Tres días más tarde la flota veneciana anclaba en la ensenada de Capso, en la que en aquel momento solamente se encontraba un lansko griego, pequeñísimo velero de unos cuatro metros escasos de eslora y tan abarrotado de géneros diversos que parecía fuera a irse a pique.
No cabía duda de que se había refugiado en aquel lugar por miedo a las galeras turcas que, a pesar del cerco de Candía, realizaban rápidas incursiones por el archipiélago para explorar la llegada de los refuerzos venecianos.
Nada más llegar las naves acudió Damoko, montando un fuerte caballo que parecía de raza turca, en compañía de cuatro de sus amigos, también montados a caballo y armados de una forma extraordinaria.
–Ahí tenéis, Muley, al imprescindible y leal amigo. Él y sus compañeros os ayudarán a entrar en Candía. Ya conocéis lo mucho que vale.
–Sí, almirante.
–Podéis confiar en él totalmente.
– ¿Vos os quedaréis aquí?
–Hasta vuestro regreso.
– En tal caso mi padre permanecerá a bordo de la capitana.
–De acuerdo. Pero no os descuidéis. Traed en seguida a vuestra mujer, ya que los turcos tal vez me descubran y me vería entonces forzado a marcharme. A Damoko le resultará fácil proporcionaros un corcel a vos, otro a Nikola y también a vuestro criado.
No cabe duda que, en nuestra ausencia, se ha procurado buena cantidad de caballos turcos.
–No desearía ocasionaros molestias…
–Nada de eso. Si los turcos me fuerzan a marcharme, lo haré. Pero os garantizo que volveré en busca vuestra.
Mientras tanto Damoko y sus camaradas habían subido a la nave almirante. En seguida se preparó la expedición para ir a salvar a la duquesa antes de que fuera asaltada la ciudad pues se tenía noticia de que, literalmente arrasada por los proyectiles de las bombardas, resistía por un auténtico milagro, puesto que torres y torreones habían soportado excesivo cañoneo en el transcurso del prolongado asedio.
Al anochecer, un amigo de Damoko saltó a tierra para procurarse caballos, numerosos en todas las granjas de la isla debido a que los merodeadores turcos que cometían la imprudencia de acercarse en exceso a ellas eran abatidos a balazos, ya que la mayoría de los granjeros eran por necesidad soberbios tiradores, obligados a mantenerse de la caza.
A la siguiente mañana, hacia las cinco, ocho caballos de muy buena raza pisoteaban la arena.
–Con esos corceles árabes –indicó el almirante a Muley –podéis efectuar una velocísima carrera. Candía terminará por llenarse de caballos turcos. Para algo habrá servido esta contienda a los isleños. Id y regresad cuanto antes, por las razones que antes
expuse.
El León de Damasco, luego de abrazar a su padre y tranquilizarlo descendía a tierra a las siete en unión de su escolta. Todos iban armados con arcabuces, pistolas y armas blancas. Se despidieron por última vez y fueron aclamados por los venecianos con vítores y los ocho hombres subieron sobre sus caballos y desaparecieron al instante tras las alturas de las cercanías.
Damoko y Nikola, que eran los que conocían mejor la isla, marchaban delante, y hacia medianoche los ocho jinetes se encontraban en la granja del primero. Luego de haber comido y descansado, el León pretendió continuar el viaje.
–No sigamos, señor –adujo el cretense. –Resultaría muy peligroso llegar a Candía de madrugada.
– ¿Y hemos de permanecer aquí hasta mañana por la tarde?
–Sí, señor. No habiendo efectuado señal, no nos sería posible aproximarnos a los bastiones sin ser muertos o heridos por la metralla o los arcabuzazos.
– ¿Qué señal hay que hacer?
–Encender un farol rojo.
–Conformémonos y aguardemos.
–Por otra parte, señor, quiero mandar a un par de amigos a que espíen las cercanías de la ciudad. No conocemos hasta qué extremo estrechan los turcos el sitio.
– ¿Se encontrará cercada Candía hasta el punto de volver imposible nuestra entrada en la ciudad? Estoy anhelando ver a mi esposa y ponerla a salvo, antes de la ruina final. Ya no podrán aguantar demasiado los venecianos.
–Desde luego, señor. Su valentía no será suficiente para salvar la enseña de la República, como no sea gracias a un milagro.
–Y es posible que ocurra, Damoko.
– ¿De qué forma?
–Las naciones cristianas, cansadas de la arrogancia turca, parece que han resuelto asestarles el golpe definitivo.
– ¿Quién os lo ha comunicado?
–El almirante.
–En tal caso algo de cierto debe de haber en ello. Pero para Candía será ya demasiado tarde.
– ¡Cualquiera sabe!
El cretense hizo un gesto de incredulidad con la cabeza. Después, en silencio, puso la mesa, presentando medio cabrito asado y algunos panes durísimos, además de unas botellas de vino blanco que habían traído de la bodega.
–Cenemos.
Así lo hicieron y con buen apetito los ocho. Luego se dispusieron a dormir otra vez todos, con excepción de uno, cuya misión era velar por los demás. La noche transcurrió tranquila y hacia la madrugada los campos proseguían desiertos.
–Esta tarde continuaremos el viaje –anunció Damoko a Muley. –Un par de mis amigos irán, tal como os dije, a explorar y si, como espero, el acceso a Candía es factible, a media noche pasaremos los bastiones.
Tras de haber almorzado, dos cretenses montaron, en efecto, a caballo y en seguida desaparecieron tras los viñedos.
Para los que quedaron, y sobre todo para el León de Damasco, las horas de espera se hicieron interminables. Al crepúsculo, los exploradores, con los caballos sudorosos, volvieron a la granja.
– ¿Qué sucede?
–El sitio continúa de la misma manera. Será bastante sencillo para un grupo de hombres audaces penetrar en Candía.
– ¿Por dónde? –indagó Damoko. – ¿Por el bastión de Malamocco?
–Queda sólo el puente de la Lid libre del asedio. Los restantes tienen delante las pasarelas turcas con bombardas y culebrinas.
– ¿Así que el sitio es casi absoluto? –indagó Muley.
–Casi, señor. Incluso las colinas que se levantan en dirección al sur de la plaza han sido tomadas. Cierto es que miles de turcos yacen sin enterrar en el fondo del barranco.
– ¿De manera que opinas que podemos entrar?
–Sí, señor.
– ¿Y no habéis topado con exploradores? –interrogó Damoko.
–Al parecer no osan realizar incursiones desde que hace unos días los venecianos realizaron una salida desesperada.
– ¿Cómo os habéis enterado de eso?
– Por uno de nuestros hermanos escondidos en el campo al acecho de esa gentuza.
Ensillaron los caballos, les dieron nuevo pienso y al caer la noche cabalgaron y partieron al galope.
Damoko llevaba oculto bajo su capa un pequeño farol rojo, para poder aproximarse al bastión.
–Si no morimos, penetraremos en Candía.
–No moriremos, se entrará en Candía.
–No se morirá, señor Muley. Los venecianos están informados de la señal y no abrirán fuego. Por el contrario, echarán al instante el puente levadizo. Sólo me inquietan esos endiablados exploradores que escogen la noche para sus sorpresas. Por fortuna jamás van en gran número y somos muy capaces de acometerlos y terminar con ellos, tal como
hicimos en mi granja hace breves días.
En Candía retumbaba el cañón. Las culebrinas dejaban oír sus secos estampidos; las bombardas su fragor imponente. Siniestros ecos que quebraban el silencio. Aunque lejanos, los jinetes distinguían los grandes proyectiles de piedra que cruzaban el espacio semejantes a bólidos, dejando detrás de ellos largas estelas de chispas, y percibían el estrépito que ocasionaban al abatirse sobre las míseras viviendas de Candía, ya medio arrasadas en los veintiocho meses de cerco.
Entre las diez y las once de la noche llegaron delante de los bastiones occidentales de Candía. Damoko se orientó en seguida y, tomando una larga pértiga, prosiguió su avance.
A unos quinientos metros la clavó en tierra y puso sobre ella el farol. Todos desmontaron aguardando la señal del fuerte para seguir su marcha con seguridad. Pasaron unos minutos sin que los venecianos contestaran a esa señal, y de improviso Damoko apretó con fuerza el brazo de Muley.
–Ahí tenemos a esos malditos.
– ¿Cuáles?
–Las patrullas turcas.
– ¿En dónde?
–Acaban de aparecer tras de aquel bastión.
– ¡La señal! –anunció en aquel momento Nikola. –Los venecianos han contestado.
–Ya era hora. Ahora hay que librarse de los merodeadores.
Algunos hombres habían surgido en el bastión en torno a una luz roja. Y en ese preciso instante un grupo de ocho o diez guerreros turcos se precipitaba a galope tendido en dirección a los cristianos, clamando:
– ¡Los cristianos! ¡Los cristianos! ¡Muerte! ¡Muerte!
– ¡A caballo! –ordenó el León. –Descarguemos los arcabuces y después atacaremos con las espadas.
En un santiamén cabalgaron los ocho y apuntaron a los exploradores turcos. Pero no tuvieron ocasión de abrir fuego. En su lugar lo habían hecho los venecianos, cogiendo de través a la patrulla turca, que enarbolando las cimitarras continuaba exclamando:
– ¡Los cristianos! ¡Muerte! ¡Muerte!
La metralla del bastión mató cinco o seis caballos y abatió, muertos o heridos, a seis o siete turcos.
Los demás, espantados, se dieron a la fuga desordenadamente, dirigiéndose al campamento turco y provocando una alarma innecesaria, por lo tardía.
– ¡En marcha! –dijo Muley, que acababa de oír rechinar las cadenas del puente levadizo.
Mientras avanzaba, empinándose sobre los estribos, gritaba:
– ¡Soy el León de Damasco! ¡No disparéis!
A los breves minutos eran recibidos por una veintena de venecianos.
–Tú, Damoko, explica a estos señores la razón de nuestra vuelta. Y vosotros, Nikola y Mico, acompañadme a la torre en que vive mi esposa. Tened preparados los caballos, ya que antes del alba nos marcharemos.
Saludó al comandante del bastión, se fue acompañado de sus dos fieles amigos y pronto llegó al torreón que el capitán general pusiera a disposición de la duquesa.
–Aguardad aquí y ensillad uno de esos caballos. Si no escapamos esta noche, ya no veremos de nuevo al almirante. Las horas de Candía se hallan contadas.
–Id, señor –respondieron Mico y Nikola. –Nos encontraréis preparados.
Muley subió la escalera, en forma de caracol, que se hallaba casi derrumbada y alcanzó el primer piso, penetrando en un amplio cuarto, amueblado con dos camas y en el que la luz entraba por un par de troneras.
La duquesa, que acaso acababa de regresar de una exploración o de una visita al capitán general, llevaba la armadura puesta, aunque no el yelmo, y descansaba en uno de los lechos, oprimiendo todavía en la mano derecha la espada.
– ¡Leonor! –exclamó el León de Damasco, acercándose vehementemente a ella.
La duquesa abrió sus bellísimos y profundos ojos y alargó los brazos, ciñendo el cuello del fuerte guerrero.
– ¡Tú, Muley!… ¡Has vuelto!
– ¡Sí, amor mío, y casi no llego a tiempo!
– ¿Qué hay de nuestro hijo?
El León hizo un gesto, desalentado.
–No ha sido posible salvarlo. El almirante veneciano no dispone de las suficientes fuerzas para librar un combate con la flota turca, que cuenta con trescientas galeras.
– ¿Continúa todavía a bordo de la nave almirante?
–Sí, Leonor. Pero espero que no siga por mucho tiempo, ya que todas las naves de las potencias cristianas se están concentrando en Mesina para asestar un golpe final a los mahometanos. El día que se libre el combate nosotros estaremos allí y asistiremos al abordaje de la galera de Alí-Bajá.
– ¿Y tu padre?
– Salvado y el castillo de Hussif incendiado.
– ¿La guarida?
–Sí, Leonor.
– ¿Cómo has hallado a tu padre?
–Robusto y vigoroso; casi no ha sufrido.
– ¿Está curado?
Muley-el-Kadel esbozó una sonrisa.
–Nosotros los turcos tenemos duro el pellejo y se nos renueva con facilidad. Somos acaso más fuertes y más resistentes que los cristianos.
– ¿Y qué haremos, Muley?
–Vámonos.
– ¿Abandonamos cuando más se precisan nuestras espadas?
–Los venecianos han de defender una enseña y deben continuar aquí en tanto puedan sostener una espada y una carga de pólvora. Pero nosotros tenemos que pensar en nuestro hijo.
– ¿Y nos marchamos?
–Sí, a reunimos con la flota de Veniero en la ensenada de Capso. Si nos quedamos en este lugar nadie libertará a nuestro Enzo, ya que no nos podrá auxiliar la guarnición de Candía, ya exhausta y más que diezmada.
–Estás en lo cierto, Muley. ¿Se hallará libre el camino?
–Confío en que así sea.
– ¿Con quién nos pondremos en camino?
–Disponemos de una pequeña y valerosa escolta. Acompáñame, Leonor. Las horas de la desdichada ciudad están contadas. El día menos pensado el Gran Visir enviará cien mil hombres contra la plaza y no serán ni las culebrinas ni las espadas venecianas las que puedan retener esa masa de guerreros.
– ¿Y qué ocurrirá?
–Una hecatombe. Algo semejante a lo de Famagusta. Mis compatriotas son excesivamente bárbaros y crueles. Ven; nos esperan.
La duquesa se puso el yelmo, se ciñó la espada y dos pistolas y siguió a su marido, que continuaba llevando el farol rojo. Mico y Nikola tenían ya ensillado el más soberbio caballo, de sangre árabe y con magnífica estampa.
–Vamos, compañeros –dijo el León a los dos valientes, que saludaron a la duquesa. –
¿Te consideras capaz, Leonor, de aguantar una carrera de ocho o diez horas?
–Sí, Muley. El hambre no me ha extenuado todavía, como te imaginas, ya que los venecianos se han privado de todo para que yo tuviera todo lo posible.
– ¿En qué estás pensando, Nikola?
–En los merodeadores que ametrallan los venecianos –repuso el griego, frunciendo el ceño.
– ¿Sientes temor de que nos intenten apresar cuando hayamos salvado el puente levadizo?
–Eso es, señor.
–No obstante, no podemos continuar aquí.
–No os lo recomiendo. Los turcos están deseando acometer la plaza. El sitio se ha prolongado ya demasiado.
– ¿Y deberé exponer a mi esposa a los disparos de la patrulla?
– ¿Es que no me apodaban ellos el capitán Tormenta? Que vengan y mi espada derramará de nuevo sangre mahometana.
–Y además aquí nos tenéis a nosotros, señora. No somos demasiados, pero todos resueltos a morir por nuestros señores.
–Son realmente valerosos. ¿Emprendemos la marcha, Nikola?
–Vamos y resguardémonos de las balas de las bombardas, que esta noche llueven sobre Candía.
–Me pareces muy meditabundo, Nikola. ¿Continúas pensando en los exploradores?
– ¿Qué queréis? Detesto a esa chusma.
–La casa de Damoko no se halla a mucha distancia. Nos cobijaremos en ella.
–Allí podremos resistir y acaso darles otra lección.
– ¡A caballo, Leonor! Deja de momento tus pistolas. –Con las patrullas es más aconsejable el arma blanca.
La duquesa emprendió el galope y todos partieron. Aquella noche semejaba como si los turcos tuvieran decidido arrasar Candía. Era una auténtica lluvia de proyectiles de piedra la que se abatía sobre la plaza. Como ya quedaban escasas moradas por destruir, derrumbaban las torres.
Por entre las angostas calles, practicadas detrás de los bastiones, las balas caían y se cruzaban zumbando. Los cuatro jinetes, acercándose lo máximo posible a los bastiones para defenderse de los proyectiles, llegaron al lugar donde se encontraban Damoko y sus amigos. El comandante acudió al encuentro de Muley.
– ¿Nos dejáis, señores? –inquirió con acento conmovido.
–Es preciso, capitán.
–Me hago cargo. Tenéis que libertar a vuestro hijo. Lo sabemos y no podemos auxiliaros. ¿Es cierto que las naves de todas las naciones cristianas se están concentrando para luchar contra el turco?
–Sebastián Veniero lo ha asegurado –repuso el León de Damasco.
– ¡Cualquiera sabe! Todo va a depender de la suerte del combate. Los turcos son muy poderosos.
–Cierto. Por mar es muy fuerte su poder.
–Resistirán. ¿Ha retornado alguna patrulla?
–No, señor. Y en el supuesto de que vuelva estamos preparados para ametrallarla.
Podéis marchar tranquilos. En tanto que os encontréis a nuestro alcance os ayudaremos.
Luego Dios lo hará.
–Gracias, capitán. Espero veros de nuevo algún día, cuando hayamos abatido el poderío turco.
El veneciano hizo un ademán de desaliento.
–Candía terminará sus días como Famagusta –dijo con resignación. –Por otra parte, al trasladarnos a este lugar para defender las últimas posiciones del León de San Marcos en Oriente, teníamos la seguridad de que no habríamos de volver a ver jamás el campanile ni la Torre del Reloj. Antes de abandonar Venecia hicimos todos testamento.
–Señores –indicó Nikola, –han bajado el puente y los artilleros están preparados para defendernos.
Se saludaron por última vez y los nuevos jinetes dejaron el fuerte.
La luna había desaparecido y un velo de tinieblas imperaba fuera de las últimas defensas de Candía, baluarte que los turcos, pese a lo valerosas y aguerridas que eran las tropas musulmanas, no habían logrado conquistar.
–Tened los ojos bien abiertos –aconsejó Nikola cuando hubieron pasado el puente –y encended las mechas de los arcabuces. En ocasiones una buena descarga es mejor que una carga a fondo.
Prepararon todas las armas, examinaron a lo lejos la llanura y no viendo a nadie emprendieron el galope.
Aunque ellos se imaginaban a salvo, se hallaban en un error. Los exploradores turcos que pudieron eludir la metralla veneciana se dirigieron al instante al campamento y solicitaron la ayuda de sus camaradas para capturar a los cristianos, suponiendo que los que acababan de penetrar en la plaza la abandonarían aquella misma noche.
Nikola, que, como ya sabemos, era el que tenía mejor vista, los distinguió en seguida.
– ¿No os advertí yo que nos esperarían? No nos va a resultar muy sencillo llegar a la rada de Capso con toda esa chusma acosándonos.
Por fortuna los venecianos del bastión cuidaban de sus amigos.
Al distinguir a los turcos, que galopaban en persecución de los fugitivos desesperadamente, descargaron cuatro cañonazos de metralla, cuyo resultado fue catastrófico para los perseguidores, que en aquel instante pasaban delante del bastión.
Doce o quince se desplomaron acribillados por la metralla, lanzando alaridos de fieras.
Pero los que quedaron ilesos continuaron su carrera, dando gritos de muerte contra los cristianos y grandes vivas a Mahoma.
Como ya se hallaban a suficiente distancia para no ser ametrallados les arrojaron cuatro balas, pero no los alcanzaron, ya que los artilleros, por miedo de herir a los fugitivos, apuntaron excesivamente alto.
–No son arriba de quince –anunció Nikola, que los había contado con todo detenimiento. – Nuestros caballos son magníficos y espero que llegaremos a casa de Damoko sin que nos den caza. Cuando lleguemos a la granja haremos lo mismo que en la otra ocasión y los pajarracos tendrán una buena ración de comida. Al instante, señor Muley, marchad delante con vuestra esposa. Nosotros os cubriremos las espaldas.
–Gracias, Nikola –repuso el León de Damasco, poniéndose a la cabeza del grupo.
Los turcos, algunos de cuyos corceles debían haber resultado heridos a consecuencia de la metralla, se iban rezagando en gran manera. No obstante, varios de ellos avanzaban como un torbellino, empuñando las cimitarras y disparando de cuando en cuando con las pistolas, aunque sin hacer blanco debido a los movimientos desenfrenados propios de la furiosa carrera.
Continuaban con sus alaridos de rabia, estimulando a sus rezagados camaradas y dando gritos de muerte contra los cristianos. En algunas ocasiones los perseguidos se daban la vuelta y disparaban sus armas, pero casi siempre sin el menor resultado. Nikola y Damoko alentaban con sus gritos a sus amigos para que no redujeran la rapidez de la galopada, anhelando poner entre ambos bandos la máxima distancia posible.
Y avanzaban a una terrible velocidad entre viñas y chumberas, y a veces sobre huesos humanos, y siempre acosados por aquellos bárbaros sedientos de sangre cristiana. Aunque magníficos jinetes, los turcos no lograban adquirir la menor ventaja y no acortaban ni en un simple palmo de tierra la distancia que los separaba de los fugitivos, los cuales a cada conminación de detenerse y rendirse, sabiendo lo que les aguardaba si hubieran cometido la imprudencia de obedecer, contestaban con pistoletazos y disparos de arcabuz muy a menudo.
– ¿Te fatigas, Leonor? –interrogaba de vez en cuando Muley a su mujer.
–En absoluto y mi montura, a pesar de que debe haber pasado bastante hambre en Candía, se porta magníficamente –replicaba el capitán Tormenta, sin parecer impresionada por aquella persecución.
En Famagusta había presenciado cosas peores y podía afirmarse que se educó entre el fragor de las armas. Por espacio de otra hora los caballos de los fugitivos galoparon desenfrenadamente, perseguidos por la patrulla turca a unos doscientos metros de distancia. De improviso Damoko lanzó una exclamación:
– ¡Mi casa! Un esfuerzo más, compañeros, y tendremos un refugio, que los turcos, aunque fueran un centenar, no podrían tomar con facilidad.
Los cretenses que marchaban detrás abrieron otra vez fuego, matando un caballo.
Al poco rato llegaban a la granja, cuya puerta continuaba abierta.
–Llevad los caballos a la cocina. Cabemos todos con comodidad.
El León de Damasco tomó en brazos a su esposa y entró al momento, en tanto que los perseguidores se detenían y disparaban sus pistolas.
Todos los fugitivos penetraron, llevando los caballos a la cocina, y después los cretenses. Mico, Damoko y Nikola se pusieron de guardia detrás de la puerta con las mechas de los arcabuces encendidas.
–Sitio número dos. ¿Concluirá igual que el otro, Damoko? –interrogó el albanés.
–Confío en que sí –respondió el granjero, que siempre que se encontraba en su casa se consideraba a salvo, contando con que podía confiar en aquellos hombres valerosos y audaces que combatirían en todo momento sin tregua.
El León de Damasco se había sentado ante la mesa con su esposa y encendió una pequeña lámpara de aceite.
– ¿La asaltarán, Muley?
–No. En la otra ocasión nos sitiaron igualmente y nos desembarazamos de ellos con facilidad, matándolos a todos. Estos exploradores turcos solamente son peligrosos en campo raso.
– ¿Qué harán?
– Mandarán a alguno de los suyos a buscar refuerzos. Pero no esperaremos a que vengan. Los cretenses son magníficos tiradores y también Mico es peligroso con un arcabuz en las manos. ¿Oyes?
El albanés había apuntado con mucha calma al jefe de la patrulla y lo hizo caer de la silla con un balazo en la frente. Los turcos, encolerizados por aquella baja, intentaron una furiosa carga contra la granja. Pero viendo que los cristianos salían con los arcabuces dispuestos volvieron las espaldas y se ocultaron prestamente entre el viñedo.
–Carne para esos pajarracos que se sustentan de cadáveres –comentó Mico. –Será la segunda vez que les ofrecemos un soberbio banquete ante tu casa, Damoko.
– ¿Es que regresan al campo, Muley? –inquirió esperanzada la duquesa.
–No hay que confiar en que se cansen. En tanto se halle uno con vida montará guardia frente a la granja. Tenemos que acabar con todos.
– ¿No podremos alcanzar la ensenada de Capso sin caer bajo sus cimitarras?
–No te inquietes. Ya no son más de nueve y aunque se unan a ellos los tres o cuatro rezagados, somos bastantes para enfrentarnos a ellos. En la otra ocasión también se ocultaron en el viñedo y todos murieron dejándonos libres de sus implacables amenazas.
En aquel instante se escucharon otras dos detonaciones y la voz de Mico exclamó jubilosamente:
–Otro pájaro desmontado. Si continúo por estos lugares un par de meses, retornaré a Albania siendo un muy célebre tirador. ¡Bandoleros! ¿No queréis abandonar vuestro campamento? Disparad, amigos, mientras vuelvo a cargar el arcabuz.
Los cuatro cretenses abrieron fuego, reservándose Nikola y Damoko en prevención de una nueva carga.
Los turcos que se encontraban en la viña saltaron a un lado y se hallaron sobre los huesos de sus compañeros.
Entonces huyeron a galope tendido, no sin antes haber disparado sus pistolas sobre los cristianos cobijados en la granja.
Pero aquel galope no duró demasiado. A doscientos metros obligaron a tenderse a sus caballos y se tumbaron ellos, protegiéndose ellos detrás y vociferando:
– ¡Muerte a los cristianos! ¡Mueran los cristianos!