OTRO RETO

El turco empezó a soplar la mecha ya casi extinguida, alumbrando al poco rato su cruel rostro de jenízaro Muley se cercioro de que se hallaba solo y cuchicheo una palabra a la oreja de Mico.

El albano, ágil y fuerte a semejanza de los lobos de sus montañas, cayo de improviso sobre el jenízaro aferrándole el cuello hasta dejarle sin voz Hubiera podido matarle con su espada, mas, como si adivinase lo que su señor pensaba, le dejo caer a tierra e hizo uso de sus manos El fornido turco pretendió resistir, pero hubo de ceder ante la potencia y habilidad del montañés

– ¿Le mato, señor?

–No, bájale al foso, sujetándole siempre con fuerza. Si lanza un grito, estaremos perdidos.

El albanés hizo lo que le indicaban, le izo en vilo y se lo cargo como si se tratase de una criatura, no sin haber apagado primero la mecha del arcabuz El jenízaro, medio estrangulado, no ofreció resistencia No acudió ningún otro turco, y señor y criado pudieron descender con toda tranquilidad al foso, arrojando al prisionero sobre el cadáver del corcel de Haradja.

– ¡Caramba, señor! He olvidado la espada arriba, menos mal que me queda el yatagán.

Desde el campamento turco continuaban disparando con furia. No obstante, los proyectiles pasaban muy por encima del reducto. Los venecianos, por el contrario, no respondían al fuego, como si hubiesen abandonado la ciudad cercada El conde Morosini cumplía estrictamente lo prometido.

–Señor –observo el montañés, al ver que el jenízaro empezaba a moverse, – ¿que hago con este hombre?

–Coloca en su cuello la punta del yatagán.

–Ya esta hecho.

–Ahora permítele aspirar una buena dosis de aire Creo que aprietas en exceso, Mico.

–Yo no soy culpable de que los hijos de los montañeses sean más fuertes que los del llano.

El prisionero, al notar que le pinchaban la garganta, luego del extraordinario apretón anterior, lanzo un débil grito. Pero el albano lo ahogo tapándole la boca con la mano.

–Óyeme bien –le advirtió el León, inclinándose hacia el: –si lanzas un simple grito para atraer a tus camaradas, no saldrás con vida de este foso.

– ¡Qué! ¿De modo que no eres mahometano?

–No te interesa. Contesta a mis preguntas. ¿Ha muerto la sobrina del bajá?

–No, aunque su herida parece gravísima. ¡Perra cristiana! Parecía invencible. Me agradaría mucho enfrentarme a ella.

–Te atravesaría de parte a parte, aunque te cubrieras con la mejor armadura. ¿Dónde se encuentra Haradja?

–En una casamata.

– ¿La cuida Metiub?

–Sí, el capitán de armas.

– ¿En qué punto ha sido herida?

–En la axila derecha. Si llega a ser en la izquierda, me parece que la sobrina del Gran Almirante estaría muerta.

– ¿Cuántos son los ocupantes del reducto?

–Veinticinco, aparte el capitán y la castellana.

–Bien.

–Y ahora que he hablado, ¿qué es lo que pensáis hacer conmigo?

–Deja que te atemos y amordacemos, y no temas. Mico, asegúrale.

El montañés le colocó en la boca una especie de pañuelo de seda y después, con cuerdas delgadas, aunque sólidas, que siempre llevaba en prevención, le ató las manos a la espalda.

–No intentes huir. Tengo veinte hombres distribuidos por estas cercanías, y si vas a parar a su poder, como acontecería antes de que hubieras avanzado mucho, no respondo de tu vida.

Tras pronunciar estas palabras, Muley subió a la trinchera en pos del albano, que se había apoderado del arcabuz del prisionero.

Pasada la derrumbada muralla, junto a la que podía verse una culebrina veneciana desmontada, avanzaron con cuidado, por temor, muy lógico, a encontrar otros guardianes.

– ¿No se ve a nadie?

–A nadie, señor.

– ¿Dónde se halla el reducto en que se cobija Haradja? No distingo ninguna luz.

Se disponía a dar otro paso adelante cuando el montañés le detuvo bruscamente.

–Los disparos de los turcos han cesado, señor. ¿No pretenderá Alí mandar una columna al ataque con el fin de salvar a los suyos?

–Eso haría fracasar nuestra empresa. Los venecianos precisarán proseguir el cañoneo y los proyectiles no saben diferenciar entre amigos o enemigos.

–Por si acaso, démonos prisa, señor.

Cruzaron la segunda trinchera, también en muy malas condiciones y casi derrumbada y tropezaron con una escalera, que sin duda conducía hasta las habitaciones del reducto.

En aquel instante dispararon desde el bastión de Malamocco un cañonazo. Aquélla era la señal de retirada. Algo grave debía ocurrir.

–Hemos perdido la partida –exclamó enojado el León. – Si emprendemos la fuga, nos cogerán entre dos fuegos, y me extraña ría que pudiéramos volver con vida a Candía.

–Aguarda, señor.

–Continúa el cañoneo…

– ¡Bah! Los proyectiles tampoco ven de noche. Fíjate: allí hay una casamata, algo destruida por las culebrinas, pero que posee la ventaja de no tener moradores.

– ¿Estás seguro?

–Me cercioraré con la mecha del arcabuz.

El bombardeo se había reanudado efectivamente. Al igual que antes, los venecianos disparaban contra el reducto y la explanada, en tanto que los turcos, para impedir que llegara hasta allí alguno de sus proyectiles, empleaban las bombardas.

Mico sopló la mecha y pudo cerciorarse de que, en efecto, no había nadie.

–Solamente paja, señor. Entremos aquí y nos será posible esperar sin riesgo alguno a que cese el duelo de la artillería. ¡Y cualquiera sabe si mientras se cansan de gastar pólvora no se nos presentará una buena oportunidad para llevar a cabo nuestro plan!

Penetraron.

–No obstante, se oyen voces –adujo Muley.

–Son los turcos que se encuentran en la casamata próxima.

– ¡No poder preparar una mina para que volaran todos!

– ¡Ah! ¡Si poseyésemos pólvora!

–Prestemos atención.

Los turcos conversaban entre sí en tono bastante alto para ser oídos a través del muro que los separaba de los dos aventureros.

–Deberíamos huir, Metiub, a pesar del bombardeo.

– ¡Necio! ¿Cuántos imaginas que alcanzaríamos vivos nuestro campamento? Los venecianos cuentan con mejores culebrinas.

–Culebrinas… y espadas.

– ¿Por qué hablar así, Yussuf?

– ¿No observaste cómo derrotó la cristiana a la sobrina del bajá?

–Puede afirmarse que es invencible. En Famagusta yo mismo la vi herir al León de Damasco, que era la mejor cimitarra del Imperio.

– ¿Al hijo del bajá? ¿Al que después se casó con ella?

–Exacto.

– ¿Y no habrá quien pueda acabar con esa mujer?

–Pruébalo tú.

–No me siento capaz de ello.

En aquel instante un proyectil lanzado por una culebrina veneciana abatió el tabique medianero, alcanzándolo de través, y ambos turcos y los dos cristianos quedaron frente a frente. Fue mayor el estruendo que el destrozo, puesto que la bóveda había resistido y las dos casamatas quedaron indemnes.

Los musulmanes, al distinguir aquellos guerreros, cuyas armaduras no eran las empleadas por los soldados del sultán, desenvainaron las cimitarras para atacarlos. Pero Mico se puso delante de ellos con el arcabuz preparado y, mientras los apuntaba, exclamó con sonora voz:

– ¡Entregaos o sois hombres muertos!

El León de Damasco se hallaba a su lado, con la espada empuñada, a fin de ayudarle.

Ambos turcos se miraron un momento y de súbito abandonaron la casamata a toda velocidad gritando:

– ¡Alarma! ¡Alarma! ¡Los venecianos!

Muley aconsejó a su fiel servidor:

–Recurramos a los talones, Mico. Nos han descubierto, y si permanecemos aquí, nos matarán los demás, puesto que no podemos combatir contra veinticinco.

Con no menor celeridad que los mahometanos huyeron ambos cristianos, dándose a la fuga. Los turcos abandonaban en tropel las casamatas y se oía a Metiub indagar:

– ¿Dónde se encuentran?

Los fugitivos tropezaron con un caballo amarrado a una estaca hundida en tierra. El animal, al escuchar el bombardeo, realizaba extraordinarios esfuerzos para huir. Se hallaba ensillado. ¿Era el de Metiub? Posiblemente.

– Monta detrás de mí, Mico.

Una bala de arcabuz o de pistola silbó junto a los oídos de Muley. El montañés contestó:

–Sí, señor. Pero permíteme descargar esta boca de fuego con el objeto de aligerarme de peso.

–Apresúrate.

El albano apuntó hacia el grupo de turcos que se disponía a dar alcance a los fugitivos y descargó el arma. Escuchóse un grito. Alguien había caído. Entretanto, cortada la cuerda que retenía al caballo, Muley saltó sobre la silla. Mico montó tras él.

–A todo galope, señor.

Los turcos no emplean espuelas: utilizan estribos muy anchos, casi cuadrados, con un ángulo bastante cortante. No fue necesario sino que Muley lo tocara con los estribos para que el caballo se lanzara a la carrera, salvando de un salto la añosa empalizada. En aquel instante unos cuantos hombres que salían del reducto por otro lado se plantaron ante los fugitivos, conminándolos a la rendición. Eran cinco o seis y, por suerte, no llevaban armas de fuego. Cayó tal lluvia de golpes sobre sus almetes, que tres de ellos se desplomaron en

tierra y los otros huyeron gritando:

– ¡Que huyen! ¡Que huyen los cristianos!

Los guerreros jenízaros se presentaron al momento. Pero ya el corcel, sin ningún obstáculo ante él, corría desenfrenadamente, no temeroso en apariencia de las balas que los venecianos continuaban disparando desde el bastión del Malamocco.

–Señor –observó el montañés, –a esto lo llamo marchar hacia la muerte.

–Aférrate bien a mí y no te inquietes. Sólo nos restan por atravesar quinientos pasos.

¡Ah!

De todas las torres septentrionales de Candía habían brotado súbitamente hogueras que arrojaban una luz bastante intensa sobre el llano para distinguir a un jinete. El conde Morosini había mantenido su promesa.

–Grita con fuerza, Mico. Anúnciales que somos cristianos.

Los venecianos proseguían disparando sus cañones, y los turcos hacían lo mismo con sus malditas bombardas, cuyas pelotas de piedra caían a montones por la llanura y estallaban igual que bombas en cuanto se ponían en contacto con la humedad de la Tierra.

El riesgo mayor provenía, no obstante, del lado veneciano, ya que al verlos avanzar podían fusilarlos los esclavones que montaban la guardia en el puente levadizo. Amo y criado lanzaron al tiempo dos fuerte gritos que dominaron los estampidos de la artillería.

– ¡Cristianos! ¡Cristianos!

Un momento después cesaban los disparos de los venecianos y en las terrazas de las torres se hacía más intensa la luz, como si hubiesen avivado más las hogueras.

El caballo, conducido por aquel diestro jinete, uno de los más célebres de Asia Menor, galopaba por entre las bolas de piedra, que estallaban en todas direcciones en mil fragmentos, eludiendo ser alcanzado por verdadero milagro.

– ¡Eh! ¡Eh! –exclamaba Muley, azuzando al corcel, no ciertamente sin suavidad, con el lado cortante de los estribos.

– ¡Cristianos! ¡Cristianos! –proseguía gritando el albano, cuyos pulmones semejaban ser de acero.

El caballo pasó, como un proyectil lanzado por una catapulta, la zona peligrosa y alcanzó a la carrera, con los dos jinetes, el puente levadizo del bastión de Malamocco sin haber recibido el más simple golpe ni la más insignificante herida. Allí lo retuvieron los esclavones, si bien Muley se bastaba para hacerlo, ya que el magnífico corcel no sentía el menor deseo de oponerse a las órdenes de aquel jinete que lo montaba con tanta maestría.

Un instante más tarde las culebrinas reanudaban sus disparos certeros y proseguían batiendo la llanura que se extendía entre el reducto de los Alberoni y el campamento turco.

El capitán general, que se hallaba vigilando a sus artilleros, al informarse de la vuelta del León de Damasco fue en busca de la duquesa, que hacía rato ya que abandonó la torre dominada por una gran angustia.

–Ahí le tenéis, señora, con vida. Dios le ha protegido.

Muley, nada más al saltar a tierra, abrazó fuerte y cariñosamente a su esposa, riñéndola con dulzura por haber abandonado la protección de la torre.

–Como ves, he vuelto.

–Pero has cruzado bajo una lluvia de balas, Muley… Podría haberte alcanzado alguna.

–Jesucristo me protegió, dejándome regresar sano y salvo para comunicarte que Haradja, por las noticias que tengo, está herida de gravedad.

–Pero no ha muerto –adujo el conde.

–Esa víbora tiene mucha resistencia, capitán. Habría que clavarla por el corazón a una pared y dejarla clavada hasta que muriera.

– ¿Y son muy numerosos los del reducto?

–No llegan a treinta; todo lo más, veintiséis o veintisiete.

–No me siento capaz de efectuar una salida y apresarlos. Somos muy escasos en número y no poseemos sustitutos para los muertos. No nos acontece como a los turcos, que en cualquier instante pueden recibir tropas de refresco de Constantinopla… Fijaos cómo desdeñan la vida de sus hombres. Están organizando una expedición al reducto y enviarán dos mil o tres mil guerreros no para salvar a esa treintena de jenízaros, por los que no tienen ningún interés, sino a la sobrina de Alí Bajá.

– ¿Y les permitiréis llegar? –inquirió Muley con acento anheloso.

– ¿No escucháis cómo retumban nuestras culebrinas? Ahora son treinta las que vomitan muerte contra esos perros infieles. No tengáis cuidado: ninguno de estos hombres, aunque son valientes en extremo, atravesará nuestra lluvia de fuego. Venid al bastión y veréis. No hay riesgo, puesto que los proyectiles de esos bellacos llegan muy pocas veces hasta nuestra batería.

Cruzando una inmensa nube de humo que la ausencia casi absoluta de brisa mantenía inmóvil, el capitán general y los dos esposos, ya que Mico se había marchado para ocuparse del caballo turco, alcanzaron el imponente bastión, que por su solidez y amplias proporciones era denominado la roca de Candía.

Dos compañías de artilleros desencadenaban un violento fuego, no dejando descansar ni un instante a las culebrinas. Arrojaban sus bolas de plomo, igual que granizo, contra una enorme forma negra que acababa de surgir de las trincheras otomanas y avanzaba con gran ligereza por la siniestra llanura.

Eran, efectivamente, marineros de Alí Bajá que se precipitaban hacia el reducto para salvar a Haradja. ¿Cuántos eran? Dos o tres millares, como mínimo, según supuso el gobernador de Candía; pero para su desgracia, aquellos bravos, teniendo la certeza de que se dirigían a una muerte cierta, amedrentados por el torrente de proyectiles que recibían de frente, no progresaban demasiado. A cada descarga de las culebrinas del bastión se veían clarear sus filas, las cuales tardaban mucho en cerrarse.

– ¿Serán capaces de llegar? –interrogó la duquesa al conde.

–No es posible, señora. Y solamente un ser como Alí Bajá puede mandar tanto hombres a una muerte cierta. Nuestros proyectiles se abaten sobre ellos igual que el granizo durante una tormenta y deben producir horribles estragos entre esos desdichados.

Es una cruel carnicería.

– ¿No acudirán en auxilio los jenízaros del visir?

–El generalísimo es en exceso prudente para sacrificar millares de vidas por salvar treinta, a pesar de que una de ellas sea ni más ni menos que la de la castellana de Hussif.

No es capaz de mandar a sus guerreros al matadero… ¡Fijaos! Los turcos no pueden ya resistir nuestro fuego y se retiran a la desbandada. Las culebrinas doman muy bien a los hombres.

Efectivamente: tras aguantar durante más de una hora aquel endiablado fuego que los diezmaba, aterrorizados por la enormidad de sus bajas, decidieron desistir de semejante empeño. El reducto se hallaba aún a mucha distancia y no podía pensarse en alcanzarlo bajo aquella lluvia de mortífero plomo.

–Estaba seguro de ello. No se puede afrontar impunemente el fuego graneado de treinta culebrinas disparadas por los artilleros de la Serenísima.

– ¿No volverán después?

–De momento no lo creo, Muley.

– ¿Y qué ocurrirá con esos treinta encerrados en el reducto?

–Voy a hacer cuanto pueda, Leonor, para que mañana exista uno menos.

– ¿De qué forma? –indagaron a un tiempo el conde y la duquesa.

– ¡Por la muerte del profeta! El duelo no ha terminado todavía. Metiub debe luchar conmigo, y si desea abandonar el reducto, habrá de comprobar el temple de mi espada, igual que Haradja ha probado el de mi mujer.

– ¿Y deseáis enfrentaros a esos traidores? Yo no confiaría, Muley –observó el capitán general.

–Conozco a mis compatriotas, señor conde. En el fondo todos son bastante caballerosos y, una vez retados, no se echan atrás. Haced ondear mañana por la mañana en el bastión la bandera blanca, para solicitar una tregua, y comprobaréis cómo Metiub abandona el reducto. ¿Lo haréis?

–Ya que lo deseáis, así sen.

–En tal caso, esperad.

– ¿Qué piensas hacer, querido esposo?

–Libertar al caballo de Metiub. El animal regresará en seguida al reducto y mañana le veremos de nuevo con el capitán de armas en su silla. Esos caballos de las estepas olfatean a sus amos a grandes distancias, igual que los perros, y saben encontrarlos.

Y Muley se precipitó por entre la densa nube de humo y desapareció al momento.

El fuego veneciano proseguía, si bien menos nutrido, a pesar de la retirada de los

turcos. Por el contrario, las bombardas de los infieles permanecían silenciosas.

– ¿Qué opináis sobre esto, conde? –inquirió la duquesa.

–Pienso que considero posible apresar a Haradja o, como mínimo, forzar a ese perro de bajá a que nos entregue a vuestro hijo.

– ¿Un cambio? ¿Y recuperaría a mi Enzo?

–Sí, duquesa.

– ¿Aceptará?

–No le queda otro recurso. El reducto es inexpugnable, defendí do por nuestras culebrinas, y, sin recibir ayuda, antes o después habrán de entregarse. Id, por tanto, a descansar tranquila, amiga mía, que por esta noche nada de importancia creo que acontezca. Mañana solicitaremos de los turcos una tregua para que se realice la segunda partida del desafío.

En aquel instante Muley regresaba y el conde agregó:

–Por lo que a vos respecta, mi bravo amigo, os aconsejo con gran interés que combatáis ante el bastión. No vayamos a tener nuevas traiciones.

Fue con ellos hasta el pie de la escalera y luego volvió junto a sus artilleros; sería siempre uno de los mejores capitanes venecianos. El fuego ya era mucho menos intenso.

Las culebrinas disparaban solamente de vez en cuando, como para notificar a los turcos que en Candía aún se disponía de pólvora y se hallaban decididos a darles otra lección si pretendían de nuevo un movimiento para salvar a los que se encontraban encerrados en el reducto.

Al día siguiente, al despuntar el sol, en todas las torres de la plaza se izaron banderas blancas en señal de tregua. Los turcos, al verlas, interrumpieron el fuego, y un caballero se aproximó a todo galope al bastión e inquirió con arrogancia si la ciudad se entregaba.

Muley se presentó ante él con la espada desenvainada.

– ¿Quién eres y qué deseas? –indagó el otro.

– ¡Soy el León de Damasco!

– ¡El renegado!…

– ¿Qué importa?

– ¿Qué quieres?

–Que suspendan los turcos el fuego hasta culminar el desafío.

– ¿No concluyó ya?

–No; únicamente combatieron la cristiana y Haradja. Ahora me corresponde a mí enfrentarme al capitán de armas del castillo de Hussif. Ha llegado mi turno.

– ¿No resultó herida la sobrina del bajá?

–Sí, pero está viva. Ve a comunicar al visir que si no acepta esta tregua, antes que se ponga el sol no quedará piedra sobre piedra del reducto y perecerán todos los que están

refugiados en sus casamatas.

El turco palideció intensamente:

– ¡Matar a una mujer…, y herida!

–Una mujer que concibió una innoble asechanza… No era con escolta como debía acudir.

–Acaso esté en lo cierto el León de Damasco. En los desafíos, lo primero es la lealtad.

Voy a realizar lo que me encomiendas. De aquí a diez minutos habré regresado.

–Aquí te espero.

Al poco rato Muley vio aparecer por una rampa del reducto a Metiub, montado en su corcel, que había sabido reunirse con él, empuñando una espada recta.

– ¿Qué deseas? –le interrumpió Muley.

–Vengar a mi señora –contestó el capitán.

– Me lo imaginaba. Pero por el momento el visir no ha aceptado la tregua.

–Combatiremos a pesar de que prosiga el bombardeo. El León de Damasco no puede ya temer las balas.

–Jamás me atemorizaron.

–Ahora te protege la cruz.

–Y a ti la Media Luna. Comprobaremos qué protección es más efectiva.

– ¿Confías en poder acabar conmigo?

–Sí, con la protección de la cruz.

–Ahí llega el mensajero.

En efecto: a galope tendido llegaba desde el campamento turco un guerrero que portaba una bandera blanca en la lanza; pero no se trataba de un caballero cualquiera, y menos aún de un soldado, sino que era un jut-basci, es decir, un coronel.

–Aguardémosle, Muley. De todas maneras no perderás nada por esperar, ya que estoy decidido a batirme aunque se inicie de nuevo el cañoneo: un capitán de armas que no acepta un desafío queda deshonrado para toda su vida.

–Espero.

El coronel, hombre apuesto y de altivo aspecto, con imponentes bigotes y vestido de seda verde recamada en oro, se acercó a los dos campeones y en firme tono de voz, dijo:

–La tregua está aceptada. Las leyes del Honor y de la Caballería son también sagradas entre nosotros.

–Ya lo comprobé ayer. Tal vez por eso escondisteis aquella treintena de hombres en el reducto.

–Nosotros, no. Eso sería cosa del Gran Almirante con el fin de salvar a su sobrina…

No obstante, está mal hecho, ¿Deseáis batiros? Yo seré testigo, con los venecianos que os

contemplan desde el bastión.

– ¡Un turco contra un turco! ¡Así estaba escrito!

– ¡A un lado! –le gritó Muley.

El coronel se apartó lo bastante, para no entorpecer en absoluto el movimiento de los caballos de los combatientes, y exclamó:

– ¡Al ataque! ¡Vamos a ver si es mejor la protección del Nazareno o la del Profeta!

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