El capitán de armas del Bajá de Damasco, ante aquella brutal conminación, se indignó y levantó con gesto amenazador los brazos, con la mano derecha armada de su cimitarra y empuñando en la siniestra una de aquellas largas pistolas incrustadas de nácar de que tan buen uso hacían los turcos de Asia Menor.
–No me has derrotado –replicó, colérico. –Ninguno de tus hombres ha saltado todavía a mi galeota para arriar la bandera de mi señor.
Haradja alargó el brazo e indicó las cincuenta galeras del Gran Bajá que se encontraban detenidas a menos de una milla.
–Pasa por entre esa línea si tienes valor.
– ¿Y por qué razón me impedís el paso si a mi señor le esperan en Constantinopla?
–Mi tío y yo estamos enterados. ¿Te entregas?
–Ya te dije que ninguno de tus hombres ha saltado todavía a mi nave.
– ¡Salta, Metiub!
El capitán de armas del castillo de Hussif juntó los pies y saltó, empuñando un sable de abordaje. El otro le cortó bravamente el paso, como buen turco del Asia Menor. De inmediato trabóse el combate, disputado y bravo.
El damasceno hubiera podido matar al atacante de un disparo, pero, leal y noblemente, tiró al suelo su arma, empuñando con la mano izquierda un sólido yatagán de una anchura de tres dedos.
Metiub, atacando con energía, tuvo que reafirmarse en la baranda, advirtiendo que tenía ante sí a un terrible enemigo.
Las dos tripulaciones permanecieron inmóviles, con los arcabuces dispuestos y las mechas humeantes, prestas a disparar a la primera señal y a lanzarse una contra otra en el instante en que se les ordenara.
Haradja, con un brazo apoyado sobre una culebrina, presenciaba impasible el duelo, confiando en la habilidad y maestría de su capitán de armas.
Ambos contendientes, cubiertos de hierro y de mallas de acero de fabricación milanesa, que era la mejor y la única de que en aquel tiempo se proveían los cristianos y los infieles de Europa y África, se acometían con verdadera ferocidad, cambiando entre sí tremendos golpes que provocaban exclamaciones de admiración entre los espectadores de los dos navíos.
Sus corazas parecía que iban a deshacerse, mas no cedían. Ambos hombres, a cada terrible golpe que recibían o propinaban, lanzaban rugidos que hacían sonreír, complacida, a Haradja.
Por espacio de cuatro o cinco minutos los dos capitanes pretendieron abrir los almetes, puesto que no podían atravesar las corazas. En aquel momento el del bajá de Damasco dio un paso en falso y se desplomó de espaldas, con gran ruido de hierro, dejando caer instintivamente cimitarra y yatagán. Metiub aprovechó aquella circunstancia
para colocarle el arma en el cuello.
– ¿Le mato? –indagó, volviéndose hacia Haradja.
La sobrina de Alí vaciló un instante y dijo:
–No. He de hablar con el vencido.
–Incorpórate –indicó Metiub a su contrincante.
Éste se puso en pie con agilidad, cogió de nuevo su cimitarra, la partió, lanzóla al mar y contestó a la joven:
–Si fui vencido, ha sido por un accidente casual y no por el esfuerzo de mi enemigo.
Ya hace tiempo que conozco la siniestra fama de que disfruta la sobrina del Gran Almirante. Pero aquí me tienes.
Y de un salto pasó a la galera y se colocó a dos pasos de Haradja, cruzándose de brazos con desdén.
– ¿Qué deseas de mí? ¿La vida? Tómala.
–Solamente pretendo averiguar dónde se encuentra tu señor.
Y con una rápida mirada se cercioró de que los peines del tormento se hallaban fijados a los dos palos de la nave, frente por frente las aceradas púas de sus correspondientes arpones.
–Se encuentra enfermo en su camarote.
– ¿Qué le ocurre?
–Tiene malos los pies.
–Se comen demasiados pollos en Damasco… Cierto que son los mejores.
–Tú no se los has visto comer. Su enfermedad podría deberse a la mucha arena que el viento arroja sobre la ciudad y la excesiva humedad nocturna.
–No me interesa. Deseo saber otra cosa.
– Pregunta.
–Ahora a ti; luego a tu señor.
–Espero.
– ¿Hacia dónde vais?
–Nos dirigimos a Constantinopla, requeridos por una carta del sultán.
– ¿Escrita por el Visir?
–Al menos, eso creo. No siendo que se haya tramado una despreciable conjura para arruinar a mi señor. ¿No es cierto que es posible?
–Ve a preguntadlo a Constantinopla.
–Déjame ir.
–Ahora no. Acaso después, una vez que hayas hablado.
– ¿Qué deseas averiguar?
– ¿Dónde se encuentra Muley-el-Kadel, hijo del bajá, y su esposa aquella célebre capitán Tormenta?
– ¿Y me lo preguntas a mí?
–Tú eres el hombre de confianza del bajá y debes de conocer en qué lugar se encuentra ese León de Damasco, a quien busco en vano por Italia desde hace tres años.
Todo lo que pude saber es que vivieron por cierto tiempo en Nápoles, donde la cristiana tiene numerosas posesiones y que han habitado en Venecia en el palacio de Loredán. Pero cuando iba a culminar mi venganza, desaparecieron. Únicamente su hijo se halla en la reina del Adriático y, para mayor exactitud, se hallaba, ya que en este momento está viajando hacia Oriente.
– ¡Lo has hecho secuestrar! –exclamó el capitán, tornándose pálido.
–No teniendo al león y la leona, rapté a su cachorro.
– ¿Cuál es su edad?
–Creo que tiene tres años.
– ¿Y qué intentas hacer con ese niño?
–Eso no es de tu incumbencia –respondió en forma brutal Haradja.
–De acuerdo; no conozco en qué lugar se encuentra el hijo de mi señor. Unido con una cristiana, dejó de relacionarse con su padre, que es en extremo buen musulmán para consentir tal matrimonio.
– ¡Bah! ¡A mí no se me engaña con semejantes palabras! Dime dónde se hallan esos malditos cristianos. Quiero averiguarlo y me enteraré, aunque para ello haya de desollarte vivo.
–Desuéllame.
–No tengo prisa –repuso ella, casi con una sonrisa. –Vamos a ver. Tú conoces dónde se encuentra el hijo de tu señor. ¿Se encuentra en Italia o en Oriente?
–Ya te indiqué que no sé nada.
– ¡Perro! ¿Entonces deseas la muerte?
–Mi padre murió luchando contra los curdos; su hijo morirá asesinado por sus propios compatriotas. La muerte no amedrenta al guerrero.
– ¿Piensas hablar?
–No me importa. Puedo explicarte, si así lo deseas, que los curdos de la estepa fastidian mucho a los damascenos; te lo garantizo.
– ¿Qué me interesa a mí esa tribu salvaje, que tantas molestias ha dado a los sultanes?
–En tal caso, ¿te puedo explicar que en Basora las gallinas engordan extraordinariamente en los soberbios arrozales?
– ¡Ah! ¿Tienes el valor de mofarte de la sobrina de Alí Bajá? –exclamó Haradja con
voz sibilante. –Ahora verás. ¡Metiub! ¿Dónde se encuentra Hamed? ¡Rápido!
–Tras de ti –respondió el capitán.
Un negro de descomunal estatura, cuya fuerza debía de ser similar a la de un par de hombres robustos, vestido con un simple chaleco de seda y adornado con algunas alhajas de coral, se aproximó respetuoso hacia Haradja.
– ¿Está preparado el juego de las poleas?
–Sí.
–Coge a ese hombre, amárrale y cuélgale.
No había acabado de hablar cuando ya Hamed, arrojándose sobre el capitán, le derribaba al suelo.
La lucha fue violenta pero muy corta.
La fuerza extraordinaria del gigante se impuso y, en seguida, tras quitarle la armadura que Metiub no pudo atravesar, le dejó desnudo; luego le sujetó por los brazos, por las piernas y bajo las axilas a unas anillas pendientes de una polea situada entre los dos árboles del velero, fue levantado a una altura de unos cuatro metros.
Delante y detrás tenía las púas aceradas del denominado peine de tres pies de largas, con puntas agudas muy afiladas, de unas cinco a seis pulgadas. El capitán se dejó izar sin soltar un grito.
– ¿Piensas hablar ya? –inquirió iracunda la joven.
–Ya te dije que no sé nada.
– ¡Ah! ¡Vamos a verlo!
–Sí, lo que tú deseas es mi vida. Lo he advertido. Conforme: tómala y que te aproveche.
–Si hablas, nada se te hará.
–No sé la menor cosa.
– ¡Hazle danzar! Ya comprobaremos si cuando notes el aguijón de las puntas de acero te decides.
–Perderás el tiempo en vano.
– ¡Báilalo, Hamed! –barbotó la sobrina de Alí.
Los marineros de la galeota, que temblaban de ira al ver a su capitán impulsado contra las púas de acero que amenazaban desgarrar sus carnes terriblemente, apuntaron los arcabuces. Pero las ocho culebrinas y los treinta arcabuces que los vigilaban les hicieron comprender lo aconsejable de reprimir su indignación, teniendo, además, presente que las cincuenta galeras sólo aguardaban una indicación para asaltar a la nave damascena.
– ¿Confesarás? –inquirió por última vez Haradja.
–No sé nada.
–Entonces que el profeta, en su infinita misericordia, te acoja.
– ¡Perra maldita! Asesinas a un hombre por cuyas venas corre la misma sangre que por las tuyas, pues yo soy también turco y…
Se interrumpió y lanzó un terrible grito que hizo palidecer a todos los marineros de la galeota. Hamed, con un tirón mayor de la cuerda, le hizo estrellarse contra los arpones, y uno de éstos se le hundió junto a la columna vertebral. El infortunado hombre quedó un instante clavado en el peine, pero después lo sacaron de allí y de nuevo le balancearon.
Nuevamente emitió un espantoso grito. Dos arpones se le habían hundido con gran fuerza en el vientre, surgiéndole por la espalda casi un palmo las afiladas puntas ensangrentadas.
Un bramido de furia salió de entre los hombres de la galeota. Pero no hubo ninguno que se atreviera a intentar de nuevo sublevarse. Se consideraban perdidos más que derrotados. A no ser por las cincuenta galeras, que se hallaban muy cerca, aquel grupo de bravos, ya que todos los turcos del Asia Menor son en extremo valerosos, no habrían dudado ni por un momento en iniciar una desesperada lucha.
Otra vez había sido desclavado el capitán, y por sus terribles heridas se le iban la sangre y los intestinos; hipaba con dificultad, y en los estertores de su agonía profería furiosas injurias e incluso blasfemias contra el Profeta.
La joven continuaba contemplándole impertérrita. En las cubiertas de ambas naves imperaba un silencio de muerte. La sobrina de Alí lo quebró para ordenar, en tanto que se sentaba sobre una culebrina:
– Metiub, ese hombre me fastidia con sus alaridos. Mátale de un arcabuzazo.
–No me ordenes cometer canalladas, señora. Déjale que muera en paz.
–En este momento eres tú más cruel que yo. Su agonía podría prolongarse más de una hora, y sin esperanzas de regresar con vida a Damasco. Y además, las huríes del Profeta esperan anhelosas y sonrientes a los valientes guerreros del Islam.
–Acaso estés en lo cierto. Pero este trabajo lo puede realizar Hamed. Yo combato, pero no asesino.
–Ya le has oído, Hamed –notificó Haradja al negro.
–Sí, señora.
El verdugo de la galera tomó un arcabuz, sopló la mecha, disparó, y la bala, penetrando en el cerebro del torturado, le mató al instante.
– ¡Ea! Ya se encuentra en los brazos de las huríes. ¡Qué recompensa la que reciben nuestros guerreros!… Por el contrario, nosotras, infortunadas mujeres…
–Pero ¿se hallará en brazos de las huríes? –adujo, con acento de burla, Metiub. –No ha muerto luchando contra los cristianos.
– ¡Bah! El Profeta tiene la manga ancha.
En ambas naves imperaba un absoluto silencio: tranquilo entre los tripulantes de la galera; preñado de amenazas que no osaban ponerse de manifiesto entre los marineros de la galeota, los cuales todavía poseían sus armas. Pasado un rato, Haradja preguntó a
Metiub:
–Pero ¿qué ocurre? ¿Tanto te ha impresionado la muerte del capitán damasceno?
Cierto es que era tu camarada de armas.
– ¿Qué pretendes dar a entender? –inquirió con bastante acritud, algo molesto, Metiub.
–Apodérate de las armas de esos hombres y de su navío. Las cincuenta galeras están esperando solamente mi señal, una enseña azul con banda amarilla izada encima de la de mi tío, para barrer y destruir con sus mil culebrinas esa galeota…
Estas palabras las pronunció en voz alta para que pudieran oírlas bien los damascenos. Y Metiub ordenó:
– ¡Abajo las armas! Así lo desea la sobrina del Gran Almirante.
Tras una breve vacilación, los tripulantes de la galeota apagaron las mechas y dejaron caer en cubierta los pesados arcabuces, aunque las cimitarras y los yataganes fueron arrojados al mar.
–Ya está –anunció Metiub a su señora.
–Ahora trae a mi presencia al bajá.
– ¿Qué pretendes hacer con él?
–Yo lo sé, y es suficiente.
Dos minutos más tarde el gigantesco Hamed trasladaba en sus hercúleos brazos a un anciano de larga barba blanca envuelto en una soberbia cubierta de seda adamascada. Se trataba del padre del León de Damasco, y fue colocado encima de dos culebrinas que Metiub hizo situar juntas, a pocos pasos de Haradja.
A pesar de que debía de haber rebasado ya los sesenta años, el anciano tenía un arrogante aspecto, facciones enérgicas y nobles y ojos aún brillantes que denotaban el veterano e indomable guerrero. Contempló fijamente a Haradja y la interpeló de la siguiente forma:
– ¿Quién eres, que has osado atacar mi nave? ¿No te has fijado en mi bandera, la del bajá de Damasco?
– ¿Y no te has fijado tú en la mía? Pues fíjate en ella.
El anciano levantó la vista y sus labios exhalaron una exclamación que denotaba cólera y sorpresa.
– ¿Y qué desea de mí el Gran Almirante? –dijo. –Mejor sería que ocupase su tiempo y sus galeras frente a Candía.
–No es él. Yo soy quien desea algo de ti.
– ¿Y tú quién eres?
–La sobrina de Alí Bajá.
– ¿La gobernadora del castillo de Hussif?
–Esa misma.
–Ya sabía yo –exclamó el anciano, apretando los puños –que algún día habría de hallarte en mi camino, malvada. En tres ocasiones han fallado tus intentos para hacerme abandonar Damasco y apresarme en el camino, y a la cuarta lo conseguiste. ¿Qué deseas de mí? Acuérdate de mi parentesco con Mohamed II y explícate.
– Mohamed II ya está muerto y no dejará a las huríes para acudir en tu ayuda… ¡digo yo!
–Soy un príncipe.
– ¡Hicieron desaparecer tantos los sultanes!… Asesinan a sus hermanos cuando van a ocupar el trono, e incluso a sus hijos si se les hacen sospechosos.
– ¿Y con ello qué pretende dar a entender la castellana de Hussif?
–Que me portaré contigo como lo haría con cualquier otro prisionero de guerra.
– ¿Conmigo?
–Sí, contigo: con el señor de Damasco.
–En primer lugar deseo saber por qué has disparado contra mi navío y la razón de que lo hayas tomado al abordaje.
–Aún hice más. Date la vuelta y observa qué cuelga del trinquete.
El bajá se dio la vuelta y lanzó un grito de espanto.
– ¡Miserable! –barbotó, mientras sus ojos despedían fuego.
–Por poca cosa te espantas.
– ¡Canalla!…
–Él tuvo la culpa. Si hubiese hablado, estaría vivo.
–Has asesinado a un hombre valeroso.
–Vuelvo a decirte que él tuvo la culpa. Si me hubiese indicado en qué lugar estaban tu hijo y tu nuera, la duquesa cristiana, no le habría ocurrido la menor cosa. En fin… Ya hablarás tú ahora.
– ¡Yo!
Haradja hizo un gesto de indiferencia con los hombros.
–Fíjate en lo que haces. Nos encontramos en alta mar y puedo echar a pique tu galeota con toda la tripulación. Te garantizo que nadie quedará con vida para marchar a Constantinopla a explicárselo a Ibrahim, nuestro buen sultán.
–Lo que significa que si no hablo, a pesar de ser tu superior y de más noble linaje que tú, ya que tu tío no era más que un pirata argelino, me asesinarás igual que a mi capitán de armas.
Haradja vaciló un instante y contestó por último:
–Ya se verá.
– ¿Qué deseas averiguar?
– ¿Dónde se encuentra tu hijo Muley?
– ¿Para qué lo quieres saber?
En los negros ojos de la castellana de Hussif relució un relámpago de ira.
– ¿No estás enterado de que éramos amantes, que era mi prometido el orgulloso y valiente León de Damasco?
–Alguna vaga idea tengo sobre ello… ¿Y que más?
–Una princesa cristiana me lo arrebató.
–También estoy enterado.
– ¿Dónde se encuentran? Desde hace tres años los estoy buscando…
– ¿Dónde se habrán ocultado?
–Te lo pregunto a ti. Eres el padre del León de Damasco y suegro de esa odiosa capitán Tormenta. Tú has de saberlo.
–Al renegar mi hijo de la religión del Profeta y casarse con una cristiana no quise saber nada más de él. Ya no supe nada más del León de Damasco.
– ¡Mientes! –gritó Haradja, irguiéndose, lívida. – ¡Mientes!… Pero de todas maneras, estás en lo cierto. Es tu hijo y has de defenderle… No obstante, a ella no. Ella es una cristiana que luchó contra los hijos del Islam, y mató a tal número de ellos que bien debes, a pesar de que se trate de una mujer, entregármela. ¿Dime dónde se encuentra esa mujer?
¡Quiero averiguarlo!
–Si no he tenido noticias sobre Muley, mucho menos puedo haberlas tenido de la cristiana. ¿Dónde están? ¿Quién lo sabe? Únicamente sé que la duquesa tenía extensas posesiones en Nápoles y también en Negroponto y Candía. Es posible que recorran Italia, o acaso otra parte de Europa, si no se considera a salvo en Italia.
– ¿Abandonando a su hijo en Venecia?
–Nuestros compatriotas no tienen, ahora que la guerra sigue sin tregua, acceso a la Reina de los Lagos. No han podido olvidar aquellos mercaderes la pérdida de la mayor parte de sus colonias: Morea, Negroponto y Chipre. Y tampoco han podido olvidar aquellos quinientos guerreros que, habiendo caído con vida en poder de Mohamed II, fueron asesinados…
–El sultán estaba en su derecho y, por otra parte, era familiar tuyo.
–Yo, que me considero acaso más turco que los que habitan en Constantinopla, no hubiera cometido semejante canallada.
–Ellos fueron los culpables. ¿Por qué obstinarse en proseguir la guerra si no eran lo suficientemente fuertes?
–No obstante, han exterminado, bajo las murallas de la ciudad de Chipre, y en Candía, Morea y Negroponto, a más de doscientos mil guerreros y han aniquilado además, con la ayuda de los caballeros de Malta, más de trescientas galeras. ¡De manera que si
llegan a ser lo bastante fuertes!… En diez años de sitiar Candía por tierra y mar, ¿qué hemos logrado? ¿Qué ha realizado tu gran tío con sus quinientas galeras? ¿Y qué ha conseguido Yussuf Bajá?
–Conquistar Canea.
–No la totalidad de la isla, a pesar de que por todos los caminos se distinguen los huesos de nuestros guerreros.
–Bueno; eso no me preocupa. El que marcha a la guerra, ya sabe que puede morir. Por tanto, deja de decir bobadas y, en el supuesto de que no quieras confesar dónde está tu hijo, dime en qué lugar se esconde la cristiana.
–Ya te dije que no lo sé –repuso el bajá en tono seco.
– ¿No lo quieres confesar?
–No lo sé.
–Igual hablaba tu capitán de armas, y observa el final que tuvo; fíjate qué sacó con su obstinación.
– ¿Te atreves a amenazarme? –inquirió el anciano, arrugando la frente y poniéndose pálido.
Haradja se encogió de hombros e indicó al corpulento negro:
–Trae sobre cubierta un par de caballetes, dos mesas y tres navajas de afeitar.
–Sí, señora.
– ¿Serías capaz? –bramó el bajá.
– ¡Bah! ¿Quién eres tú en este momento, señor de Damasco? Un derrotado…, un prisionero de guerra; nada más.