Capítulo 21

LA MUERTE DE ALTARIK

Un silencio profundo reinaba en los campos, interrumpido únicamente por los débiles chillidos de los pájaros nocturnos que huían al paso de nuestros amigos.

En la ciudad todos debían dormir, convencidos de que no tenían nada que temer de parte de los encerrados “Hijos de la luna”.

El inglés los guió hasta una especie de terraplén de tierra apisonada que se extendía un poco más allá de los muros de la ciudad.

Detrás de este terraplén crecían densos matorrales, entre los cuales comenzó a buscar el inglés, hasta que por fin descubrió una gruesa tabla, apenas cubierta de tierra.

Ayudado por sus compañeros la levantó, dejando al descubierto una negra abertura.

— Este es el pasaje -dijo.

— ¿Hasta dónde llega? -preguntó Otto.

— Atraviesa las murallas y gran parte de la ciudad. Encendiendo unas ramas para que los alumbraran, el inglés penetró en la galería, seguido por sus compañeros. Ésta era muy húmeda, pero lo suficiente ancha como para que pasaran tres hombres a la vez. En ella no se sentía el menor rumor.

Luego de caminar durante casi media hora recorriendo esa galería, se encontraron con que ésta terminaba bruscamente. Al buscar una salida, vieron sobre el piso una especie de tapa, de madera dura, que parecía conducir a un pasaje inferior.

— Ayúdenme -dijo el inglés.

Entre todos levantaron la tapa de madera, y se encontraron ante una escalera rústica, excavada directamente en la tierra.

Al recorrerla, fueron a dar a una pequeña cabaña.

— Estamos detrás del palacio del Sultán -dijo el inglés.

— ¿No habrá alguna guardia? -preguntó el germano.

— No lo creo, pero voy a averiguarlo.

Con suma precaución el inglés abrió la puerta y observó cautelosamente los alrededores.

— No se ve a nadie -dijo.

Salieron sigilosamente, y se dirigieron a la plaza del mercado, observando al llegar, al

“Germania”, que suavemente flotaba encima de ellos.

Sin embargo sufrieron una aguda decepción al ver que la escala de cuerdas había sido retirada.

— ¿Cómo haremos para advertir a Heggia? -preguntó el germano.

— Esperen -dijo entonces el árabe-. Déjenme hacer a mí.

El-Kabir revisó cuidadosamente los contornos con la mirada, y una vez que estuvo convencido de que no había nadie por los alrededores, se acercó las dos manos a la boca, y emitió un silbido extraño, que hubiera podido pasar fácilmente por el canto de un pájaro.

De inmediato un silbido igual les respondió desde la plataforma del dirigible.

— ¡Es Heggia que nos contesta! -exclamó el árabe lleno de contento.

Una forma humana había aparecido sobre la barandilla de la plataforma.

— ¿Es usted patrón? -preguntó la voz del fiel criado.

— Sí. Baja la escala -respondió el árabe.

Los amigos treparon rápidamente, luego de liberar la soga del ancla. El dirigible comenzó a ascender muy despacio.

— ¡Rápido! ¡Arrojen lastre! -ordenó el germano. Rápidamente fueron arrojadas dos gruesas piedras; luego una caja llena de regalos, y por último dos cilindros de acero vacíos.

El “Germania”, así alivianado, se elevó rápidamente hasta los quinientos metros de altura, y empujado por una brisa favorable comenzó a aproximarse a la montaña del tesoro.

Cuando todo estuvo en marcha, el germano preguntó a Heggia cómo había hecho para librarse de caer en manos del Sultán o de Altarik.

— De manera muy fácil -contestó éste-. Cuando vi entrar la caravana comprendí que era la de Altarik, de manera que subí a la plataforma y levanté la escala. Casi en seguida éste se acercó y me gritó que le entregara el dirigible, pero yo le contesté que cortaría la soga del ancla e incendiaría la ciudad. Para hacerle comprender la verdad de mis afirmaciones, arrojé una bomba sobre un grupo de cabañas deshabitadas.

“El efecto fue extraordinario -continuó el negro-. Se produjo una fuga general, y una hora más tarde el Sultán mandaba a uno de sus ministros para pedirme que no destruyera la ciudad, comprometiéndose por su parte a no acercarse al “Germania”. Y hasta ahora lo han cumplido.”

A todo esto el dirigible había llegado hasta la cima de la montaña, y cuando el germano abrió las válvulas de gas de los globos centrales, comenzó a descender lentamente.

Los europeos buscaron en vano a los dos hombres que Altarik había dejado de guardia a la entrada de la caverna.

— ¿Habrán huido? -preguntó Mateo.

— No lo creo -contestó el árabe-. Es más fácil que estén escondidos entre las piedras.

En ese momento se sintieron dos disparos: una bala perforó el turbante de El-Kabir, y la otro pasó silbando junto a las orejas de Heggia.

Mateo, el inglés y Otto hicieron fuego simultáneamente. Uno de los árabes cayó, el otro, en cambio, salió corriendo hacia el bosque.

El-Kabir le disparó un tiro, pero sin dar en el blanco.

— Dejémoslo ir -dijo el inglés-. Cuando Altarik llegue hasta aquí, nosotros habremos terminado de cargar el tesoro y de completar la carga de gas del dirigible.

Arrojaron el ancla, que rápidamente se afirmó entre unas rocas; luego lanzaron la escala.

Descendieron, y en seguida comenzaron a tirar de la soga del “Germania” hasta que su plataforma se asentó en el suelo. De inmediato cargaron sobre éstas unas piedras, cuyo peso mantuvo fijo al dirigible.

— Usted vaya a buscar a los negros -ordenó el inglés al árabe-. Los haremos penetrar en la caverna y sacar los cestos por la galería.

— Pero la entrada está cerrada -observó éste.

— La haremos volar fácilmente con una de las bombas -contestó el germano.

Otto y el inglés comenzaron en seguida a examinar la piedra que Altarik había hecho caer para tapar la salida de la cueva, y una vez encontrado el lugar adecuado, colocaron dentro una de las granadas.

Accionada la espoleta, corrieron rápidamente para refugiarse detrás de unas piedras, esperando la explosión. Un minuto después un violento estallido sacudió la montaña, y centenares de trozos de roca volaron por el aire, cayendo luego al suelo con un estrépito ensordecedor.

La roca había saltado en pedazos, y la entrada a la caverna estaba despejada.

— Tú, Mateo, permanecerás aquí con Heggia, preparando los cilindros de gas -ordenó el germano-, mientras nosotros vamos al encuentro de los negros.

Rápidamente los fieles negros comenzaron su trabajo, y al cabo de un cuarto de hora todas las cestas estaban sobre la plataforma del dirigible.

— Apúrense -decía el inglés-. Dentro de poco tendremos que luchar contra las tropas del Sultán y de Altarik

— ¡Ya vienen! -exclamó en ese momento el griego que estaba vigilando.

En efecto, sobre la llanura se veía avanzar una larga columna.

— Primero dejemos ir a estos pobres negros -dijo el germano-. Si llegan a caer en manos del Sultán, éste los hará matar.

Otto tomó entonces un cajón lleno de baratijas muy apreciadas por los negros, y se las dio. Les facilitó asimismo algunas carabinas con abundantes municiones, y hachas y cuchillos en cantidad suficiente como para defenderse en caso de ser atacados.

— Ahora huyan y póngase a salvo -les dijo.

Los negros, llenos de agradecimiento le besaron las manos y luego desaparecieron rápidamente en el bosque.

— Hay que inflar rápido los globos -dijo el inglés-. Los guerreros del Sultán avanzan con una rapidez prodigiosa.

— Ustedes vayan a emboscarse para demorar su llegada -ordenó el germano-. Mientras tanto yo y Heggia terminaremos de preparar el dirigible.

El inglés, el griego y el árabe tomaron sus armas, y fueron a emboscarse sobre la ladera de la montaña. Los negros de Kilemba avanzaban a la carrera, precedidos por los árabes y los zanzibareses de Altarik. Habían visto al “Germania” y trataban de capturarlo antes de que pudiera levantar vuelo.

Eran más de trescientos hombres, armados unos con fusiles; y otros con lanzas y flechas. Al llegar a la base de la montaña se dividieron en dos columnas que avanzaron en forma paralela.

Los aeronautas los dejaron acercar hasta unos ciento cincuenta metros y desde esa

distancia hicieron fuego, matando a tres de los atacantes.

Los negros, asustados, empezaron a retroceder, pero los guerreros de Altarik, mucho más valientes, los detuvieron, impidiendo así una huida general.

Los aeronautas, impotentes para hacer frente a un enemigo tan numeroso, retrocedieron hasta un lugar más alto, y desde allí hicieron una segunda descarga.

En ese momento se sintió la voz apremiante de Heggia que decía:

— ¡Vengan! ¡El dirigible está listo!

Mateo, El-Kabir y el inglés corrieron hacia el “Germania”, subiendo rápidamente a la plataforma, mientras Heggia arrojaba el lastre.

Entonces soltaron el ancla, y el dirigible comenzó a ascender rápidamente.

En ese momento un árabe gigantesco llegó hasta el lugar donde había estado el dirigible y comenzó a gritar ferozmente:

— ¡Ladrones! ¡Desciendan!

— ¡Es Altarik! -exclamó El-Kabir con rabia-. ¡Toma! Resonó un tiro, y el árabe cayó lanzando una fuerte gemido.

— ¡Me he vengado! -exclamó El-Kabir, agitando su fusil aún humeante.

Algunas descargas partieron desde los matorrales, pero las balas no podían llegar hasta el “Germania”, que se elevaba con creciente velocidad.

Los negros, no obstante no se descorazonaron, y treparon a la cima de la montaña para continuar su ataque.

— ¡Tomen para ustedes! -exclamó Otto, tirándoles una granada. El proyectil cayó en medio de los asaltantes, haciendo estragos entre ellos.

Los sobrevivientes, espantados, huyeron en todas direcciones.

Mientras tanto el “Germania” iniciaba airosamente su viaje de regreso; pasó lentamente sobre la ciudad de Kilamba, y luego enfiló resueltamente rumbo a Zanzíbar.

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