Capítulo 3

EL DIRIGIBLE

La villa del griego consistía en una casita minúscula, de forma cuadrada como son todas las de Zanzíbar, pero que, a diferencia de éstas, tenía grandes ventanas. Lo más cómodo de todo era la soberbia terraza, indispensable en ese clima para poder gozar del fresco de la noche.

En el patio interior, sumamente amplio, había algunas palmeras y un enorme sicomoro que proporcionaba una fresca sombra a la casa.

Fuera del muro que la circundaba, podían apreciarse algunos campos cultivados con zapallos, melones y maíz. Pero en realidad las tierras cultivables eran pocas, siendo en su mayoría completamente áridas.

— Esta es mi famosa casa -dijo el griego riendo, al tiempo que saludaba a sus cuatro ancianos servidores-. Como ves, es un tugurio que vale pocos centenares de rupias, pero que servirá para inflar tu dirigible.

— Tenemos espacio suficiente -dijo el germano después de recorrer con la vista el amplio patio interior. -Tu equipaje ya ha llegado.

— Lo hemos colocado en la galería central -dijo uno de los servidores.

— Vamos a ver si está todo.

Ambos se aproximaron a la galería donde estaba acomodado el equipaje, que se componía de veintidós cajones grandes, cuadrados en su mayoría, todos numerados e identificados mediante marcas especiales.

— ¿Están todos?

— Sí -respondió el germano.

— ¿Comenzaremos en seguida a trabajar?

— Es necesario empezar de inmediato. La tarea será larga y pesada.

— Los sirvientes pueden ayudarnos.

— ¿Quién vigilara entonces?

— Bastará con que uno observe desde la terraza -repuso el griego-. Desde allí se dominan todos los alrededores. Ardo en deseos de ver completamente montado a tu famoso dirigible.

— Es una obra maestra.

— ¿Qué forma tiene?

— Te daré ahora una explicación -dijo el germano sentándose a la sombra del sicomoro, mientras los sirvientes, a una orden suya, comenzaban a desclavar los cajones del equipaje.

“Como ya te he dicho -comenzó a explicar Ottomás que un globo es un tren volante, capaz de transportar numerosas personas y una carga considerable. Tú no ignoras que en los últimos años se ha venido estudiando la posibilidad de construir un globo que pueda ser dirigido. El conde Zeppelín, un gran experto en navegación aérea, se dedicó a esa tarea, trabajando asiduamente durante dos años, hasta que por fin logró construir un verdadero tren volante.

“Este aparato, en cuya construcción he colaborado, está dividido en diecisiete compartimientos, en cada uno de los cuales se coloca un globo. Para su desplazamiento, la máquina posee una gran hélice de aluminio, accionada por dos motores a explosión. La dirección se controla mediante grandes alerones construidos con marcos de madera recubiertos de tela de seda, que se manejan desde la cabina con suma facilidad. Esta nave, que algunos llaman dirigible, o tren volante del conde Zeppelín, ha sido probada con excelentes resultados en julio de este año, en las márgenes del lago Constanza.

— Sobre esa base -continuó Otto- construí mi dirigible, introduciéndole algunas modificaciones que permitieron perfeccionarlo.

— Por su aspecto mi dirigible es igual al del conde, pero para accionarlo le he colocado dos motores de mi invención, con calderas de hornallas muy anchas, que permitirán, en caso necesario, quemar leña como combustible. Por otra parte, su fuerza es tres veces superior a la del modelo ensayado en el lago Constanza. Tenía intenciones de probarlo en alguna isla desierta del Báltico, cuando llegaste tú con la propuesta de experimentarlo en el centro de África.”

— ¿Dará los resultados que tú esperas? -preguntó el griego con alguna inquietud.

— Tengo la plena seguridad.

— ¿Cuál es su forma definitiva?

— Se parece a un grueso cigarro, o mejor aún, a un cilindro alargado, con las dos extremidades redondeadas.

— ¿Dónde está situada la plataforma?

— En la parte inferior, sostenida por sólidos cables de acero.

— ¿Qué tamaño tiene?

— Mide diez metros de largo por cuatro de ancho, y está provista de una sólida barandilla,

para impedir cualquier caída. Podremos movernos cómodamente en ella, y aún pasear como si estuviéramos en el puente de una pequeña nave.

— ¿Con qué llenarás los globos?

— Con hidrógeno envasado a alta presión en cilindros de acero. Llevaremos con nosotros, además, algunos cilindros de repuesto, para reemplazar las pérdidas que eventualmente se produzcan.

— ¿Con qué velocidad avanzaremos?

— Con la del viento.

— ;Y si éste fuese contrario?

— Si no es demasiado fuerte podremos avanzar a razón de unas doce a quince millas por hora.

— Es bastante, y ninguna caravana podrá competir con nosotros.

— A trabajar -dijo el germano-. Tendremos mucho que hacer para armar por completo el aparato.

De inmediato comenzaron a vaciar los cajones, ayudados por tres negros, mientras el cuarto sirviente fue destacado como vigía en la terraza. Paulatinamente fueron extrayendo los globos, el esqueleto del aparato, construido en madera desmontable, y la plataforma, que también era desarmable.

De otro grupo de cajones desembalaron los motores, el eje de propulsión, la hélice, y unas cajas especiales donde se guardarían las armas, las municiones y los alimentos envasados. Cuando terminaron de desarmar los cajones el patio y las galerías estaban llenos de los materiales más heterogéneos.

Esta tarea les llevó gran parte del día, pero el germano, trabajando en forma metódica pero acelerada, consiguió tener montado el esqueleto del dirigible antes de la puesta del sol.

Cansados del largo y fatigoso trabajo estaban por sentarse a cenar bajo la fresca sombra del sicomoro, cuando el vigía de la terraza dio la voz de alarma.

Los dos amigos se levantaron de inmediato.

— ¿Qué es lo que has visto, Meopo?

— Un velero se acerca lentamente hacia la costa.

— ¿Será el del árabe?

— Es posible. Conviene vigilar. Vamos a la terraza. Aunque ya se había puesto el sol, existía suficiente luz como para poder observar un velero que navegaba sobre la plácida superficie del océano.

Les bastó una sola mirada para darse cuenta de que no se habían engañado; la nave que en esos momentos pasaba frente a la casa del griego muy cerca de la costa era la misma que había tratado de abordarlos a la salida de Zanzíbar. En esos momentos navegaba muy lentamente, fingiendo dirigirse hacia el sur.

— Nos están espiando.

— ¿Es el velero de Altarik?

— Sí, Otto. Un marinero de mi experiencia no puede equivocarse.

— ¿Qué es lo que se propondrán?

— Deben tener algunas sospechas, y han de haber venido a averiguar qué es lo que estamos haciendo y si preparamos alguna expedición.

— Si mi dirigible estuviera ya listo, les daría un buen susto.

— ¿Qué es lo que harías?

— Les arrojaría una bomba de dinamita sobre la cubierta de la nave.

— ¿Has traído esas armas tan poderosas?

— Pensé que nos resultarían muy útiles para asustar a las tribus africanas.

— ¡Qué suerte que eres un hombre tan previsor!

— Mira, el velero ha cambiado de dirección.

— Se ve que no quiere alejarse de estos lugares.

— No me gustaría que aprovechando la oscuridad nos atacaran y dañaran el dirigible.

— Mis servidores vigilarán cuidadosamente durante toda la noche.

Esa noche los dos amigos durmieron sin inconvenientes, confiados en la vigilancia de los negros. A la medianoche el velero se aproximó al desembarcadero, pero al sentir el

“¡Alto!” de los centinelas, viró y siguió de largo.

Los dos europeos se levantaron al alba del día siguiente y de inmediato continuaron con el trabajo. Al atardecer estaba todo listo, faltando únicamente inflar los globos.

Prolijamente acomodadas sobre la plataforma del dirigible estaban las cajas con alimentos, las armas y municiones.

El germano comenzó entonces a llenar con gas los globos del dirigible, para lo cual lo colgó mediante sólidas cuerdas de cuatro palmeras. Los cilindros con hidrógeno a presión fueron conectados a las válvulas de entrada de cada uno de los globos, y al cabo de cinco horas de intenso trabajo había terminado la operación. Faltaba únicamente subir, poner los motores en movimiento y cortar las amarras.

— ¿Qué te parece? -preguntó el germano, volviéndose hacía el griego que contemplaba admirado aquel inmenso globo, listo a llevarlos por los espacios infinitos del cielo.

— ¡Es maravilloso! Nunca creí que fuera una cosa tan gigantesca. ¿Será seguro?

— Como si navegáramos sobre el agua.

— Haremos un viaje espléndido.

— Y además muy veloz.

— ¿Con qué harás funcionar los motores?

— Por ahora con petróleo; luego, cuando éste se termine, quemaremos leña.

— ¿No se prenderá fuego?

— Es muy difícil, porque la envoltura de los globos es incombustible.

— Subamos. Ya es la una y el árabe nos espera.

— Faltan unos pocos minutos. ¿Todavía se observa el velero?

— Ha vuelto -dijo uno de los negros-. Está a tres kilómetros de la playa.

— Los dejaremos atrás -dijo Otto.

El germano puso en marcha los motores, y a los diez minutos ya tenían la presión necesaria.

— ¿Está todo listo? -preguntó el griego.

— He revisado la carga y no falta nada.

— ¿Cargaron las armas y las municiones?

— Todo está en las cajas.

— ¿Son suficientes?

— Doce mil cartuchos y seis rifles, aparte de las hachas y los cuchillos.

— Estoy listo -dijo el griego con un leve temblor en la voz.

— ¿No tienes miedo?

— No -contestó Mateo.

— ¡Listos para cortar las amarras! -dijo el germano subiendo a la plataforma.

— Cuiden la casa -gritó el griego-. Tardaremos unos dos meses en regresar.

— ¡Corten las amarras!

— ¡Buen viaje! -gritaron los sirvientes.

A1 ser cortadas las cuatro sogas, el aparato se elevó majestuosamente, en medio de los gritos de estupor de los sirvientes.

El dirigible ascendió hasta los ciento cincuenta metros, fue arrastrado al principio por el viento, pero luego, al ser puestas en marcha las hélices, inició su marcha hacia Zanzíbar.

Durante la ascensión Mateo no había pronunciado una sola palabra; apoyado sobre la barandilla contemplaba asombrado el inmenso dirigible.

— ¿Qué me dices, Mateo?

— Tu dirigible es maravilloso y desde ya podemos considerar como nuestro el tesoro ofrecido por el inglés.

— ¿Te sientes seguro?

— Completamente.

— ¿No tienes temor de precipitarte a tierra?

— Ninguno.

— Ahora iremos a buscar al árabe.

— ¿Podrás hacerlo aterrizar sobre la terraza?

— ¿No ves cómo obedece al timón?

— ¡Es maravilloso! Nunca imaginé que pudieras construir un dirigible tan grande y al mismo tiempo tan fácil de manejar.

— Como ves, es una cosa muy simple.

— ¿Cuándo llegaremos al continente?

— Mañana al mediodía si el viento nos ayuda.

— ¡Mira! ¡E1 velero de Altarik!

El germano se puso a observar desde la plataforma. El velero se dirigía a toda marcha hacia Zanzíbar, pero cada vez perdía más terreno, ante la velocidad muy superior del dirigible.

— Dejémoslo correr -dijo el germano-. Cuando él llegue a Zanzíbar nosotros ya habremos partido con El-Kabir y sus sirvientes.

— Nos hemos olvidado de dar un nombre al dirigible”.

— Si te parece lo llamaremos “Germania” -dijo Mateo. -De acuerdo.

— Ya estamos sobre los suburbios de Zanzíbar.

— ¿Conoces algo de motores, Mateo?

— Tengo bastante práctica.

— Serás entonces nuestro maquinista.

— Tú, Otto, dirigirás como capitán.

— ¿Qué función le daremos al árabe?

— Lo nombraremos cocinero, y si no le gusta se encargará de encender las pipas.

El dirigible se deslizaba tan tranquilamente que el griego se había serenado por completo. Para controlar su perfecto funcionamiento, el germano le hacía realizar las más diversas maniobras, las que se efectuaban perfectamente, con gran satisfacción del constructor.

— Funciona estupendamente -dijo Otto-. Ha superado todas mis previsiones.

— ¿No esperabas tanto?

— Nunca imaginé que fuera tan obediente al timón. Claro está que ahora el viento es débil.

— ¿Y si soplara con fuerza?

— Podríamos manejarlo también con bastante facilidad. ¡Mira! Ya estamos volando sobre Zanzíbar.

El griego se inclinó sobre la barandilla; como apenas eran las dos de la mañana, la ciudad estaba a oscuras y desierta. A lo lejos se veía una luz sobre una terraza.

— Es la casa de El-Kabir -dijo-. El árabe nos espera.

— Preparen la escala de cuerdas.

— ¿Y si arrojáramos un ancla?

— No es necesario, porque puedo frenar perfectamente el dirigible. ¡Apúrense! Ya estamos casi sobre la casa. El germano detuvo los motores, dejando que el dirigible avanzase por su solo impulso.

— ¡Arroja la escala!

Mientras el “Germania” se detenía, la escala de cuerdas cayó exactamente sobre la terraza iluminada. -¿Son ustedes, amigos? -gritó una voz temblorosa.

— Sube, El-Kabir.

— ¿Hay algún riesgo?

— Ninguno.

— Sube rápido con tus esclavos, que tenemos prisa.

— Ya voy -dijo el árabe, comenzando a trepar por la escala.

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