2. LA BELLA MYSORA

El buzo que el valeroso Amali había rescatado del mar mientras el tiburón estaba a punto de partirlo por la mitad y devorarlo, era un apuesto joven de veinticinco a veintiocho años, de estatura más que mediana. la tez rojiza y las líneas casi caucásicas.

Al igual que todos los cingaleses, llevaba una barba casi rala y tenía los cabellos largos, anudados sobre la nuca y sujetos por un alfiler de plata superado por una perla, la cual en vez de ser blanca era azulada; una perla rarísima y de un valor quizá inapreciable.

Lucía en los dedos numerosas sortijas de oro macizo, con esmeraldas de una pureza y de un esplendor incomparables, joyas no compatibles con la humilde condición de un buzo.

Por la delicadeza de sus líneas y la pequeñez de los pies y de las manos se podía argüir-también, que no debía ser un pobre pescador de perlas.

Durga había observado todo eso y no se había maravillado poco por ello, pero sin dirigirle ninguna observación sobre el caso a su patrón. En cambio se dedicaba a friccionar enérgicamente el pecho del buzo, mientras uno de los marineros introducía entre los labios del desvanecido joven un frasquito que contenía arrak.

Sintiéndose abrazar las fauces con aquel líquido sumamente alcohólico, el buzo se estremeció como si hubiese sentido una quemadura, despues estornudó muchas veces y por fin abrió los ojos, mirando en torno con aire de estupor.

—No estás en el fondo del mar —le dijo Durga—. Abre los ojos; mira; estás a bordo de un barco, y el tiburón que quería devorarte está muerto.

—¿Quién me ha salvado? —preguntó el joven.

—Un hombre que no le tiene miedo al mar, ni a los tiburones ni a las fieras.

—¿Quién es?

—¿Qué te importa? ¿No es suficiente que te haya salvado? —preguntó Durga.

—Deseo conocerle —insistió el buzo, casi con tono de mando.

—Toma este regalo que te hace tu salvador, y vuélvete a tu barca.

Al ver la preciosa joya que Durga le presentaba, asomó una sonrisa de desprecio a los labios del joven.

—¡Perlas a mí! —exclamó—. Regálaselas a mis marineros si quieres, o dáselas a los tuyos.

—Muchacho —dijo el segundo de Amali, turbado—. Estás rechazando mil libras esterlinas, un tesoro para un pescador que no gana más que cinco chelines de jornal. No quieras hacerme suponer que poseas tantas.

—Devuelve esa joya al que me la ha dado, ya que no quieres repartirla entre tus hombres.

—El rey de los pescadores de perlas no recoge lo que ha regalado.

Ante aquella respuesta, una rápida conmoción convulsionó el rostro del joven, mientras un relámpago cruzaba sus negrísimos ojos.

—¡El rey de los pescadores de perlas! —exclamó, casi con un esfuerzo—. ¿Es él quien me ha salvado?

—Sí, yo soy —dijo Amali, aproximándose—. ¿Te pesa que haya arriesgado mi vida por ti?

El joven buzo enmudeció, fijando en Amali una mirada en que se leía a la vez curiosidad y temor.

—El rey —murmuró.

Se puso en pie lentamente, con despecho, como si se encontrase mal delante de aquel orgulloso personaje, hizo un ademán de adiós y se dirigió rápidamente a la borda, diciendo:

—Gracias.

Iba a lanzarse al agua, cuando Amali le puso su diestra en el hombro, deteniéndole.

—¿Quién eres tú para despreciar un regalo del rey de los pescadores de perlas? —le preguntó, llevándole casi hasta debajo de la toldilla del barco.

—Un buzo —respondió el joven, librándose ágilmente de las manos que lo sujetaban.

—¿Qué barca es la tuya?

—Mírala cómo avanza hacia tu nave.

Amali dirigió la mirada en el sentido que le indicaba el joven. Una chalupa, que se distinguía de las otras por su elevada proa y los dorados que corrían formando caprichosos rasgos a lo largo de las bordas, tripulada por doce hombres que, por su aspecto, parecían malabares, con la píel casi negra, avanzaba lentamente para recoger al buzo.

En, popa, a ambos lados de una tienda de percal amarillo, colgaban dos grandes espingardas, armas que no se veían en las otras barcas de los pescadores, por no ser necesarias para la recolección de las ostras perlíferas.

—¡Hermosa chalupa! —dijo Amali, con asombro—, ¿Y por qué la has armado con esas dos bocas de fuego? Aquí está el cañonero inglés que vigila a los pescadores e impide que se roben o se peleen unos con otros.

—Vengo de lejos —respondió el buzo, con visible embarazo—, y no faltan piratas en estos parajes.

—¿Dónde está tu pueblo?

—En la isla de Manaar.

—¿Y eres el patrón de la barca?

—Sí.

—¿Por qué has bajado al agua teniendo doce hombres a tus órdenes?

—Para buscar una perla azul, como la que llevo en mi alfiler.

—Podías enviar a tus hombres a buscarla.

—No la habrían hallado. Adiós; he hablado ya bastante y me aguardan.

—No tengas prisa, si no te sabe mal; quisiera saber algo más —dijo el rey de los pescadores, deteniéndole y sin quitarle los ojos de encima.

—¿Qué deseas saber? —preguntó el buzo, demostrando estar contrariado con la prolongación de aquel coloquio.

—¿Quieres venderme tu perla azul?

—Por ningún precio.

—¿Tanto empeña tienes en, poseerla?

—Más que mi vida, porque hará feliz a la más bella joven de Ceilán.

—¿Cómo se llama esa joven?

—Amali es harto curioso —dijo el buzo.

—¡Amali!… ¿Sabes mi nombre?

—Y otras muchas cosas.

—¿Cuáles? —preguntó el rey de los pescadores, cuya sorpresa iba en aumento.

—Que eres el enemigo del maharajá de Yafnapatam y que tienes jurada su perdición; pero tú, en el momento oportuno, me hallarás en tu camino.

Dicho esto, con un, salto imprevisto se arrojó al mar, antes de que Amali pudiese detenerle, nadó rápidamente hacia su chalupa y subió a ella.

Sus hombres cogieron al momento los remos y se dirigieron velozmente hacia el crucero inglés como para ponerse bajo su protección e impedir que Amali les molestase.

—¿Quién será ése? —se preguntó el rey de los pescadores de perlas, que no había vuelto aún de su sorpresa—. ¿Cómo ha podido saber que el maharajá de Yafnapatam es mi enemigo? Un simple pescador de perlas lo habría ignorado… ¡Durga!

—Me parece que estás inquieto, patrón —dijo, viendo a Amali muy agitado y nervioso.

—Motivos tengo para ello —respondió el rey de Los pescadores, que no había perdido aún de vista la chalupa, la cual daba vueltas en torno del cañonero inglés—. Dime: ¿has visto antes de ahora a ese joven?

—Nunca —respondió Durga.

—¿Ni su barca tampoco?

—No habría dejado de llamarme la atención, porque es la única que tiene las bordas doradas, fuera de nuestro buque.

—Así, ¿te parece que es la primera vez que viene aquí?

—Lo supongo.

—Quisiera saber quién es ese joven.

—Tú, el rey de los pescadores de perlas, el hombre más poderoso y más temido de la bahía y del estrecho de Manaar, a quien todos los pescadores obedecen, ¿te inquietas por ese cingalés? —preguntó Durga sorprendido.

—Sabe demasiadas cosas que todos los demás ignoran y quizá sabe el motivo por el cual desde hace tres días venimos aquí nosotros.

—¿Qué sabe?…

—Silencio, Durga. Hay demasiados oídos a nuestro alrededor… ¿No ves aquella barca que avanza lentamente para acercarse a nuestra nave?

—Son unos pobres buzos que tal vez supongan que las ostras perlíferas deben pulular bajo la nave del rey de los pescadores.

—Todos son negros como los malabares que montaban la chalupa de aquel joven. No, Durga; el corazón me dice que nos espían.

—¿Quién será capaz de impedir tus designios?

—¿Quién? ¿Quién?… ¿Y si los ingleses se metiesen por medio?

—¡Ellos! ¡Sólo se ocupan en vigilar la pesca!

—Durga —exclamó Amali, como si de repente hubiese tomado una resolución—; echa una canoa al agua y ve a preguntar a los pescadores si conocen a ese joven. Es imposible que no haya alguien que sepa quién es y de dónde viene.

—Sí, patrón, voy enseguida.

El segundo llamó a algunos hombres, hizo botar al agua la chalupa que estaba suspendida en uno de los costados del velero y saltó dentro, remando con fuerza.

Amali le-siguió algunos instantes con la mirada y después le vio desaparecer entre la multitud de embarcaciones que se cruzaban en todos sentidos, volvió a su puesto, sentándose en el taburete cubierto de terciopelo y encendió nuevamente la pipa: No había, sin embargo, recobrado la tranquilidad: su frente se fruncía a menudo, sus manos tecleaban nerviosamente sobre la borda de la nave y de vez en cuando se levantaba mirando hacia las playas de Ceilán.

Parecía aguardar a alguien que debiera venir por aquel lado, pero el mar estaba desierto en aquella dirección y liso como una inmensa lámina de metal argentino, sin que la más ligera mancha negra o blanca pudiese indicar que acercará algún barco o algún velero.

Solamente aparecían colas y aletas para desaparecer enseguida. Eran tiburones que se dirigían hacia el banco de Manaar para espiar a los pobres buzos y devorarlos.

Entretanto, alrededor de la lujosa nave del rey de los pescadores hacíase la recolección de las ostras perlíferas.

Los buzos se zambullían a cada instante, descendiendo hasta el banco que se encontraba a una profundidad de diez y aún de quince metros, y volvían a salir precipitadamente con las redes repletas de conchas.

De vez en cuando cundía el pánico entre aquellos hombres y se oían gritos de alarma que hacían palidecer a los marineros.

—¡Todo el mundo a bordo!

—¡Ojo con el tiburón!

—¡Navega entre dos aguas!

—¡Preparad los arpones!

Enseguida dos o tres tiros de fusil, un clamor de triunfo, aplausos, risas y salía a flote un tiburón, contorsionándose y dando saltos y coletazos. Amali, siempre recostado en su taburete, no parecía prestar atención a aquellas escenas, a las cuales, por otra parle, estaba acostumbrado.

Continuaba mirando en dirección a la isla, con movimientos de impaciencia, o entre las barcas, por si descubría a Durga.

Por último, vióse la canoa del segundo deslizarse entre las barcas de los pescadores y acercarse rápidamente a la nave.

Amali se levantó, dejando sobre el taburete su rica pipa.

—¿Qué noticias me traes? —le preguntó en cuanto el segundo, entregando la chalupa a algunos marineros, se izó a bordo.

—Buenas noticias, patrón.

—¿Has sabido quién es ese hombre?

—Creo que sí.

—¿No estás seguro? —preguntó Amali, frunciendo el ceño.

—Tú dirás, cuando me hayas oído.

—Espero a que te expliques.

—Debes haber visto alguna otra vez a ese joven,

—¿Yo? —exclamó Amali, manifestando el mayor asombro—. ¿Es un pescador de perlas?

—¡Oh, no, patrón!

—Me lo figuré, porque de serlo no habría rechazado mi regalo.

—Hace dos días que su chalupa viene aquí a pescar ostras perlíferas y se sabe que viene de la isla de Manaar.

—¿Eso es todo?

—No, patrón, déjame respirar un poco. He remado como un galeote para llegar pronto.

—Prosigue, ya respirarás después —dijo Amali.

—Dícese que ese joven es un personaje importante.

—¡Oh!

—El príncipe de Manaar.

El rey de los pescadores de perlas miró a Durga, pintándose en su rostro el más profundo estupor.

—¿Dapali, el señor de Maramaram? —exclamó.

—…Y de Mannar.

—Le conocí la noche en que el maharajá de Yafnapatam asesinaba a mi hermano —

dijo Amali, con acento sombrío—. ¿Y sabes qué más se dice?

—Sí.

—Dímelo.

—Que está locamente enamorado de la hermana del maharajá y ha venido aquí a buscar perlas azules para hacerle un regalo a la bella princesa.

—¡Por mi venganza y por la muerte de todas las divinidades de Ceilán! —gritó Amali, con voz trémula—. Si ese mancebo espera atravesarse en mis designios, se equivoca. No me arredrarían ni todos los rayos de Buda.

—Tú no puedes temerle, aunque digan que el príncipe de Manaar y de Maramaram tenga guerreros y naves.

El rey de los pescadores de perlas no respondió. Se levantó nuevamente y miró hacia un punto negro que se destacaba en el mar tranquilo, levantando en torno centellas de oro.

—¿Qué miras, patrón? —inquirió Durga.

—¡Allí…! ¡Allí…! ¡Viene…!, ¡Me lo dice el corazón!

—¿La hermana del maharajá?

—Sí, Durga: la bella Mysora.

—Pero, ¿cómo sabes que es ésa su chalupa y no otra?

—Es la suya, te lo aseguro, porque me palpita el corazón. Veo centellear los dorados bajo los rayos del sol.

—¿Y permaneceremos aquí?

—¿Por qué no?

—Si te viera se asustaría. Sabe que eres el más terrible enemigo de su hermano y que tienes que cumplir una venganza.

—Es verdad, no debe ignorarlo. Es necesario que no se inquiete y asista a la pesca con toda seguridad. Es un capricho que le costará caro, porque cuando haya cerrado la noche, nuestro velero se pondrá en marcha y veremos si el príncipe de Manaar será capaz de salvar a Mysora. Has subir a cubierta las cuatro espingardas y prepara las carabinas y los sables.

—¿Correrá la sangre?

—Seguramente.

—Nuestros hombres son valientes.

—Lo sé, y aunque los enemigos fuesen dos veces más numerosos no resistirían mucho tiempo. ¡Maharajá de Yafnapatam, empiezo mi venganza! ¡Primero tu hermana, después tú… y mi hermano quedará vengado!

El rey de los pescadores de perlas había hablado con un, acento tan amenazador, que Durga se estremeció.

—¿Quieres matar a Mysora, la más hermosa princesa de Ceilán? —exclamó—.Oh, patrón!

—¿Matarla? ¡No! Tú ignoras cuánto la amo, para mi desgracia, aparte de que el rey de los pescadores de perlas no es ningún bandido para mancharse las manos con la sangre de una mujer.

—¿Qué vas a hacer de ella, entonces?

—Ni yo mismo lo sé en este momento, pero pienso podrá servir para libertar a Maduri y para más aún. Manda cargar las velas y alejémonos antes de que nos vea.

Los marineros, que sólo esperaban aquella orden, levaron anclas apenas advertidos y desplegaron las velas que habían permanecido arrolladas durante aquella larga espera.

La ligera nave, impulsada por el viento, dejó el banco deslizándose prestamente por entre las barcas de los pescadores que la rodeaban, y se internó en alta mar, colocándose detrás de las últimas hileras de barcas.

A trescientas brazas estaba el crucero inglés, cerca del cual se hallaba la chalupa dorada del príncipe de Manaar.

El crucero, enviado por el gobierno de la India para vigilar la pesca, era un hermoso barco de quinientas toneladas, armado con seis cañones y dotado con una tripulación cuatro o cinco veces más numerosa que la del rey de los pescadores de perlas.

Sin embargo, Amali, que se había puesto al timón, no tuvo reparo en pasar por detrás de su popa, mientras aparecía en sus labios una desdeñosa sonrisa al ver que los marineros ingleses se agolpaban en las bordas y miraban su barco sospechosamente.

—¡Patrón! —dijo Durga, que advirtió aquel movimiento—. ¿Les habrá dicho algo a los ingleses de tus proyectos el príncipe de Manaar?

—¿Y a mí que me importa? —respondió Amali, encogiéndose de hombros—. Que intenten los ingleses darle caza a mi “Bangalore”. Aunque diesen todo el trapo de reserva, les dejaría muy lejos, y luego que me sigan por los bajos, si se atreven. Les haremos correr hasta mi inaccesible nido para que se estrellen contra los arrecifes submarinos.

—Sí el príncipe se ha colocado bajo la protección de los cañones ingleses, es que debe haber hablado. No te fíes, y anda con ojo avizor.

—Que haga lo que quiera y veremos si sus dos espingardas dan cuenta de mis cuatro.

¡No nos hemos engañado…! He ahí la bella Mysora que avanza… Cara pagará tal imprudencia.

—¿Sabías, pues, con seguridad que había de venir?

—Sí.

—¿Quién te lo dijo? ¿El espía que tienes a sueldo?

—No; un fiel amigo de mí difunto hermano que vive en la corte del maharajá. Durga, maniobra de manera que pasemos junto a la barca de la bella Mysora y tráeme un, turbante para que no pueda reconocerme.

—¿Por qué ocultarte? Mysora no te ha temido nunca.

—Eso no lo sabemos, y luego, el gavilán desea ver a la paloma antes de hacerla su presa —respondió el rey de los pescadores de perlas.

El segundo dio una orden a los marineros que gobernaban las velas, y después entregó al patrón un ancho turbante de seda azul que podía ocultarle el rostro por completo.

El “Bangalore”, que ahora maniobraba en alta mar, deslizábase rápido sobre las doradas olas del mar, rizado por la brisa que soplaba de las costas meridionales de la India.

Parecía como si apenas rozase las ondas. Inclinado ligeramente a babor, con las velas hinchadas, corría con una velocidad fantástica, dejando en, popa una larga estela de plata en medio de la cual veíase agitarse tiburones enormes.

La chalupa que había partido de las playas de Ceilán, avanzaba en sentido contrario.

Era una rica galera de veinticuatro remos, recargada de dorados, con la proa afiladísima, adornada con un mascarón que representaba una cabeza de cocodrilo y las bordas cubiertas con ricas estofas adamascadas que caían formando graciosos pliegues hasta el agua.

En el centro, bajo un baldaquín de seda amarilla, apoyado sobre palos dorados coronados por enormes plumeros de pavo real, sentábase una joven cingalesa, de belleza maravillosa, envuelta en un amplio manto de seda azul, recamado de oro y sembrado de perlas.

Pendíanle del cuello numerosas hileras de perlas y de las muñecas brazaletes de oro, y llevaba en la cabeza una ancha banda de seda de rayas blancas y rosa que escondía mal los larguísimos cabellos negros que le cubrían los hombros como un manto de terciopelo.

Los rasgos de su semblante, impregnado de profunda dulzura, que no carecía, sin embargo, también de cierta altivez, ofrecían una regularidad tan perfecta, que podían competir con. los más puros de la raza blanca.

Poseía ojos grandes, de un negro intenso, con cejas de admirable finura; labios pequeños y rosados como fresas; la nariz graciosísima y la barbilla redonda, con un hoyuelo marcado por tres minúsculas estrellitas de oro, según costumbre de las bellas cingalesas.

Recostada sobre una alfombra centelleante de oro, dábase aire con un abanico de plumas de pavo real, fijas en un mango de plata.

La chalupa, que era muy larga, casi tanto como la nave del rey de los pescadores de perlas, si bien mucho más baja, avanzaba rápidamente al empuje de los veinticuatro remos empuñados por robustos y ágiles mozos, pomposamente vestidos con largas camisas de seda blanca adamascada y ceñidas a la cintura por anchas cintas volanderas.

Amali, cuya nave pasaba en aquel momento a menos de doscientos metros, fijó sus ojos en la hermana del maharajá y sintió un largo estremecimiento.

—¡Es hermosa! —murmuró—. Es la hermana del hombre que mató a mi hermano y la descendiente de los que me han usurpado el trono. La sangre grita venganza, pero ¿podré ser inexorable con todos ellos? No; será imposible, a lo menos en cuanto a Mysora.

Durga, que le observaba, quedó casi aterrado al notar la palidez que cubría el rostro del rey de los pescadores de perlas.

—Mysora no correrá ningún, peligro —murmuró—. ¡Amali permanecerá sordo al grito de la sangre! ¡El desgraciado la ama demasiado! ¿Cómo podrá libertad al niño a quien el maharajá tiene en rehenes? ¡Mejor sería que nunca la hubiese visto!

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