BELLAQUERÍA TURCA

Muley-el-Kadel obligó a su corcel a dar un imponente salto y después aflojó las riendas para que efectuara una carrera, en tanto que Metiub permanecía en guardia, reteniendo inmóvil a su montura. El León de Damasco, luego de obligar al animal a caracolear un instante, oprimió las rodillas contra el cuerpo de la caballería y se precipitó contra su rival.

El coronel, a cincuenta pasos, presenciaba impertérrito el combate.

Por el reducto no apareció nadie, tal vez por temor a las culebrinas venecianas, cargadas de metralla hasta la boca y que enfocaban sus cañones en dirección a las ruinas.

Por el contrario, miles de asediados, con el almete en la punta de la espada, se amontonaron en el bastión para contemplar el duelo.

Muley, confiando en su caballo, se arrojó impetuosamente contra Metiub, tal como dijimos, gritándole:

–Que te defienda tu Profeta, pues voy a matarte.

–No. Yo seré el que traspase a ti el corazón para vengar a mi señora.

– ¿No es acaso tu señora esa que llaman la tigresa de Hussif?

–No me inmiscuyo jamás en los chismorreos de murmuradores y envidiosos.

Mientras pronunciaban estas palabras, el capitán lanzaba tajos al León, el cual se limitaba a parar para observar la forma de combatir de su adversario; de improviso juntó su espada a la del mahometano y envió una estocada que casi no tuvo ocasión de detener Metiub.

Los caballos, conducidos más bien con las rodillas que con las riendas, avanzaban y retrocedían, dando vueltas a un lado y otro, semejando combatir también. Tal vez sin el freno se hubiesen lanzado bocados por su parte: eran también de diferentes razas.

Durante algunos instantes prosiguieron los dos rivales observándose, amagando más que atacando a fondo; después empezaron ambos a asestar una gran lluvia de tajos, estocadas y mandobles, en tanto que se gritaban con furia:

– ¡Para ésta!…

–Parada está. Y tú detén ésta.

– ¡Toma, renegado!… ¡Vaya! La cruz te protege.

– ¡Pide ayuda al Profeta!

– ¡No es preciso! ¡Toma!

– ¡Y tú!

El León de Damasco, deseoso de concluir el duelo, se había lanzado a fondo, asestando tal estocada a Metiub que a poco más le hace caer del caballo.

– ¡Por el Profeta! –exclamó el capitán, poniéndose al instante en guardia. – ¿Quién te enseñó esa soberbia estocada?

– Mi mujer.

– ¡Siempre el capitán Tormenta! ¡Qué no conocerá la cristiana en lo tocante a esgrima! Si mi coraza no fuese magnífica, me habrías traspasado el corazón.

–Exacto.

–Entregaría cien cequíes por aprender a lanzarla.

– ¿Y de qué iba a servirte si te voy a matar?

–Ya veremos, ahora me toca a mí jugar.

– ¡Juego turco! ¿Qué valor tiene frente al italiano y el francés?

–Vas a saberlo a tu costa.

Hizo que su caballo diera unos pasos atrás y avanzó de improviso, empezando a tirar a su enemigo una serie de estocadas cerradas, imponentes a su entender. Pero con gran sorpresa observó que ni una vez conseguía tocar la armadura de Muley.

– ¿Acaso tú también eres invencible? –bramó. –No obstante, he jurado a mi señora matarte y te mataré, a pesar de que haya de morir yo a la vez.

En aquel instante surgió una voz de entre los venecianos que se aglomeraban en el bastión contemplando el duelo.

– ¡La estocada recta, Muley! ¡Acuérdate!

Era la voz de la duquesa, que se hallaba anhelosa e impaciente por el resultado de la lucha.

Todavía vibraban en el aire las últimas sílabas cuando el capitán de armas se desplomó sobre el caballo, dejó caer la espada y lanzó una sofocada maldición. El León de Damasco, al acabar de detener un tajo de su rival, con una estocada recta, posiblemente secreta, le había atravesado la gola, clavándole el acero en el cuello.

– ¡Vencido! ¡Vencido! –clamaron mil voces con desenfrenada alegría. – ¡Viva el León de Damasco!

– ¡Muy bien, mi señor! –gritó la duquesa, con voz vibrante.

Metiub, a pesar de la terrible estocada, que acaso le había herido de muerte, se mantuvo en la silla. La sangre empezaba a manar, manchando el reluciente arnés. Muley desmontó del caballo y se dirigió al herido, preguntándole:

– ¿Te rindes?

El capitán de armas contestó con los talones: apretó los ijares al corcel, y éste, obediente a la presión, como si comprendiese que su jinete le pedía que le salvase, se encabritó, giró, manteniéndose sobre las patas traseras, dio un soberbio salto y avanzó rápidamente en dirección al campamento mahometano. Metiub se cogió al cuello del inteligente animal. El coronel se acercó al León cuando éste montaba con la intención, si bien con escasas esperanzas, de alcanzar a su adversario.

– Perdónale, ya que le has derrotado. Tal vez se halle herido de muerte.

–Pero no se rindió y huye.

–Es su corcel quien le arrastra.

–No sois leales. Venís a retar y os fugáis o preparáis alguna trampa.

En aquel momento salió de un bastión un caballero, cuyo arnés, al ser alcanzado por los rayos del sol, despedía fúlgidos destellos. Aquel hombre era el conde de Morosini.

–Señor –dijo al turco cuando estuvo a suficiente distancia para que le pudiera oír, –

abusáis en exceso de nuestra caballerosidad. ¿Por qué no habéis forzado al herido a rendirse?

–Ha escapado como una exhalación –adujo el coronel. – ¿Quién habría podido retener aquella tromba?

– ¿Y qué me decís de los hombres ocultos en el foso del reducto?

–Quizá sea cosa del bajá, que parece divertirse provocando inconvenientes al visir, y tal vez con el objeto de ponerle en mala situación en Constantinopla.

– ¡Hum! Voy a daros un encargo.

–Hablad, capitán.

–Id a decir a Alí-Bajá que si desea ver de nuevo a su sobrina, habrá de ser con una condición. Oídme atentamente: si no acepta, aseguradle que a cañonazos o con una mina haré volar el reducto con todos sus ocupantes. ¿Entendido?

–Perfectamente. Proseguid, señor.

–El almirante retiene al hijo de la cristiana que ayer derrotó a su sobrina.

–Lo he oído.

–Pues bien: comunicad al bajá que si me entrega a la criatura, dejaré que su sobrina abandone el reducto.

– ¿Con vida?

–Con vida, puesto que aseguran que su herida no es demasiado grave.

El rostro del turco resplandeció de alegría.

– ¿Garantizáis que no ha muerto?

–Anoche –intervino Muley, acercándose –se encontraba todavía con vida, pero me imagino que en el reducto no se le podrán proporcionar los cuidados adecuados.

– ¿Me dejáis diez minutos?

–Os concedo veinte; pero si transcurrido ese lapso no venís, las culebrinas del bastión arrasarán el reducto, y en tanto que dispongamos de balas y pólvora no os permitiremos aproximaros a él, y gracias a Dios disponemos de ambas cosas en abundancia.

– ¿No me mataréis por la espalda?

–Nosotros no somos mahometanos –dijo el conde despectivamente. –Somos guerreros que luchamos lealmente. Podéis marchar, coronel.

El turco, algo turbado, puso al galope el trotón árabe y partió como alma que lleva el diablo.

– ¿Suponéis, señor conde, que estará conforme Alí con este cambio? –inquirió con recelo Muley.

–Tengo la certeza de que sí. Aprecia demasiado a su sobrina para dejarla morir en el reducto.

– ¿No maquinarán los turcos alguna otra traición?

–Los artilleros están prevenidos y tienen orden de abrir fuego sin compasión ni miramientos. Os garantizo que no se atreverían a adentrarse en la llanura para ser el blanco de nuevos disparos. Han avanzado todavía muy poco en su asedio a pesar de que ha pasado más de un año desde que nos cercaron. ¿Deseáis avanzar hacia el reducto?

– ¡Siempre que no nos reciban con una descarga!…

–Tendrán buen cuidado de no hacerlo, ya que en tal caso nuestras culebrinas nos vengarían.

El valeroso veneciano espoleó a su montura, algo famélica, en verdad, puesto que en Candía escaseaba el heno, acompañado del León de Damasco. No se distinguía alma viviente; volvieron grupas sin que se les disparara un tiro y avanzaron hacia al bastión de Malamocco. Ya estaban a punto de llegar cuando hicieron pararse a sus caballos al escuchar tras ellos un desenfrenado galope.

Cuarenta o cincuenta corceles, conducidos por unos cuantos musulmanes, cruzaban el llano. Delante iba el coronel, llevando en sus brazos un niño.

– ¡Mi hijo! –exclamó Muley. – ¡Al fin voy a poder abrazarle al cabo de un año!

La criatura lucía ropas venecianas, vistiendo un trajecito azul adornado con blondas.

Su oscura cabellera, sin toca alguna y bastante larga, flotaba al aire agitada por el viento.

El León de Damasco y el conde avanzaron al encuentro del coronel, en tanto que los caballos se detenían en la otra parte del reducto.

–Salud, señores. León de Damasco, aquí tenéis. He cumplido mi palabra. Y ahora que Alá os proteja.

Y el coronel volvió grupas y partió a la carrera, a la vez que escapaban a todo galope los refugiados en el reducto. Uno de los jenízaros llevaba con él a Haradja.

– ¡Enzo! –exclamaba Muley, contemplando al niño, que le miraba con ojos de terror.

– ¿No recuerdas ya a tu padre?

Le estrechaba entre sus brazos y le llenaba el rostro de ardientes besos, en tanto que los turcos se alejaban en desenfrenada carrera, como si temiesen alguna traición. Tan veloz fuga comenzó a inspirar al conde un vago recelo.

– ¿Hace mucho tiempo que no veíais al pequeño? –indagó.

–Pasa del año, conde.

– ¿Es realmente vuestro hijo?

– ¿Quién pretendéis que sea?

–Vamos en seguida a reunimos con la duquesa.

Avanzaron al galope, y en breves instantes se hallaban en el puente levadizo del bastión. Leonor se lanzó a su encuentro.

– ¡Enzo! ¡Enzo! ¡Hijo mío! –exclamó.

–Tenlo. Al fin le hemos recobrado.

–Di algo a tu mamá, Enzo, hijito. Di alguna cosita a mamá.

Y le abrazaba y le besaba, no cansándose de contemplarle. El niño la miraba con sus grandes ojos negros, en los que se advertía el terror, al igual que había mirado antes a Muley. Pero no pronunciaba una palabra.

–Señora –intervino el conde, – ¿tenéis la absoluta seguridad de que es vuestro hijo?

– ¡Dios mío!… ¡Conde!

–Examinadle detenidamente.

–Aunque hace quince meses que no le veo…

– Mirad bien el pelo, los ojos, la boca… Cuando os separasteis de él, ¿hablaba ya?

–Sí…, pero…

El capitán general, como respuesta, desenvainó el puñal que llevaba a la cintura, lo hizo brillar ante los ojos del pequeño y le dijo en perfecta pronunciación turca:

– ¡Habla o te mato!

Sidi, aman (Señor, perdón) –repuso el niño.

– ¡Es turco!…

Los capitanes estallaron en furiosos comentarios, en tanto que la duquesa, poniendo al pequeño en el suelo, rompía a llorar desconsoladamente.

– ¡De nuevo nos han engañado esos canallas!

– ¡Es otra de sus habituales bellaquerías!

–Colguemos a este pequeño musulmán de la torre más alta de Candía.

– ¡Demasiado lo tienen merecido esos miserables!

–Pero es una inmensa crueldad.

–Eso no es combatir.

Entretanto el conde Morosini subía a la terraza y examinaba de una rápida ojeada la llanura. Los turcos, que corrían a todo galope, estaban ya a más de dos mil pasos.

– ¡Disparad contra esa chusma! –ordenó. – ¡Aniquiladlos!

–Señor –adujo un cabo de cañón, – las piezas se hallan cargadas todas con metralla.

– ¡Es lo mismo! ¡Fuego, fuego! Ya les mandaremos luego las balas.

Las treinta culebrinas retumbaron con tremendo fragor, haciendo trepidar por completo el bastión. Pero únicamente un par de hombres y un caballo, que iban en retaguardia, se desplomaron. Los restantes estaban ya fuera del alcance de la metralla, y cuando las culebrinas estuvieron cargadas con bala, los fugitivos alcanzaban la empalizada del campamento turco.

La artillería otomana, en especial las bombardas, reanudaron sus descargas como si pretendiesen atraer la atención de los artilleros venecianos.

El conde de Morosini hizo un ademán de desesperación y bajó de la terraza. No obstante los duques ya no estaban allí, pues tras haber entregado la criatura, que a fin de cuentas no era culpable del engaño, a un capitán, se fueron a su torre.

El capitán general dio a sus oficiales algunas instrucciones y, enfurecido por la jugada que le había hecho Alí-Bajá y entristecido por la desilusión que sufrían sus amigos, se dirigió hacia su estancia con el fin de consolarlos.

– ¡Miserables! –musitó, saltando de improviso para eludir ser herido por un fragmento de piedra. –Celebran su victoria. Ahora que ya se han puesto a salvo los del reducto arrecian el fuego para destruir la ciudad ¡Y no contar con suficientes fuerzas para atacarlos y aniquilarlos o bien obligarlos a darse a la fuga por mar, como mínimo! ¡Pobre Venecia!… Se quedó sin Chipre… y se quedará sin Candía por más sacrificios que realicemos.

Y, prosiguiendo su camino, llegó a la torre, a cuya entrada, Mico, sin preocuparse de los proyectiles, se mesaba los cabellos e imprecaba. Se sentía desesperado.

– ¿Y tus señores?

–Entrad, señor conde. Entrad a consolarlos. ¡Pobre señora!

El capitán general, a pesar de que ya no era joven, subió ágilmente la escalera y alcanzó el segundo piso

El damasceno se paseaba arriba y abajo de la estancia igual que un león enjaulado, en tanto que la duquesa, desprovista de la coraza, lloraba de bruces sobre uno de los lechos.

– ¿Qué pensáis, conde, de esta nueva bellaquería, de esta nueva canallada? Me avergüenza haber nacido mahometano y de haber creído en el Corán.

–Es verdad los mahometanos son unos bribones. ¡Ah! ¡Qué bajá! Y, no obstante, tengo la certeza de que algún día morirá bajo los golpes de la cristiandad.

–Fuimos innoblemente engañados –sollozó la duquesa, que se había levantado al entrar el conde, mientras enjugaba las lágrimas que pugnaban por deslizarse por sus mejillas. – ¡Yo misma supuse que se trataba de mi Enzo! Los mismos ojos, igual cabello, incluso posiblemente la misma edad. ¡Maldito bajá! ¿Es quizás un demonio? Pues no me produce temor y si se enfrentase a mí, espada en mano…

–No se enfrentará. Temen demasiado los turcos al capitán Tormenta.

– ¿Y qué haremos? ¿Vamos a dejar en manos del bajá a nuestro Enzo? –exclamó encolerizado el León.

El capitán general hizo un ademán de desaliento.

– ¿Y cómo voy a enviar mis hombres –exclamó con tristeza, –primero contra el campamento y después contra la escuadra? No llegamos ni a veinte mil, en tanto que esos perros, teniendo libre acceso al mar, habrán repuesto sus bajas y serán otra vez cien mil

¿Pretenderíais vos un intento semejante con guerreros que, si bien siempre han sido valerosos y arrojados, se encuentran exhaustos debido a las prolongadas veladas, la escasez de alimentos y las enfermedades? Responded, Muley.

–No. En vuestro lugar no tomaría sobre mí tal responsabilidad.

– ¿Y vos, señora?

–Yo tampoco, capitán. El combate resultaría desastroso. Pero ¿qué pretenderán hacer con mi hijo?

–Acaso convertirle en musulmán, señora –dijo en aquel instante un hombre que acababa de penetrar sigilosamente, si bien escoltado por el fiel Mico.

– ¡Nikola! –exclamaron al mismo tiempo los duques.

–Yo en persona, señores –repuso el marinero griego, saludando con reverencia. –

Debo daros buenas noticias

– Habla, habla.

–En primer lugar puedo garantizaros que vuestro hijo no se halla en peligro, ya que el bajá sigue protegiéndole claramente, sin prestar atención a las murmuraciones de la tripulación. Cualquiera diría que le quiere como si se tratase de su propio hijo.

– ¡Canalla!

–Pues debéis estarle reconocido, León de Damasco –adujo el griego, –ya que de no ser por él no habría yo apostado medio cequí por la vida de vuestro hijo.

– ¿Decís que le trata bien? –inquinó la duquesa.

–Como si se tratase del hijo de un sultán.

– ¿Y con qué fin?

– ¿Quién es capaz de conocer el pensamiento de esa fiera dañina? Por el momento, señora, os debe bastar con tener la seguridad de que vuestro hijo está muy bien atendido y no corre el menor peligro.

– ¿Y Haradja? –interrogó el capitán general

–Ha recibido una soberbia estocada que le impedirá abandonar su camarote como mínimo durante tres semanas.

– ¿Y Metiub? –inquinó Muley-el-Kadel

–Llegó al campamento medio muerto. Pero debe de tener muy dura la piel, ya que a pesar de la tremenda estocada que le habéis asestado en la garganta aseguran que no morirá. Me parece que tras estas dos amargas lecciones, se ha producido una penosa impresión en el campo turco, los infieles no osaran volver a retar a los cristianos de Candía. Procurad, no obstante, señora, y vos también, Muley, no caer vivos en poder de

esos perros. Como ultimo recurso os recomendaría que os saltarais la tapa de los sesos de un tiro.

–Conozco su crueldad, como se hasta que punto es capaz de ser arrastrada Haradja por su odio –dijo Muley

–Vos sois el hombre a quien entregue el otro día un salvoconducto, ¿no es cierto? –

pregunto el conde.

–Si, señor capitán general –respondió el renegado, –y ahora oídme.

– ¿Nos traes otras noticias, Nikola?

–Y me parece que buenas. Me he enterado esta mañana, por un amigo mío, también renegado, que vive en el campo, que desde hace tres días se han reunido en la bahía de Capso galeras venecianas a las órdenes de Sebastián Veniero.

– ¡El gran Almirante de la Serenísima!

–Si, señor capitán general.

– ¿Y son muy numerosas?

–Solamente ocho. Pero todas son de reciente construcción y con fuerte armamento, rapidísimas y doble tripulación de galeotes. Ya conocéis la osadía del Gran Almirante, y podemos confiar en que haga alguna jugada al bajá.

El conde hizo un movimiento con la cabeza

– ¡Ocho contra trescientas! Sería una temeridad ¡Que espantosa matanza! En tanto que la República no se una a todos los Estados cristianos y junte sus naves a las españolas, genovesas, sicilianas, austriacas, francesas y romanas, no conseguiremos recuperar la hegemonía marítima. Extraordinaria fue la audacia de Moceñigo desplegando al viento la enseña veneciana frente a la asombrada Constantinopla. Su victoria fue grande, pero no basta. Al bajá es a quien se debe herir en el corazón para exterminar el poder naval de los turcos. Por desgracia Venecia no puede, en la actualidad, ni en sueños, intentar semejante golpe, a pesar de que en sus astilleros se trabaja noche y día construyendo galeras.

El León de Damasco acababa de volverse hacia su esposa y clavaba en ella sus ojos.

– ¡Si me marchase yo!… –insinuó.

– ¿A qué lugar?

–A la ensenada. ¡Cualquiera sabe! Con Sebastián Veniero puede esperarse todo incluso la captura de la nave almirante turca. De esta forma podríamos salvar a nuestro Enzo. ¿Te parece bien, Leonor? Nikola, que conoce el lugar donde están ancladas las naves y que posee amigos en la compañía, irá conmigo, y Mico también me acompañará.

Los grandes ojos negros de la duquesa brillaron con viveza

– ¿Deseas intentar tan arriesgada aventura? –indago con voz emocionada.

–Sería capaz de intentar cualquier cosa por librar de las codiciosas y sanguinarias zarpas de Haradja a nuestro hijo y a mi padre.

–En él precisamente estaba pensando, y calculaba que si Veniero, con tan pocas

naves, no desea enfrentarse a la poderosa flota del bajá, sí puede, en cambio, asaltar y destruir la guardia de esa tigresa, ya que las fieras se encuentran aquí, a distancia de Hussif ¿Que opináis, conde?

–Opino que no se deben desperdiciar las ocasiones de perjudicar en todo lo posible a los turcos. Atacar, y mucho menos apresar, la galera del bajá no es posible, como no sea por un milagro. Pero Hussif no es Candía, y alrededor de aquel castillo los turcos son poco numerosos, mientras que aquí pululan igual que moscas. Si lo deseáis, duque, os proporcionaré una escolta de leales guerreros para que os acompañe.

–No, señor capitán general –adujo el renegado –Tres o cuatro hombres pueden eludir a las avanzadillas turcas, pero si fuesen más, no me comprometería a salvar sus vidas.

– ¿Siguen merodeando por el campo sus patrullas?

–Sí, señor conde.

–La noche va a ser oscura, ya que oigo sonar el trueno. Vete. Eres aun el León de Damasco, y los turcos, a pesar de todo, te respetan y te temen todavía.

–Gracias, Leonor. Lo único que lamento es dejarte sola…

–El capitán general de Candía cuidara de vuestra esposa, amigo mío, marchad tranquilo. La duquesa está bajo el amparo de la Serenísima.

–Mil gracias, conde. Marcho tranquilo Dios quiera que el éxito me acompañe.

–Os lo aseguro. ¿A qué hora os pondréis en marcha?

–Nada más caiga la noche –dijo Nikola. – Es la hora más adecuada.

–Entonces, hasta la noche. Os haré salir por el bastión de Cavarzere, que no esta vigilado por los turcos, por lo menos aparentemente.

Y el capitán general se despidió afectuosamente del matrimonio.

Share on Twitter Share on Facebook