Capítulo 19

EL ATAQUE DE ALTARIK

La columna, que había salido de la ciudad acompañada por el tam-tam de los tambores, se dirigió rápidamente hacia la montaña.

La encabezaban Altarik y el sultán, y este último, que azuzaba constantemente a sus hombres, parecía estar terriblemente enfurecido.

Los tres aeronautas, una vez que hubieron visto el rumbo que seguía la caravana, se replegaron hacia la cima de la montaña para evitar ser copados.

El inglés, ayudado por los negros, había hecho verdaderos milagros.

Empleando enormes piedras había construido una muralla, protegida a su vez por un impenetrable cerco de arbustos sumamente espinosos, que constituían un obstáculo insalvable para los pies desnudos de los negros.

— Dentro de esta trinchera podremos resistir largamente -dijo el inglés.

— Se aproximan -gritó Mateo, que en ese momento estaba de vigía en la cima-. Ya entraron en el bosque.

— Bueno, arrojaremos nuestros proyectiles.

— ¿Cuáles?

— He hecho preparar unas cincuenta piedras muy grandes, que tiraremos por la ladera, y que debido a la gran pendiente bajarán a enorme velocidad arrollando todo a su paso.

Los negros, instruidos por el inglés, comenzaron a hacer rodar gran cantidad de peñascos.

Estos enormes proyectiles, al adquirir cada vez mayor velocidad, arrasaban todo lo que encontraban a su paso, derribando los árboles como si fueran de papel.

Algunas, al encontrar otras piedras en su camino, las hacían rodar a su vez, de manera que terminaban formando una verdadera avalancha.

Pronto comenzaron a sentirse gritos de terror que venían del bosque, seguidos de algunos disparos de fusil. -Parece que nuestros proyectiles han alcanzado a la columna -

dijo el inglés.

— Sin embargo, dudo que sean suficientes para detenerla -contestó el germano.

— No importa. Tenemos otras de reserva.

— ¿Y si a pesar de todo no pudiéramos dispersarlos?

— En ese caso opondremos una primera resistencia detrás de esta muralla, y en último caso nos refugiaremos en la caverna.

— ¡Las plantas comienzan a moverse en la mitad de la ladera! -gritó Mateo.

— ¡Arrojen más piedras! -ordenó el inglés.

Los negros se disponían a arrojar más piedras cuando Mateo alcanzó a divisar una bandera blanca que se dirigía hacia ellos.

— ¡Alto! -ordenó-. Altarik envía un hombre para negociar.

— Dejémoslo llegar -dijo el germano-. Escucharemos la propuesta que nos hace su patrón.

Un negro zanzibarés, que llevaba un trapo blanco ata-‘ do a su lanza, se acercaba hacia ellos gritando:

— ¡No disparen! ¡Vengo como amigo!

El zanzibarés se había detenido a unos cincuenta metros de la muralla, agitando su bandera blanca.

— Voy a ver qué quiere -dijo el germano-. ¿Quién me acompaña?

— Yo -contestó el inglés-. Que los otros se queden de guardia, listos para protegernos.

Mientras ellos marchaban al encuentro del parlamentario, Mateo y el árabe, subidos a la muralla, tenían apuntadas sus armas, listos para disparar.

— ¿Qué es lo que quieres? -preguntó el inglés cuando llegó junto al parlamentario.

— Vengo a tratar con los hombres blancos en nombre de mi patrón -contestó éste.

— ¿Quién es tu patrón?

— El árabe Altarik, el comerciante más rico del África Ecuatorial.

— ¿Qué es lo que quiere de nosotros?

— Que le entreguen el polvo de oro y le devuelvan el prisionero del sultán.

— ¿Y si el prisionero no quisiera ir con tu patrón?

— ¿Quién lo dice?

— Yo.

— ¿Y quién eres tú?

— E1 prisionero inglés.

Al sentir esas palabras el zanzibarés hizo una mueca de disgusto.

— ¿Por qué no quieres venir con nosotros? -dijo-. Mi patrón ha viajado expresamente para liberarte y conducirte hasta la costa.

— ¿Ha venido por mí o por el tesoro?

— Por ambas cosas.

— Vuelve al lado de tu patrón y dile que prefiero quedarme al lado de los hombres blancos y repartirme el tesoro junto con ellos.

El parlamentario hizo un gesto de rabia.

— ¿Te opones a los deseos de mi patrón? -dijo.

— No tengo patrón -respondió el inglés-, y siendo un hombre libre hago lo que deseo.

— Mi patrón se apoderará de ustedes.

— Que haga la prueba.

— Lo hará de inmediato.

— ¡Si no vuelves en seguida junto a tu gente te romperé la cabeza! -gritó en ese momento el germano.

El parlamentario, al ver que Otto levantaba el fusil, arrojó la bandera y salió corriendo al tiempo que gritaba:

— ¡Al ataque! ¡Al ataque!

En seguida se sintieron algunos disparos, cuyas balas pasaron muy cerca de los dos

europeos.

— Corramos -dijo el inglés.

Rápidamente se guarecieron dentro de la fortaleza, mientras los esclavos comenzaron a arrojar en seguida grandes piedras.

A pesar de ello los atacantes continuaron su ascensión, reparándose detrás de los troncos de los árboles. De tanto en tanto hacían una descarga que se perdía contra la muralla.

Los aeronautas, arrodillados detrás de las defensas, hacían fuego sobre los enemigos que tenían a la vista, y, a pesar de la distancia, sus balas no eran todas perdidas.

De improviso, los asaltantes llegaron al claro que rodeaba la cima y con una descarga mataron a cuatro de los negros, que estaban por hacer rodar una gruesa piedra. Luego se lanzaron al asalto, aullando como bestias feroces.

Los sitiados iniciaron entonces un tiroteo tan intenso que los obligaron a retroceder hasta el bosque, dejando en el suelo cuatro muertos y tres heridos.

— No tardarán en volver a atacarnos -dijo el germano. Sin embargo, transcurrió un largo rato sin que los asaltantes se hicieran presentes.

— ¿Qué estarán haciendo esos bribones? -preguntó Otto, inquieto al cabo de algún tiempo.

— Están haciendo un trabajo misterioso -contestó el inglés-. Veo que están cortando algunos árboles.

— ¡Cuidado! ¡Ya vienen! -gritó en ese momento El-Kabir.

Los asaltantes salieron del bosque e iniciaron su ataque, protegidos detrás de pequeños trozos de troncos de árboles, que utilizaban como defensas móviles.

Los sitiados reabrieron el fuego, derribando a numerosos atacantes, pero esto no fue suficiente para detener la avalancha y pronto la gente de Altarik llegó hasta la muralla.

— Estamos a punto de caer prisioneros -dijo flemáticamente el inglés al tiempo que mataba de un balazo a un negro que había trepado sobre la muralla.

— ¡Corramos a refugiarnos a la caverna! -gritó el germano.

Los sitiados hicieron una última descarga, y luego se replegaron hacia la gruta, internándose en el túnel de la misma.

Algunos de los negros, ensoberbecidos por la victoria, trataron de seguirlos, pero cayeron muertos en seguida ante los certeros disparos del germano.

En ese momento se escuchó una voz estentórea que gritaba:

— ¡Escúchenme, hombres blancos!

— ¡Es Altarik! -dijo El-Kabir.

— ¡Te escuchamos, Altarik! -gritó el germano con voz tonante.

— Ahora están en mis manos.

— No lo creo. Todavía nos quedan muchas municiones.

— Ya lo verán dentro de poco.

— ¿Qué es lo que nos propones?

— La libertad a cambio del polvo de oro y el dirigible.

— No tendrás ni una cosa ni otra.

— ¡Entonces esperaré vuestra muerte! -dijo Altarik amenazadoramente mientras se alejaba.

— ¡Escuchen! -dijo el árabe al cabo de un rato-. Me parece que están golpeando contra una roca.

— ¿Qué estarán por hacer estos salvajes? -dijo Otto-. Me siento bastante intranquilo.

Repentinamente se escuchó la voz de Altarik que gritaba:

— ¡Fuego!

Casi instantáneamente se sintió una formidable detonación, y la galería quedó a oscuras.

— ¿Qué ha pasado? -preguntó Otto.

— Han hecho saltar una gran roca, que al caer cerré la salida de la caverna, de modo que estamos sepultados en vida -le explicó el inglés sin perder nada de su flema.

— ¡Sepultados! -exclamaron sus compañeros.

— Sí. No podremos salir de aquí, a menos que recibamos ayuda de afuera renunciando al tesoro y a vuestro dirigible.

— Al tesoro, pase -dijo el germano-, pero al dirigible, ¡nunca!

Al cabo de un rato, en que los prisioneros quedaron silenciosos entregados a sus pensamientos, el germano se levantó diciendo:

— Tenemos que buscar aluna forma para salir de aquí.

— ¿Qué piensas hacer? -preguntó Mateo.

— Vamos a tratar de mover la roca entre todos.

— Examinemos esa roca -dijo el inglés-. Puede que sea menos grande de lo que creemos.

Todo es posible, y a lo mejor todavía hay alguna esperanza.

La enorme piedra que tapaba la salida dejaba algunas pequeñas fisuras, a través de las cuales penetraba un poco de luz.

Guiados por esa vislumbre, nuestros amigos se acercaron hasta la salida, observando cuidadosamente el obstáculo que les cerraba el paso.

— ¿Qué dices tú? -preguntó Otto al inglés, que era el más competente en esas cuestiones.

— Es una roca enorme, que pesa por lo menos veinte toneladas. Me temo señores, que no podremos hacer nada.

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