9. LOS CAZADORES DE ELEFANTES

Apenas diez minutos después Juan Baret, más decidido que nunca a afrontar aquella peligrosa aventura en que se jugaba la vida, bajaba a la playa con su carabina al hombro y un par de pistolas en la faja roja que le ceñía la blanca cazadora de ligera franela.

Le acompañaba Durga, igualmente armado, y cargado con dos mochilas conteniendo víveres y municiones, debiendo atravesar bosques desiertos y tan espesos que hacían inevitable un extravío.

El segundo de Amali iba disfrazado de inglés, de manera que estaba; desconocido bajo aquel nuevo atavío.

Habíanle anudado los cabellos detrás de la nuca, uniéndolos con varias sartas de perlas y botones de vidrio, adorno usado por los isleños de Ceilán; después se había cubierto el pecho con anillos hechos con tiras de latón, que formaban, como una malla, y llevaba una chaquetilla de seda floreada y una túnica que le bajaba hasta los tobillos, ceñida por una ancha faja de cabos voladizos.

Iban desnudos de pies y brazos, cargados en cambio de gruesos anillos de cobre y brazaletes formados de perlas de vidrio de variados colores.

En vez de sombrero, que los cingaleses no usan, resguardábanse del sol con unos abanicos redondos, hechos de hojas entrelazadas, pintados de rojo amarillo.

Amali muy emocionado, esperaba al francés en la playa.

—¿Estáis decidido, Juan Baret? —le preguntó.

—Más que nunca —respondió aquel valiente.

—¿Habéis pensado en todos los peligros?

—No me ocupo en esas bagatelas.

—¡Sois muy valiente, amigo!

—¡Oh! Esta aventura acabará bien sin necesidad de valor.

—Gracias por cuanto vais a hacer por mí.

—No hablemos de eso, mi querido amigo.

—Mi gratitud será eterna.

—Y la mía por vos, porque os debo la vida, Durga, partamos.

Amali abrió los brazos y el francés se dejó abrazar sonriendo.

—Pronto tendréis noticias mías —dijo Juan Baret—; entretanto os aconsejo no intentéis nada sin mí y no abandonéis este escondrijo, que me parece seguro.

—Haré más aún —respondió Amali-—. Desmontaré la arboladura de mi barco e iré a buscar un refugio más oculto.

—Ya sabremos encontraros.

Estrecháronse las manos y alejáronse mutuamente conmovidos.

Juan Baret y Durga volvieron la espalda a la laguna y emprendieron el camino a través del bosque, mirando al suelo para no pisar la cola de alguna serpiente, por haber muchísimas en los bosques del Ceilán, y casi todas de mordedura mortal.

Las serpientes de cascabel que son las más temibles, porque matan en pocos minutos a los animales de más talla, pululan en los terrenos húmedos, así como también las «cobras de Manila», sin contar con las boas, que trituran entre sus espirales hombres y fieras con una facilidad increíble.

Y no solamente las serpientes eran de temer, pues abundaban igualmente los escorpiones, no menos venenosos, las arañas de picadura mortal, y luego tigres, panteras, rinocerontes y también los elefantes bravos, asaz peligrosos, que no vacilan en atacar a los hombres que encuentran en los bosques.

Juan Baret sin embargo, no era hombre para dejarse sorprender. Había recorrido por largos años las selvas de la India central y meridional, las selvas del Norte, las llanuras palúdicas del Ganges y ya sabía lo que tenía que pensar de los moradores de las regiones selváticas.

—¿Conoces el camino? —preguntó a Durga, que le precedía a tres pasos de distancia, llevando el fusil bajo el brazo.

—Sí —-respondió el indio.

—¿Cuánto tardaremos en llegar a Yafnapatam?

—No más de seis horas, si es que algún imprevisto accidente no nos detiene.

—¿Conocerás si nos acecha alguna fiera?

—Sí, y esto puede ocurrir de un momento a otro, pues estos bosques están llenos de alimañas.

—Ya haré yo que huyan.

—¿Habéis matado muchas, en vuestras cacerías?

—Centenares.

—¿Y tigres, también?

—Una docena, por lo menos.

—Entonces, en vuestra compañía no he de temer.

—¿Te amedrentan mucho?

—Preferiría habérmelas con cingaleses más que con tigres. Los que habitan estos bosques son grandísimos y no menos feroces.

—Pues te aseguro que pronto nos encontraremos con algunos —dijo Juan Baret.

—¡Oh, no digáis eso, señor! Mejor es que los tengamos lejos.

—No iré a buscarles, porque otras cosas requieren nuestra actividad, pero si se presenta alguno no le dejaré marchar sin que pruebe antes el sabor de mi plomo.

Alejándose cada vez más de la laguna, la selva se hacía más intrincada y tenebrosa a causa del follaje, tan enorme que impedía lo atravesase la luz.

La isla de Ceilán es riquísima en vegetales, más aún que la India, y los bosques la cubren la mayor parte. Encuéntranse allí todas las esencias arbóreas de la zona tórrida; cocoteros, árboles del pan, que producen frutos gordos como la cabeza de un niño, conteniendo una pulpa amarillenta, dulzona y muy sabrosa; enseguida barejos flaboliformes de hojas grandísimas; palmeras infinitas, plátanos monstruosos, talipotas, árboles de la canela, higueras y muchísimas otras que no enumeramos para no cansar la paciencia del lector.

Todas estas plantas crecen a su albedrío, sin cultivo alguno, formando impenetrables maniguas que sirven de asilo a bandadas de monos, entre los cuales es notable el mandru, que lleva una luenga barba blanca que va de una oreja a otra.

Millares y millares de plantas parásitas se enroscan en todos aquellos troncos, entrecruzándose en todos sentidos y haciendo a menudo casi imposible el camino entre aquellos vegetales.

Juan Baret y Durga encontraron un sendero, probablemente abierto por alguna manada de elefantes bravos, y se internaron por él, sin demasiada dificultad, y sin tener necesidad de recurrir a los cuchillos de monte que completaban, su armamento guerrero.

A través de aquel sendero veían pasar a menudo animales azorados por el crujir del follaje; liebres, gacelas, jabalíes, alces, bestias que hacían palpitar el corazón del francés, que los dejaba huir sin saludarles con un tiro, temiendo perder demasiado tiempo y no teniendo necesidad de víveres.

Las fieras faltaban en cambio, debido tal vez a que se refugiaban en sus cuevas cuando brillaba el sol, siendo más amigas de la oscuridad.

Habían recorrido ya un buen trecho de camino deteniéndose tan sólo algunos minutos para apagar la sed con algún plátano, cuando Durga, que no fiaba mucho en aquel silencio, se detuvo prestando oído.

—¿Ocurre algo? —preguntó Juan Baret, acercándose hasta él.

—Escuchad, señor.

El francés se detuvo detrás del tronco de una higuera y prestó oído.

—Oigo crujido de ramas y rumores sordos que parecen producidos por una manada de elefantes en marcha.

—Tenéis el oído fino —dijo Durga.

—¿No me habré engañado?

—No, porque se trata de una manada de esos animales.

—Mal encuentro si son muchos.

—Muchísimos, señor.

—Desviémonos, y dejemos que pasen.

—Es imposible dejar esta vereda. A derecha e izquierda hay junglas impenetrables, que están infestadas de serpientes.

—Pues no podemos hacer frente los dos solos a quince o veinte elefantes. Nos harían trizas en un instante.

—Yo lo sé, señor.

El francés levantó los ojos. La higuera bajo la cual se había detenido era tan enorme que formaba por sí sola como un pequeño bosque, estando compuestos estos árboles de muchos troncos que continúan renovándose.

—Nos ocultaremos ahí arriba. —dijo—. El follaje es espeso y los elefantes no nos verán.

—Buena idea —dijo Durga.

—Ayúdame entonces.

Habiendo encontrado un tronco muy grueso treparon por él, ayudándose mutuamente y llegaron a una de las ramas más altas, desde la cual podían dominar cierto espacio del bosque.

Desde allá arriba divisaron, a cincuenta pasos de distancia, un claro en el que se hallaban inmóviles diez o doce elefantes, mientras otros tres o cuatro vigilaban dando vueltas en torno de sus compañeros.

—¡Que cerca los teníamos! —exclamó el francés estremeciéndose—. Si seguimos avanzando más, por poco caemos en medio de la manada. ¿Vamos a estarnos mucho tiempo aquí? Sentiría llegar a Yafnapatam demasiado tarde.

—De ordinario sus descansos son cortos —respondió Durga—. Como necesitan una enorme cantidad de alimento, siempre están en movimiento para buscar frutas y hojas tiernas.

—Sí estuviesen aquí Amali y sus hombres, magnífica ocasión para matar unos cuantos.

—Otros hay que se encargan de ello, señor.

—¿Quiénes?

—Veo a dos hombres que acechan a los elefantes.

—¿Y qué hacen?

—Son del oficio.

—También lo somos nosotros, y tenemos armas de fuego.

—Pero no tenemos ningún caballo.

—De poco nos serviría.

—Al contrario, estad atento se preparan para atacar a los elefantes.

—¿Dónde están?

—Escondidos detrás de aquellas palmeras.

—Ya los veo —dijo el francés.

Dos hombres montados sobre un solo caballo de corta alzada y formas esbeltas daban vueltas alrededor del claro, entre los árboles.

Eran dos cingaleses completamente desnudos y con los miembros untados de aceite de coco para poder escurrirse más fácilmente en caso de que les cogiese la trompa de algún elefante.

El que guiaba al caballo, no llevaba ninguna arma, pero tenía en la mano una mecha encendida y un cohete.

El otro, que iba a la grupa, empuñaba un largo sable, de catorce pulgadas de largo, cubierto hasta más de la mitad con un cordel, de modo que podía cogerse con las dos manos sin herirse.

—¿Y con esa arma quieren esos dos locos atacar a los elefantes? —preguntó el francés.

—Sí, señor y ya veréis cómo algún elefante dejará la piel.

—Lo dudo.

—No conocéis aún el valor de los cingaleses en este género de caza.

—Deseo verles manos a la obra.

—Esperad un poco señor.

Los elefantes, que tienen un olfato muy sutil, debieron haber husmeado a los dos cazadores, porque se habían movido, meneando las orejas y dejando oír sordos mugidos.

—Están inquietos —dijo Durga.

—Los dos cingaleses también lo estarán.

—Creo lo contrario.

—Veremos qué hacen esos locos.

Los dos cazadores se habían detenido, y el que guiaba el caballo había pegado fuego al cohete acercándole la mecha.

De pronto atravesó el claro un rastro de fuego y estalló con fragor en medio de los elefantes, que se precipitaron a derecha e izquierda barritando espantosamente y huyendo locos de terror.

Solamente uno había permanecido firme, como atontado.

De pronto se lanzó el caballo, mientras el que lo guiaba gritaba a voz en cuello:

—Me llamo Sciami; mira mi caballo, que se llama «Kisso», y he matado a tu padre en el río Mara y a tu cachorro en este bosque. Ahora vengo a matarte a ti, porque comparado con tu padre no eres más que un asno.

Los cazadores de elefantes creen de buena fe que los elefantes comprenden aquellos insultos, porque los ven de pronto enfurecerse.

Así que Sciami hubo pronunciado aquellas palabras, el caballo, guiado con maestría incomparable, se puso a correr vertiginosamente alrededor del elefante que había quedado

aislado de la manada.

El animal, encolerizado, se precipitaba ora adelante, ora a derecha o izquierda ora retrocedía, intentando matar al caballo y a los dos cazadores a golpe de trompa.

No lo alcanzaba, sin embargo, porque el caballo esquivaba hábilmente los peligros volteando y saltando.

—¡Bravo! —exclamó el francés entusiasmado—. ¡Son admirables!

—Eso no es nada —dijo Durga—. Estad atento a lo que hará el otro jinete, el que lleva la espada.

—¿Dónde herirá al elefante?

—En el tendón, algo por encima del talón.

—Se hará matar.

—¡No, no temáis!

—Esos dos hombres son unos valientes. Voy a preparar la carabina para ayudarles si les veo en peligro.

—Dejadlos hacer, señor. Son de Yafnapatam. Ya veréis cómo no nos necesitan.

El caballo seguía en sus evoluciones, cada vez más veloces. En pocos momentos se encontró detrás del elefante.

Rapidísimo, el hombre que tenía la espada se había dejado caer al suelo.

Era el instante más difícil de la lucha, porque necesitaba que el jinete volviese de repente atrás a recoger a su compañero.

El cingalés que había descabalgado, con una rapidez fulmínea y de un golpe poderoso cortó limpiamente el tendón derecho del elefante y enseguida saltó a la grupa del caballo que se había acercado, y lanzó un grito de triunfo.

Un momento después, los cazadores desaparecían en medio del bosque. El elefante, recibido el golpe que debía más tarde dejarle sin vida, se tambaleó lanzando un rugido terrible, y a su vez se precipitó en el bosque, derribándolo todo a su paso.

—¡Ha huido! —exclamó Juan Baret.

—No irá muy lejos —dijo Durga—-, La pérdida de sangre le obligará a detenerse y acabará por morirse, ya que la herida es mortal. Aunque el tendón, no hubiese quedado cortado enteramente, el peso del animal lo rompería después de una corta carrera.

—¿Y los dos cazadores?

—Le están siguiendo ahora, aguardando el momento en que caiga.

—No había asistido nunca a semejante cacería. Es verdaderamente emocionante y debe requerir una buena dosis de sangre fría. Ya que los bravos cazadores nos han desembarazado el camino, sigamos nuestra ruta. Se deslizaron hasta el suelo y dirigiéndose hacia el claro para cruzarlo y buscar otra vereda que les permitiese andar rápidamente.

Habíanla encontrado y estaban ya para pasar bajo los árboles cuando Durga, por segunda vez, detuvo al francés, empujándole vivamente hacia un matorral de hierbas altísimas.

—¿Qué ocurre?, ¿Un nuevo peligro?

—-Los elefantes vuelven en busca de su compañero.

—No los veo.

—Están ocultos en medio de aquellos plátanos.

—No dejaré escapar la ocasión de derribar a alguno. No quiero ser menos que los cingaleses.

—Pero no vais a saber qué hacer de semejante animal.

—Soy cazador. ¿Quieres esperarme aquí?

—No os arriesguéis, señor.

—No tengas miedo. Permanece aquí, o mejor, da la vuelta al claro para cortarles el camino a los paquidermos. Será cuestión de pocos minutos y llegaremos a Yafnapatam antes de que se ponga el sol.

—Como queráis.

Juan Baret, deseoso de hacer ver a su compañero que no era menos valeroso que los cingaleses, examinó la carabina y luego se lanzó en medio de las hierbas, haciendo señal a Durga de dar la vuelta al claro para coger a los paquidermos por la espalda.

El francés sabía que iba a jugar una partida sumamente peligrosa, pero no parecía hallarse muy preocupado.

Por otra parte era un cazador de gran mérito, que no temía a ningún animal y que tenía el pulso firme.

Aprovechando el espesor de las hierbas para mantenerse escondido, comenzó a adelantarse lentamente, para encontrarse a buen alcance.

Los elefantes que regresaban para buscar a su compañero no eran más que tres, todos grandísimos, con soberbios colmillos y trompas larguísimas.

Como no vieran al que buscaban, se mantenían escondidos entre los árboles, aspirando el aire con las trompas alzadas para cerciorarse de si todavía estaban, allí los enemigos y si se sentía el olor de la pólvora.

No viendo a nadie y no oyendo ningún rumor decidieron finalmente avanzar entre las hierbas, agitando las trompas. Olfateada la presencia del cazador, detuviéronse en su marcha y levantando la cabeza miraron, entre los árboles para descubrirlo.

La situación del francés se había hecho de pronto comprometida, porque desde el puesto que ocupaba no podía hallar manera de derribar de un solo tiro a alguno de aquellos colosos. Por otra parte, bien se veían que podían precipitarse de repente, sobre él y aplastarle con sus anchas pezuñas.

—Durga tenía razón —dijo—. Habría sido mejor que les hubiese dejado en paz.

Veamos si podré espantarles.

Se puso de rodillas, y apartando las hierbas, apuntó al más próximo en las sienes.

Al oír el disparo, los dos que salieron incólumes huyeron; el tercero, en cambio, que había recibido la bala en el cráneo, se precipitó entre las hierbas, buscando al agresor.

¡Ay de Juan Baret si hubiese perdido su sangre fría y hubiese emprendido la fuga!

Habría estado infaliblemente perdido.

Como hemos dicho, no era aquélla la primera caza del francés.

En vez de dejarse ver, se acurrucó entre las hierbas, agachándose todo cuanto pudo.

El elefante atravesó el matorral de algunos saltos, pasando cerca de su enemigo y después volvió sobre sus pasos, mugiendo y descargando trompazos locamente.

Su aspecto en aquel momento era tan terrible que el francés por un instante se creyó perdido.

Al cabo de un rato le vio detenerse bruscamente, y ponerse a escuchar. ¿Trataba de sorprender la marcha del cazador?

Juan Baret no se movía; procuraba esconderse lo mejor que podía, sabiendo que el menor movimiento le podía costar la vida.

Desde el lugar en que se encontraba hubiera podido matar fácilmente al adversario.

Tenía el fusil vacío y no se atrevía a cargarlo por miedo a mover las hierbas y llamar la atención del paquidermo, que estaba siempre alerta, mientras brotaba abundante sangre de su herida.

Entretanto, el francés no le perdía de vista, resuelto a vender cara, su vida si le hubiese visto avanzar aún.

Habían, transcurrido algunos minutos cuando resonó un disparo a sólo diez pasos de distancia.

El elefante, herido nuevamente en algún órgano vital, levantó la trompa, mugiendo fuertemente, sacudió las orejas y dio algunos pasos tambaleándose.

—¡Bravo, Durga! —dijo el francés—. Ahora yo.

Cargó rápidamente la carabina, apuntó al coloso en dirección, al corazón y por segunda vez hizo fuego.

Fue un golpe mortal. No se había extinguido aún el eco dé la detonación cuando el enorme animal caía en tierra, lanzando el último barrito.

—¡Durga, ya es nuestro! —gritó Juan Baret—. Puedes acercarte.

El segundo de Amali, tranquilizado con aquellas palabras, se lanzó fuera de una espesura de céspedes en medio de la cual se había mantenido oculto hasta entonces.

—Tres buenos tiros, señor -—dijo.

—Que valen el tajo del cingalés, ¿no te parece?

—Estoy convencido. Y ahora, ¿qué queréis hacer de toda esta carne?

—Se la dejaremos a los cingaleses.

—Pecado será abandonarles también estos hermosos colmillos.

—Nos servirán de estorbo, y además no tenemos sierra con que cortarlos. Cuando tu señor sea maharajá y me nombre su montero mayor, los cogeremos en abundancia.

Dejemos a ese difunto y pensemos en los habitantes de Yafnapatam, que están vivos y son muy peligrosos.

Share on Twitter Share on Facebook