LAS FLECHAS INCENDIARIAS

Los asediados, viendo que los turcos permanecían tranquilos, habían dejado de disparar, comenzando a preparar las municiones. Después, se sentaron ante la gran mesa para tratar de lo que convenía hacer, en tanto que dos cretenses vigilaban tras la puerta de la granja.

Cada instante que pasa –afirmaba Damoko –es mayor el peligro. He observado que uno de esos merodeadores huía en dirección a Candía y en verdad que no habrá marchado para tomar al asalto el bastión del puente de la Lid. En consecuencia, de aquí a poco veremos llegar un destacamento turco que acaso acabará con todos nosotros.

–Me pareces más preocupado de lo que es costumbre en ti y me sorprende, ya que jamás te he visto temblar ante el peligro –observó Muley-el-Kadel.

–Me parece que tenéis razón, señor. Ahora no será sencillo, como lo fue la vez anterior, atraer a los turcos hasta este lugar, hacerles beber y terminar con ellos.

–Falta poco tiempo para el alba. ¿Por qué no intentamos lanzarnos a la carga? –adujo la duquesa.

–Nuestros caballos están agotados y caeríamos en los surcos antes de alcanzar el lugar donde se encuentran ellos.

– ¿Se halla muy distante la ensenada?

–A cinco horas a todo galope.

–Nuestros caballos no podrán aguantar, ¿no es cierto, Muley? Después de un galope tan desenfrenado…

–No, Leonor. Precisan descansar.

– ¡Y que tengamos tan próxima la escuadra!…

–No te quepa la menor duda de que llegaremos, querida, aunque nos persigan otros destacamentos turcos.

– ¿Hasta cuándo piensas, Muley, que debemos permanecer aquí cruzados de brazos?

–Pocas horas. Si estás fatigada, túmbate en una cama y reposa tranquila. Nosotros vigilamos.

La duquesa movió su hermosa cabeza y repuso:

–Estoy habituada a la fatigosa guardia de los bastiones de Candía y prefiero ver lo que hace el enemigo. Por algo me llamabais el capitán Tormenta –contestó la joven con una encantadora sonrisa.

– ¡Y con motivo! Eres la mujer más valerosa y audaz de la Cristiandad.

– ¡Oh! Hay otras muchas. Ahí tienes, sin ir más lejos, a Haradja, que no tiene nada que envidiarme.

–No obstante, la venciste.

–Sí. Pero no es posible negar que posee valor, audacia, resolución y fuertes y

vigorosos músculos. No ha sido educada indudablemente en la inactividad enervante de la vida cortesana, y menos aún en las degeneradas delicias del harén.

–Fue su maestro su tío, y su padre, un célebre corsario, le transmitió sangre guerrera.

– ¿Por qué esa mujer se habrá transformado en verdugo de mi Enzo?

–No te inquietes. Ya sabes que el bajá, no sé por qué raro capricho, lo defiende incluso contra su sobrina.

– ¡Cuándo lo recobraremos!

–Aguardemos a la gran batalla entre la Cristiandad y el Islam. Allí nos encontraremos nosotros y nos lanzaremos al abordaje con la nave almirante de Veniero, contra la galera del bajá. Ya me lo ha prometido y el almirante veneciano es incapaz de no cumplir sus promesas.

– ¡Es un extraordinario marino!

– ¡Y tan anciano!

Guardaron silencio. Los cretenses disparaban de cuando en cuando sus arcabuces para impedir que los turcos se aproximaran. Un gran desaliento parecía dominar a los esposos, a pesar de la promesa del gran almirante.

–En fin; ya veremos. Confiemos en Dios y no nos desalentemos, Leonor. De todas maneras alcanzaremos la ensenada de Capso, aunque debamos pasar por encima de los cadáveres de cien mahometanos.

Tras pronunciar aquellas palabras, el valeroso guerrero se incorporó y se dirigió a la puerta. Los cinco cretenses, el albanés y el griego, se hallaban parapetados detrás de grandes sacas de lana, soberbia barricada que no dejaba pasar hasta ellos las balas turcas.

En consecuencia se limitaban, de vez en cuando, a gastar algo de pólvora.

– ¿Cómo va eso, Nikola? –indagó Muley.

–Mal, señor.

– ¿Por qué lo aseguras cuando los turcos no se resuelven a atacarnos?

–Preferiría, desde luego, que atacasen. Si no lo hacen todavía es porque esperan refuerzos.

– ¡Bah! No te preocupes.

–Me preocupo tan poco, señor, que si ordenarais montar a caballo y lanzarnos a la carga me hallaría muy contento.

– ¿Piensas que nuestros caballos podrán aguantar?

–Eso es lo malo, señor; que hemos de dejar que descansen aún un par de horas si deseamos que sean capaces de llegar hasta la cala, puesto que ya sabéis que el camino es difícil.

–Es cierto.

– ¿Y si, mientras tanto, reciben los refuerzos que sin duda han pedido?

– ¡Qué se le va a hacer!

–Los diezmaremos como nos sea posible. No nos queda otra solución.

–Y aguantaremos cuanto nos sea posible.

–Sí, señor.

– ¿Qué hacen esos hombres?

–Una maniobra sospechosa que empieza a preocuparme. Comienzan a tirar contra las cuadras, que se hallan abarrotadas de paja.

Muley sintió un estremecimiento.

– ¡Ah! ¡Si los caballos pudieran resistir una carga!

–En este momento podrían, mas luego se desplomarían a causa de la fatiga antes de llegar a Capso.

–En tal caso no podemos hacer otra cosa que esperar.

–Y liquidar el mayor número posible.

– ¿Tenemos muchas municiones?

–Bastantes. Aún nos quedan unos cincuenta tiros por cabeza.

–Entonces, disparemos.

Y el León de Damasco cogió también un arcabuz y encendió la mecha. Los turcos pretendían aproximarse a los pajares con el fin de incendiarlos. Pero los cretenses vigilaban y cada vez que un turco subía sobre su caballo e intentaba cruzar por entre el viñedo le recibían a tiros, que no siempre eran desaprovechados.

Aunque ya se les habían unido los rezagados, a las cuatro de la madrugada los enemigos eran ya sólo nueve. Los otros cinco habían muerto. En aquel momento exclamó Muley:

–Ha llegado la ocasión de lanzarnos a la carga.

–Sí, señor –contestó Nikola. – ¡A caballo! ¡A caballo!

Efectuaron una descarga y entraron. La duquesa se había adormilado, formando almohada con los brazos cruzados sobre la mesa.

– ¿Estás preparada, Leonor?

–Cuando quieras, Muley –contestó la mujer, encendiendo la mecha de sus pistolas.

Los caballos ya estaban descansados y fueron ensillados. Se disponían a montar para irse, cuando percibieron distantes gritos que se iban aproximando con rapidez.

– ¡Los refuerzos turcos! –exclamó Nikola. – Estaos quietos.

– ¡Hemos tardado en exceso! –dijo contrariado Muley, haciendo un gesto de cólera.

– ¡Bah! –observó Damoko. –La casa es resistente. Lo que más me preocupa es la cuadra, casi abierta. Si la incendian, el fuego hará arder la casa.

–Treinta –exclamó en aquel instante Nikola, que se hallaba examinando. –Y todos son ballesteros.

–Y por añadidura los que disparan contra nosotros. Son muchos. Solamente tú, Nikola, puedes salvarnos.

–Decid, señor. Mi vida está a vuestra disposición.

–Monta a caballo y corre al instante hacia la ensenada de Capso para prevenir a Sebastián Veniero respecto a lo que acontece. Infórmale sobre nuestra crítica situación.

Casi no había terminado de pronunciar aquellas palabras Muley-el-Kadel, cuando el valeroso griego, escogiendo el caballo que le parecía más resistente, montó de un brinco y salió al galope como un huracán. Los turcos le dispararon algunos pistoletazos, pero fallaron. Sin embargo, no se preocuparon de darle caza, esperando la llegada de sus camaradas, que acudían al galope en dirección a ellos, entre inmenso vocerío.

– ¡Mueran los cristianos! ¡Mueran los cristianos!

Los turcos empleaban, desde luego, armas de fuego, en especial las pesadas. Pero seguían haciendo uso de sus ballestas, en cuyo manejo eran muy hábiles, mucho más que con los arcabuces y pistolas. Y sus flechas eran terroríficas. Con sus puntas de acero o de hierro dispuestas en forma de sierra, ocasionaban gravísimas heridas, muy difíciles de curar. Ya señalamos que el refuerzo turco consistía todo en ballesteros.

En cuanto se reunieron con sus compatriotas, desmontaron, formaron parapeto con sus caballos y empezaron a lanzar flechas, en cuya punta iban pedazos de algodón empapados de un líquido ardiente, acaso una especie de fuego griego.

Los cercados, al observar el peligro, reforzaron su parapeto con más sacas de lana, material difícil de inflamar, y después empezaron a disparar con nutridas descargas. Las flechas incendiarias se abatían como lluvia, pero los asediados se hallaban también bien atrincherados y a resguardo, en tanto que los ballesteros debían disparar de pie y casi todos al descubierto, ya que sus caballos, espantados, huían por el campo. De todas maneras avanzaban, aunque con mucha lentitud y siendo diezmados por los cristianos, sobre todo por la duquesa, su esposo y Mico, magníficos tiradores que casi nunca fallaban el tiro.

–Muley –inquirió la duquesa luego de haber disparado una docena de tiros y no siempre sin fortuna. – ¿Imaginas que podremos mantenernos hasta que lleguen los venecianos?

Damoko, que se había aproximado en aquel instante, replicó:

–Mi reloj suena porque le he soltado la cuerda, y, si no llegan los venecianos del almirante de la República, vendrán todos los cretenses que viven en las granjas de los alrededores. Ya recordaréis, señor Muley, que en la otra ocasión recibimos refuerzos merced a mi viejo reloj. Otro tanto ocurrirá, por consiguiente, hoy.

–Sí, Damoko –concordó el León. – ¡Siempre que esta vez no acudan demasiado tarde!… Las flechas incendiarias caen también en tus cuadras y pueden prender fuego a la paja. En resumen, hasta el momento hemos liquidado a siete y ocho ballesteros que en estos instantes estarán divirtiéndose con las huríes del Profeta. Pero todavía quedan

bastantes. ¡Si intentásemos efectuar una carga!

–No, señor. Son muchos.

–En tal caso no nos queda otro remedio que darnos a la fuga en el momento oportuno; antes, no.

–No obstante, con mi esposa me siento capaz de lanzarme a la carga y aniquilarlos.

–No cometáis semejante imprudencia, señor. Los turcos poseen aún demasiadas cimitarras y exceso de flechas. Si se prende fuego a la casa, intentaremos primero extinguir éste, ya que no con agua, con el vino almacenado en mi bodega.

–Vino que sería mejor beberse –adujo Mico, que para volver a cargar su arcabuz se había apartado hacia aquel lado, para protegerse de las flechas.

– ¿Cuántos has liquidado hasta el momento, Mico?

–He contado siete, señor. De no haberles llegado el refuerzo, ya no tendríamos frente a nosotros enemigos.

–Lo cierto es –comentó Damoko –que estos montañeses son excelentes tiradores.

Ahora deja tranquilo un instante tu arcabuz y ven conmigo a la bodega.

– ¡A realizar el sacrificio del vino!

–No queda otra solución. La cisterna se halla fuera de la casa y sería peligroso perder el tiempo en sacar ahora toda el agua que podemos precisar. Empleemos la cosecha del año del generoso zumo de Noé, y de momento inundaremos la barricada. Si bien la lana es dificilísima de quemar, ocasiona mucho humo, y por añadidura infinidad de chispas que nos sofocarían. ¡Eh, bravo albanés! ¡A la bodega! Te permito que, antes de derramarlo, bebas a tu antojo.

–Cuando todos los turcos estén muertos o se hayan marchado.

–No tardarán, compañero.

–De momento, sacrifiquemos la bodega.

En tanto que ambos esposos acudían a defender el parapeto con sus arcabuces, el cretense y el albanés bajaron rápidamente a las bodegas y subieron en seguida con enormes botas llenas de vino.

Los turcos, aunque bastante maltrechos a consecuencia de los disparos de los cristianos, no se resolvían a dejar el campo y proseguían lanzando flechas incendiarias, no sólo contra la barricada, sino asimismo contra la cuadra, que, con techo de madera, podía ser pasto del fuego de un instante a otro y destruir las llamas toda la alquería. Los fardos de lana empezaban a arder y Mico y Damoko vertieron sobre ellos el vino, apartándose enseguida para no ser alcanzados por alguna flecha.

–Ya está –suspiró Mico. – ¡Qué desgracia que se trague el fuego tan estupendo vino!

– ¡Ea! Vamos a buscar otras botas, amigos. Si luego deseas beber, en la otra bodega guardo todavía Chipre.

El parapeto, inundado de nuevo, apagóse. Los turcos lanzaban fieros alaridos,

desilusionados al ver aquella maniobra cuando ya pensaban haber obligado a los cristianos, que les ocasionaban grandes bajas, a salir de aquella barricada. Y viendo que ya no podían incendiarla, mojada como estaba, variaron de táctica.

Dejando de medio protegerse entre los pámpanos del viñedo, lo abandonaron y se precipitaron sobre sus caballos intentando un ataque directo y en toda regla a las cuadras.

–A los arcabuces –advirtió Damoko, comprendiendo el plan de los mahometanos y dando la voz de alarma, –o moriremos achicharrados.

El reloj continuaba sonando. Todos los asediados iniciaron un nutrido tiroteo contra los turcos descubiertos y varios de los musulmanes se desplomaron en tierra.

Por el contrario sus flechas no alcanzaban casi a las trincheras y menos todavía a las caballerizas.

Mico, el valeroso albanés, producía estragos. No desperdiciaba ni una bala y los que él elegía caían o con la cabeza o con la columna vertebral destrozada. Por un buen tiempo los turcos soportaron los disparos con una feroz tenacidad y reanudaron la carga para acercarse a las caballerizas. Después, de pronto, volvieron grupas y fueron a ocultarse en el viñedo.

–Escapan porque su intento les ha ocasionado excesivas bajas –comentó el León de Damasco.

–No pienso así, señor.

Y el valeroso cretense, exponiéndose a ser herido por alguna flecha, abandonó la barricada y se dirigió a las cuadras. Poco después lanzaba un tremendo grito:

– ¡Fuego! ¡Fuego! ¡Estamos perdidos!

– ¿Qué se incendia? –inquirió Muley.

–El establo. El heno está ardiendo y amenaza la vivienda.

– ¿Nos vamos a dejar asar aquí? –exclamó la duquesa. – ¡Salgamos ya y lancémonos a la carga!…

–Por este lugar, no, señora. Será más aconsejable que los turcos no nos vean.

Ayúdame, Mico.

– ¿A qué? ¿A terminar con más miserables de esos?

–En este trabajo ya se afanarán los demás por lo menos durante cinco minutos.

Vosotros defended enérgicamente la puerta y cuidaos de los ballesteros, más peligrosos en este instante que los arcabuceros.

En una de las paredes de la cocina había una gran viga. Entre ambos la cogieron y comenzaron a dar golpes en uno de los extremos de la estancia con el fin de derrumbar aquella pared que afortunadamente no era demasiado sólida.

Mientras tanto los turcos no cesaban de disparar y gritar:

– ¡Morid todos los de ahí dentro! ¡Perros despreciables! ¡Muerte a los cristianos!

Una densa humareda alzábase tras de la casa, progresando en dirección a la barricada

y envolviendo a los arcabuceros.

Los duques, que habían adivinado las intenciones del candiota, reunieron los caballos y comprobaron sus arreos con detenimiento. Una correa rota o floja podía provocar un desastre en una carrera desenfrenada como la que iban a iniciar.

Mico y Damoko continuaban su trabajo y habían derrumbado ya buenos trozos de pared. Los atacantes, ensordecidos por las descargas de los arcabuces, no podían percibir los golpes de la viga. Por otra parte, convencidos de que no podrían extinguir el incendio, se habían alejado algo más del parapeto, conformándose con vigilar la puerta por donde no les cabía la menor duda de que habrían de ver salir a escape a los cristianos para no sucumbir entre el fuego.

Los cuatro candiotas mantenían un intenso tiroteo contra los mahometanos, logrando de cuando en cuando herir o matar a un jinete o un caballo. Siete u ocho, más temerarios o más valientes, habían intentado una carga contra el parapeto tan obstinadamente defendido. Pero casi todos murieron en el trayecto.

– ¡A caballo! –exclamó de improviso Damoko. –La salida ya está practicada.

– ¡En marcha, Leonor! No perdamos un instante y que Dios nos proteja. ¡Hacia Capso!

– ¿Estamos todos? –inquirió el cretense.

–Sí.

– ¿Qué están haciendo los turcos?

–Vigilan la puerta.

– ¡A caballo y a todo galope!

Los turcos no podían ver el boquete abierto en el fondo y que constituía otra puerta lo suficiente amplia para permitir la salida de los jinetes. En un momento, por la brecha practicada por la que penetraba el humo en inmensas bocanadas, salieron a la campiña.

– ¡A galope tendido! Por poco que tarden en comprobar los musulmanes nuestra huida, les habremos cogido una ventaja de quinientos metros, o tal vez mil.

En efecto, los turcos, tal vez a causa de las densas nubes de humo que envolvían la granja, no advirtieron la fuga. Pero no tardó uno entre ellos en dar la voz de alerta, ya que casi no habían avanzado mil metros cuando oyeron gritar:

– ¡Aprisa! ¡Aprisa! ¡Los cristianos huyen!

Y como todos se encontraban montados emprendieron la persecución a todo correr de sus corceles.

– ¡Dejadlos! –dijo Damoko, que indicaba el camino. –Nuestros caballos se hallan bien comidos y descansados, les hemos tomado una buena delantera y acaso se encuentran ya muy cerca los venecianos. Defended a la señora, señor Muley, a pesar de que ya conozco que lucha mejor que yo.

Todos llevaban los arcabuces colgados de las sillas y blandían yataganes y espadas, ya que las armas de fuego no resultaban eficaces en una carrera tan desenfrenada como

aquella.

El León de Damasco, que había quedado en retaguardia en unión de los cuatro candiotas y el albanés, antes de avanzar para situarse al lado de su esposa y de Damoko, se volvió a sus perseguidores y les gritó, blandiendo su temible espada con su fuerte brazo:

– ¡Venid a cogernos si sois capaces, perros! ¡Somos cristianos! Yo he renegado de ese falsario de Mahoma y no soy ya de vuestra religión. Venid, si os atrevéis, a combatir contra el León de Damasco y el capitán Tormenta, que tanto temor os infundió en Famagusta.

Los turcos contestaron con infernal vocerío. Pero ya no pretendieron espolear más a sus corceles para disminuir la distancia. Se consideraban muy pocos para atacar a tan famoso guerrero, la mejor cimitarra del Islam, en especial yendo en compañía de la duquesa, considerada como la más valiosa espada de la Cristiandad.

No obstante, no dejaban de perseguirlos y de vez en cuando les disparaban flechas, que jamás acertaban en el blanco. Los corceles de los fugitivos, menos cansados que los de los perseguidores, ganaban poco a poco terreno, avanzando por los desolados campos repletos de huesos humanos y por entre los viñedos y chumberas.

Muley se dirigió hacia Damoko.

– ¿Cuánto falta todavía?

–Tres horas largas, señor.

– ¿Podrán aguantar nuestros caballos manteniendo la distancia?

–Sí, señor. Los de los turcos se hallan más agotados que los nuestros y os garantizo que no nos alcanzarán hasta Capso. Por otra parte, pronto encontraremos a Nikola.

–Lo sé –respondió el León de Damasco, suspirando.

Y volviéndose para mirar a los enemigos, agregó:

–No ganan terreno.

–Y no lo ganarán, probablemente. Pero si esta galopada se prolongase mucho, también nuestros caballos habrían de ceder, señor.

–En tal caso tomaríamos nuestros arcabuces y los recibiríamos a balazos, disparando hasta acabar con las municiones. Las flechas no son peligrosas a tanta distancia.

– Pero son todavía muchos.

–Los diezmaremos de nuevo. De esto se ocupará Mico, que es rara la vez que falla un tiro.

Una colina bastante abrupta y elevada, con pobre y raquítica hierba, surgió frente a ellos, cortándoles el paso.

– ¿No podríamos rodearla? –inquirió la duquesa. – Es que los caballos empiezan a dar indicios de fatiga.

–No es posible, señora. Está cercada por barrancas y desfiladeros que…

Se interrumpió de improviso y prestó atención.

– ¿Qué ocurre, Damoko? –indagó Muley, que advertía que los caballos iban a quedar rendidos tras remontar y bajar aquella colina.

–He creído oír una trompa.

– ¿No estarás equivocado?

–No, señor.

– ¿Turca o veneciana? Su sonido es bien diferente para que puedan confundirse.

–Oíd.

– ¿Será Nikola que se aproxima?

A pesar del fragor de los cascos de los caballos sobre las rocas, todos los fugitivos pudieron percibir los sonidos de una trompa. Lanzaron una exclamación de alegría:

– ¡Adelante! ¡Adelante! ¡Son los venecianos!…

– ¿Tendremos tanta suerte, Muley? Noto que mi caballo, extenuado ya por los forzados ayunos de Candía, va a desplomarse de un instante a otro.

–Te daré el mío. No te inquietes.

Otro sonido más agudo y cercano rasgó los aires, y casi al momento viose la cima de la colina llenarse de marineros venecianos. Al frente de ellos iba Nikola.

– ¡Fuego!

Cincuenta arcabuces fueron disparados al unísono retumbando ensordecedoramente en el espacio y un huracán de balas se abatió sobre los asombrados musulmanes. Diez o doce de ellos se vinieron a tierra con otros tantos caballos. Los restantes huyeron a todo galope para refugiarse en los viñedos.

Los marineros venecianos se parapetaron para recargar sus armas y sólo el griego, que era el único que iba montado, bajó de su caballo blanco, moviendo frenéticamente los brazos.

–Te debemos la vida.

– ¡Bah! Ya hubierais salido del compromiso sin mí. Pero estoy muy contento de haberos encontrado, ya que el almirante se dispone a zarpar con rumbo a Mesina, donde le esperan los aliados. Os garantizo que en esta ocasión libraremos un terrible combate que terminará con el poderío naval de los turcos.

– ¿Y Candía? –interrogó el León con tono melancólico.

–No hay que pensar en eso. Una nueva posesión veneciana que perderá la Serenísima.

Y acaso no sea la última ¿Huyeron todos esos perros?

–Fueron aniquilados la mayoría –repuso Mico.

– Bueno, pues venid El almirante tiene prisa por hacerse a la mar. En último término, dejad los caballos.

– ¡Oh! Puesto que ya no nos persiguen, no es preciso apresurar a los animales y

pueden alcanzar la ensenada –adujo Muley.

Emprendieron la marcha, subiendo lentamente la colina y fueron recibidos por exclamaciones de alegría de los venecianos, que apreciaban mucho a la duquesa, la heroína de Famagusta, y a su esposo.

A lo lejos, los escasos turcos que pudieron salvar la vida, seis u ocho, galopaban desenfrenadamente, aunque en silencio. Ya no atronaban los aires aquellos gritos de exterminio de ¡mueran los cristianos!

Tenían suficiente con la lección que les habían dado los cristianos y no se sentían capaces de hacer nuevas probaturas, asestando otro de aquellos golpes que tan famosos hicieran a los merodeadores del sultán en los alrededores de Candía, plaza ya inerme para la defensa.

Los fugitivos emprendieron lentamente, riendo y conversando con los marineros (que realizando un desesperado esfuerzo habían ido en su busca, puesto que la flota no disponía de caballos), el camino de Capso, contemplando el soberbio espectáculo del mar, iluminado ya por los primeros resplandores del sol.

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