubiéramos sido creados para soportar todos los espantosos suplicios ideados por vuestros compatriotas, como si imaginaran que nuestra piel y nuestros nervios son menos sensibles que los suyos.

–Estáis en lo cierto, señor almirante. Pero yo considero que también para los sultanes se ha iniciado una época de decadencia.

Mientras, la flota, precedida de una ligera galeota enviada por don Juan de Austria a Veniero con el fin de apremiarle, navegaba con toda la rapidez posible, manteniéndose siempre alerta, ya que podría ser que toda la flota mahometana estuviera en su persecución.

Ésta constaba de doscientas ochenta galeras con ochenta mil guerreros ansiosos de sangre cristiana. Aguardaban sin cesar que cualquier tempestad sorprendiera a Veniero y lo enviase hacia las costas de Mossa o Negroponto. Pero, como hemos indicado, era hábil e inteligente en exceso el almirante veneciano y había mandado poner rumbo en dirección a las costas de Sicilia, aconsejando a todas las naves que procurasen mantenerse agrupadas.

Sabía que sus ocho galeras eran imprescindibles a la Liga, que de todas formas contaba con fuerzas bastante inferiores que los mahometanos y con ocho mil hombres menos.

Por fortuna, el viento se mantuvo favorable y los esfuerzos de Alí-Bajá no sirvieron de nada. Veniero, acelerando la marcha desde el primer instante, arribó a Mesina una mañana de principios de septiembre, siendo acogido con entusiasmo, ya que no había nadie que no tuviese fe ciega en aquel anciano y audaz capitán.

Al ver aparecer la enseña de la República, los marineros soltaron atronadores vítores, las galeras dispararon salvas, al igual que los cañones de tierra y la gente del pueblo, congregada en el puerto, aplaudió con frenesí.

Don Juan de Austria mandó izar el estandarte de la Liga que le entregara el Papa y que recibiera él con gran pompa en Nápoles pocas semanas atrás, e invitó a Veniero a pasar a su galera para mantener Consejo con los restantes capitanes.

Fue enorme el asombro del León de Damasco y de la duquesa al verle volver ya anochecido a su capitana con el rostro bastante sombrío.

–Se aseguraría que no estáis satisfecho con el Consejo de Guerra tenido a bordo de la real –observó Muley. –No obstante, hay concentrada aquí una escuadra capaz de causar espanto al bajá y a todos sus secuaces. Nunca, según me parece, se habían reunido tantas naves de guerra en ningún puerto.

–Es cierto, Muley –respondió el almirante, que parecía de un pésimo humor. –Si tuviera yo el mando de esta poderosa armada, os garantizo que marcharía a Constantinopla y haría estremecerse al sultán.

– ¿Qué novedad hay entonces? –indagó la duquesa.

–Que los aliados, aunque resueltos a limpiar de corsarios y turcos el Mediterráneo oriental, no acaban de decidirse

– ¿Será que don Juan tendrá temor? –inquinó el León de Damasco.

–El no; es un joven valeroso que sólo piensa en la gloria, pero ha de acatar las órdenes de su hermano Felipe II, quien parece inquietarse bastante por sus galeras.

– ¿De manera que nos quedamos aquí?

–Se han enterado de que Venecia envía otra flota al mando de dos audaces capitanes a quienes conozco en persona y que son Canal y Quirini y…

– ¿Y quieren esperarla?

–Sí, Muley. Y de esta forma dan ocasión a los turcos para concentrar todas sus galeras. ¡Ah! Continuar aquí inactivos con ochenta mil hombres es un crimen.

– Procurad influir en don Juan.

–Es hijo, aunque natural, de un rey, y de los más célebres que ha tenido España, y a mí no me cabe sino inclinar la cabeza. ¡Y quedar relegado a segundo lugar! –exclamó con amargura Veniero. – ¡Ah! Tras tantos años de navegación y de victorias no me debieran haber colocado a las órdenes de un jovencito que va a enfrentarse a los turcos y navega en una galera por primera vez.

–El Senado veneciano no debió sacrificaros de esta forma; debiera haberse opuesto –adujo la duquesa.

– ¿Y entonces…? –inquirió Muley con acento anhelante, pensando en su hijo raptado por Alí-Bajá.

–Aguardemos –repuso el almirante, que parecía bastante desanimado.

– ¿Se reunirá con nosotros la flota de Quirini?

– ¿Quién podría asegurarlo? Navega por el Adriático que se encuentra infestado de naves musulmanas, que en cualquier momento pueden sorprenderla y capturarla.

Confiemos en Dios.

Las galeras de la Liga, aunque lo bastante numerosas para reñir un combate, continuaban inactivas en el puerto de Mesina, dando así ocasión a que los musulmanes se reunieran y eligieran el punto que más les convenía para esperar a sus enemigos.

No estaban de acuerdo los capitanes cristianos. En tanto que unos consideraban que debía salirse al encuentro de Alí-Bajá al momento, otros recomendaban prudencia extrema y aguardar los refuerzos prometidos por Venecia, a pesar de su agotamiento.

En realidad, la primera opinión no era sustentada más que por Veniero, contenido, sin embargo, por el proveedor general de la República, Agustín Barbarigo. En consecuencia, intentó convencer a Colonna respecto a la conveniencia de efectuar una correría, con el objeto de decidir a los otros a seguirlos, pero el leal romano no aceptó por miedo a perder las galeras del Papa.

Finalmente, a mediados de septiembre, las galeras de Quirini, luego de pasar de una forma maravillosa por entre las turcas, anclaban en el puerto de Mesina para convertir en poderosísima la ya imponente armada de los aliados y en la mañana del 16

salieron del puerto. Pronto supieron que la flota turca, en lugar de avanzar hacia las costas de Sicilia, había buscado refugio en el golfo de Lepanto, lugar seguro a causa de su infinidad de escolleras.

El 7 de octubre de 1571 se enfrentaron ambas escuadras. Don Juan de Austria, tras haber pasado revista una por una a todas sus naves, las mandó desplegar conforme al plan establecido con antelación, y disparó un cañonazo de reto hacia las naves otomanas. Alí-Bajá le replicó al instante y se entabló un combate sangriento y espantoso.

Más de ochocientos cañonazos se dispararon a un tiempo por uno y otro bando con infernal estampido.

Sebastián Veniero observó el peligro en que se hallaba la galera real, hacia la cual se dirigía con resolución y furia Alí-Bajá, pretendiendo apresar al joven almirante de la Liga; acudió a cubrir a la galera real, en tanto que otras naves turcas cercaban casi totalmente a Marco Antonio Colonna. Pero el que se hallaba en aquellos instantes en mayor riesgo era Agustín Barbarigo con su capitana, rodeada y vigorosamente atacada por cuatro formidables galeras. Se hallaba a punto de ser capturada cuando su comandante tuvo una idea ingeniosa.

La galera disponía de trescientos galeotes y como sus remos en aquel momento eran por completo inútiles, hízolos desencadenar y les garantizó conseguirles el indulto de sus delitos si estaban dispuestos a luchar con bravura. Les entregó, por tanto, armas y los mandó subir al puente, ya medio dominado por los turcos.

El combate se reanuda con mayor furia. Los galeotes, con desprecio de sus vidas, se arrojan contra los sectarios de la Media Luna que no querían abandonar la galera y, secundados por la tripulación, provocan entre sus filas numerosísimas bajas. Las cabezas turcas caen al mar, tiñendo las hasta entonces transparentes aguas del canal.

Ya los habían expulsado cuando un ballestero de Aluch-Alí, distinguiendo a Barbarigo sobre el puente, le lanzó una saeta, que le penetró en un ojo. El infortunado almirante, por no desalentar a los suyos, prosiguió combatiendo con gran heroísmo y continuó media hora más en su puesto de combate sin emitir un grito ni un lamento.

Al fin se desplomó, y al ser trasladado a su camarote cedió el mando a Federico Nani.

Entretanto, la capitana del bajá, con rápida maniobra y sorprendente bravura, se había precipitado al abordaje de la real, y tras disparar todas sus piezas sobre la cubierta española, lanzó, entre horribles clamores, a todos sus hombres al asalto del castillo de popa.

Los españoles, aunque habiendo sufrido numerosas bajas, alentados por las voces del joven y valeroso príncipe, hicieron frente a la acometida con tan vigoroso coraje, que los turcos se encontraron frente a un auténtico muro de hierro. Sebastián Veniero, que, como señalamos, había decidido velar por el hijo de Carlos V e intentar salvar al de la duquesa, abordó por su parte a la nave almirante turca.

Cinco guerreros fueron los primeros en precipitarse sobre la cubierta de la capitana y subir al castillo de popa, en donde unos pocos turcos ofrecían una resistencia inútil.

Eran la duquesa, el bajá de Damasco, su hijo, Mico y Nikola. Por medio de estocadas se abrieron paso y conducidos por el albanés, que conocía cuál era el camarote, se encaminaron a él.

De improviso los latidos de sus corazones palpitaron aceleradamente al oír una exclamación:

– ¡Mamá! ¡Mamá!

La había lanzado el pequeño Enzo.

La duquesa y sus amigos se precipitaron en aquella dirección igual que tigres, no ya blandiendo las espadas, sino los pistolones, y se hallaron frente a Haradja y su capitán de armas, que intentaban arrojar al niño al agua, acaso aprovechando la ausencia del bajá.

– ¡Suelta a mi hijo! –gritó la duquesa, atacando con fiereza a la castellana de Hussif.

Se escucharon un par de disparos de pistola y Haradja, que tenía levantada la visera, se desplomó dejando caer a Enzo. Entretanto los cuatro hombres se abalanzaron sobre Metiub, que pretendía primero proteger a su señora y coger luego al niño, y el valiente capitán de armas cayó también al instante, acribillado.

– ¡Vámonos! –dijo la duquesa, tomando en sus brazos a su hijo.

Subieron a cubierta en el preciso instante en que el bajá caía muerto al frente de sus guerreros.

Escuchóse un formidable clamoreo, que se impuso a las detonaciones de los

arcabuces.

– ¡Victoria! ¡Victoria!

Al momento se arrió el estandarte turco, izándose en su lugar el de la Santa Liga.

Después los aislados combates que aún se sostenían fueron cesando al poco tiempo.

Un cañonazo anunció el final de la batalla, sobre las seis de la tarde y sirvió para la reunión de la escuadra.

Sebastián Veniero y Colonna subieron a la galera real y se arrojaron llorando, emocionados, en los brazos del joven príncipe, que si bien apenas contaba veinte años de edad, había combatido igual que un valeroso y veterano guerrero.

En aquel instante moría Barbarigo, contento y feliz al enterarse en su lecho de agonía que se había logrado tan grandiosa victoria.

Doscientas cuatro naves turcas fueron hundidas, noventa y cuatro encendidas y ciento treinta apresadas, con treinta mil esclavos cristianos condenados como galeotes; ciento diecisiete cañones de buen calibre y doscientos cincuenta menores, las farolas, las enseñas, hasta la del bajá, que todavía figura en el arsenal de Venecia, y otros extraordinarios trofeos.

Por añadidura fueron capturados tres mil cuatrocientos sesenta guerreros.

Por espacio de dos días el cielo de Lepanto permaneció nublado como consecuencia de las galeras incendiadas, y el mar teñido de rojo a causa de la sangre vertida.

Acabada la batalla, Veniero envió a Venecia la galera Angelo Gabriele, al mando de Hunfredo Giustionini, a bordo de la cual iban el bajá de Damasco, su hijo, la duquesa, Enzo, Nikola y Mico. Diez días más tarde, la galera llegaba a la Reina del Adriático por el puerto de Lido, llevando la gran nueva. El capitán tenía la misión de entregar al Senado la descripción del combate naval, escrito de puño y letra de Sebastián Veniero.

Es digna de ser reproducida:

»Al encuentro nuestro venían cuatro galeras con farola de mando. Don Juan atacó a Alí-Bajá, proa contra proa, y yo tenía el palo mayor destrozado, y Dios quiso que todos los golpes me los asestaran por la parte de popa.

»En este instante se acercaron dos esforzados caballeros micer Cattarin Malipiero y micer Juan Loredán, a los que mandé llamar y que murieron luchando valerosamente.

»Mi galera, con su artillería, arcabuces y aros, no dejaba cruzar ningún turco desde la popa de la galera del bajá a su proa. Por eso tuvo oportunidad don Juan de entrar al abordaje y tomarla, muriendo el bajá en la lucha. Y puedo afirmar con verdad que de no haber sido por mí no habría podido tan fácilmente apoderarse de ella el generalísimo.

»Yo además combatía contra otras galeras, una a estribor y otra casi a popa, aunque con la mía las dominaba por ser más alta.

»Luego de dejar parte de los prisioneros turcos, bien encadenados, en mi galera, volví para auxiliar a la nave almirante española, siempre en continuo peligro.

»Duro fue el combate, puesto que duró más de tres horas. »

Seguía la lista de muertos y heridos y acababa con el siguiente comentario:

»Por lo que les tengo más envidia que consideración, ya que murieron honrosamente por nuestra patria y por la fe de Jesucristo. »

Enorme, extraordinario, fue el entusiasmo de los venecianos al conocer tan estruendosa victoria.

Se celebraron grandes fiestas, sobre todo por los mercaderes con el fin de festejar el acontecimiento, y en ellas estuvieron presentes la duquesa, Muley, el bajá de Damasco, Enzo, Mico y Nikola, instalados ya todos en el magnífico e inmenso palacio de Loredán.

Share on Twitter Share on Facebook