De noche ya cerrada, cuando los turcos bombardeaban con mayor intensidad, arrojando sin cesar proyectiles de piedra con su bombardas de grueso calibre, tres hombres, montando soberbios caballos, atravesaban el puente levadizo del bastión de Cavarzere, que había sido hecho bajar sigilosamente para no llamar la atención de las patrullas turcas de vigilancia.
Los tres, cubiertos de acero y armados de espada, maza y arcabuz, el cual colgaba de la silla; en lugar de la común capa blanca, para protegerse de la humedad nocturna iban cubiertos con capas negras, que no podían advertirse en medio de la noche y les permitirían confundirse con la oscuridad.
Aquellos audaces, que al abandonar la plaza asediada exponían la vida, ya que podían encontrarse a las patrullas de caballería turca que merodeaban vigilando por las cercanías, ya se habrá dado cuenta el lector de que eran el León de Damasco, Nikola, el renegado griego, mejor dicho el falso renegado, y el fiel Mico, el albano. Valientes y decididos, valían por treinta, y estaban dispuestos a abrirse camino por entre un escuadrón completo de musulmanes.
Como si éstos recelasen algo, o cual si deseasen desahogar su furia por haber visto caer primero a la sobrina del bajá y después a Metiub, bastante popular éste como hábil y consumado espadachín, aquella noche disparaban con mayor intensidad que nunca. Los enormes proyectiles de piedra atravesaban el espacio, dejando una estela de fuego, y se oían abatirse no encima de las fuertes murallas y torres, sino sobre las techumbres de las moradas, ya que la táctica de los turcos era sembrar el pánico por medio de la destrucción que originaban en las ciudades, con el objeto de que éstas se rebelaran, obligando al comandante de la plaza a entregarse.
Semejante maniobra, que había dado buen resultado en diversas poblaciones pequeñas, no podía tener éxito tratándose de Candía, en que había numerosos guerreros y podían obligar a los moradores de la ciudad a compartir los inconvenientes y los horrores de la guerra. Como el bastión de Cavarzere era el más distante de la línea de fuego, los proyectiles no alcanzaban hasta él cuando los tres corceles lo abandonaron, lanzándose por entre la tenebrosa campiña.
– ¿Conoces la isla, Nikola?
–Sí, señor. Sería capaz de recorrerla a ciegas, ya que aquí era donde tenía mi comercio antes que me arruinaran esos perros.
– ¿Cuándo nos será posible llegar a Capso?
–De aquí a veinticuatro horas, si los caballos aguantan y no tenemos ningún tropiezo.
–Pero ¿desconocen los turcos la proximidad de esas galeras?
– Hasta el momento puedo asegurar que sí. El bajá se halla convencido de que los venecianos se aprestan a alguna expedición desesperada contra Morea o un audaz golpe de mano contra Constantinopla, como el que intentó el valiente almirante Moceñigo.
– ¿Tú cómo te has enterado?
–Por un amigo renegado, que aborrece todavía más que yo a los mahometanos, puesto que le asesinaron a todos sus familiares. Nosotros estamos siempre relacionados unos con otros, para ayudarnos contra el invasor.
– ¿Y tu amigo se entrevistó contigo en la nave?
–No se atrevió a llegar a tal extremo. Supe, sin embargo, por medio de una señal que ya teníamos convenida, que había de notificarme alguna cosa y fui a buscarle a un extremo del campamento. Impera excesiva confusión en el ejército para fijarse en un hombre luciendo ropas de musulmán, a pesar de que podría tratarse de un peligroso espía.
– ¿Y dónde se encuentra en este momento tu amigo?
–En su granja medio derrumbada, pero en la que sigue trabajando.
– ¿A mucha distancia de la ensenada?
–Unas seis horas a caballo… o acaso menos.
– ¿Distingues algo frente a ti?
–No, señor.
– ¿Y tú, Mico?
–De momento, nada.
– ¿Por qué dices de momento?
–Pues porque esos perros surgen cuando menos se lo imagina uno.
–Sacad las espadas, y ya que por lo visto tenemos libre el paso, lancémonos a la carrera –ordenó Muley.
Los tres corceles, elegidos entre los mejores que todavía quedaban en Candía, se lanzaron al galope, en tanto que sobre la ciudad continuaban cayendo los proyectiles turcos.
Los venecianos, por su parte, contestaban con escasa intensidad, con el fin de economizar municiones, ya que no existía ninguna razón imperiosa que los obligara a disparar con mayor violencia y no tenían comunicación con el exterior para conseguir refuerzos.
Los jinetes habían ya abandonado la zona peligrosa y se disponían a espolear a sus caballos, lanzándoles a galope tendido, cuando Nikola, que poseía una vista parecida a la del lince, como veterano marinero que era, detuvo a su montura y susurró:
– Hay hombres delante de nosotros.
– ¡Ataquémoslos! –repuso sin el menor titubeo el León de Damasco.
–Vamos –convino el griego con absoluta serenidad, lanzando a galope tendido su caballo, seguido del damasceno y del albanés, los tres con los pesados aceros alzados, dispuestos a herir.
Pronto pudieron distinguirse dos caballeros en medio de la oscuridad, prestos también a cargar contra los cristianos, que no habrían de tardar en acabar con ellos si es que se
encontraban solos.
– ¡Abrid paso! –gritó al llegar ante ellos el León de Damasco.
Los cinco caballos se embistieron furiosamente y se oyeron tremendos golpes de unos aceros contra otros. Los cristianos siguieron adelante; los turcos quedaron en tierra.
–Mi enemigo se ha desplomado herido en el cuello –comentó Muley, –y confío en que le habré atravesado por completo la gola.
–Yo tiré a mi adversario una estocada debajo del sobaco izquierdo. Tengo la completa seguridad que le maté.
–Yo –adujo por su parte el albano, –como no tenía contrincante, liquidé a un pobre caballo, para que se diviertan las huríes del Profeta. Lo cierto es que Mahoma las hizo bien gordas. Y los turcos, igual que si fuesen niños, se las han tragado a gusto.
Los tres jinetes, por temor a otro tropiezo, se detuvieron al poco rato e intentaron sondear las tinieblas. El griego miró tras de sí.
– ¿Qué ocurre, Nikola? ¿Se mueve tu hombre?
– Me parece que no, señor. Ni tampoco el vuestro.
–Ni mi caballo. ¡Parece increíble! ¡Disponer de un arma tan bien templada que puede atravesar la mejor armadura y no poder utilizarla más que en liquidar combatientes de cuatro patas!
–Espera, que aún no hemos llegado a Capso. Ya tendrás ocasión de probar el filo y la punta de tu espada. Entretanto una cosa me tiene preocupado.
– ¿Qué, señor?
– ¿Hacia dónde escapó el otro caballo?
–En dirección del campamento turco, señor –respondió el montañés.
– ¿Tienes la certeza de ello?
– ¡Claro! Los caballos turcos regresan siempre al lugar donde han comido y descansado.
–En tal caso emprendamos un rápido galope, puesto que la rada se encuentra a mucha distancia. ¿No crees que es lo mejor, Nikola, aunque se cansen los caballos?
–Sí; ya tendrán oportunidad de descansar.
Aflojaron las riendas, apretaron los estribos y se lanzaron por la extensa llanura, interrumpida por campos sin cultivar pero todavía rodeados de higueras chumbas. Ya se encontraban lejos de Candía y los estampidos llegaban muy débilmente a sus oídos.
Unos campos sucedían a otros, y de ellos brotaban desagradables olores, que no eran exactamente de rosas, ya que los turcos, con su crueldad de costumbre, antes de asediar Candía habían dado muerte a casi todos los campesinos, sin conceder el perdón a mujeres y niños.
Muy escasos habitantes habían podido eludir la matanza, y esos pocos consiguieron
conservar la vida abjurando de su religión. Como es lógico, anhelaban tomar venganza y tenían la cruz esculpida, si así puede decirse, en sus corazones.
Y al lado de los cadáveres sin enterrar de sus víctimas, ¡cuántos verdugos murieron!
Todos los que aislados o en reducido número, jenízaros o bien soldados de a caballo, eran cogidos por sorpresa en los desiertos campos, iban a mezclar sus cuerpos con los de los candiotas.
Alguna batalla debía de haberse sostenido por la zona que atravesaban los tres audaces jinetes, puesto que el olor resultaba inaguantable y los caballos avanzaban con dificultad, pisando huesos.
– ¡Desdichada Creta!… ¡Cuánta desolación!…
–Pues en este momento no podéis advertir casi nada, a causa de la oscuridad –adujo el griego. – Mañana de día comprobaréis cuánta destrucción y que desastre. Deberán pasar como mínimo cien años para que esta isla, antes tan próspera y ahora convertida en un cementerio, pueda tornar a tener vida floreciente.
–Estás en lo cierto, Nikola.
–Los jenízaros del visir han degollado a los habitantes y luego lo han arrasado e incendiado todo.
– ¿Y cuántos isleños quedarán vivos?
–Acaso unos mil. Unos continúan en la ciudad ocupada por los turcos, por lo visto bastante tranquilos. Mas en realidad son como leones. Posiblemente tendremos ocasión de ver cómo los prueban.
– ¡Dios lo quiera por mi hijo, por mi Enzo, que hace derramar tantas lágrimas a los bellos ojos de mi esposa!
–Lo que vamos a intentar, no hay por qué negarlo, señor, es arriesgado en extremo.
Pero si de momento no podemos libertar a vuestro hijo, procuraremos, por lo menos, salvar a vuestro padre. Sebastián Veniero no es hombre que se deje amedrentar por un castillo como el de Hussif. Otros mejor defendidos ha conquistado en Morea.
– ¡Pobre padre mío! Condenado, a causa de que yo soy su hijo, a sufrir prisión…
–Y no sabéis otra cosa.
– ¿Qué pretendes dar a entender?
–Que tuvo que padecer el suplicio del desollamiento a manos de Haradja: le levantaron la piel de un hombro.
– ¡Eso no puede ser cierto! ¿Quién iba a atreverse a semejante cosa? –exclamó con furia el León de Damasco, haciendo detenerse bruscamente a su caballo.
– ¿Quién? La tigresa del castillo de Hussif. Me ha informado sobre ello un marinero que asistió a la tortura.
– ¡Canalla! ¡Se ha atrevido!…
– ¿De qué no será capaz esa terrible mujer?
– ¡Mi padre desollado!
–Así sucedió, señor.
– ¡Y después confinado en los húmedos subterráneos de Hussif!
–Os garantizo que es mejor que le haya encerrado en un calabozo, ya que, en caso contrario, le hubiera enviado a pescar sanguijuelas y no podéis imaginar lo que es esa tortura.
–La conozco. De esta forma mató al vizconde Le Hussière.
–Ya me acuerdo, señor. ¡A qué miserable estado le redujeron!
No había terminado de pronunciar aquellas palabras cuando detuvo de improviso el caballo, haciéndolo casi caer.
– ¡Alto todos! –dijo en tono enérgico.
Y se puso a escuchar.
Intentar ver era inútil, ya que las más espesas tinieblas cubrían la extensa llanura, tapando la densa bruma el firmamento y las estrellas.
– ¿Qué has oído? –dijo, tras una breve pausa, Muley, enfurecido en exceso para poder permanecer quieto ni un minuto.
–Tengo la certeza de que nos siguen.
– ¿Los turcos? Únicamente topamos con dos y los matamos o, por lo menos, los dejamos en situación de no poder regresar por sí mismos al campamento; lo cual viene a ser lo mismo.
–Los habrá encontrado alguna patrulla, señor.
–Aunque fuera así –objetó Mico, –no van a tener ojos semejantes a los de los gatos. Y
de otro modo, ¿quién puede distinguir algo en medio de esta oscuridad?
–Presta atención tú también, albano. Los de las montañas tenéis el oído finísimo –dijo el griego.
Permanecieron los tres inmóviles, acariciando a los animales con el fin de que no relincharan.
–Sí –aseguró muy pronto Mico, –percibo un rumor lejano que no puede tratarse de otra cosa que de los pasos de una patrulla. ¡Por las barbas del Profeta! ¡Lo único que nos faltaría es que ahora se lanzaran en nuestra persecución!
–No estás equivocado. Han debido de ser descubiertos nuestros vencidos, y sus compañeros anhelarán tomar venganza. ¡Es lo mismo! Si ellos disponen de caballos árabes, los nuestros lo son también y, además, bien elegidos, ¿no es verdad, señor?
–Son animales que no temen que los alcancen –respondió Muley, que no parecía inquieto por el acontecimiento – ¿Tú nos llevabas a casa de tu amigo?
–Sí, señor, Y no le encontraremos posiblemente solo, ya que pudo salvar, desembolsando buenos cequíes, a dos parientes suyos, famosos combatientes.
– ¿Está a mucha distancia?
–A unas cuatro o cinco millas.
– ¿Y desearán recibirnos llevando detrás de nosotros un pelotón de caballería turca?
– ¿Mi amigo no se atemoriza por eso, y todavía menos los demás? ¿Encendemos las mechas de los arcabuces?
–Sería una temeridad. Por otra parte, nuestros perseguidores deben de hallarse a mucha distancia. Espoleemos a nuestros animales e intentemos llegar lo antes posible a la granja.
Los caballos, que marchaban al trote, al notar el hierro cortante del estribo emprendieron un galope endiablado por entre los amplios surcos del yermo campo. Los jinetes prestaban oído atento, intentando captar los distantes sonidos sospechosos, pero el ruido de las herraduras al tropezar con huesos o piedras no se lo permitía.
–No obstante, tengo la seguridad de que somos perseguidos –susurró Mico.
Durante un par de horas los jinetes cruzaron campos y más campos, salvando de vez en cuando cercados de higueras chumbas, y así alcanzaron un denso bosque de algarrobos.
–La granja de mi amigo no se encuentra ya lejos. Que los caballos aguanten media hora a este paso y llegaremos al refugio.
– ¿Al refugio dices?
–Sí, señor. Las granjas de la isla se han transformado en arsenales y encontraremos armas, pólvora y municiones en abundancia. Aunque constituyéramos todo un escuadrón.
– ¿Cómo te las arreglas para encontrar el camino entre estas tinieblas?
–No lo se. Pero lo cierto es que jamás erré el camino ni por tierra ni por mar y no he necesitado recurrir a la brújula. Acaso mi cerebro posea algo así como un sexto sentido, quizás el que tienen las aves viajeras. Y fijaos, señor, que disfruto de otra particularidad, muy necesaria sobre todo en esta isla que padece tan pertinaces sequías, Yo distingo las corrientes de agua subterráneas… Fijaos… En este lugar se ha cometido otra matanza: el campo se halla lleno de esqueletos.
– ¿Cristianos? –inquirió Muley.
– ¡Oh! Habrá también infinidad de turcos, ya que los isleños, enfurecidos a causa de los horribles estragos, se defendían desesperadamente y no morían sin haber agotado su última mecha y mellado el filo de sus yataganes. Procurad conducir bien a vuestros corceles para que no se hagan daño.
Cruzaron el campo repleto de huesos humanos que despedían aún un hedor insoportable, y pudieron ver, pues en aquel espacio de tiempo se había desvanecido la niebla y las estrellas proyectaban una débil claridad sobre la tierra, las ruinas de varias granjas candiotas.
Aquellos contornos debían de haber sido escenario de encarnizada y cruenta batalla entre isleños e invasores, saliendo triunfantes los últimos, sin duda a causa de su mayor número, y acabando la destrucción con el incendio.
– ¿Eso es un pueblo?
–Sí, señor. Ruinas de un pueblo en el que degollaron a más de seiscientas personas, tranquilos labradores, pacíficas mujeres e inocentes criaturas, sin otra culpa que la de adorar la santa cruz. Bueno, ya sabéis lo feroces que son vuestros compatriotas.
– ¡Espantoso! ¡Infame! El guerrero leal se enfrenta al fuerte guerrero y no al débil indefenso.
En breves saltos que obligaron a dar a sus caballos alcanzaron el bosque de algarrobos. Nada más internados en él oyeron en todas direcciones, al nivel de tierra, por arriba, a derecha e izquierda, un imponente batir de alas que lanzó en torno suyo una corriente de fuerte viento, no perfumado de una manera muy exquisita por cierto.
– ¿Qué significa esto? –indagó Muley.
–Devoradores de cadáveres, señor. Pajarracos negros de gran pico, que miden más de un metro de altura y que antes de la guerra eran desconocidos en la isla. Se asegura que han llegado de lejanas tierras, acaso de Persia, y que han permanecido largo tiempo en la isla de Chipre.
–En la que se habrán alimentado debidamente –observó Muley.
–Tenga cuidado con ellos, señor, puesto que en ocasiones, furiosos a causa del hambre, son capaces de atacar a los seres humanos. Dos veces tuve que defenderme de esos voraces animales con el arcabuz.
–Pues ahora nos defenderemos con las espadas, Nikola. No es aconsejable utilizar las armas de fuego, ya que debemos recordar que se nos persigue y que nuestros disparos podrían orientarlos.
–Es cierto, señor –convino el montañés. – ¡Que se lancen al ataque esas voraces aves!
No satisfechas con tantos muertos como han devorado, ¿intentarán comerse a los vivos?
¡Ah, no! Poco a poco, pajarracos; este acero corta igual que la navaja de desollar de un verdugo turco.
Las aves, que no debían de haber hallado la manera de contentar su voracidad en el campo, en el que sólo había esqueletos medio calcinados por efectos del sol, aleteaban alrededor de los jinetes, intentando resarcirse con aquella carne jugosa y fresca. Negros a semejanza de las tinieblas que los circundaban, poseían picos de casi un pie de longitud, y cuando los abrían mostraban espacio sobrado para contener en él perfectamente un halcón de buen tamaño o aún otra ave grande.
Graznaban enfurecidos y atacaban decidida y rabiosamente, pretendiendo sobre todo picar en la cabeza de los corceles, no guarnecida por arneses.
– ¡Éstos son los aliados de los mahometanos! –exclamaba Mico, asestando tajos y mandobles en todos sentidos.
También el León de Damasco y el griego habían trabado una sañuda lucha con aquellas aves de presa, y aunque seguros de que no era un combate arriesgado, lanzaban a los hambrientos pajarracos tajos al cuello, al pecho y a las alas, haciéndolos caer en gran número en torno a los caballos. Los pobres animales, espantados, daban imponentes saltos
para eludir semejante proximidad. De aquella manera consiguieron atravesar el bosque.
–Confiemos en que los que nos siguen tropezarán también con esos pacíficos amigos
–comentó Mico, –y como los musulmanes son todos, en mayor o menor grado, supersticiosos, no desearán entablar combate con esos animaluchos, que consideran de mal agüero.
En aquel momento, en medio del imponente silencio que reinaba en el campo, sonaron dos broncíneos campanazos que se esparcieron por el espacio.
– ¿Qué es eso? –inquinó Muley, disponiéndose a detener el caballo.
–Ese sonido anunciaba la proximidad de la granja de Damoko. Su campana suena todavía y me parece que es el único campanario que los turcos, acaso por capricho, no han destruido.
– ¿Es la de tu amigo?
–Sí, señor. Nuestros caballos han ido mucho más de prisa de lo que yo imaginé.
¡Bendita sea la santa cruz, que nos defiende!
Sonaron de nuevo dos campanadas, vibrantes, sonoras, cuyos ecos se perdieron en el aire. Los tres jinetes, pasando las espadas de la mano derecha a la izquierda, se persignaron y, después, apretando los estribos a los flancos de los corceles, reanudaron su desenfrenada carrera. A la par que las campanadas habían distinguido el distante rumor que delataba la presencia de sus perseguidores, los cuales no perdían su pista.
–Confiemos en que escaparemos de ellos –dijo el albanés.
–Confiemos en nuestras espadas –respondió el León de Damasco.
Extendíase frente a ellos la llanura despejada, desprovista de algarrobos, viñas, palmeras e higos chumbos. Los caballos, en su carrera, levantaban mucho polvo.
Los turcos lo habían arrasado todo por medio del incendio, luego de haber exterminado a los pacíficos labriegos con las cimitarras y disparos de arcabuz. De aquella manera preparaban los invasores el campo abonándolo con sangre y ceniza.
Así prosiguieron avanzando otro cuarto de hora y halláronse con viñedos cultivados.
–Fijaos allá, señor.
– ¡Una casa y una torrecilla!
–Es la granja de mi amigo Damoko.
– ¿Se encontrara en casa?
–Espero que si.
Se escucharon fuertes ladridos, que por su sonoridad y fuerza denotaban ser lanzados por enormes y temibles mastines. Redujeron el paso y alcanzaron la granja. Era una sólida casa con paredes y techumbres de piedra, pero bastante estropeada, ya que los turcos, no habiendo podido incendiarla con facilidad, habían hecho en el techo el mayor daño posible.
Nikola volvió la espada a la vaina, se puso dos dedos en la boca y emitió tres
vibrantes silbidos espaciados. Un instante más tarde, en tanto que los perros ladraban con más furia que antes, pretendiendo salir, se abrió una pequeña ventana y se oyó una voz que interrogaba.
– ¿Quien vive? ¿El Islam?
–No, San Marcos –repuso Nikola –Abre la puerta, Damoko Nos persiguen.
– ¿Esos perros con turbante?
–Si.
–Aguarda que despierte a mis cuñados ¿Eres tu, Nikola?
– ¿No distingues mi voz? Y me acompaña el León de Damasco Se cerró la ventanilla, oyéronse voces en el interior de la morada y pasos por una escalera no muy segura. Después se abrió la puerta, surgiendo bajo el dintel tres hombres de elevada estatura, robustos y barbudos, armados de sendos arcabuces con las mechas encendidas.
–Eso para los mahometanos, Damoko. Nosotros somos cristianos.
–Uno debe desconfiar siempre en estos tiempos malditos, Nikola. En fin mi casa, con su cantina y su granero, se hallan a vuestra disposición.
Uno de sus familiares encendió al instante una humeante candileja de aceite, de forma antiquísima, en tanto que el otro ponía cadenas a los perros, dos corpulentos y formidables mastines de poderosos colmillos, temibles adversarios, lo mismo para turcos que para cristianos.
Los tres jinetes desmontaron, cogiendo todas sus armas y municiones, y entraron en una vieja estancia, en tanto que los dos cuñados del propietario de la casa conducían bajo techado a los caballos y les daban buen pienso.
La sala se hallaba ennegrecida y el suelo era fangoso, como formado únicamente por tierra batida. Sus muebles consistían en algunas cántaras denominadas zaras, que se destinaban a conservar el aceite y lo bastante resistentes como para aguantar las balas de las pistolas de aquel tiempo, en una mesa cercana, tal vez secular, rajada por completo, y en unos pocos escaños medio destrozados. En cambio, colgadas en las paredes se veían gran número de armas: arcabuces con las mechas preparadas y brillantes yataganes.
Tal como indicamos, el granjero era un hombre muy fornido, de imponente estatura, como un gigante, y fortísimo, aunque en su barba se advirtieran ya algunas plateadas hebras. Se dirigió solicito al encuentro de sus huéspedes.
– ¿El León de Damasco? –inquirió.
–Yo soy –respondió el interpelado.
El candiota le examino entre sorprendido y estupefacto, y, haciendo ante él una gran inclinación, dijo:
– ¡Dios dé larga vida al héroe de Famagusta, esposo del capitán Tormenta, que hacia caer a los mahometanos como yo hago caer mis olivas! Entrad. Os encontráis en vuestra casa.
– Un instante, Damoko, no desearía comprometerte con los turcos.
– ¿Que pretendes decir? –inquino el gigante, arrugando el entrecejo.
–Ya te he indicado que nos persiguen.
– ¿Son muy numerosos los que os siguen?
–No lo sabemos todavía.
– ¡Bah! Somos seis. Se encuentra junto a nosotros el León de Damasco… ¿Que podemos temer? Por otra parte, pienso que el visir no habrá lanzado en vuestra persecución a toda la caballería ¿Estarán bastante distantes esos perros?
–Calculo que les llevamos unas millas de ventaja.
–Kara –dijo a uno de sus cuñados el otro, –trae vino, puesto que aun tenemos. Es mejor para los cristianos que para los mahometanos
– ¡Bah! en la actualidad ya no hacen caso del Profeta: beben mayor cantidad de vino que de agua, os lo garantizo –observo Mico.
–No estoy seguro, joven –repuso el granjero, con una sonrisa –Señor Muley-el-Kadel, es este vuestro autentico nombre, ¿verdad? ¿No será una indiscreción preguntar a que lugar vais?
–Hacia Capso. He de entrevistarme con Sebastián Veniero ¿Le encontraremos en la ensenada aun?
–Si. Sus ocho galeras se hallan ancladas todavía allí, aunque con las velas a medio desplegar.
Los cuñados regresaron, portando un cántaro de aquel exquisito vino, que de tal forma complacía incluso a los turcos, y unas tazas de madera. Damoko las lleno y brindo de la siguiente manera.
– ¡Por la destrucción del Islam!
– ¡Por su destrucción! –repitieron el albanés y el griego.
El León de Damasco se sintió incapaz de brindar por la destrucción de su raza. Pero, no obstante, bebió.
– ¡Silencio! –exclamo el granjero, en tanto que cogía la fusta y la hacia restallar.
–Sienten aproximarse a los turcos, ¿no es cierto? –inquino Nikola.
–Si. Husmean a esa chusma a distancia. Pero no supongáis que esta noche va a ocurrir la menor cosa. Los mahometanos son en exceso amantes de la luz y no los veremos aparecer hasta que salga el sol. Espero poder prepararles una buena trampa y, en el supuesto de que saliera mal, deberíamos hacer uso de las armas y se hará lo que se pueda
¿Que opináis, señor Muley, vos que desde pequeño habéis estado en medio de combates?
–Explicaos, Damoko.
–Un instante, señor. Tú, Kitar –indico a uno de sus cuñados, –ve a parar el reloj del campanario.
– ¿Con que objeto? –exclamo el griego, sorprendido –Deja sonar la campana.
–No. Cuando los escasos aldeanos que pudieron escapar a la ferocidad turca y que se encuentran a poca distancia de aquí, dejen de oír la hora en el antiguo reloj, advertirán que algo grave nos acontece y acudirán con premura, y aunque, en verdad, pocos, son resueltos y vendrán en nuestra ayuda. Estoy seguro de ello.
– ¿Se trata de una señal? –inquirió el León.
–Si, señor Muley, y si…
Se callo de improviso. El antiguo reloj, antes que lo pararan, quiso cumplir con su secular obligación. El sonido de su broncínea campana repercutió de un modo extraño en la casa, haciendo gruñir a los mastines. Después la onda sonora expandió su eco por el campo.
–De aquí a una hora saldrá el sol y aparecerán los turcos.
Y tras pronunciar aquellas palabras, Damoko se dirigió a las cántaras las destapo y, luego de olerlas, dejo tres al descubierto, explicando.
–Estas solamente han contenido agua.
– ¿Que planeas? –le interrogo Nikola.
– ¿No te parece que en estas tinajas panzudas cabe muy bien un hombre?
– ¿Y crees acaso que al llegar los turcos no las destaparan?
–En el instante que observe que piensan hacerlo, desatare a los perros e iniciaremos el combate. Mis mastines son formidables auxiliares. Al fin y al cabo, morir mañana, hoy, o cualquier otro día es lo mismo. De todas maneras nuestra vida a pesar de haber abjurado, se encuentra siempre pendiente de un hilo con esa canalla.
Kitar y Kara entraron a un tiempo. Ambos, robustos y vigorosos y ya habituados a la lucha aunque aun eran jóvenes, tenían una apariencia de absoluta tranquilidad.
–He cortado la cuerda que mantenía el contrapeso, y la piedra ha caído al fondo de la torre. Estemos preparados.
–Apaguemos la luz y vayamos a explorar las proximidades de la granja.
Los seis hombres esperaron a que una completa oscuridad invadiera la habitación, soplaron las mechas de sus arcabuces y salieron, en tanto que los mastines, intuyendo algo grave, gruñían sordamente e intentaban desesperadamente librarse de las cadenas que los retenían.