LA PERSECUCIÓN DE LA CHALUPA

Ya habían avanzado muchas millas y se consideraban totalmente a salvo, cuando el griego, al volverse para examinar el mar en dirección a levante y distinguir un punto brillante que se mecía sobre las olas, soltó una maldición y cargó a toda prisa su arcabuz.

– ¿Qué es?

–Que los cristianos parecemos destinados a ser víctimas de los turcos. Fíjate. ¿Ves?

–No estoy ciego. Pero, ¿se trata de un farol o un fanal de galera?

–No es fanal de galera –respondió el griego, que miraba con gran atención. – ¿De dónde habrá surgido esa nave? Antes no nos seguía.

–Acaso se trate de un pacífico bergantín cargado con pasas de Chipre.

–No hay ninguno que ahora sea capaz de adentrarse en alta mar. Todos esos pequeños veleros descansan desde meses atrás en el fondo de la ensenada de Morea.

– ¿Quizás nos habrá hecho seguir el bajá por alguna galeota, no confiando en el negro?

–No debe ser tampoco una galeota.

–Entonces, ¿qué?

–Una nave bastante más pequeña; un falucho.

– ¿A qué distancia estaremos de Capso?

–A unas quince millas.

– ¿Podemos llegar antes que nos cace y nos aprese?

–Corramos todo lo que nos sea posible. En último caso nos dirigiremos hacia la playa y alcanzaremos la bahía a pie. Yo no deseo caer en poder del bajá.

–Tampoco yo, en especial luego de haber dejado morir al negrito que tenía la misión de vigilarme. Acaso me hiciera empalar. No deseo ni verlo.

El griego, de pie, contemplaba con atención extrema el farol, que avanzaba rápido, resaltando vivamente en el tenebroso horizonte.

–No puede ser nada más que un falucho.

– ¿Nave muy veloz?

–Veloces como gaviotas, mí querido amigo.

– En tal caso nos dará caza.

–Aún no nos ha cogido. Avanza hacia la costa, costeando, y procura no chocar con ningún escollo.

– ¿Y la resaca?

–La chalupa podrá aguantarla. Vamos.

Variaron el rumbo según las indicaciones del griego, adentrándose el caiccio por entre

las espumosas olas provocadas por la resaca. Nikola, con el farol en la mano, a proa, cuidaba de no tropezar con los bancos o escolleras.

La falucha, como denominaban los turcos a aquel tipo de embarcaciones, avanzó también en dirección a la costa, decidida, por lo visto, a apresar a la chalupa, con los extraños fugitivos que la tripulaban.

–No nos deja –adujo el griego. –El falucho…

En aquel instante un relámpago desgarró las tinieblas. A continuación siguió un estampido bastante fuerte. Pero ni el albanés ni el griego percibieron el zumbido del proyectil.

–Ha sido efectuado con pólvora solamente. Nos intima a detenernos, amenazándonos con hundirnos si no obedecemos al instante.

– ¿Cañón?

–No te atemorices. Es una pequeña culebrina que sólo puede disparar proyectiles de tres libras.

–Basta para hundir la chalupa.

–Esperemos que no lo logre.

Transcurrió un minuto. La chalupa proseguía avanzando a unos veinte o treinta metros escasos de la costa, saltando violentamente por lo fuerte de la resaca, debido a los numerosos escollos que por allí había.

–Terminaremos por estrellarnos –opinó Mico.

–Voy a tomar yo el timón. Tú indícame los bancos y escollos y no tengas miedo. Yo me ocupo de llevar la embarcación a salvo.

–Debiéramos apagar el farol.

–Sin duda para los turcos es un magnífico blanco. Pero puesto que no naciste gato, lo precisas. Déjalo, por tanto, encendido. ¿Cómo distinguirás los obstáculos?

–Es verdad lo que dices.

– ¡Bum! ¡Otro tiro!

El estampido fue precedido de un zumbido. El proyectil había cruzado sobre la chalupa y muy cerca del palo.

– ¡Por todos los tiburones del Mediterráneo! ¡Esos turcos disparan magníficamente!

Al próximo cañonazo nos hundirán. Créeme, Nikola; apaga el farol. Si tropezamos con algún obstáculo, peor para nosotros.

–Aún no.

El tercer proyectil agujereó una de las velas y fue a caer sobre las espumeantes olas por la proa de la chalupa.

–Un poco más y te arranca la cabeza, Nikola.

–Todavía se encuentra sobre mis hombros. Noto su peso.

¿Quién ha visto ir de caza con culebrinas? Deja que se desahoguen y que agoten municiones. Conduce siempre costeando y sin abandonar la resaca; los movimientos violentos de las olas entorpecen el tiro.

– ¿Y si encallamos o…?

–Desembarcaremos o proseguiremos por tierra. No hagas caso –repuso Nikola, que mantenía una calma y frialdad sorprendentes.

El falucho, que debía ser muy veloz velero, adelantaba camino a cada instante, aminorando la distancia y pretendiendo abordar para poder efectuar una descarga de metralla. Se hallaba ya luchando con la resaca pero no decrecía su rapidez.

– ¿Cuál es tu opinión? –inquirió al poco rato el albanés.

–Que no veo ya otra solución que destrozar la chalupa contra cualquier escollo y huir por tierra.

–En tal caso, choco.

–No. Espera aún.

Un nuevo disparo. Y en esta ocasión era ya una lluvia de metralla, parte de la cual se abatía sobre la chalupa, cayendo, como consecuencia de ella, quebrados el bauprés y el peñol. Nikola apagó el farol. El falucho sólo se encontraba a cuatrocientos metros y podía ya cañonear a placer a la chalupa.

– ¡Un banco a proa! –exclamó el griego. –Encalla la chalupa y cuidado con las armas, que nos serán necesarias después.

El albanés tiró con rapidez de la barra del timón. La embarcación brincó sobre una ola fosforescente por las medusas que llevaba consigo y chocó violentamente, quedando encallada.

– ¡A tierra! ¡Tírate al agua! –gritó Nikola.

Mico cogió las dos pistolas y las municiones y, aunque debido al choque se había golpeado con fuerza la frente en el banco de popa, saltó entre la fragorosa resaca y nadó hacia tierra, llevando en alto las armas con el fin de que la espuma no apagara las mechas.

– ¡Rápido, Mico! –previno el griego, que ya había llegado a tierra. –Ocúltate detrás de cualquier roca o la metralla te acariciará la carne.

La costa era muy idónea para encontrar en ella refugio, ya que imponentes bloques de piedra habían rodado desde arriba, y veíanse amontonados acá y allá, constituyendo auténticos escollos inaccesibles incluso para la artillería de grueso calibre. Los fugitivos cruzaron el banco, a pesar de la violencia de la resaca, y se precipitaron entre aquella rocosa confusión. Acababan de parapetarse cuando el falucho disparó un nuevo metrallazo.

–Si te llegas a retrasar un poco, ya tendrías en el cuerpo una docena de esos proyectiles, que hacen sudar incluso en mitad de los hielos.

– ¿Qué es entonces lo que los turcos utilizan como metralla, Nikola?

–Clavos y restos de hierro usado, que pueden ocasionar infecciones incurables.

Otra lluvia de metralla barrió las rocas, pero ya los fugitivos se encontraban a salvo.

–Esto es gastar pólvora en vano –comentó Nikola, que conservaba su extraordinaria serenidad.

– ¿No pretenderán desembarcar?

–Es fácil, pero no antes del alba. En consecuencia, disponemos de un par de horas de tregua.

– ¿Para escapar a Capso?

–No urge. Aquí nos encontramos como tras las murallas de Candía.

–Es que desearía ver en seguida al almirante y a mi amo.

–Que esperen un poco. ¿Deseas partirte una pierna entre estas rocas? Hay que esperar a que se desvanezcan las tinieblas.

Se habían protegido en una especie de pozo formado por enormes piedras casi cerradas y que ni las bombardas turcas hubieran podido destruir. El falucho, bastante próximo a la playa, proseguía lanzando metralla en todos los sentidos, ya que ninguno de los que componían la tripulación del barco había podido ver en qué lugar se escondieron los fugitivos.

Los dos tuvieron buen cuidado de no contestar a los disparos. El griego sólo disponía de un arcabuz y el albanés de las grandes pistolas del negro, ya que éste, al precipitarse en el mar, cayó con el mosquete de Mico. Por consiguiente, permitieron que el falucho se desahogara disparando quince o veinte metrallazos.

–Déjame una de tus pistolas para encender la mecha de mi arcabuz y emprendamos la marcha. Si hacia el alba nos distinguiesen nos matarían desde la falucha. Encomiéndate a tus piernas y procura no caer entre esas rocas.

– ¡Bah! Soy un montañés. Emprendamos la marcha cuando te parezca.

–Espera que disparen de nuevo.

No esperaron mucho. Los tripulantes del falucho, aunque ya sin esperanzas de alcanzar a los fugitivos, continuaban disparando algún metrallazo de vez en cuando.

– ¡Vamos, Mico!

Abandonaron su escondrijo y a pesar de que se veía muy confusamente escalaron las rocas, alejándose unos cien metros y dejándose caer de improviso entre otro montón de piedras.

–No avancemos ni un paso más, pues van a dispararnos otra vez.

Efectivamente. El disparo se oyó casi al instante y la granizada de metralla fue a estrellarse contra las rocas, a veinte metros escasos de las cabezas de los perseguidos.

– ¡Miserables! –exclamó el albanés. – ¿Habrá entre esos turcos alguno que posea los ojos como los de un gato? De no ser así, no entiendo cómo la metralla nos persigue en nuestra retirada.

–Aprovechemos en tanto que carga de nuevo, Mico. Tú procura no romperte una

pierna y yo respondo de nuestra salvación.

Volvieron a trepar dificultosamente, con gran fatiga, y temiendo ser acribillados a cada segundo. De esta manera escalaron otro centenar de metros. La cumbre no distaba arriba de unos ciento cincuenta metros y en otra carrera la podrían alcanzar.

– ¡Quieto, Mico!

Los clavos y restos de hierro viejo arrojados por la maldita culebrina cayeron junto a ellos, luego de estrellarse contra las rocas, a quince metros aproximadamente de sus cabezas.

– ¿Verán realmente, Nikola?

– ¡Bah! Disparan al azar, imaginando que debemos intentar pasar la cima.

– ¿Y de qué forma te las arreglas para adivinar el instante del disparo? En cuanto me haces parar, disparan.

–Es que he sido artillero y sé lo que precisa una culebrina para cargarse.

– ¿Trepamos?

–No. Esperemos en este lugar, ya que nos encontramos a salvo y veremos al siguiente disparo si los turcos alteran la puntería.

– ¿Y supones que a la primera claridad del alba desembarcarán y nos perseguirán por tierra?

–Es lo más posible. El capitán del falucho ha debido recibir instrucciones para vigilar atentamente la chalupa. Hará, por tanto, cuanto pueda por apresarnos, aunque haya de darnos caza de roca en roca.

– ¿Cuántos hombres suelen llevar las faluchas?

–Por lo común una docena como máximo.

– ¡Bah! Una docena no es una gran cosa. Protegidos tras estas rocas, tú con tu arcabuz y yo con mis pistolas, podríamos mantenerlos a raya.

¡Bum! La culebrina del falucho no disparó en esta ocasión con metralla, sino con bala. Una pelota de plomo, de tres o cuatro libras como máximo, fue a estrellarse contra una alta roca a cien pasos de los fugitivos.

– ¡En pie, Mico! Otra pequeña carrera en tanto que vuelven a cargar la pieza.

Se precipitaron por un canalón que parecía haber sido labrado por el agua y alcanzaron, por último, un lugar situado a unos trescientos metros del nivel del mar.

– ¿Y ahora qué hacemos? –inquirió el montañés, dejándose caer a tierra, fatigado por aquella continua carrera.

–Descansemos un momento a ver si entretanto se hace de día y nos es posible orientarnos. De todas maneras, antes de que los turcos salgan y trepen hasta esta cumbre tenemos tiempo, ya que ellos no tienen las piernas de los cretenses ni los albanos.

Otro proyectil silbó por encima de sus cabezas.

– ¿Distingues tú la falucha, Mico?

–Solamente su farol.

–Debe encontrarse muy próxima a la playa.

–Eso creo.

–Reposemos todavía cinco minutos y luego, disparen bala o metralla, emprendamos la marcha. Procuraremos poner entre nosotros y los turcos una honorable distancia.

–Pero, ¿serás capaz de conducirnos a la ensenada de Capso, Nikola?

–Es suficiente con seguir la costa y podemos caminar con relativa rapidez, ya que se encuentra llena de piedras y el terreno es apropiado.

– ¿Vamos?

El griego no contestó. Se había inclinado hacia delante con el arcabuz y escuchaba con atención.

– ¿Qué ocurre, Nikola? –indagó en voz baja Mico, cogiendo sus pistolones.

–Se acercan.

– ¿Ya han desembarcado?

–Eso me parece.

– ¿Vamos a permanecer aquí?

–Sí. Nos hallamos bien resguardados lo mismo de las balas de arcabuz como de la metralla. Fíjate bien.

El albano, asomando la cabeza por encima de las rocas, creyó ver algunas sombras trepando igual que gatos.

–Sí. Son los turcos, Nikola.

– ¿Los distingues?

–Bastante bien.

–Dispara tus pistolas. Ya dispongo del arcabuz, como reserva.

–Espera un instante que los vea mejor.

– ¿Se hallan muy cerca?

–Creo que a unos quince metros.

–Dispara, Mico.

Éste hizo lo que el otro le indicaba, descargando sus pistolas. Se escucharon dos alaridos, maldiciones y rodar de piedras. Los turcos huían. La culebrina estaba presta a contestar, incluso exponiéndose a herir a los mismos asaltantes. No obstante, disparó con bala y a excesiva altura.

– ¡Muy mal! –exclamó Nikola. –Aquí era necesaria la metralla, aunque fuera con riesgo de herir a los compañeros. Bien; aceptando que la tripulación se compone de doce

hombres nada más, solamente deberemos enfrentarnos a diez.

– ¿Supones que les he matado?

–Al brillo del fogonazo he observado caer rodando a dos de esos bandidos.

Compañero, en Albania disparan bien.

–Vivimos de continuo con las armas en la mano por temor a un ataque inopinado de los turcos y nos entrenamos para ser buenos tiradores.

–Bien, carga y emprendamos la marcha hacia la ensenada de Capso. No deseo que cuando llegue el día continuemos aquí.

El albanés volvió a cargar sus pistolas y se puso en marcha detrás del griego, que avanzaba con rapidez.

–Aunque llegaremos tarde, llegaremos.

–Con los turcos pisándonos los talones.

– ¡Déjalos! Sabemos defendernos.

El falucho proseguía disparando unas veces metralla y otras simple bala, sin que los fugitivos se preocupasen por ello. Al alcanzar una zona de terreno bastante lisa aprovecharon para efectuar una rápida carrera, si bien no sabían dónde irían a parar, ya que aún faltaban unas horas para que saliera el sol.

Después de un cuarto de hora de correr, acosados siempre por los tiros de la culebrina, se detuvieron para tomar aliento.

No tardó en terminar el terreno llano y de nuevo se hallaron entre rocas. Cuando alcanzaron aquel lugar se sintieron aliviados, ya que no podía alcanzarles ningún proyectil disparado desde el mar.

– ¡Rápido, rápido! –exclamaba Nikola, mirando a cada momento el firmamento, como si temiera que se hiciera de día demasiado pronto.

Y corrían estimulados por las ininterrumpidas detonaciones, que se sucedían de manera inquietante sin cesar. Luego de haber corrido durante otros veinte minutos se detuvieron otra vez, sentándose en la cima de una cresta. A una parte rugía el mar, al otro lado los grillos cantaban alegres en los desiertos campos.

– ¿Qué hacemos, Nikola?

– Reponernos de la fatiga –respondió el griego.

– ¿Y la ensenada?

–Todavía está distante.

– ¿Nos darán caza los turcos antes de que lleguemos?

– Para algo tenemos piernas.

–Lo que me preocupa es no haber podido salvar al hijo del León de Damasco.

–En este momento, si lo hubieras pretendido, te encontrarías desollado, empalado o destrozado.

–Eso creo.

–Lo que yo deseo saber es de qué manera acabará esto.

–Pues el bajá irá a la entrevista con unas cuantas galeras y el almirante veneciano no desaprovechará la oportunidad para presentar batalla. Después, ya se verá.

– ¿Y no marcharemos a Hussif?

–Yo pienso que sí. Hemos de libertar al padre del León de Damasco.

– ¿Conoces el castillo?

–Sí, ya estuve allí.

– ¿Es muy numerosa la guarnición?

–Hay más mujeres y negros que nada. Gente que huirá a los primeros disparos.

–Lo que lamento es que no se encuentre allí Haradja.

– ¡Oh! ¡Cualquiera sabe!

–Desearía cogerla desprevenida en su guarida.

–A todo esto, lo que nos hace falta es el desayuno.

– ¡Bah! Eso no es lo más preciso.

–Compañero Nikola, ¿te acuerdas a qué hora cenamos ayer?

–Te quejas injustamente. Fíjate qué magníficos racimos los de aquella parra. Además, en mi bolsillo conservo algo de galleta. No es otra cosa la que necesitan los labradores cretenses y bien sabes que son vigorosos y robustos. Acompáñame.

– ¿Apago las mechas de mis pistolas?

–Sería una temeridad. Esos perros mahometanos pueden aparecer por donde menos lo pensemos y hacernos caer en algún lazo.

Se alejaron de la cresta, adentrándose en el campo. No tardaron en encontrarse en la viña y se escondieron entre los pámpanos. Devoraron uvas con avidez. Éstas eran excelentes y se caían de maduras.

– ¿Distingues algo, Mico?

–Sí. Un soberbio racimo que me está tocando la nariz.

–En tal caso come sin temor, acompañando las uvas con la galleta que te di.

– ¿Y si acuden los turcos a quitarnos el desayuno e incluso la piel?

–Los expulsaremos de nuestra propiedad a tiros. El propietario de esta viña habrá sido, al igual que otros muchos candiotas, miserablemente asesinado y, en consecuencia, podemos apoderarnos de ella en tanto que se presenten a reclamar los verdaderos herederos.

–Posiblemente los habrán asesinado también.

– Es lo más probable.

Comieron, y no viendo surgir a nadie ni percibiendo el estampido de la culebrina del falucho, reanudaron la caminata, escondiéndose entre las vides, que los resguardaban con su sombra. Pero el mutismo del cañón no complacía o, para mayor exactitud, no tranquilizaba al griego.

« ¿Tal vez habrán desembarcado todos y nos estarán persiguiendo desesperadamente?

–se decía a sí mismo. –Me gustaría más oír el zumbido de la metralla por encima de mi cabeza.»

De aquella manera caminaron una milla y se encontraron de improviso de nuevo entre rocas.

–Estas pueden también servirnos de parapeto si aparecen los turcos.

–Pero avanzaremos con gran dificultad, Nikola.

– ¿Acaso por las montañas de Albania camináis por encima de alfombras persas?

–No, claro está.

–En tal caso camina y no te quejes.

En aquel preciso momento oyeron el estruendo de la culebrina del falucho; más a escasa distancia.

– ¡Por la muerte de Mahoma! Nos han venido siguiendo.

– ¿Estarán enterados de que tenemos que ir a la ensenada de Capso?

–Estoy seguro de ello.

– ¿Y no nos será posible librarnos de esos bribones?

–Ya se verá. Mientras tanto, métete entre esas rocas y descansa. Dejemos que la falucha pase de largo.

–Sí. Y así después regresará para asesinarnos más fácilmente. ¿No te das cuenta de que ya empiezan a desaparecer las estrellas? En cuanto amanezca dispararán sobre nosotros sobre seguro.

– Hacia las rocas, y gastarán tiempo y municiones.

–Eso desearía saber. Esperemos hasta el alba.

Empezaba a clarear con rapidez y el horizonte se coloreaba de púrpura, gracias a los primeros rayos solares. Nikola, que se había incorporado para orientarse, lanzó una maldición.

– ¡No me esperaba semejante sorpresa!

Delante de ellos, cortando el camino, había una sucesión de barrancas y abismos infranqueables. O retornaban otra vez al viñedo para orientarse o descendían a la playa.

No les quedaba otro remedio y ambos eran arriesgadísimos.

– ¿Qué es lo que dices, Nikola?

– ¡Que por aquí nos es imposible ir a Capso! Fíjate.

–Descendamos a la costa.

– ¿Y la culebrina?

–Inclinaremos la cabeza a cada disparo. No desperdiciemos el tiempo, Nikola. Tengo la certeza de que un buen número de tripulantes vienen en nuestra busca.

–Yo también estoy convencido.

–Pues, ¡vamos abajo!

Cambiaron las mechas de sus armas, las volvieron a encender y se dirigieron a la carrera hacia la costa, para escalarla. Al llegar allí distinguieron a un centenar escaso de metros el velero turco.

–Nos han seguido –dijo Mico. –Esos miserables poseen ojos de gato y olfato de perro.

De la proa del falucho surgió una nubécula y a continuación distinguieron un disparo.

Los fugitivos habían echado cuerpo a tierra y la bala desapareció en el barranco, levantando una nube de polvo.

–Corramos –exclamó el griego.

– ¿Qué corramos? ¿No te has dado cuenta de que a nuestras espaldas hay cuatro hombres?

– ¿Son turcos?

–Como Mahoma.

–Enfrentémonos a ellos –repuso Mico.

Se protegieron detrás de una roca que los resguardaba de los proyectiles de la embarcación y esperaron. Cuatro hombres provistos de arcabuces que tenían las mechas encendidas avanzaban cautelosamente por el abrupto terreno, deteniéndose de cuando en cuando tras de las rocas.

– ¿Quién vive? ¿Sois turcos o cristianos?

Los cuatro hombres estallaron en risas y uno de ellos contestó:

– ¿Vamos a llevar sobre el pecho la maldita cruz? No, granujas. Llevamos la media luna y os demostraremos que nos defiende el Profeta.

No puede saberse cuánto tiempo hubiese prolongado su risotada si no la hubiera interrumpido de improviso el griego descargando su arcabuz, luego de apuntar con cuidado. El desdichado dio un salto, abrió sus brazos, abandonó su arma, que no tuvo ocasión de disparar y se desplomó en tierra, de donde ya no se movió. Sus compañeros, algo amedrentados por la exactitud del disparo, en lugar de continuar avanzando, retrocedieron, resguardándose detrás de una roca, mientras exclamaban:

– ¡Perros cristianos! ¡Os desollaremos vivos!

Dos nuevos estampidos se oyeron y un par de los tres turcos parapetados cayeron en tierra, heridos de muerte al parecer.

– ¡Magnífico, Mico! –aprobó el griego, terminando de cargar su arcabuz.

Pero no tuvo oportunidad de dispararlo, ya que el cuarto turco, con el fin de escapar a la muerte, echó a correr igual que una liebre y se precipitó en el barranco.

–Déjalo, Nikola. Esa bala puede ser empleada de mejor manera –dijo el albanés al ver que el griego apuntaba con su arma al fugitivo.

–Tienes razón. Si no se destroza la cabeza, dejemos que se aleje hacia el interior de la isla. Cualquier candiota, más pronto o más tarde, topará con él y será hombre muerto.

Un nuevo disparo de la culebrina cruzó los aires. La bala cruzó por entre las rocas y se perdió en lontananza con lúgubre zumbido.

–Ahorremos nuestros tiros –recomendó el griego, echando a correr por la cresta de la costa. – Los arcabuces no alcanzan.

La falucha se había aproximado todavía más a la playa, a pesar de la fuerza de la resaca y los innumerables escollos y estaba efectuando bordadas. Los tripulantes de ella, al ver surgir a los dos perseguidos, empezaron a lanzar grandes voces conminándoles a que se rindieran e hicieron una descarga por no hallarse la culebrina en posición de disparo.

Pero como el griego lo había adivinado, los proyectiles fueron a parar a mucha distancia de los hombres, ya que los arcabuces tenían escaso alcance.

Mico y Nikola, con la máxima celeridad que les era posible, atravesaron tres o cuatro hendiduras por entre las cuales aún podía alcanzarles algún proyectil disparado por la culebrina y después esperaron.

–Dejemos que se aproximen y que apunten. Ya no nos cogen.

– ¡Con tal de que no nos conviertan en una criba con una granizada de metralla! –

adujo Mico.

–La metralla no llega hasta este lugar y la bala es muy difícil que acierte desde el velero que se halla en continuo movimiento cuando hay que apuntar a un blanco tan pequeño como el que nosotros podemos ofrecer.

Desde el falucho efectuaron un nuevo disparo y la bala se estrelló en la roca a breves pasos de los fugitivos.

– ¡Por las barbas de Mahoma! ¡Vaya artilleros! ¡Magnífica puntería!

– ¡Vamos! Una carrera más mientras vuelven a cargar.

Se precipitaron por la cresta de costa que presentaba mejor paso y corrieron sin amedrentarse por las intimaciones de los turcos. Habían realizado cuatro o cinco veces la misma maniobra, evitando los disparos de la culebrina y avanzando mucho terreno, cuando de improviso se pudieron oír una serie de fuertes estampidos.

– ¡Fuego de borda! –clamó el griego. – ¿Qué ocurre? ¿Acude el bajá?

–Se trata del León de San Marcos, que llega en nuestro socorro. Fíjate, fíjate…

Una galera de grandes proporciones, de la cual aún surgía humo a consecuencia de los cañonazos disparados, doblaba en aquel instante la punta de un promontorio, avanzando rápidamente en dirección al falucho, que, acribillado por los proyectiles de la nave enemiga, no podía darse a la fuga ni moverse.

– ¡Viva Venecia! –gritó Mico, quitándose la gorra.

De la galera, que avanzaba a gran velocidad, surgió una segunda descarga y el falucho realizó una serie de vueltas y, por último, se fue a pique con sus tripulantes.

–Descansen en paz –comentó el albanés, mientras adelantaba unos pasos convencido de que la culebrina turca no podía ya ocasionarles el menor daño –y que lo pasen muy bien con las huríes del paraíso.

La galera veneciana se había aproximado, echó al agua una embarcación grande y la envió en dirección del falucho. Mico y Nikola empezaron a bajar hacia la playa sin dejar de gritar, por si acaso, con todas sus fuerzas:

– ¡Cristianos! ¡Cristianos!

Los venecianos no disparaban y ambos hombres pudieron alcanzar ilesos la playa y dirigirse a la chalupa, que había lanzado el ancla para soportar mejor el choque de la resaca.

– ¿Quiénes sois? –inquirió el capitán.

–Cristianos que vuelven de Candía con importantes noticias para Sebastián Veniero.

Yo soy Nikola, el renegado griego.

–Ya sé quién eres. La otra noche te vi en la nave del almirante.

–En tal caso aproxímate y recógenos.

Los marineros levantaron a brazo el ancla y unos pocos golpes de remos hicieron avanzar la embarcación hasta situarla entre dos escollos contra los que no chocaba la resaca.

–Embarcaos –les ordenó el capitán de la galera.

Mico y Nikola no esperaron a que les repitieran la orden y se metieron ágilmente en la chalupa, siendo saludados con grandes vivas.

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