Capítulo 18

EL PRISIONERO

La travesía del lago, en esa parte relativamente estrecha, ya que no superaba los treinta kilómetros, fue cumplida sin ningún inconveniente.

A las cinco de la tarde el “Germania” llegaba a la ribera opuesta, pasando sobre Kapampa, una de las más importantes ciudades del Tanganyka.

El paisaje no cambiaba; se veían siempre las grandes llanuras, alternadas con algunos bosques aislados, en los cuales se podía distinguir gran cantidad de animales salvajes.

El germano, viendo una caza tan abundante se desesperaba de no poder descender para iniciar una gran cacería contra todos esos animales.

— Déjalos en paz, y tratemos más bien de llegar lo antes posible al Kassongo -le dijo el

griego-. No olvides que también Altarik se dirige hacia ese punto.

— ¿El prisionero está en Kilemba? -preguntó Otto al árabe.

— Sí -respondió éste.

— ¿Es una ciudad muy grande?

— Cuando estuve, hace treinta años, tenía cerca de diez mil habitantes.

— ¿Qué clase de gente es?

— Muy mala. Algunos incluso son antropófagos.

— ¿Corremos entonces peligro de que nos devoren?

— Afortunadamente no, porque en ese sentido respetan al hombre blanco.

— ¿Cómo haremos para rescatar al prisionero?

— Nos presentaremos como hijos de la luna -dijo El-Kabir-. Viéndonos descender del cielo será fácil que nos crean.

— La idea me parece buena -dijo el germano.

— ¿Cuánto nos falta todavía para llegar?

— Si el viento se mantiene llegaremos mañana al mediodía.

Durante la noche el dirigible continuó su recorrido, y a la mañana siguiente cruzaron el río Liralabo, uno de los afluentes del Congo.

— Ya estamos cerca de Kilemba -dijo El-Kabir.

— ¿Cuánto falta aún?

— Alrededor de treinta kilómetros.

— Entonces llegaremos pronto. El dirigible avanza a razón de veinte kilómetros por hora.

— ¿Habrá llegado ya Altarik? -preguntó Mateo.

— No lo creo -repuso El-Kabir-. Por más que haya apurado su marcha es imposible que haya llegado.

El paisaje mostraba cada vez mayores signos de estar habitado. Se veían muchos campos cultivados y gran cantidad de chozas.

Los negros, al ver al dirigible, huían gritando y se escondían en los bosques. Otros en cambio, más valerosos, disparaban sus flechas, que llegaban muy lejos del blanco.

A eso de las diez de la mañana, Heggia, que estaba de guardia en la plataforma, les señaló una que se divisaba en el horizonte.

— Es Kilemba -dijo el árabe.

— Preparemos nuestras armas -ordenó el germano-. No podemos saber la acogida que nos harán sus habitantes.

A medida que el dirigible se aproximaba se veía mayor animación en las calles de la ciudad. Los negros llegaban corriendo de todas partes y se concentraban en la plaza del

mercado. Asimismo se escucharon algunos disparos de fusil, demasiado prematuros.

Cuando por fin llegaron sobre la ciudad la plaza estaba repleta.

Centenares de negros semidesnudos se movían desesperadamente, levantando los brazos al cielo, y luego se inclinaban hasta tocar el suelo con sus cabezas.

En medio de ellos, un negro viejo, de estatura gigantesca, con el cuerpo adornado de brazaletes de cobre, con adornos de marfil, gritaba como un condenado, alzando ambas manos hacia el dirigible que descendía lentamente.

En ese momento el germano, inclinándose sobre la barandilla; gritó:

— Pueblo de Kilemba, deja lugar para que desciendan los enviados del cielo.

Los negros al sentirlo, y ver que el monstruo descendía, huyeron en todas direcciones.

Hasta el viejo jefe había corrido a encerrarse en su palacio.

Cuando el “Germania” estuvo a una altura de veinte metros, Heggia lanzó el ancla, que se afirmó en las ramas de un árbol gigantesco que había en la plaza. A continuación largó la escala de cuerdas.

Otto, Mateo y el árabe descendieron, llevando sus armas y algunas cajitas con regalos para el sultán.

Al verlos aparecer, la muchedumbre se arrodilló, continuando sus lamentos.

— ¡Habitantes de Kilemba! -gritó entonces el germano en árabe-. ¡Traigo la bendición del sol y de la luna!

Al sentirlo, el anciano jefe se adelantó lentamente y se arrodilló delante de ellos, diciendo también en árabe:

— Pembo, sultán de Kilemba, saluda a los hijos del sol y de la luna.

En ese momento Otto tomó las cajitas con obsequios y las entregó el negro diciendo:

— Toma. El Sol y la Luna te envían estos regalos.

— ¿Entonces sois amigos? -preguntó el negro.

— Nosotros no queremos hacerte ningún mal -contestó el germano-. La luna nos ha encargado de buscar uno de sus hijos que ha desaparecido hace algunos años.

— Uno de sus hijos -exclamó el negro con terror.

— Sí, y que se encuentra en tu casa.

— ¿Un hombre blanco como ustedes?

— Sí.

— ¿También él es hijo de la luna?

— El primogénito.

— ¡Oh! ¡Desgraciado de mí!

— ¿Lo has matado?

— ¡No! -se apresuró a decir el negro-. No lo he matado, pero tampoco lo he tratado con el respeto que se merece un hijo de la luna.

— Si en algo aprecias tu vida, condúceme hasta él. Con un gesto el negro apartó a la gente de la plaza y condujo a los tres aeronautas hacia el palacio real.

El entrar al palacio vieron en un rincón a un hombre blanco, de cabellos rojizos y cuerpo macilento, cubierto apenas por unos harapos.

Inclinado delante de una piedra, estaba moliendo maíz, custodiado por dos negros armados de garrotes.

Al ver entrar a nuestros amigos, el desgraciado se había puesto de pie, lanzando un grito de alegría.

— ¡Señores! -exclamó con la voz temblorosa por la emoción.

Otto y Mateo corrieron hacia él, tendiéndole las manos.

— Estamos muy contentos de verlo -dijeron luego abrazándolo-. Ahora que llegamos nosotros no tiene nada más que temer.

— Señores, ¿no es un sueño su presencia aquí?

— Lo conduciremos con nosotros -dijo el griego-. Hemos venido de Zanzíbar para salvarlo.

El inglés los miró con asombro.

— ¿Habéis venido aquí expresamente?

— Sí.

— ¿Cómo supieron que estaba prisionero?

— Por el mensaje que ató a los cuernos de un antílope.

— ¡Verdaderamente Dios ha velado por mí! Nunca creí que ese mensaje hubiera podido llegar hasta la costa. ¿Cómo han llegado hasta aquí?

— En, un dirigible.

— ¿Entonces cómo harán para transportar el tesoro que he prometido a mis salvadores?

— ¿En qué consiste ese tesoro? -preguntó el germano. -En una tonelada y media de polvo de oro que estos indígenas creen no tiene valor.

— ¡Son millones de libras! -exclamó Otto-. ¡Un verdadero tesoro!

— ¿Podrá transportar el dirigible esa carga?

— Con toda seguridad.

— ¿El sultán me dejará partir?

— Le hemos dicho que somos hijos de la luna, y que si no nos obedece nuestro monstruo devorará a todos los habitantes de la ciudad. A todo esto, ¿el tesoro está muy lejos?

— A sólo cinco kilómetros en la ladera de una montaña.

— Entonces conviene que marchemos rápido.

El sultán se había retirado con sus ministros a uno de los aposentos privados, y allí contemplaba, con el alborozo de un niño, los regalos que le habían traído los viajeros.

El germano, que llevaba su fusil en la mano, se le acercó diciéndole en tono severo:

— Has maltratado a un hijo de la luna y merecerías que el monstruo que montamos te devorase junto con toda tu tribu.

— No sabía que fuese un hijo de la luna -exclamó temblando el sultán.

— Por eso no te hago devorar; pero si te perdono la vida es con la condición de que hagas una cosa.

— ¿Qué es lo que quieres de mí?

— Que hagas recoger el polvo amarillo que se encuentra en la ladera de esa montaña.

— ¿Para qué lo necesitas?

— Sirve para hacer más brillantes los rayos del sol.

— ¿Eso no nos traerá más sequía? Hace mucho que no llueve en nuestros campos.

— Encargaré a la luna que mande nubes que hagan llover abundantemente en tus tierras.

— ¿Me lo prometes?

— Prometido.

— Entonces el polvo amarillo es tuyo.

— Me harán falta hombres para transportarlo hasta aquí.

— Todos mis esclavos están a tu disposición.

— Los necesito en seguida -ordenó el germano con tono imperioso.

El sultán habló con uno de sus ministros, y al poco rato se presentaron veinte negros robustísimos, cada uno de los cuales estaba provisto de una gran cesta.

Al verlos, el germano ordenó partir en seguida, pero antes de hacerlo se volvió hacia el sultán diciéndole:

— Que nadie se acerque a la bestia que nos ha conducido hasta aquí si no quieres que ésta se enoje y devore tu ciudad.

— Ninguno de mis súbditos se aproximará a ella -contestó el monarca.

— Partamos -dijo entonces Otto-. Heggia permanecerá de guardia junto al dirigible.

Al salir de la ciudad atravesaron primero unos campos cultivados con sorgo, y luego penetraron en un bosque que se extendía por las laderas de una montaña aislada.

— Allí está el tesoro.

La ascensión no fue difícil, porque encontraron un sendero que antiguamente debía haber sido muy frecuentado por los indígenas.

Casi al llegar a la cima, el inglés se detuvo ante lo que parecía la entrada de una

caverna.

— Es aquí -dijo.

El inglés penetró en la caverna llevando en la mano la rama de un arbusto resinoso a la que había prendido fuego para que sirviera de antorcha.

La comitiva avanzó alrededor de cien metros por un pasaje oscuro y estrecho, que de golpe desembocó en una amplia caverna cubierta de estalactitas.

El inglés señaló entonces un montón de polvo amarillento con reflejos dorados que había en un rincón.

— ¡Éste es el tesoro! -dijo.

Dando gritos de alegría los tres aeronautas se precipitaron hacia allí.

El inglés había dicho la verdad. ¡Era casi una tonelada y media de oro en polvo mezclado con pepitas del mismo material!

— Aquí hay por lo menos veinte millones de francos -dijo Mateo.

— No -intervino Otto en ese momento-. Nosotros lo aceptamos únicamente con la condición de que lo repartamos en partes iguales para todos.

— Bueno. Hagan como quieran -dijo el inglés sonriendo.

Llamó entonces a los esclavos y les ordenó cargar en los cestos todo el polvo de oro, cuidando de no dejar caer nada.

Ya se habían cargado aproximadamente la mitad de los canastos cuando se sintieron algunos disparos lejanos. Todos se precipitaron corriendo hacia la salida, y, al llegar al aire libre, vieron una caravana compuesta por unos cincuenta negros, a cuyo frente marchaba un árabe.

La caravana se disponía a entrar en la ciudad, y, de acuerdo a la costumbre, efectuaba disparos al aire para saludar a los pobladores.

— ¡Altarik! -gritó el árabe palideciendo.

— ¡Estamos perdidos! -exclamó Mateo.

— ¿Es un enemigo vuestro? -preguntó flemáticamente el inglés.

— Sí -contestó Otto, que parecía aniquilado.

— La cosa es grave -dijo entonces el inglés-. Ese hombre dirá al sultán que lo han engañado y, como lo conozco, sé cómo reaccionará. Se pondrá furioso y os hará azotar por eso.

— ¿Qué podemos hacer? -preguntó el germano indeciso.

De inmediato tomó la palabra el inglés.

— Yo opino que debemos quedarnos aquí custodiando el tesoro -dijo.

— Altarik vendrá a asaltarnos -contestó el griego. -Nosotros nos defenderemos ayudados por los negros.

— La idea me parece buena -dijo finalmente el germano-. Este tesoro vale mucho más que nuestro dirigible. Atrincherémonos y esperemos el ataque de Altarik.

— ¿Y Heggia? -preguntó el árabe.

— Más tarde trataremos de salvarlo.

Mientras los aeronautas discutían la situación, el inglés conversaba animadamente con los veinte esclavos. Luego de unos minutos regresó junto al germano diciendo:

— Estos negros están dispuestos a ayudarnos, con la condición de que luego los dejemos en libertad.

— De acuerdo -dijo Otto-. Comencemos a atrincherarnos.

En ese momento el inglés tomó nuevamente la palabra:

— Déjenme esa tarea a mí -dijo-. Fui especialista de fortificaciones en el ejército de la India. Ustedes adelántense por el sendero y traten de retardar en lo posible el avance del enemigo.

— ¿Cuántos cartuchos tienen?

— Alrededor de cien cada uno.

— Creo que son suficientes.

Mientras los veinte esclavos, dirigidos por el inglés, iniciaban los trabajos para construir un pequeño fortín, los tres aeronautas descendieron un trecho por el sendero, hasta llegar a una roca aislada, tras de la cual se apostaron.

En ese momento pudieron ver que una columna numerosa salía de la ciudad dirigiéndose hacia la montaña. Se componía de alrededor de trescientos negros, algunos armados con fusiles y la mayoría con arcos y lanzas.

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