8. EL ASALTO

Una tromba se había precipitado sobre la proa del «Bangalore», que había quedado indefensa desde que Durga había hecho retirar a popa a los combatientes para esparcir por el suelo los durión.

Eran unos cincuenta salvajes, armados de mazas, sables y puñales. No viendo a ningún indio delante de sí, se encaramaron sobre la proa, invadiendo la cubierta.

Sus gritos de guerra y de triunfo se trocaron al instante en aullidos de espanto y de dolor.

Su invasión se detuvo. De sus pies desnudos, cortados, atravesados; desgarrados por las durísimas y agudas púas de los durión, salían arroyos de sangre.

Los primeros que intentaron retirarse, empujados por los otros, caían y forcejeaban entre espantosas convulsiones. Era el momento de aprovecharse de ello.

Durga hizo volver las espingardas y los ametralló a quemarropa, mientras Amali; el francés y los otros abrían un fuego terrible sobre las chalupas más próximas, que trataban de acercarse a la popa.

En aquel preciso instante, para colmo de ventura, una ráfaga de viento hinchó las velas que hasta aquel momento habían permanecido inmóviles y empujó hacia adelante al

«Bangalore», cuya proa chocaba con las barcas de los salvajes.

—¡La victoria es nuestra! —gritó el francés, en lengua india, para que le oyeran todos los defensores.

La tripulación hizo un esfuerzo supremo. Combatió a culatazos y con las cimitarras, derribando a los enemigos que habían echado como raíces en los costados de la nave.

Las barcas se movían en confusión, y el «Bangalore», ya no entretenido, huía hacia la laguna, disparando siempre sus espingardas.

Los salvajes, viendo huir a su presa, desahogaban su rabia y su desengaño en furiosas imprecaciones.

El viento era ya suficiente, y el «Bangalore» no debía temer ya sus asaltos.

Su velocidad iba en aumento por instantes, dejando atrás a las barcas de los agresores, recorrió el último trecho del canal y entró en la laguna, en cuyas aguas pululaban los cocodrilos.

—¡Estamos a salvo! —dijo Amali al francés—. Si los salvajes osasen: seguirnos aquí los reptiles asaltarían, sus barcas y devorarían en pocos momentos a los hombres que las tripulan.

—¿Y nosotros? —-preguntó el francés, viendo docenas y docenas de cocodrilos que nadaban alrededor de la nave y mostraban sus enormes, fauces.

—Las bordas de nuestra nave son demasiado altas para que puedan asaltarla.

—¿Nos vamos a detener aquí?

—No; cruzaremos la laguna e iremos a anclar en el extremo opuesto, donde hay un lugar seguro sólo por mí conocido.

—¿Y no nos seguirán los salvajes?

—Tienen demasiado miedo.

—Pueden dar la vuelta por la playa.

—No se atreverían, porque todas estas selvas están habitadas por tigres, búfalos ferocísimos y rinocerontes, animales más peligrosos aun que los cocodrilos.

—Lo sé por experiencia —respondió el francés—. La pasada noche por poco me devora un tigre al que erré el tiro.

—Dispensad —dijo Amali, con algún embarazo—. Ahora que ha pasado el peligro,

¿queréis decirme por qué motivo os he encontrado aquí, en aquel canal que es conocido de muy pocos?

—Ya os he dicho que soy cazador.

—Sí, me acuerdo.

—La pasión de la caza es la que me ha conducido a estas playas. Después de haber recorrido casi toda la India, haciendo estragos de tigres, rinocerontes, panteras, búfalos, chacales, tuve el capricho de venir a cazar en las selvas de Ceilán, donde me dijeron que a las fieras se las hallaba en abundancia. Compré una pinaza, tomé a sueldo a cinco indios del Coromandel y me dirigí a estas playas. Descubierto por casualidad el canal y viendo que se prolongaba entre tierra y entre espesos bosques, lo seguí sin saber adonde conducía y a qué peligros me expusiese. Después de haber cazado toda la noche, me disponía esta mañana a descansar cuando me cayeron encima todos aquellos salvajes, que evidentemente habían decidido saquear mi pinaza y apoderarse sobre todo de mis armas de fuego. Di a mis hombres orden de volver al mar, y la barca no se movía. La marea baja la había dejado en seco sobre un banco. Os aseguro que vi la cosa muy fea. Sin vuestra intervención y vuestro valor, ya no estaría vivo, porque tenía resuelto volar por los aires antes que caer en manos de aquella gente feroz.

—¿Sois un francés de Pondichery?

—Lo habéis adivinado.

—¿Volveréis pronto a la India?

—Hubiera preferido correr aventuras en esta magnífica isla, pero como ya habéis visto, con la explosión de mi pinaza lo he perdido todo y me veré obligado a regresar a Pondichery para proveerme.

—Aun os quedan, vuestra carabina y vuestros cinco hombres.

—Pero ¡ni una rupia!

—No os preocupéis por eso; si lo deseáis, pongo a vuestra disposición diez mil libras esterlinas.

El francés miró a Amali sorprendido.

—¿Tan rico sois que podéis dar una suma tan enorme como si se tratase de un chelín?

—Os he dicho que soy el rey de los pescadores de perlas.

—¡Ah, sí! Oí hablar en la India meridional de ese hombre extraordinario, rico como un nabab, valeroso como un dios de la guerra, y que, según, dicen, es un pretendiente al trono de Ceilán. ¿Seríais vos?

—Sí, señor.

—Debería habérmelo figurado al ver la manera como os habéis defendido. Desearía ahora saber yo también, si me lo permitís, por qué serie de acontecimientos os encuentro aquí, en lugar de hallaros en los bancos de Manaar, ya que estamos ahora en la estación de la pesca.

—Os lo contaré después de almorzar —respondió Amali—. Sabed por ahora, que he emprendido una peligrosa expedición en tierras del maharajá de Yafnapatam, el hombre a quien anhelo derribar del trono.

El francés le puso una mano sobre el hombro y le preguntó.

—¿Os parezco buen combatiente?

—Os he visto ahora mismo en esta prueba.

—Mi vida está destinada a transcurrir entre continuas aventuras, y las grandes emociones constituyen mi pasión. Me parece que no haber sentido nunca miedo a las fieras ni a los hombres significa algo. Os debo la vida; tomadla, unidme a vuestra suerte y yo os prometo que no tendréis motivos para quejaros de mí. ¿Aceptáis, rey de los pescadores de perlas?

—Un europeo, y además valeroso, sería para mí de un valor inmenso y, además, produciría grande impresión en mi adversario. Pensad, sin embargo que arriesgo una partida terrible, que podría costarme la vida.

—¡La vida! —exclamó el francés encogiéndose de hombros—. ¿No me la juego cada día contra las fieras? ¿Me queréis? Decídmelo francamente y aceptare con entusiasmo ser vuestro amigo.

—Gracias —respondió Amali con voz alterada por la emoción, estrechando la mano que el francés le tendía—. Si un día consigo llevar a cabo mis proyectos y ocupar el trono de mis abuelos, vos seréis el primero en gozar de los beneficios.

—Me contentaré con el cargo de montero mayor del a corte —dijo el francés riendo.

—¡Oh! Algo mejor —respondió Amali—. ¿Cómo debo llamaros?

—Juan Baret. ¿Y vos?

—Amali.

—¡Su Alteza Real Amali! Bonito título, que vale no menos que el de rey de los pescadores de perlas. Vamos a hacer grandes cosas, os lo aseguro, y cuando necesitéis de un hombre resuelto a todo, llamadme, y me encontraréis pronto.

Mientras el rey de los pescadores de perlas y el francés se ponían de acuerdo y se daban

a conocer sus futuros proyectos, el «Bangalore» seguía internándose en la laguna, seguido siempre por numerosa escolta de cocodrilos, casi todos grandísimos, armados de larguísimos dientes duros como el acero, con la lejana esperanza de que una inesperada desgracia les permitiera atracar junto al buque en espera de algún tripulante.

La laguna tenía unos dos kilómetros de círculo y estaba ceñida por un soberbio bosque formado de árboles del pan y de plátanos abundantísimos en la isla de Ceilán, árboles del teck, la durísima madera, Valerias indianas, o ponas, siempre verdes, y arundo calamus, que son las cañas de la India con que se fabrican nuestras sombrillas, las cuales en aquellos cálidos y fertilísimos países alcanzan la longitud de cien metros y aún más.

Diseminados por el lago veíanse muchos islotes cubiertos de cocoteros, que son las más hermosas palmeras que se pueden admirar y que en Ceilán adquieren un desarrollo extraordinario.

Estas plantas se elevan sobre un delgado tronco, esparciendo a su alrededor largas hojas; son tan preciosas que bastan, para alimentar, apagar la sed y vestir a los isleños cingaleses.

El fruto que producen iguala casi a la cabeza de un hombre por su grosor, pero son algo ovales y un tanto triangulares.

Comúnmente producen sesenta frutos y aun setenta, y admira que una planta tan esbelta pueda sostener un peso tan enorme y desafiar los vientos que soplan impetuosos en aquellas regiones.

La corteza exterior de aquel fruto es robustísima, de tres o cuatro dedos de espesor, cubierta por fuera de una sustancia fibrosa propia para ser hilada por lo cual se la despoja de ella antes de ser vendida; la cáscara interna, por el contrario, que es lustrosa y muy dura, sirve para contener los líquidos.

Cuando la nuez es todavía algo verde contiene un líquido agradable, suficiente para apagar la sed; más adelante se reviste de una pulpa exquisita que mezclada con sagún proporciona una pasta bastante nutritiva.

De su trituración se obtiene un aceite excelente, que sirve de condimento, y por fin, con las hojas de los árboles se fabrican esteras. ¿Qué más puede obtenerse de una planta?

Sobre algunos islotes volaban bandadas infinitas de bellísimas aves de esmaltadas plumas; enormes papayos, buitres, tucanes de pico inmenso que parecían espantarse poco de la presencia del «Bangalore» e iban a reposar en sus rocas.

La nave, después de haber circundado todas aquellas islas que formaban profundas barreras, fue a ocultarse en una caleta rodeada de inmensas higueras bananas bajo cuyas copas podía cobijarse un escuadrón de caballería.

—Podemos recalar aquí —dijo Amali al francés—. Estamos ya muy lejos del canalizo y no nos exponemos al peligro de que vengan a asaltarnos nuevamente los salvajes.

—¿Se habrán alejado? —preguntó Jean Baret que no parecía hallarse del todo tranquilo.

—Habrán bajado al mar para dar caza a los pescadores de perlas.

—¡Son a la verdad terribles esos salvajes!

—Son los más valerosos de todos los isleños —añadió Amali—. No es la primera vez que me enfrento con ellos, y sé lo que valen.

—Creía por un momento que todo se había acabado para mí.

—Dejémonos de estas conversaciones, señor Baret; ahora que podemos gozar de un poco de tranquilidad podemos almorzar, y así entre bocado y bocado os explicaré por qué he organizado esta expedición.

Bien sombreada la orilla y no amenazando por el momento ningún peligro, saltaron en tierra, donde Durga había extendido, bajo un plátano, una hermosa estera de varios colores. Amali, que había llenado el «Bangalore» de muchas provisiones, hizo servir un cuarto de carnero fiambre, previamente asado por su cocinero, buena cerveza inglesa y galletas, a lo cual añadió muchas frutas cogidas en el bosque, plátanos, cocos y gruesas naranjas. Mientras comía, comenzó a referir al francés sus extraordinarias aventuras, deteniéndose para hablar, con caluroso acento, de Mysora, la graciosa hermana del maharajá. Puso tanto ardimiento en. la descripción de sus hechizos que Juan Baret hubo de descubrir la intensa pasión que consumía el corazón del orgulloso rey de los pescadores de perlas.

—Parece que esa joven princesa os ha tocado en lo vivo —comentó sonriendo.

—Sí —respondió Amali con un profundo suspiro—; será para mi, harto lo sé, un amor sin, esperanza, porque entre ella y yo están el odio del maharajá y el cadáver de mi hermano.

—¿Y esa joven os ama?

—Aunque ayer me detestaba, no puedo decir hoy otro tanto. Parece que ha entrado en su corazón un, nuevo sentimiento.

—Hay, sin embargo, tal complejidad de circunstancias, que no os aconsejaría yo que la mirarais con buenos ojos ni pensarais demasiado en ella —dijo el francés.

—Y, no obstante, siento que no seré feliz hasta el día en que aquella gentil niña sea mía.

Desde el día que la vi aparecer entre los pescadores de perlas, radiante de belleza, fulgurando en su barca dorada, no he podido alejar su imagen un solo instante de mi mente. He tratado de odiarla pensando que era la hermana del que asesinó ferozmente a mi hermano, y que, si pudiese, me haría sufrir a mí igual suerte, y nunca me ha sido posible, Juan Baret. Ha quedado impresa tan profundamente en mi corazón que ya jamás se borrará de él.

—Comprendo vuestra pasión, mi pobre amigo —dijo el francés en tono confidencial—; reflexionad, sin embargo, en que el maharajá no consentirá jamás en cedérosla, ya que un día u otro habréis de intentar derribarle del trono. Quizá renunciando a vuestras miras…

—Jamás Juan Baret —replicó Amali con indómita firmeza—. Estoy resuelto a reconquistar el trono de mis antepasados. La pérdida de su Estado será el castigo del asesino. No soy ambicioso, y además, ¿no tengo poder suficiente y riquezas, si no iguales, no muy inferiores a las que posee el maharajá? Todos los pescadores de perlas que me han reconocido por su caudillo me obedecen y si yo quisiera podría lanzar sobre las tierras de

Yafnapatam veinte mil hombres decididos a todo y bien armados.

—Entonces, ¿por qué no lo haces?

—Os he dicho que el maharajá tiene a mi sobrino en sus manos. Al primer movimiento que yo hiciera, aquel miserable asesinaría inexorablemente al hijo de su víctima. Cuando haya puesto en seguridad al niño, estallará la guerra en estas playas.

—¿Qué intenciones lleváis?, ¿Qué queréis hacer para rescatarlo?

—Presentarme a mi enemigo e intimarle a que me lo devuelva, en canje con Mysora.

—¿Y perderéis la mujer que amáis?

—Por poco tiempo, porque invadiré Yafnapatam a la cabeza de mis pescadores de perlas y me apoderaré de ella, al mismo tiempo que de la corona.

—¿Queréis que os dé mi opinión? —preguntó Juan Baret.

—Decid.

—En vuestro lugar, no aventuraría yo una carta tan peligrosa. El maharajá sería capaz de apoderarse de vos y haceros sufrir igual fin que a vuestro hermano.

—Mysora respondería de mi libertad y de mi vida.

—¡Hum! Aquel tirano, mi querido Amali, sacrificaría sin vacilar a su hermana para asegurarse en. el trono y enviar al otro mundo a un enemigo tan poderoso como vos. No, no cometáis tal torpeza. Vuestros hombres, no lo dudo, al saber vuestra muerte, matarían a Mysora, pero vos no por eso volveríais al mundo de los vivos, y entonces, adiós venganzas, adiós corona y buenas noches a vuestros abuelos, que esperan que un descendiente suyo reconquiste el trono que les fue arrebatado.

—¡Mysora muerta! —exclamó Amali con espanto.

—Y todo lo demás perdido —añadió el francés—. Id a fiaros de ese maharajá. No pondría en sus manos ni siquiera la punta de mi dedo meñique.

—Pues, ¿qué haríais en mi tugar?

—¿Vuestros hombres son de confianza?

—Fieles a toda prueba.

—¿Incapaces de advertir al maharajá de vuestra presencia en estos lugares?

—De todo punto incapaces. Respondo de todos ellos como de mí mismo.

—¿No tenéis ningún amigo en la corte?

—Sí, uno, que me tiene jurado que ha de vengar a mi hermano.

—¿Quién es?

—Binda, el capitán de los guardias del maharajá.

—Un pez gordo —dijo el francés—. Perfectamente; os será de mucha ayuda. ¿Son conocidos vuestros hombres en Yafnapatam?

—Ninguno lo es.

—Enviad uno a vuestro amigo para advertirle que os encontráis aquí en espera del momento oportuno para arrebatarle el niño al maharajá. Si es astuto, ya imaginará la manera cómo podrá efectuarse el rapto. Una vez en vuestro poder el rehén, lo ponéis en salvo en vuestras rocas, y enseguida hacemos la guerra y destronamos al tirano. Pero, se me ocurre una idea; yo mismo podría ir a Yafnapatam.

—¡Vos! —exclamó Amali.

—¿Por qué no? Soy un europeo, y por lo tanto nada tengo que temer, soy cazador, y puedo haber ido allá para cazar algunas fieras, aparte de lo cual no creo ser ningún tonto.

¿Queréis confiarme esta empresa? ¡Pardiez! La aventura me gusta.

—¿Y vuestra cabeza?

—Me parece que está bien prendida al cuello —respondió Juan Baret.

—Si el maharajá penetrase en el fondo de nuestras intenciones, no os la dejaría mucho tiempo sobre los hombros.

—No es ningún zahorí para adivinarlas. ¿Tenéis algún hombre fiel y valeroso que conozca a vuestro amigo?

—Mi segundo, Durga.

—¿No le reconocerán en Yafnapatam?

—Hace diez años que no ha puesto los pies en aquella ciudad.

—Aun así, le disfrazaremos —dijo Juan Baret—. Mi querido rey de los pescadores de perlas, voy a hacer mis preparativos porque cuento, esta tarde, con entrar en Yafnapatam y ver esta noche a vuestro amigo.

—¿Tan pronto?

—Yo soy así. Cuando he tomado una resolución voy derecho al fin sin pérdida de tiempo.

—Os repito que os exponéis a un peligro gravísimo; que vuestra vida, penderá de un hilo.

—Aunque esta mañana parecía perdida, Dios misericordioso os ha enviado a vos para salvármela aún.

—Si salís bien la demanda, la mitad de mis riquezas os pertenecen, Juan Baret.

—No sabría qué hacer con ellas —respondió el francés—. Guardad vuestro dinero para la guerra, amigo. Pensad en disfrazad a vuestro amigo; voy a preparar las armas.

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