EN LA GALERA DEL BAJA

Mientras el griego se desembarazaba con tanta habilidad de los incautos marineros, Mico proseguía su marcha hacia la galera almirante, con las luces apagadas para eludir que le dispararan desde las naves con alguna culebrina.

A distancia refulgían los faroles de la flota turca, aquellos grandes y magníficos fanales en ocasiones de hasta metro y medio de altura, todos de plata, con excepción de los de la capitana, que eran de oro.

Mico, que como marinero valía tanto como el griego, observó las continuas maniobras de las galeotas, que se cruzaban e iban de un lado a otro de la capitana para protegerla de una improbable sorpresa, e hizo avanzar su embarcación hacia una de ellas.

No tardó en oír una voz amenazadora, que gritaba:

– ¿Quién vive? Detente o te ametrallamos igual que a un perro cristiano.

–Turco que procede de la ensenada de Capso y trae una carta del sultán –repuso con acento sereno el albanés.

–Aproxima tu chalupa.

El montañés arrió el velamen y con rápida y muy hábil maniobra aproximó su chalupa a babor de la galeota.

–Sube.

Mico amarró el bote a la escalera y subió con agilidad, alcanzando la toldilla, donde apareció ante él un capitán, acompañado por media docena de oficiales. El hombre dejó caer sobre el cuello de Mico una pesada mano con dedos como tenazas y dijo:

–Muestra la carta.

–He de entregarla personalmente en manos del bajá.

– ¿Imaginas que voy a ser tan necio que la abra?… El Gran Almirante sería capaz de empalarme y de momento no tengo la menor gana de… Primero me apetece ver la total destrucción de Candía.

Unos marineros habían llevado faroles. Mico sacó la misiva de un bolsillo interior y enseñó al sorprendido capitán los grandes sellos del sultán.

– ¡Por la muerte de todas las huríes del paraíso! ¡Magnífico negocio hago si ametrallo a este hombre!… Y los sellos son auténticos. Los conozco de sobra.

Después, examinando fija y algo recelosamente al mensajero, le preguntó:

– ¿Quién te la ha entregado?

–No puedo decirlo… Son problemas que sólo interesan al bajá… y también a mí, si aprecio en algo mi pellejo.

–Estás en lo cierto. Todavía eres joven y puedes ser testigo de numerosas victorias del Islam.

Ordenó llevar a remolque la embarcación con dos marineros en su interior y la galeota avanzó a remo hasta el centro de la escuadra turca.

Al parecer existía aquella noche tregua entre sitiadores y sitiados, ya que por ambos bandos permanecían en silencio culebrinas y bombardas.

La galeota llegó junto a la nave almirante y pasó a la galera del bajá, el cual se hallaba fumando tranquilamente su narguilé en una mesa en la cual comía con su Estado Mayor. De cuando en cuando bebía disimuladamente un buen trago de vino.

A breves pasos de él, en una otomana de seda blanca arrimada contra la pared de babor, estaba sentada Haradja, envuelta en una ligera colcha de seda, por ser la noche algo fresca. Un poco pálida, resaltaba más en su semblante el extraordinario brillo de sus negros ojos.

– ¿Qué deseas? –inquirió Alí al ver presentarse al capitán de la galeota por la escala del castillo.

–Hay noticias de Constantinopla y llevan el sello del sultán, señor.

– ¿Una carta?

–Sí. La trae un marinero que procede de la ensenada de Capso.

– ¿Quién es?

–No me he atrevido a preguntarle.

–Eres un necio –dijo el bajá tomando la carta que le presentaba el capitán. –Envíame al mensajero.

– ¡Una carta del sultán! –exclamó Haradja con voz un poco alterada. – ¡Ten cuidado, tío! Son recados terribles, ya que por lo común terminan con la corbata de seda.

– ¡Bah! Tiene demasiada necesidad de mí. Y, por otra parte, toda la escuadra me es leal y sería capaz de acompañarme frente a Constantinopla para dar un susto a esos degenerados cobardes en las exquisiteces del harén.

Desgarró cuidadosamente el gran sello, abrió la carta y leyó con rapidez.

– ¿Qué sucede? –indagó Haradja, bastante inquieta.

–Se me indica que vaya con la nave almirante a la rada de Capso para recibir órdenes secretas de un alto funcionario.

– ¿No estará satisfecho el sultán con las operaciones del sitio de Candía?

–Es posible –convino el bajá, que parecía bastante preocupado. – ¿Supondrán en Constantinopla que es posible destruir una fortaleza como ésa en un día? Que acudan aquí esos altos funcionarios a probar las espadas y las culebrinas de los venecianos.

–No confíes. En Constantinopla se intriga en exceso y hay allí demasiados envidiosos de tu buena suerte.

–Estoy enterado de ello mejor que tú –respondió el almirante, que había comenzado a pasear, con aspecto bastante sombrío y apretando nervioso la empuñadura de su cimitarra.

–Pero si suponen que me van a poder quitar el mando de la flota están totalmente equivocados.

En aquel instante apareció en la parte inferior de la escalera el capitán de la galeota

seguido de Mico.

–Éste es el mensajero –anunció aquél en cuanto subieron.

El bajá examinó fijamente al albanés, que mantenía su serenidad de costumbre, a pesar de que no desconocía que caminaba al borde del abismo.

– ¿De dónde procedes?

–De Capso.

– ¿Cómo has llegado hasta aquí?

–En una chalupa de vela.

– ¿En Capso hay una galera?

–Sí, señor. Ha llegado directamente desde Constantinopla con orden precisa de no recalar en Candía.

– ¿Cuál es el nombre de la nave?

–La Strumica.

–No la conozco. Será nueva.

–Fue botada al agua hace tres semanas.

– ¿Quién es su capitán?

–El capitán Rodesto. Pero…

– ¿Por qué te interrumpes? –interrogó el bajá, echándole una mirada penetrante.

–Es un capitán que puede afirmarse no tiene mando, ya que el sultán ha puesto a su lado un ferik (General de Brigada) que no sabe nada de cosas de mar.

–Lo creo. ¿Sabes qué desean de mí?

–No, señor.

–Si me hubieras podido decir algo, te lo habría pagado bien.

–Sólo soy un pobre marinero y no puedo ni pensar en hacer preguntas a mis superiores.

–Tu acento es muy particular. ¿De dónde eres?

–De Albania, señor.

– ¿También aquellos aguerridos montañeses se han decidido a lanzarse al mar? El Adriático se encuentra muy cerca y batido, casi de continuo, por las galeras venecianas.

Y contemplando a Haradja como solicitando de ella consejo, se aproximó a la otomana y susurró en voz queda:

– ¿Qué piensas que debo hacer?

–Si no obedeces, el sultán es posible que te envíe la corbata de seda, aunque sea en estuche de oro.

– ¿Y si no acatase las órdenes que vienen de Constantinopla y no del cuartel general del visir?

– ¡Una rebelión!… ¿Y después?

–Estás en lo cierto. Desearía ir hasta el final y bombardear incluso la mezquita, que los cristianos llaman la Iglesia de Santa Sofía. Te haré trasladar a otra galera y me pondré en marcha, pero no solo, guste o no al sultán. Expongo mi piel en tanto que él se divierte con sus favoritas y bebe vino de Chipre. Yo soy también mahometano.

– ¿Qué resuelves?

–Marchar a esa cita con una considerable escolta.

– ¿Quién la mandará?

–No debe inquietarte semejante cosa. Dispongo de capitanes valerosos, leales y resueltos.

Y volviéndose al montañés, que prestaba atención para informarse de la conversación de tío y sobrina, le preguntó:

– ¿Qué te ha dicho tu capitán?

–Que entregara el pliego en propia mano y que regresara lo antes posible.

– ¡Por la muerte del Profeta! ¿Se me preparará alguna trampa?

–No creo, señor, que haya quien sea capaz de atentar contra el más grande de los almirantes de que dispone Turquía. Sois un hombre demasiado necesario en estos instantes.

– ¿Has oído, Haradja? ¡Y no es sino un sencillo marinero!… De ser yo el sultán, mañana sería contralmirante.

– ¡Hum! –rezongó por lo bajo la castellana de Hussif.

– ¿Deseas marcharte? –inquirió Alí, dirigiéndose al albanés.

–Si me dais vuestro permiso…

–Sí. Pero pienso proporcionarte un compañero con el encargo de llevar a tu capitán una carta mía. Yo no podré arribar a Capso antes del alba. ¡Mogdor!

Un negro de gigantesca estatura, en cuyo cinto veíase un auténtico arsenal de armas blancas y de fuego, se presentó al instante.

–Acompañarás a este hombre. Si pretende escapar, ¡mátalo!

–Sí, amo –contestó el negro, examinando de reojo a Mico.

El Gran Almirante introdujo la mano en su faja de seda roja y extrajo un puñado de cequíes, en tanto que decía:

–Toma, como recompensa a tu presteza. Si algún día precisas buena ayuda, no olvides a Alí el argelino.

Y entregó las monedas al montañés, bien ignorante de aquellos gajes y mucho más de haber de regresar a Capso con aquel terrible compañero negro.

Gracias, señor –dijo. –Nunca podré olvidar la generosidad del Gran Almirante.

–Puedes marcharte.

Mico, tras haber dado las buenas noches, abandonó el castillo en compañía del gigantesco negro, el cual parecía que no habría de emplear otra arma sino su terrible puño en caso de que quisiera aplastarlo despiadadamente.

– ¡Ojo con los tiburones! –dijo al despedirle el capitán de la galeota. –Un navío que hace un instante ha penetrado en la ensenada asegura haber encontrado muchos.

–Dispongo de mi arcabuz –contestó Mico.

Se apartaron en seguida de la flota a fuerza de remos, y luego de orientar las velas sentóse al timón, en tanto que el negro colocábase delante de él mirándole amenazador con sus grandes ojos que semejaban de porcelana.

–Es innecesario que me mires así y mejor sería que me ayudaras en la maniobra.

–Se me ha ordenado vigilarte y no ayudarte.

–Pero, ¡estúpido! ¿No te das cuenta de que no me es posible darme a la fuga por ningún sitio?

El negro, en vez de contestar, sacó de su cinto dos enormes pistolas, yesca y eslabón y encendió las mechas.

– ¿Qué haces? –inquirió el albanés, que empezaba a preocuparse.

– ¿No has escuchado decir que por esta zona hay muchos tiburones? –replicó el negro, poniendo las armas humeantes sobre el banco. –Como nuestra chalupa es baja, esas feroces bestias podrían atacarnos.

–Es cierto. Así que voy a encender yo también la mecha de mi arcabuz.

–No.

– ¿Qué? ¿No?

–Solamente yo debo disparar. Trae tu arcabuz.

–Y luego solicitarás mi cabeza para hacerte con esos cequíes que me ha entregado el bajá.

–Se me ha ordenado vigilarte, no robarte. Los cequíes los hallaremos a paladas en Candía una vez que se entregue la ciudad. Debajo de esas casas ha de haber numerosos tesoros.

– ¿Tú crees?

–Todos lo suponen en el campamento.

–Pues yo creo que no vais a encontrar nada más que cadáveres.

– ¿Qué sabes tú?

–Es verdad que he venido del mar y no estuve en el campamento.

– ¡Oro! ¡Un río de cequíes!… ¡Tesoros! –insistía el negro.

–Bueno. No pienses en los cequíes y piensa algo en atender a la vela.

–Estoy pensando en los tiburones.

–Pues si no pensabas ayudarme en la maniobra podías haberte quedado a bordo de la capitana.

–Ya te dije que pienso en los tiburones.

–Pues de momento no se ve ninguno. Entrégame una pistola, ya que deseas quedarte con mi arcabuz.

–Para defenderte soy suficiente yo. Las armas de fuego permanecerán a mi lado, no al tuyo. No se hable más de esto.

Mico masculló una maldición y luego de orientar de nuevo la vela retornó al timón.

«Preciso librarme de este guardián molesto, ocurra lo que ocurra –pensó. – Pero, ¿cómo lograrlo?»

Y el infortunado meditaba como nunca buscando una solución.

A pesar de que se había quedado sin arcabuz conservaba el kandjar, especie de daga afilada en extremo y de doble filo, muy aguda y de acero bien templado. De improviso, gritó como espantado:

– ¡Los tiburones! Haz fuego o harán volcar la embarcación.

El negro se incorporó de un salto y, empuñando las pistolas, se dirigió a proa, por donde por lo visto llegaban, exclamando:

– ¡Malditos sean ellos y todas las restantes fieras marinas!… Esperad, que aquí me tenéis a mí.

Se subió a uno de los bancos, en donde no era sencillo sostenerse en equilibrio a causa de las contraolas que provenían de la costa y descargó los dos pistolones. Estaba de espaldas a Mico y, en consecuencia, no podía vigilarlo.

«Ahora verás lo que es bueno», se dijo el albanés.

Y llevando a cabo su proyecto desamarró muy despacio la escota de la vela latina, tirando hacia sí el peñol. Después dio un brusco movimiento al timón y el negro se vino al agua, lanzando un alarido, entre los tiburones.

– ¡Recógeme! –gritó el negro, viendo que la chalupa reanudaba su marcha normal.

–Compóntelas ahora como puedas –respondió Mico, recogiendo otra vez la escota y dando dirección a la embarcación.

– ¡Criminal! ¡Ven a recogerme!

–Si deseas una de tus pistolas te la doy.

–El bajá hará que te empalen en la nave almirante.

–Ya procuraré no volver.

– ¡Vuelve, miserable! ¡Te voy a desollar!

–Procura que no lo hagan contigo los tiburones antes de que puedas advertirlo.

El negro llevaba aún al cinto dos yataganes. Comprendiendo que el albanés no volvería para salvarle, trabó, con los escualos, que le atacaban por todas partes, una frenética lucha. Robusto, vigoroso y excelente nadador, no iba a dejarse destrozar a la primera embestida.

Las medusas, con su brillo fosforescente, alumbraban el combate, y Mico veía con toda perfección al gigante distribuyendo tajos y mandobles a todos los tiburones y defendiendo de sus dentelladas brazos y piernas, sin dejar de lanzar horrorosas exclamaciones, que no amedrentaban en lo más mínimo a los tiburones.

Mico levantó el farol y miró. Los tiburones se habían alejado. Pero era seguro que esperarían a mayor profundidad el descenso del cadáver para devorarlo entre dos aguas con toda tranquilidad. El albanés se limpió el frío sudor que bañaba su frente y volvió a cargar con cuidado las pistolas, murmurando:

–Son instantes espantosos. Pero hay que defenderse de la forma que sea… Por otra parte, esos perros turcos son todavía más despiadados; no tienen compasión ni de las criaturas de pecho… ¡En fin! Vamos en busca del griego. La escollera no debe de hallarse distante.

Las olas que procedían de la costa chocaban contra la barca de vez en cuando, acariciándola rudamente. A pesar de la oscuridad de la noche distinguió al poco rato el escondrijo de Nikola y, para advertirle, disparó un pistoletazo al aire. Instantes después brillaba una luz en la cumbre de la escollera, seguida de un estampido: era un tiro de arcabuz.

– ¡Acércate! –exclamó alguien a voz en cuello desde arriba. – ¿Quién vive?

–Mico el albanés.

–Perfectamente. Espera un momento.

La embarcación dio dos bordadas delante de la escollera y, aprovechando una momentánea interrupción de la resaca, abordó en seguida.

– ¡Mico!

– ¡Nikola!

–Aproxímate un poco más.

Segundos más tarde el griego, después de dar un ágil salto, se hallaba a bordo.

–A las velas, Nikola. Acaso en este momento haya salido ya de la ensenada candiota la escuadra del bajá.

– ¿La nave almirante sola?

–No lo creo.

– ¿Y el hijo del León de Damasco?

–No es posible intentar la menor cosa.

–Ya te lo advertí. ¿Y Haradja?

–La he visto. Al parecer va curándose.

–Las tigresas se curan en seguida.

Orientada la chalupa, aprovecharon que el viento era favorable para explicarse las aventuras acontecidas a cada uno.

–Dios nos ha protegido –comentó el griego. –Pero te garantizo que no desearía hallarme en situación semejante a la de esta noche pasada.

–Ni yo. Aún creo tener delante aquellos ojos del gigantesco negro, que se clavaban en mí como si quisieran hipnotizarme.

–Pero lo devoraron los tiburones.

– Por suerte para mí, ya que de otra manera hubiera tenido que librar un combate cuerpo a cuerpo y estas embarcaciones no son adecuadas para los movimientos rudos.

– ¿Entonces estás convencido de que el bajá cayó en la treta? –Oí que le decía a Haradja que iría a la entrevista, pero no solamente con la capitana.

–Ya veremos lo que acontece. ¿Y es la tigresa de Hussif la que se halla al mando de la escuadra…? Apresuremos la marcha para intentar llegar cuanto antes.

El griego orientó mejor las velas y se sentó frente a la proa con el arcabuz.

Las enormes pistolas del negro continuaban humeando en el banco de popa.

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