Capítulo 2

UN DOCUMENTO VALIOSO

El Kabir se acomodó en los cojines, cargó la pipa, tomó unos sorbos del excelente café, comenzó a fumar, e inició su relato con esa voz nasal típica de los árabes.

— Hace tres meses me dirigí a Bagamoyo, en el continente, para recibir una caravana que venía desde el Ugogo, donde me llegaba una valiosa partida de colmillos de elefante que había comprado a los súbditos de Nurambo, el gran rey africano que domina la región de los grandes lagos. Había terminado ya mi tarea, cuando el jefe de la caravana, que era amigo mío, me llevó aparte, enseñándome un trozo de papel sobre el cual había escritas algunas líneas en un idioma que él desconocía.

— ¿Podrías traducirme lo que dice en esta carta? -me preguntó.

— ¿De dónde la has sacado?

— Es una historia muy curiosa -respondió mi amigo-. Atravesábamos el territorio de Nsagaco, y como nos escaseaban los víveres salí de caza para conseguir un poco de carne fresca para la caravana.

— Como sabes -continuó-, se trata de tierras donde la caza abunda, de modo que me resultó fácil matar numerosos antílopes, y además algunos avestruces. Cuando me disponía a regresar, observé colgado del cuerno de un antílope una especie de bolsita atada

con una cuerda rústica. Al abrirla, cuidadosamente envuelta, encontré esta carta, pero no puedo saber lo que dice porque está escrita en un idioma desconocido para mí.

Presintiendo que podría tratarse de algo muy importante, leí la carta con displicencia, para que ni remotamente mi amigo pudiera adivinar de qué se trataba.

La carta había sido escrita por un explorador inglés, de apellido Kambert, que había partido de Zanzíbar años atrás para explorar la margen occidental del gran lago Tanganyka. En ella contaba el explorador que desde hacía un año estaba en poder de una tribu de indígenas feroces que lo habían llevado prisionero a Kilembo, en el Kassongo, y lo martirizaban en tal forma que todos los días deseaba le llegara la muerte como una liberación. Al final de la misiva solicitaba auxilio, prometiendo indicar al que lo rescatase, como recompensa, la ubicación de una montaña que contenía riquezas incalculables, acumuladas durante siglos, por los indígenas de Kassongo.

“Como mi amigo el árabe me miraba atentamente, sospechando también él que se trataba de un documento de gran valor, le dije, mostrando poco interés; que se trataba de una simple información geográfica, que rogaba transmitir al cónsul inglés en Zanzíbar, prometiendo una recompensa de veinte libras esterlinas.

El árabe cayó en la trampa, y sabiendo que yo estaba por embarcarme para Zanzíbar, me encargó llevar el documento, previo pago de la recompensa ofrecida por el explorador.

Las discretas averiguaciones que realicé al regresar a Zanzíbar demostraron que, efectivamente, dos años atrás, un viajero inglés, con una escolta de quince hombres, había salido de la ciudad para ir a explorar la margen occidental del lago Tanganyka.

Aclarado este punto, que parecía confirmar la veracidad del contenido de la carta, pensé seriamente en conquistar esa riqueza fabulosa. Mi primer pensamiento fue organizar una caravana y dirigirme hasta el lago, pero en esos días me llegó la noticia de que había estallado la guerra en la región de Tanganyka, lo que significaba la muerte segura para cualquier caravana que se internase en esos parajes.

Fue entonces que conversé con mi amigo Mateo, quien me sugirió la idea de buscar en Europa alguna especie de globo o dirigible que me facilitase la llegada hasta el Kassongo.”

— Y de inmediato pensamos en ti, Otto -dijo el griego-, sabiendo que eres uno de los más grandes expertos en aeronavegación.

— Por lo que estoy muy contento -repuso el germano.

— ¿Aceptáis intervenir en la empresa? -preguntó el árabe.

— De mil amores -respondió Otto.

— Yo soy muy rico, y anticiparé los gastos de la expedición.

— Es una oferta magnífica que aceptamos complacidos, porque nuestros bolsillos están casi vacíos -dijo el griego-. La compra del dirigible y los gastos de viaje han concluido prácticamente con nuestros recursos.

— Es necesario proceder muy rápidamente -continuó el árabe-. Ya les conté que nuestro secreto ha sido vendido a Altarik.

— Cuéntenos cómo ha ocurrido eso -dijo Mateo.

— Al principio, cuando todavía pensaba en organizar la caravana, conversé con algunos de mis sirvientes y esclavos, preguntándoles si querían acompañarme, y prometiéndoles una participación en el tesoro. Seguramente alguno de ellos repitió la historia, porque a los pocos días llegó Altarik hasta mi casa, proponiéndome que nos asociáramos en la empresa.

Como desconfío de ese hombre, que tiene fama de ser más rapaz que un beduino, y más cruel que un cazador de esclavos, me lo saqué de encima diciéndole que se habían burlado de él haciéndole creer una historia falsa.

Altarik no ha quedado convencido, y desde ese día me vigila en forma permanente para impedir que salga en busca del tesoro. Por su parte, él ha enviado una fuerte caravana encargada de rescatar al explorador y ubicar la Montaña de Oro.

— ¿Es por eso que tú y tus sirvientes estáis tan armados?

— Altarik es capaz de todo, y estoy seguro de que ha ordenado a sus hombres que me maten a traición, para impedir mi partida.

— Entonces los espías de Altarik deben saber nuestra llegada.

— Seguramente, y por eso les recomiendo que tengan cuidado al salir.

— Tenemos buenos revólveres -dijo el griego.

— ¿Cuándo partiremos? -preguntó el árabe.

— Mañana por la noche -contestó el germano-. Esta noche sería demasiado aventurado, porque quiero revisar el dirigible para ver si no ha sufrido deterioros en el viaje.

— ¿Cómo conseguirás el gas necesario para inflarlo?

— Lo he traído conmigo, envasado a gran presión dentro de cilindros de acero de resistencia incalculable -respondió Otto-. No necesitaré más de tres o cuatro horas para inflar mis globos.

— ¿Tus globos? -exclamó Mateo-. ¿No se trata acaso de uno solo?

— Son dieciocho -repuso Otto riéndose.

— ¿Qué clase de dirigible has traído?

— Un dirigible que en realidad es un verdadero tren volante.

— Estoy ansioso por verlo.

— En estos momentos nuestro equipaje debe haber sido ya transportado a tu casa.

— ¿Cuántos hombres podrá llevar ese aparato? -preguntó el árabe.

— Hasta cien -dijo el germano-, pero no seremos más que cinco: nosotros y dos sirvientes.

— Llevaré conmigo a Heggia y a Sokol -dijo el dueño de casa.

— ¿Quién es ese Sokol? -preguntó el griego.

— Un negro que conoce bien los parajes que debemos recorrer y habla todos los dialectos

del Uganda.

— Ya es hora de que nos vayamos a casa -dijo Mateo.

— ¿Cuándo vendréis a buscarme?

— Mañana a la noche, entre la una y las dos de la madrugada.

— ¿Vendréis con el dirigible?

— Volaremos sobre vuestra terraza -dijo el germano-. Tendréis que trepar por una escala de cuerdas. -¡Qué aparato maravilloso! ¿Tendré que preparar las armas y los víveres?

— No se preocupe por nada -contestó el germano-. Únicamente convendría que preparara dos cajones de cincuenta kilos llenos de regalos para las tribus indígenas.

— Sería bueno que me dejaran llevar cuatro cajones, para estar seguros de tener regalos suficientes para los sultanes.

— Por mí no hay ningún inconveniente -dijo Otto.

— Mañana a la noche los esperaré sobre la terraza, con los cajones y mis dos sirvientes.

— ¿Queréis que envíe a Heggia para acompañaros?

— No es necesario, tenemos muy buenos revólveres -respondió Mateo.

Cuando se disponían a salir, la indígena que estaba en el negocio les hizo una seña.

— ¿Qué deseas? -preguntó el griego.

— Hay espías vigilando la entrada.

— ¿Los has visto?

— Sí, son cuatro: dos negros y dos árabes.

— ¿Cómo sabes que son espías?

— Entraron para averiguar quiénes eran ustedes.

— ¿Que les dijiste tú?

— Que querían venderle al patrón mercaderías europeas.

— Ya nos cuidaremos de esos bribones -dijo el griego. Con muchas precauciones y los revólveres listos para disparar, nuestros amigos salieron a la calle. Los alrededores estaban llenos de negros y de árabes, de manera que era imposible identificar a los espías.

Mateo y Otto se abrieron paso entre la muchedumbre, escrutando los ojos de las personas que encontraban en su camino, llegando sin inconvenientes a la pequeña península donde los esperaba la barca alquilada.

Cuando se disponían a subir a la embarcación, el griego divisó a un negro que, subido sobre una terraza, hacía señales a un pequeño velero que se encontraba anclado en la bahía.

— ¿Lo ves? -preguntó el griego.

— Sí -contestó Otto, a quien no habían pasado inadvertidas esas señales.

— ¿Esas señales serán para pedirles que se acerquen a la costa o para indicarles que ya hemos salido de la casa del árabe?

— No lo sé, pero sospecho que se refieren a nosotros.

— Nos mantendremos en guardia. ¿Tu casa está rodeada de murallas?

— Sí, y son altísimas.

— ¿Tienes sirvientes?

— Cuatro y muy fieles.

— Los pondremos a vigilar.

Los amigos saltaron dentro de la barca y dieron orden al negro de dirigirse hacia el sur.

Mientras tanto, el velero que les llamara la atención había comenzado a moverse. El griego, que no lo perdía de vista, se dio cuenta de que en lugar de dirigirse hacia la costa enfilaba hacia ellos como si pretendiese cortarles el paso.

— Ten cuidado -dijo el griego al negro que manejaba el bote-; parecería que aquel velero quisiera embestirnos y mandarnos a pique.

— Lo mismo me parece a mí -dijo el negro, que había advertido las sospechosas maniobras de aquel velero.

— ¡Apura la marcha de tu barca!

— Estén tranquilos. Esos hombres desconocen mi habilidad y la fuerza de mis músculos.

Con poderosos golpes de remo, el negro cambió la dirección del bote, dirigiéndolo hacia la costa, que en ese lugar estaba desierta.

El velero, sin embargo, no se dio por vencido y, mediante una hábil maniobra se colocó delante de la barca, impidiéndole el paso. Un hombre, que por el tinte de su piel parecía árabe, apareció en la proa.

— ¿Quiénes sois?

— Europeos -respondió el griego esgrimiendo su revólver.

— ¿A dónde vais?

— No tenemos obligación de daros cuenta de nuestros actos.

— Aquí manda el sultán. ¿Tenéis permiso de libre circulación?

— No lo tenemos porque no es necesario -respondió Mateo.

— Me veo obligado a deteneros y conduciros de regreso a Zanzíbar.

— ¿Quién eres tú?

— Un oficial del sultán.

— ¡Mientes! -exclamó el griego-. Tú eres un sirviente de Altarik.

El árabe, al verse descubierto, miró al griego un poco desconcertado.

— Te engañas -dijo luego-. Soy verdaderamente un oficial del sultán.

— Yo te digo que si no nos dejas paso te mataremos -exclamó Mateo apuntándole con el revólver, mientras el germano hacía otro tanto.

El árabe, asustado, retrocedió un poco.

— Contaré esto al sultán -dijo.

— Y nosotros a nuestros cónsules. ¡Rápido! ¡Déjanos paso o haremos fuego!

Ante esa amenaza, formulada de modo enérgico, toda la bravuconería del árabe desapareció como por encanto. Temiendo recibir en cualquier momento una bala en la cabeza, el árabe, mirando con ojos asustados a los europeos, retrocedió hasta el timón y dio orden a su tripulación de virar en redondo.

El velero comenzó a moverse lentamente, dirigiéndose a Zanzíbar, mientras la barca continuaba su recorrido impulsada por las vigorosas remadas del negro.

— Así hay que tratar a estos árabes insolentes -dijo el griego-. Si un blanco se deja intimidar está perdido. Si no hubiéramos sacado los revólveres nos hubieran apresado y conducido a Zanzíbar.

— ¿A presencia del sultán?

— El sultán no interviene en estas cuestiones. Ha sido Altarik que ha dado orden de capturarnos.

— ¿Qué hubiera hecho con nosotros?

— Nos hubiera tenido prisioneros durante un tiempo, para envenenarnos más tarde.

— ¿Estará todavía Altarik por estos parajes? Comienza a fastidiarme.

— A lo mejor el negro lo sabe -dijo el griego, que dirigiéndose al botero le pidió informes.

— No lo sé -contestó el negro-. Altarik para poco en Zanzíbar, ya que sus negocios más importantes están en Bagamoyo. Es posible, sin embargo, que haya salido para el continente.

— Aunque hubiera partido, igualmente lo dejaremos atrás. Nadie puede competir con un globo, y menos con un tren aéreo.

Mientras tanto la barca, impulsada velozmente por el remero negro, continuaba alejándose de Zanzíbar.

Ya comenzaba a distinguirse enteramente la península triangular donde estaba ubicada la ciudad, y que, bordeada de lujuriosa vegetación, emergía en el centro de la rada.

Sobre la playa se observaban aún numerosas casas blancas, con amplias terrazas, rodeadas de cocoteros que elevaban al cielo sus altos penachos. No obstante, cada vez la edificación estaba más espaciada y ya comenzaban a perderse los perfiles del viejo fuerte portugués.

Al poco rato los viajeros llegaron a una costa desierta, casi desprovista de vegetación, cerca de la cual se observaba una casa blanca, rodeada de un muro altísimo.

— ¿La ves? -dijo el griego-. Es mi casa.

— No podías haber elegido un lugar más salvaje.

— Aquí vivo tranquilo, lejos del bullicio de la ciudad.

— El lugar es a propósito para inflar los globos de nuestro dirigible sin ser molestados.

— Por otra parte, como se encuentra apartada, permite vigilar bien los alrededores.

Un cuarto de hora después, los dos europeos desembarcaban en el pequeño muelle de la aislada villa de Mateo.

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