Los sultanes fueron los que hicieron horriblemente cruel al pueblo turco, imbuyendo en su espíritu un feroz aborrecimiento hacia los cristianos, para los que no existía tortura bastante sangrienta y espantosa.
No habría de ser el primero de la dinastía de los Osmán, el célebre Bayaceto, que doblegó a su yugo a casi todo el Islam y que no cedió sino ante el invencible Temerlán, que marchaba al frente de las hordas tártaras y que no tuvo compasión del derrotado sultán; no lo sería tampoco su sucesor, Mohamed I, el más famoso y magnánimo de los soberanos, que era capaz de perdonar a los rebeldes y dejó con vida a su hermano cuando éste se sublevó con el auxilio del príncipe de Valaquia, y que falleció en Adrianopolis en 1421, llorado por sus súbditos e incluso ensalzado por sus enemigos; iba a ser Mohamed II, el más grande de los sultanes, quien imbuyera en el corazón de su pueblo un despiadado aborrecimiento hacia los cristianos y quien ideó horrorosos tormentos incluso para su visir.
Durante el reinado de ese afortunado conquistador, que fue quien colocó la Media Luna sobre la cúpula de Santa Sofía, en Constantinopla, acabando para siempre con el reino de Bizancio, la crueldad adquirió terribles proporciones. Cruel e inexorable, no contento con haber convertido el mar Negro en un lago turco, apoderándose de Crimea y Trebizonda y conducido sus ejércitos victoriosos hasta las proximidades de los Alpes, instruyó a sus jenízaros en la forma de tratar a los prisioneros de guerra, haciendo pasar a cuchillo a quinientos venecianos, mandando degollar a ochocientos epirotas vencidos y descuartizando a su visir y a varios príncipes. Instauró en su serrallo la tortura del saco de cuero, en el interior del cual, por puro capricho, introducían a una de sus mujeres con un gato vivo, y una vez bien cerrado el saco y con una inmensa bola como peso, era lanzado de noche al Bósforo.
Parecía haberse adueñado del pueblo turco una espantosa locura sanguinaria, locura que los demás sultanes se cuidaron muy bien de no curar ni amenguar siquiera, con el fin de rodear su trono de una aureola de horror y amedrentar a sus enemigos.
Y el tercero de los Mohamed se mostró en este aspecto extremado; su fama ha de atribuirse tanto a su crueldad como a sus conquistas. Al subir al trono tenía diecinueve hermanos, y por temor a que alguno de ellos pudiera luego provocarle impedimentos o sublevaciones, los mandó descuartizar a todos por los eunucos del serrallo.
Anheloso de gloria se atrevió a enfrentarse con Austria, en aquel tiempo la mayor potencia de Europa, y en una tremenda y obstinada batalla venció al archiduque Maximiliano, exterminándole cincuenta mil hombres. A los prisioneros no se les concedió cuartel. El turco suponía que el cristiano no era digno de vivir en este mundo. Alentado por esta victoria, lanzó sus ejércitos contra el Danubio y a diversas regiones de Asia, y mandó sus galeras a saquear las costas italianas, realizando por todas partes terribles devastaciones.
Como si el asesinato de sus diecinueve hermanos no fuese suficiente, hizo descuartizar a su hijo primogénito, Mahumud, príncipe de espíritu ardiente y esforzado, quien en cierta ocasión solicitó de su padre ser mandado a la guerra en lugar de tenerle encerrado en el serrallo con las quinientas bellas que componían el harén. Mohamed III
tuvo sospechas; supuso que deseaba marchar a la guerra para ejercitarse, formar un partido y después destronarle. Ordenó que le mataran sin encomendarse al Profeta.
La crueldad otomana crecía cada vez más.
No eran ya suficientes los cordones de seda de los eunucos, ni los caballetes, ni los sacos de cuero o los arpones y las ejecuciones en masa, ni el partir en dos mitades el cuerpo aún con vida de los prisioneros, ni el cortar a un hombre la nariz, las orejas y otros órganos del cuerpo. El sádico sultán inventó el desollamiento, efectuado con navajas de afeitar muy afiladas, tortura que no tardó en tornarse muy popular y que, como ya pudimos comprobar, se disponía a utilizar Haradja con el bajá de Damasco.
Por ende, no solamente los sultanes eran crueles y sanguinarios: las sultanas competían con ellos, haciendo descuartizar a sus rivales o arrojándolas vivas al Bósforo, introducidas en un saco con un gato o una serpiente, ensangrentadas en las costas de Italia y hechas favoritas, mostrábanse después no menos inhumanas. Entre ellas sobresalió «la Baffa», notable veneciana raptada por los corsarios, vendida como esclava en Constantinopla y que llegó a convertirse en una de las más influyentes y crueles sultanas que se recuerda en la historia de los osmanlíes. Y es digno de notar que se ensañó también con los cristianos, como si Mohamed le hubiese trastornado el juicio transformándola en la más fanática musulmana.
No es, por tanto, raro que Haradja, sobrina de un corsario argelino que llegó a hacerse célebre y que siempre tuvo por norma degollar a sus prisioneros, considerara cosa muy razonable aplicar horrendos tormentos.
El bajá imaginó en un principio que más bien se trataba de un sistema para atemorizarle que de una auténtica determinación.
Pero cuando vio llegar a Hamed con sus cuatro auxiliares y todos los materiales de la tortura, estalló de ira.
– ¡Eres demasiado atrevida! –exclamó.
– Mucho, pero estoy decidida. Yo no te exijo que me informes respecto a dónde se encuentra tu hijo, sino su esposa.
El bajá soltó una carcajada.
–Pero ¿imaginas que los cristianos en sus países viven apartados de sus mujeres? Has de saber que no se pueden casar sino con una, y notificándote dónde se halla la duquesa napolitana, mujer de mi hijo, te informaría a la vez sobre la residencia de Muley-el Kadel.
Además, no sé nada, y la sobrina del pirata Alí puede asesinarme, igual que ha asesinado a mi capitán de armas.
– ¡Ten cuidado, bajá!
–Una vez que me hayas arrebatado la vida, todo habrá terminado para mí y no por ello te habrás enterado de nada.
–Te advierto que son muy obstinados los turcos de Asia Menor.
– ¿Deseas regresar a Damasco?
– ¿Y qué debo hacer? Ya me he cerciorado de que nada he de notificar al sultán
Ibrahim.
– ¿Qué debes hacer? ¡Hablar! –exclamó Haradja, que semejaba una tigresa.
–Puedo hablarte respecto a los bandidos sirios que…
–Explícaselo a tus favoritas.
–Ya están enteradas del asunto, y sería fastidiarlas insistir en la narración.
– ¿De manera que no me dirás dónde se encuentra el capitán Tormenta?
– ¿Pretendes hacerla asesinar? No dejarías de hallar bravos de Trípoli, Argel o Marruecos prestos a venderte su puñal…
–Te equivocas. Soy lo bastante diestra en esgrima para enfrentarme a la duquesa italiana.
–Efectivamente. Me han asegurado que tu capitán de armas, que tiene fama de ser una de las mejores espadas del imperio, te instruyó en el manejo de las armas.
– ¿Quién te lo dijo?
–Lo oí explicar en Damasco.
– ¡Ah! ¿Se habla de mí en Damasco?
–Chipre está muy próximo…, y en alguna ocasión se habla del castillo de Hussif y de su castellana.
– ¡Ya está bien! –exclamó con vehemencia la joven, incorporándose, en tanto que el verdugo de la galera hacía preparar el tablado de la tortura y revisaba sus navajas.
– ¿Qué deseas? –inquirió el bajá.
–Hace ya media hora que insisto en que me digas dónde está la duquesa.
–Y media hora hace que te digo que no lo sé.
– ¡Ah! ¿No lo sabes?
–No.
– ¡Por Alá! Ahora lo veremos.
A una indicación suya Hamed se precipitó sobre el bajá, le quitó la cubierta que le envolvía, los calzones y la camisa, que eran las únicas ropas que llevaba, y le tumbó sobre la mesa con la ayuda de sus secuaces. Luego le ató los brazos y las piernas, con la espalda hacia arriba.
–Puedes vanagloriarte de contar con un verdugo que no trata con consideración ni a un bajá. Que el profeta le guarde de caer algún día en mis manos.
–Si me hubieses mandado tú otro… Pero en Chipre no disponemos de otro mejor.
– ¿Yo?… ¡Muy irónica estás!
– ¿Comienzo, señora? –indagó Hamed, que ya hacia rato afilaba las navajas, frotándolas una contra otra.
Un fiero bramido ahogó su voz. La tripulación de la galeota, aunque ya sin armas, protestaba contra aquella cruel tortura que se intentaba aplicar a su señor. Haradja miró despectivamente a los tripulantes y ordenó a Metiub:
–Que carguen cuatro culebrinas con metralla, y si esos necios dan un paso, barre el puente.
–Conforme –repuso el capitán, que a cada momento hablaba en tono más seco.
Hamed empezó su trabajo, levantando la piel del hombro de la víctima con la navaja de afeitar. La sangre empezó a surgir, extendiéndose con rapidez. El bajá no había lanzado ni una exclamación. Haradja apretó con furia los puños; la frente de Metiub empezaba a ponerse ceñuda.
– ¿Confesarás?
– ¡No sé nada! –respondió el anciano, apretando los dientes.
El verdugo había ya levantado una porción de piel e impasible preguntó con la mirada a la cruel muchacha.
– ¡Prosigue!
El verdugo tomó la segunda navaja y prosiguió desollando al padre del León de Damasco, procurando no dañar los músculos. Por un momento todavía aguantó el anciano con aspecto impasible, pero, por último, el horroroso dolor le obligó a proferir un grito.
– ¡Ya está bien, perro! ¡Que el profeta te maldiga a ti y a tu señora!
–Pues solamente te ha levantado un par de palmos escasos de piel –repuso Haradja, con ironía. –Observo que los gallos de Damasco aguantan poco. ¿Deseas que el valeroso Hamed prosiga o resuelves hablar?
El bajá continuaba silencioso; la sangre corría abundante por su espalda. A un gesto de su ama el verdugo dejó caer la piel.
–Como ves, bajá, no me espanto con facilidad ni me interrumpo a la mitad. Si no me informas sobre lo que deseo te haré desollar totalmente.
– ¿Deseas saber dónde están mi hijo y su esposa?… Te lo voy a decir: se encuentran en Candía… Marcha allí a apresarlos si eres capaz. Cincuenta mil turcos murieron alrededor de la ciudad, delante de los fosos que defienden los venecianos, y todavía ha de caer otro número semejante. Si hace breves semanas pudieron al fin conquistar Canea, no se apoderarán tan fácilmente de Candía. Hace diez años que estamos preparando minas y que tu tío cañonea día y noche la plaza sin haber conseguido izar en aquellas ruinas la enseña del imperio… ¿Deseas ir en su busca? ¡Atrévete, pues! ¡Ve, ve y verás!
– ¿En Candía? –inquirió Haradja. – ¿Y qué han ido a hacer a esa ciudad?… Yo estoy enterada de que la duquesa se dejó sorprender en Famagusta por el francés que era su novio… Pero ¡en Candía!
–Ya te indiqué que tiene posesiones en la isla.
– ¿Me estás mintiendo, bajá? ¿No será un engaño para eludir las navajas de Hamed?
–No, ya que estoy convencido de que tú, con toda tu jactancia, y con el capitán de
armas y con el célebre almirante y antiguo pirata, no entrarás nunca en Candía.
– ¿Lo juras por el Corán?
– ¿Qué se encuentran allí? Lo juro.
–Es suficiente: te considero buen mahometano.
Hamed, a una orden de su señora, colocó con cuidado la piel que había levantado y la cubrió con un trozo de trapo humedecido en agua salada, y luego de ponerle una especie de venda y tras vestirle otra vez con la camisa de seda amarilla y los calzones, soltó las ligaduras del anciano y le depositó con cierto miramiento sobre las culebrinas que hacían las veces de silla.
– ¿Estás ya contenta? –interrogó, dirigiéndose a Haradja, la cual seguía contemplándole sin perder su impasibilidad.
– ¿Y piensas ir en su busca?
–Desde luego.
– ¿Dentro de Candía?
–O delante de sus muros.
– ¿Con las naves de tu famoso tío?
–No es de tu incumbencia cómo.
–No obstante, me interesa saberlo. ¿Estaré yo presente en la lucha?
–Tú descansarás en los subterráneos de mi castillo. Dispongo de algunos tan frescos que da gusto vivir en ellos.
– ¿Y tú supones que no habrá quien vengue la injuria hecha al gobernador de Damasco?
– ¿Y quién va a vengarla? ¿El sultán? El sultán tiene más graves preocupaciones. Está en exceso abatido por haber dado orden de que mataran a su muy cruel sultana.
– ¿Cuál? ¿Roxelana? ¿La gran sultana que hacia estremecerse de espanto a todo el serrallo?
–También noble veneciana y que superaba en belleza (¡qué pelo tan largo, sedoso y rubio y qué ojos más negros y expresivos!) y crueldad a la célebre «Baffa» y a cualquier otra favorita musulmana.
– ¿Ha muerto, dices?
–Ya era hora de que aquella cristiana, transformada en sultana, se marchara, no sé si al paraíso de los suyos o al nuestro. Se pasaba el día contemplando el Bósforo, y cuando caía la noche se entretenía haciendo descuartizar a sus rivales turcas. Por último osó meterse con la hija del necio sultán, y eso fue su perdición.
– ¿Quién te ha explicado eso? –inquirió con curiosidad el anciano, olvidando totalmente sus dolores.
–Te digo de nuevo que lo sé. Y te garantizo que ya era hora, puesto que la hermosa
rubia veneciana se había vuelto terrible. Tuvo el atrevimiento, luego de haber pretendido asesinar al primogénito de Ibrahim con unas frutas envenenadas, de insultar a la hermana…
– ¡Qué osadía!
–En el pecado ha llevado la penitencia.
–Explica, explica.
– ¿Y tu… piel?
–No te inquietes por ella. Las historias trágicas nos interesan mucho a los mahometanos.
–Pues escucha. Al enterarse el sultán, enfurecido por el insulto dirigido a su hija y a su hermana, la hizo llamar y le dijo: « ¿No recuerdas, cristiana, la diferencia que existe entre mi hermana y tú?»
«– ¿Qué diferencia?» –inquirió con acento de orgullo la cristiana.
–«La que existe entre una esclava adquirida en el mercado y una hija de sangre imperial».
La veneciana, molesta, retando a su esposo delante de los más importantes dignatarios del imperio, le contestó insultándole de una manera horrible. Y su hermosura no la salvó de la muerte. La maza, a una indicación del sultán, se abatió sobre sus dorados cabellos y aplastó su cráneo.
– ¿Y quedó muerta?
–Sin proferir un ¡ay!… Pero ya está bien de conversación: hay que curarte. Hamed, coge al bajá, condúcele a su camarote y ocúpate de curarle. Tu presencia en Candía es innecesaria. Si faltasen verdugos, allí encontraría a docenas. Metiub, pon grilletes a todos los damascenos y que se trasladen treinta hombres para conducirlos a Hussif.
– ¿No voy contigo, señora?
–Si, me serás muy útil en Candía. Haz que se cumplan mis órdenes Que enarbolen la bandera azul con el objeto de que las galeras de mi tío se aproximen, y regresa en seguida El sol poniente semejaba haber incendiado el Mediterráneo. Haradja hizo una minuciosa inspección por la galera, tal vez para no verse de nuevo con el bajá, a quien ya trasladaba en sus brazos Hamed. Miro por un instante el sol poniente, respiró profundamente la brisa salada y volvió a su puesto entre los dos palos de la nave, ordenando arrojar al mar el cadáver del capitán de armas damasceno.
Le llevaron el café en una vasija de oro, labrada a martillo, y un narguilé de tabaco rubio de Morea y con agua de rosas. En aquel tiempo las mujeres también fumaban.
Haradja bebió el café mando encender la pipa y se puso a fumar plácidamente como si se encontrase en el cómodo diván de una de las confortables habitaciones de su castillo, en tanto que el cuerpo del torturado capitán se hundía en el agua con lúgubre sonido.
Cumplimentadas sus órdenes –la galeota rumbo a Hussif y la galera, en compañía de las otras cincuenta, hacia Candía –Metiub se sentó en una culebrina, cerca de su señora, e
inquirió:
– ¿Piensas que te podrás vengar del León de Damasco y de la duquesa italiana? No será muy sencillo ni muy agradable penetrar en esa ciudad frente a la cual los nuestros están muriendo por millares hace años.
– ¿Y para que necesitamos entrar?
– ¿Confías en hacerlos salir a ellos?
–Claro.
– ¿Y de que manera?
– ¿No te acuerdas de que hice raptar al hijo del León de Damasco? Al llegar a Candía le encontraremos en manos del bajá.
–Empiezo a entender.
–Ya veras como todo se logra.
– ¡Hum!
–Ordena que preparen la cena.
–Esta preparada.
–Que la sirvan en el puente, deseo disfrutar de esta puesta del sol.
–Se parece a la sangre.
– La que corre en Candía acaso.
Abandonó la boquilla del narguilé, estiró los brazos y saltó al suelo igual que un pájaro sobre las culebrinas. La mesa estaba ya dispuesta. La galera, escoltada por las otras cincuenta y empujada por la suave brisa del siroco, avanzaba majestuosamente en dirección a Candía.