LA TRAICIÓN

La duquesa y su esposo, acompañados por las miradas de millares de hombres, ya que también los turcos, anhelosos por contemplar el combate y aprovechando la tregua habían abandonado sus trincheras y paralelas, constituyendo un enorme y curioso semicírculo, encamináronse rápidamente en dirección al reducto, detrás del cual esperaban sus contrincantes.

El sol, que acababa de surgir por oriente, hacía brillar las armaduras de los campeones, en especial la de Haradja, que portaba en la coraza una galera con las velas desplegadas, incrustadas en oro.

Al llegar a diez pasos de su rival, la duquesa detuvo su caballo, levantó la visera y dijo:

–Descúbrete, para ver si eres realmente mujer.

–No lo dudes –contestó la sobrina del bajá. –Mi cuerpo, si bien cubierto de acero, no es menos esbelto ni elegante que el tuyo.

–Deseo saber contra quién combato. De aquí a poco puede morir cualquiera de nosotros, y todos tenemos derecho de contemplar bien el semblante del adversario al caer.

– ¿Por qué razón lo preguntas, si ya conoces quién soy?

–Igual tú sabes que soy la que en Famagusta denominaban, por su valor, capitán Tormenta.

Haradja vaciló, pero, por último, descubrió su cara, roja de ira.

– ¡La castellana de Hussif! Me lo imaginaba. ¿Y qué desea la poderosa castellana, al cabo de cuatro años, del capitán que, con ropas de albano, hacíase llamar Hamid Leonor?

La sobrina del bajá rechinó los dientes y palideció. No podía perdonarse el haberse enamorado, si bien por breves días, de una mujer, imaginando que era un apuesto guerrero.

– ¿Qué deseo? Vengarme de tu cruel burla.

– ¿Matándome?

–Eso es.

– ¿Y crees poder hacerlo?

–Tengo la certeza de conseguirlo.

– ¡Tú! ¿Tú? No vales más que para raptar niños. ¿Qué has hecho con el mío, miserable? ¿Qué has hecho de mi Enzo, que dejamos su padre y yo en Venecia, al cuidado de los leales servidores?

–Ya ves que no eran tan leales cuando los míos pudieron raptarle y le pasearon por el Adriático sin que nadie los molestase.

– ¿Qué has hecho con mi hijo?

–Por el momento, nada. Pero será guerrero por guerrero. Puesto que el León de

Damasco ha renegado de sus creencias y lucha contra su patria, su hijo le reemplazará en la religión y en el ejército musulmanes.

– ¿Pretendes hacer de mi Enzo un mahometano?

–En eso confío.

El León de Damasco lanzó un rugido y, tras desenvainar su espada, avanzó unos pasos hacia Haradja, que se mantenía firmemente montada en su soberbio corcel.

–Mi mujer acabará contigo, perra.

–Eso lo veremos –repuso la argelina desenvainando su cimitarra, de fuerte y bien templado acero de Damasco.

–Me han asegurado también, miserable, que has apresado a mi padre.

–Es verdad. Le capturé en las costas de Chipre y ahora se hallará meditando respecto a las comodidades que tenía en Damasco y de las que se halla privado en los sucios y húmedos subterráneos de mi castillo de Hussif.

– ¡Tigresa!

–Como comprobarás, me he vengado.

– ¿Y el capitán turco que va a enfrentarse a mi esposo quién es?

–Un viejo conocido tuyo: Metiub.

– ¿Tu capitán de armas, al que herí ante ti? ¿No murió como resultado de aquel culatazo que le partió el cráneo?

–Al parecer, no, ya que se prepara a matar al antiguo León de Damasco.

–Colócate de lado, Muley; lucharemos de dos en dos con el fin de no estorbarnos con los caballos. En primer lugar, yo con Haradja.

–Te lo iba a proponer yo. De esta manera, si muero, Metiub me vengará.

– ¿Tan fuerte le consideras?

–Sí.

–Bueno, en guardia, tigresa de Hussif.

Muley se puso delante de Metiub, advirtiéndole:

–Cuenta con estarte quieto hasta que caigan la turca o la cristiana, si no ordenaré que te maten a disparos los venecianos.

El capitán de armas, que permanecía quieto y silencioso, como si le preocupase en gran manera el resultado del desafío, abandonó la brida sobre el cuello de su caballo y desenvainó su espada, que no era un arma turca, sino una que los venecianos utilizaban con éxito contra las cimitarras.

– ¿Estás preparada?

–Sí, preparada a matarte, cristiana.

Se calaron las viseras y blandieron las armas. Por un instante se miraron con fiero

aspecto, pero sin adelantar un paso. Después la sobrina del bajá, más impetuosa, lanzó su corcel árabe contra la duquesa, que esperaba serenamente con una extraordinaria guardia de prima algo adelantada con el objeto de defender al mismo tiempo la cabeza de su caballo.

Cruzó Haradja, igual que una tromba, muy próxima a su enemiga, lanzándole un gran tajo con la cimitarra. Leonor lo paró al instante, sin responder. La sobrina del bajá, a la manera de los caballeros turcos en los duelos, espoleó a su caballo, haciéndolo girar con rapidez y dar continuos saltos y corvetas. La duquesa, que no era novata en aquellos lances, se contentó con obligar a su corcel a dar la vuelta de forma que estuviera siempre frente a su enemiga, la cual, de vez en cuando, le asestaba tremendos tajos y estocadas, que la cristiana paraba sin intentar replicar por su parte.

Aquel juego, arriesgadísimo para las dos mujeres, duró escasos minutos, pues enseguida la duquesa se arrojó impetuosamente contra su adversaria. Los caballos casi se embistieron y se trabó una feroz lucha, en la cual las armaduras hubieron de soportar duros golpes, en especial por parte de Haradja, que, más ardiente y nerviosa, asestaba terribles golpes a derecha e izquierda, aunque no sin maestría, puesto que todas sus tentativas tenían por objeto hundir el almete de la cristiana.

Muley, si bien confiaba en la habilidad de su esposa, seguía anhelante y preocupado la pelea, y por dos veces no pudo menos que exclamar: – ¡Cuidado, Leonor!

De improviso la duquesa volvió grupas con rapidez y comenzó a correr a todo galope, como si pretendiese huir. La musulmana permaneció un momento asombrada y al instante se lanzó tras su enemiga con la cimitarra alzada y gritando a voz en cuello con gran satisfacción:

– ¡Hola! ¡Parece que los asustamos! ¡Fijaos en el célebre capitán Tormenta!

La carrera de la duquesa duró escasamente un minuto: se detuvo en seco y se plantó ante su adversaria, lanzada sobre ella, a toda carrera, en su hermoso corcel árabe, con las crines al viento y la cola ondulante.

Haradja, al verla esperar tan firme, y confiando en exceso en aquella espada, siempre en línea y a la que no conseguían abatir los más terribles golpes de su cimitarra, obligó al momento a su caballo a desviarse velozmente para embestir de lado a su enemiga y procurar hacerla caer de su montura por medio del choque. Pero no logró su propósito, ya que la cristiana la esperó de frente y trabóse otra vez el combate con mayor saña.

– ¡Muerte de Alá! –maldijo la mahometana luego de un par de furiosas tentativas para hacer caer a su rival. –Eres fuerte como una roca… Pero te liquidaré.

Redobló su lluvia de golpes la sobrina del bajá. La duquesa parecía únicamente defenderse. De improviso su esposo, que seguía con la máxima ansiedad esta nueva faceta del combate, observó que Leonor se alzaba sobre los estribos con el objeto de parar un tremendo tajo y después inclinarse, bajar la cabeza y alargar el brazo provisto del acero.

Se oyó un grito, o mejor sería decir un alarido de fiera herida, y luego Haradja se desplomó en tierra pesadamente. La espada de la invencible napolitana se le había clavado en la axila derecha, lugar donde las armaduras se hallan truncadas para permitir la absoluta libertad de movimiento del brazo. Muley lanzó un grito de alegría.

– ¡Remata a la tigresa! –gritó luego.

Se disponía la duquesa a saltar a tierra para acabar con su enemiga cuando veinte o treinta turcos, ocultos hasta aquel instante en el foso del reducto, surgieron de improviso dando gritos y disparando algunos de sus arcabuces.

– ¡Traición! –exclamó el León de Damasco, poniéndose delante de su mujer para protegerla.

– ¡Escapemos! –aconsejó la duquesa.

Hubiera resultado una temeridad trabar combate con aquellos traidores armados con arcabuces. En consecuencia, ambos esposos, que habían salido indemnes por verdadero milagro de la primera descarga, huyeron a todo galope hacia el bastión de Malamocco.

– ¡Apresúrate, apresúrate, Leonor! –exclamaba su esposo, que iba tras ella para cubrirla con su cuerpo. – ¡Date prisa, no te vaya a alcanzar algún disparo!

Metiub aprovechó la huida para saltar ágilmente a tierra, coger a Haradja, que seguía sin sentido, y meterla en el interior del reducto, desistiendo de trasladarla a su campamento al escuchar que desde el campo veneciano comenzaban a disparar las culebrinas. Los turcos que salieron el reducto, en el que debían haber pasado la noche, se lanzaron también al interior de éste.

La duquesa y el León alcanzaron con la celeridad del rayo el puente levadizo y lo salvaron sin detenerse, en tanto que la compañía de esclavones salía fuera, abriendo un infernal tiroteo contra el reducto. En las murallas, en las torres, por todos lados, los venecianos lanzaban amenazas y furiosas exclamaciones, excitados por la traición de los musulmanes. Sus gritos sonaban aún en el fragor de las armas.

– ¡Traidores! ¡Canallas!

– ¡Chusma traicionera!

Con gran celeridad transportaron hasta el bastión de Malamocco otras diez culebrinas, y veinte piezas llenaban de plomo el reducto y la explanada posterior para evitar que los traidores pudieran buscar refugio en su campamento.

El capitán general de Candía salió al momento al encuentro de los duques, que acababan de desmontar.

– ¿Os han herido, señora?

–En esta ocasión le ha tocado a la sobrina del bajá, señor gobernador.

–La he visto desplomarse.

–Pero no pude rematarla.

– ¡Cobardes! Os tenían dispuesta una trampa. No puede uno confiar en esa canalla, pero se hallan encerrados en el reducto y ya veremos si consiguen huir. No ahorraremos la pólvora.

Y ciertamente no la ahorraban los artilleros del bastión. Las veinte piezas de artillería no permanecían un instante silenciosas y lanzaban pelotas y metralla contra el reducto y sus proximidades, en las que no había otro ser viviente que el caballo árabe de Haradja,

que caracoleaba como esperando que su señora lo montara otra vez. El de Metiub, por el contrario, con un extraordinario salto, consiguió introducirse en el reducto.

– ¿En qué punto la heriste? –interrogó Muley a su mujer.

–En la axila, aprovechando el instante en que alzaba el brazo para herirme con la cimitarra.

– ¿Es una herida grave?

– ¿Cómo voy a saberlo yo? Los caballos no estaban un momento quietos… Pero, fíjate, la punta de mi espada aún está cubierta de sangre. Me parece que la castellana de Hussif no osará ya retar a las cristianas.

– ¡Miserables! Siento vergüenza de haber nacido musulmán.

– ¡Silencio! ¡Calla! –dijo con una sonrisa amorosa la duquesa.

–No me ha sido posible medir armas con ese maldito Metiub. Pero no escapará sin encontrarse con mi espada, que no me cabe duda será tan afortunada como la tuya.

– ¡Oh! ¡No hay temor de que abandonen el reducto! –adujo el capitán general. –En tanto que no dejen de tronar nuestras veinte bocas del bastión no se atreverán a abandonar ese refugio.

– ¡Si pudiéramos apresarlos a todos!

– ¡Con ese fuego, duquesa! Escuchad el concierto. Los turcos también claman con su artillería. Cubren a sus compañeros, impidiendo que vayamos a cogerlos. El fragor aumentaba por momentos.

Efectivamente: los atacantes, al observar el mal resultado del desafío, trasladaron numerosas bombardas y culebrinas a la zona meridional del campamento y empezaron a descargarlas furiosamente con el fin de impedir a los venecianos que realizaran alguna salida contra el reducto.

– ¿Quién se atrevería a afrontar semejante huracán? –continuó el conde Morosini. –

Aunque enviara dos compañías de los más valerosos esclavones, posiblemente no llegarían allí los suficientes para llevar a cabo la empresa.

– ¿Y no procurarán hacerlo los turcos? Son seis veces más numerosos que nosotros y…

–En tanto prosiga el bombardeo, no se atreverían a abandonar su campamento y yo ordenaré que no se interrumpa el fuego ni un instante, en especial por la noche. Pero si, al amparo de la oscuridad, realizan alguna salida, desesperada, les garantizo que pagarán cara su traición. Voy a mandar que apilen leña en la parte superior de las torres con el fin de iluminar la llanura en el momento oportuno.

– ¿Decidirán entregarse Haradja y sus camaradas?

–Confío en que así sea, señora, puesto que el asedio puede prolongarse mucho tiempo y no creo que dispongan de provisiones. Pero retiraos a vuestra torre, ya que este puesto empieza a resultar peligroso.

En efecto; los proyectiles turcos, de plomo y piedra, que se abatían a docenas,

empezaban a derrumbar el bastión, y Muley, por temor a que alguno de aquellos cascotes hiriera a su adorada esposa, acató el consejo del conde. Y mientras el duelo de la artillería continuaba con mayor violencia que nunca, los soldados, alzando sus espadas, y los candiotas, entusiasmados, saludaban el paso de la duquesa hasta su torreón entre grandes vítores a «la heroína de Famagusta», al «invencible capitán Tormenta».

Los cobijados en el reducto, por su parte, procuraban por todos los medios hacerse los muertos. Ninguno daba la menor señal de vida; no deseaban seguir idéntico camino al seguido por el soberbio caballo de Haradja, que no había tardado en ser alcanzado por dos proyectiles, uno en un flanco y otro en la fina e inteligente cabeza, y cayó muerto en el foso, luego de correr enloquecido e intentar eludir su fin. ¡Lástima! Tal animal, en aquella época, podía valer una verdadera fortuna y ¡cualquiera sabe lo que pagaría por él Alí Bajá para hacer un regalo a su sobrina!…

Ya declinaba el sol cuando Muley se presentó al conde Morosini, cuyo palacio no había sufrido todavía grandes desperfectos. Le acompañaba Mico, el albano, casi siempre taciturno, aunque siempre ágil de manos, al igual que todos sus compatriotas de las montañas próximas al lago de Escodra.

–Señor capitán –les dijo, – ¿os sería posible, cuando sea noche cerrada, hacer interrumpir el fuego durante una hora?

–Al duque y a la duquesa de Éboli, que tanto hicieron por la Serenísima, nada puedo negarles. Sabéis bien que sois los ídolos de la guarnición, valerosa y aguerrida, si bien en exceso escasa. Venecia no podrá agradeceros bastante lo que hacéis por ella. Explicaos.

¿Qué deseáis?

–Voy a intentar, con mi albanés Mico, alcanzar el reducto y apresar a la sobrina del Gran Almirante, si es que no ha muerto como resultado de la estocada asestada por mi mujer.

– ¿Queréis cometer una imprudencia?

–No, señor conde. Estoy decidido; pero para alcanzar el reducto me es preciso que hagáis cesar el fuego.

El gobernador general, que luchaba contra los turcos desde hacía ya veinte años, primero en el Adriático, después en el archipiélago y posteriormente en las islas del sur, contempló asombrado al joven.

– ¿Deseáis ir en busca de la muerte?

–Dios velará por mí.

–No soy capaz…

–Soy el León de Damasco, señor conde –exclamó con cierta jactancia Muley. –

Permitid que intente la aventura.

– ¿Y la duquesa?

–Yo me ocupo de todo. Debéis pensar, señor conde, que no habrá tranquilidad para nosotros en tanto siga viva esa mujer. Hace ya cuatro años que está maquinando y realizando su venganza. Y ahora ha logrado capturar a mi padre y raptar a mi hijo.

El conde se acarició la canosa barba y, examinando al duque con sus perspicaces e inquisitivos ojos, le respondió:

– ¿Así lo queréis? ¡Sea! Aunque lo considero una temeridad, ya que nuestra baza es buena y esas gentes no tendrán otra solución que entregarse muy pronto. Cosa de un par de días aproximadamente: en cuanto hayan devorado el caballo del turco que debía combatir contra vos, y pensad que son al menos treinta hombres. El hambre los obligará a entregarse. De todas maneras, el calor descompone en seguida la carne y ni siquiera poniéndose a media ración les durará el animal arriba de un par de días más.

– ¿Lo suponéis así?

–Estoy seguro de ello.

–No conocéis a los turcos… Preferirían morir en ese lugar.

–Tengo una idea.

– ¿Cuál?

–Ofrecer la libertad de todos ellos a condición de que Alí Bajá os entregue a vuestro hijo.

–Haradja no aceptará, si es que no ha muerto a consecuencia de su herida, y tengo interés en cerciorarme de ello.

–Pero, amigo mío…

–Estoy decidido, capitán. Ya veréis cómo nos burlamos de esos pobres diablos.

–Bien: ¿a qué hora deseáis que se interrumpa el fuego?

–A las once. La luna tardará en aparecer esta noche.

–Está decidido. Situaré en el puente levadizo cuatro compañías de esclavones preparadas para auxiliaros.

–No será preciso. Cuento principalmente con la astucia.

–No obstante, las tendré allí situadas. Me es necesaria vuestra vida y conviene a todos que el León de Damasco continúe colaborando en la defensa de la plaza. No hay más que hablar; os aguardo en el puente levadizo a la hora que me habéis indicado.

Como era lógico el bombardeo continuó intensa e ininterrumpidamente como durante el día, y los estragos en la ciudad acrecían de una forma que daba angustia.

A las once, Muley, a pie, aunque cubierto de acero y armado con largas pistolas, en compañía de Mico, el leal albanés, se reunía con el capitán general a la entrada del puente levadizo.

– ¿Estáis resuelto, Muley? –inquirió el conde, que parecía inquieto.

–Sí, capitán.

– ¿Qué os interesa averiguar: si la sobrina del bajá está o no muerta?

– Mucho lo deseo. Y sobre todo, si está viva y puedo, como confío, apresarla, me será posible recuperar a mi hijo a cambio de esa mujer.

–No lo niego, pero la empresa es muy peligrosa.

–Llevamos magníficas armaduras, hablamos el turco y simularemos ser enviados por ese canalla de Alí.

– ¡Sois muy osado! Por algo se os ha denominado y se os llama todavía el León de Damasco.

Se estrecharon la mano y se despidieron.

–Que haya suerte. Estaremos dispuestos a defender vuestra retirada…

–Gracias, conde; haced cesar el fuego.

Casi no habían atravesado la mitad del puente cuando se unió a ellos un guerrero ágil y menudo. Muley, pese a la oscuridad de la noche, advirtió que era su mujer.

– ¿Qué significa esto, Leonor?

–Nada de locuras, Muley. ¡Déjame que vaya contigo! –suplicó la duquesa, con voz emocionada –Tres espadas valen más que dos.

El damasceno hizo un gesto con la cabeza.

–Óyeme, Leonor: si yo muriese en esta empresa, ¿quién quedaría para liberar a nuestro Enzo?… Tú… ¿Y si muriésemos los dos? Convertirían en mahometano a nuestro hijo. No, Leonor; ya tendrás ocasión de demostrar tu bravura. Por otra parte, te prometo actuar con mucha cautela. Si venzo, ya nada habremos de temer de la cruel Haradja. Ve, querida mía, a nuestra estancia, y aguarda confiada nuestra vuelta.

En aquel instante fue suspendido el cañoneo y el León dijo a Mico:

–Ya es hora; en marcha.

Puesto que el resplandor de los disparos de los cañones no alumbraba ya la llanura, ambos hombres podían dirigirse al reducto, ya que, a pesar de que los turcos proseguían el fuego, arrojaban sus proyectiles contra los fuertes y no había riesgo para aquellos dos bravos hombres, que se adentraron por entre una plantación de higos chumbos que se extendía hasta los Alberoni, avanzando ambos con la máxima celeridad No tardaron en hallarse ante el foso en que había ido a morir el caballo de Haradja.

– Desenvaina la espada –ordeno Muley a Mico.

Y los dos salvaron el foso. Alcanzaban ya la muralla derrumbada, disponiéndose a escalarla, cuando surgió de improviso un bulto que inquino con voz firme.

– ¿Sois turcos o cristianos?

–Enviados de Ali Baja –repuso Muley.

–Subid, pero primero esperad a que reavive la mecha de mi arcabuz.

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