3. ABORDAJE NOCTURNO

En tanto que la barca de Mysora continuaba su rápida carrera hacia los bancos perlíferos de Manaar, el «Bangalore» había seguido alejándose, con rumbo a Ceilán, cuyas montañas, cubiertas de frondosa vegetación, resaltaban netamente hacia levante.

Había aumentado la brisa y la ligera nave corría con mayor velocidad, rivalizado con las aves marinas que se dirigían a tierra, donde encontrarían abundante pasto entre los millones y millones de ostras puestas a secar en. la playa para pudrirse, antes de extraer de ellas las perlas.

Amali había vuelto a sumirse en su meditación. Apenas experimentaba un sacudimiento y se volvía hacia los bancos de Manaar, siguiendo siempre con los ojos la hermosa chalupa de la hermana del maharajá, que ahora era sólo un punto negro apenas visible en la superficie centelleante del mar.

Durga, que se aburría con aquel silencio, le sacó de sus meditaciones.

—¿Tan preocupado está mi patrón que no da ninguna orden? —preguntó—. ¿Debemos seguir navegando hasta que demos en las playas de Ceilán y nos metamos en la boca del lobo? Ahí está el peligro; ya lo sabes, Amali.

—No lo ignoro —contestó el rey de los pescadores, saliendo de su abstracción—; las playas de Ceilán nos están vedadas.

—¿Dónde esperaremos el regreso de Mysora? Si debemos dar el golpe, intentémoslo en alta mar, para evitar el peligro de que los de Yafnapatam oigan el estampido de las espingardas y corran a darnos caza.

—Iremos a ocultarnos detrás de los escollos de Say —respondió Amali—. Si el príncipe Dapali, como sospecho, la acompañase y reconociese mi nave, cambiaría de rumbo y huiría hacia las costas de la India.

—O lo que es peor, podría pedir auxilio al crucero inglés. ¡Mal negocio, patrón, si entran en juego los cañones!

—Si el golpe falla, volveremos a refugiarnos en nuestro inaccesible nido, esperando mejores tiempos para asestarle un golpe en el corazón al maharajá, aun cuando yo estoy seguro de que, antes de mañana, habrá caído Mysora en mis manos. He aquí los escollos; vayamos a buscar en ellos un refugio en espera de que regresen los cingaleses.

A cosa de dos millas del «Bangalorc» veíanse gran número de rocas que formaban un vasto semicírculo, ocupando un espacio de tres o cuatrocientos metros.

Eran cinco o seis islotes, unidos entre sí por bancos que, en la bajamar, debían, quedar al descubierto y estaban habitados por legiones de aves marinas: islotes temidos por los buques, porque no había ningún faro que señalase su presencia.

El mar se estrellaba allí con ruido atronador, rodeando los escollos con un cinturón de blanquísima espuma y cubriendo, a intervalos, los arrecifes menores, que hacían dificilísima y peligrosa su aproximación.

El «Bangalore», que era de poco calado y maniobraba hábilmente, pasó con facilidad a través de los bancos, que en aquel momento estaban cubiertos por cuatro pies de agua, por ser la pleamar, y fue a echar sus anclas en medio de los islotes, los cuales lo ocultaban completamente.

Al mediodía, Amali hizo repartir el rancho a sus hombres, y después, embarcándose con Durga en la chalupa, que fue botada de nuevo al agua, se dirigió a tierra saltando en la base del escollo más elevado, desde cuya cima podía dominarse un vastísimo trecho de mar.

Aquella roca, que se elevaba a doscientos pies sobre el nivel del agua, era tan abrupta, que podía desafiar al más diestro montañés, pero Amali, que era más ágil que un leopardo y tenía músculos de acero, emprendió su ascensión sin necesidad de que Durga le ayudase.

Cogiéndose en las raíces y las malezas, buscando las grietas para encontrar un punto de apoyo donde sentar los pies o saltando como un gamo, en, menos de diez minutos llegó a la cumbre y registró el mar con su mirada de águila.

Por poniente, a la larga distancia, veíanse numerosos puntos que se movían sin cesar, cubriendo el mar; eran las chalupas de los pescadores de perlas.

Por oriente, en cambio, se delineaba la soberbia playa de Ceilán, cubierta de tupida vegetación e interrumpida por profundos senos que describían caprichosas curvas. Detrás, altas montañas, verdeantes desde la falda a la cima, lanzaban sus picos hacia el cielo, declinando suavemente por la parte del mar.

—¡Allí está Mysora y allí el maharajá! —murmuró Amali, volviéndose primero hacia poniente y después hacia levante—. Entre vosotros se halla quien impedirá que os volváis a ver.

Sentóse en la punta más alta del escollo, se cruzó de brazos y esperó pacientemente a que se pusiese el sol, seguro de que la chalupa del maharajá no abandonaría la pesca antes de que el crucero inglés señalase la clausura con un cañonazo.

Durga, que se le había reunido, con muchas fatigas, se había sentado a su lado, mascando una mezcla formada por hojas de betabel, nuez de areca y tabaco, con un pellizco de creta de las conchas, mezcla asaz picante que los cingaleses emplean sin moderación, destruyendo sus dientes y sus encías.

Viendo que el capitán no parecía dispuesto a hablar, permanecía silencioso también él, siguiendo, con distraída mirada, el vuelo de las gaviotas.

En tanto, el sol, se ponía lentamente, rozando con. su borde inferior el horizonte, mientras por la parte opuesta salía la luna haciendo centellear las aguas con miríadas de argentadas chispas. La noche avanzaba rápidamente, pues en aquellas regiones surge casi de improviso, no siendo, como en nuestros países, largos los crepúsculos.

Ya el sol estaba a punto de desaparecer, cuando repercutió un lejano estampido en el mar, propagándose distintamente por encima de las aguas, y llegando su eco a los escollos.

Era el cañonazo del crucero inglés que señalaba la clausura de la pesca por aquel día.

Amali se levantó. Una llama siniestra iluminaba sus ojos, mientras su nariz se dilataba

como si olfatease ya la pólvora.

Erguido en la cima más alta del escollo, miraba hacia el poniente, siguiendo los movimientos desordenados de los puntos negros que indicaban las chalupas de los pescadores.

Esperaba que alguno de aquellos puntos negros se destacase de los demás y se dirigiese hacia levante.

—¿La ves? —preguntó un momento después a Durga, con expresión radiante—. ¿La ves cómo avanza?

—Sí, patrón; la barca de la bella Mysora se ha separado del grueso de las chalupas y hace rumbo a Ceilán.

—El maharajá la aguardará en vano esta noche.

Nuestros hombres están prontos a abordarla y les veo ya empuñar las armas. Están impacientes por medirse con los cingaleses del maharajá y vengar el miserable fin de tu hermano. Son veinte, pero no se arredran para desafiar a ciento.

—¡Ah!

—¿Qué sucede, patrón?

Delineóse un profundo fruncimiento en la frente del rey de los pescadores de perlas.

—Veo otro punto negro que sigue la barca de Mysora.

—¿Será la chalupa del príncipe de Manaar?

—Debe ser la suya, Durga.

—¡Veinte contra treinta y seis! La partida aumenta.

—¿Y yo no cuento?

—Tú vales por doce, patrón; pero ¿no ves moverse una mancha blanca a lo largo de los bancos? Es el crucero inglés que sigue a distancia a Mysora y al príncipe de Manaar.

—¡También los blancos! —exclamó Amali, rechinando los dientes—. ¿Se han aliado todos contra mí? Durga, vayamos a bordo.

—¿Iremos igualmente al abordaje?

—Esta noche no me detendrá ni el mismo Buda, aunque debiese combatir contra cingaleses e ingleses. Mi cimitarra no respetará a nadie.

Bajaron del escollo dejándose resbalar por las pendientes y saltando de meseta en meseta llegaron a los cinco minutos a la playa, donde su canoa estaba varada en la arena a causa de la bajamar.

Con veinte golpes de remo salvaron el espacio que los separaba del «Bangalore» y subieron a bordo. Los hombres de Amali habían notado ya que se acercaba la chalupa de Mysora y es habían preparado valerosamente a la pelea.

Las espingardas habían sido cargadas con balas de dos libras y habían llevado a cubierta fusiles, sables de hojas en forma de canal, como usan las poblaciones del centro

de Ceilán, y buen número de pistolas y trabucos.

Aquellos marineros eran todos de probado valor y ya muchas veces se habían medido contra los guerreros del maharajá de Yafnapatam, para vengar al hermano de su señor, y no temían a la muerte.

Por otra parte, todos ellos eran gallardos jóvenes, escogidos con cuidado entre los adictos y los pescadores de perlas, que solían manejar con igual habilidad los remos y las armas.

—Patrón —dijo uno de ellos, cuyo cinto estaba erizado de pistolones y puñales—.

¿Vamos a dar batalla a los cingaleses del maharajá?

—Sí, amigos —contestó el rey de los pescadores.

—Vamos a matarlos a todos.

—No a todos. ¡Ay del que toque a Mysora! Ella debe caer en mis manos, viva e incólume.

—La tendrás, patrón —respondieron a una voz los pescadores.

Cargad las velas, levad anclas y salgamos a su encuentro.

Dos minutos más tarde, el «Bangalore» con todas sus velas al viento, abandonaba el fondeadero, bordeando hábilmente los bancos y los escollos que se extendían alrededor del grupo de los islotes.

Durga, juntamente con sus hombres, se había colocado detrás de las espingardas, mientras Amali, dejando las pistolas y la cimitarra sobre un banco que tenía delante, había empuñado la rueda del timón.

El sol se había ocultado ya hacía tiempo y la oscuridad había descendido sobre el mar; con todo, se veía muy bien, por brillar espléndidamente la luna en el cielo puro.

Una brisa bastante pura soplaba del Septentrión, levantando ligeras olas que iban a estrellarse con fragor contra los islotes, deslizándose sobre los bancos.

La magnífica barca de los cingaleses, al empuje de sus veinticuatro remos, avanzaba velozmente, dejando detrás de sí una larga estela de espuma.

Agrandábase a cada momento y se dirigía hacia Oriente, anhelosa de ponerse en seguro en la profunda bahía de Ceilán.

Pero en lugar de moverse directamente hacia los escollos, cerca de los cuales habría debido pasar, encontrándose en su ruta, parecía que trataba de dar un rodeo para alejarse de aquéllos.

—¿Habrán advertido que estando emboscados aquí? —dijo Amali, en el momento en que el «Bangalore», doblado el último islote, se hallaba en el mar libre—. ¿Qué te parece Durga?

—También, me sospecho eso -—contestó el segundo—. O pueden haber olfateado el peligro.

—El príncipe de Manaar debe haber advertido a Mysora de mis intenciones.

—No veo que la siga, esforzándose en no perderla de vista.

—Veo también que el crucero se dirige hacia acá. Llegará cuando esté acabado todo, porque no tiene viento favorable.

—Pero después nos dará caza, señor.

—Están los bajos de Bitor —respondió Amali, con una sonrisa misteriosa.

—No te comprendo —dijo Durga, mirándole.

—Prepararé una buena zancadilla al inglés si se obstina en seguirnos. No descubrirá nuestro refugio.

—Los bajos de Bitor son peligrosos, guárdate de ellos.

—Amali los conoce bastante bien, caro amigo puedo atravesarlos sin que la quilla del

«Bangalore» roce siquiera con los escollos coralíferos. Espera a que yo tenga a Mysora en mis manos y verás como todo saldrá a pedir de boca. ¡Mis valientes —añadió luego, levantando la voz—, aprestad las armas y cargad a fondo!

—Estamos prontos patrón —respondieron los marineros, cogiendo los mosquetes y poniéndose en la cintura las pistolas y los sables.

El «Bangalore», que tenía viento favorable, movióse resueltamente hacia la dorada chalupa de los cingaleses, de la que ahora sólo distaba algo más de media milla.

A quinientos metros detrás avanzaba la barca del príncipe de Manaar, y a dos millas navegaba, dando fatigosas bordadas, el crucero inglés.

Los cingaleses del maharajá, viendo navegar al «Bangalore» a su encuentro, como si quisiera cortarles el paso, después de una breve agitación, habían, cambiado la derrota, dirigiéndose velozmente hacia los escollos que poco antes trataban de evitar.

No siendo la chalupa de tal condición que pudiera medirse con la nave del rey de los pescadores de perlas, no poseyendo ninguna espingarda, intentaban refugiarse en el fondeadero y tomar tierra.

Amali no era hombre para dejarse engañar ni para soltar tan fácilmente la presa. Con una maniobra rapidísima, el «Bangalore» viró en redondo y fue a atravesarse el camino que seguía la chalupa.

A las cuarenta brazas, el rey de los pescadores entregó la barra del timón a uno de sus marineros, empuñó con la diestra la cimitarra y con la izquierda una pistola, y se lanzó a proa, gritando con voz potente:

—¡Alto! ¡No se pasa! ¡Deteneos o hago fuego!

Un hombre, un oficial del maharajá, vestido con suntuoso traje y que llevaba en. el turbante una pluma de pavo eral, insignia de mando, se colocó rápidamente delante de Mysora para escudarla con su propio cuerpo, empuñando al mismo tiempo dos largas pistolas incrustadas en nácar.

—¿Quiénes sois y qué queréis? —preguntó, en tanto que sus hombres, abandonando precipitadamente los remos, requerían los sables.

—Soy el rey de los pescadores de perlas —contestó Amali, Con voz amenazadora—.

El que se resista es hombre muerto.

Mysora, al oír aquel título, lanzó un grito de terror:

—¡El enemigo de mi hermano!

—¡Abajo las armas! —gritó Amali, mientras el «Bangalore» abordaba la chalupa.

—¡Ahí las tienen! —respondió el oficial.

Rasgaron las tinieblas dos relámpagos seguidos de dos detonaciones, pero el repentino balanceo de la chalupa, que en aquel momento era embestida por la nave de Amali, había desviado en el aire los dos tiros.

—¡Mis valientes, a ellos! —gritó Amali, haciendo fuego.

El oficial, herido en el pecho, cayó a los pies de Mysora, lanzando un gemido.

El rey de los pescadores iba a lanzarse al abordaje, cuando partió de la chalupa del príncipe de Manaar un tiro de espingarda, rompiendo la cabeza del elefante que adornaba la proa del «Bangalore».

—¡Contestad al príncipe! -—gritó Amali—, y vosotros, ¡al abordaje!

Los veinticuatro remeros cingaleses, fuertes por el número, viéndose auxiliados por la chalupa del príncipe, se habían agolpado alrededor de su señora, empeñando la lucha con gran valor.

Amali, una vez caído el oficial, se lanzó de un salto a la chalupa, seguido de diez de los suyos.

Valiente entre los valientes, fuerte, ágil y guerrero experimentado, era hombre que no temía afrontar él solo a diez cingaleses, los cuales, generalmente, son de poca contextura y no muy belicosos.

Viendo delante de sí aquel tropel de hombres, se lanzó sobre ellos como un desesperado, descargando sablazos sobre los más próximos, mientras sus marineros, que habían abordado la chalupa por la popa, trataban de cogerles por la espalda para obligarles a descubrir a Mysora.

Entretanto Durga, ayudado por sólo cuatro marinos, hacía tronar las espingardas, tratando de echar a pique la barca del príncipe de Manaar, que avanzaba a toda velocidad, pero las sacudidas que daba la nave impedían al segundo dar en el blanco.

Amali, viendo que otros hombres acudían en defensa de la hermana del maharajá, redoblaba los golpes, gritando:

—¡Valor, mis bravos! ¡Hundid esta barrera! ¡Un esfuerzo más y es vuestra la victoria!

De dos golpes de cimitarra hizo caer a otros tantos cingaleses, de un pistoletazo derribó a un tercero y enseguida se precipitó furiosamente contra el tropel de los enemigos, repartiendo tajos y mandobles a diestro y siniestro.

Los cingaleses, ya desmoralizados por la muerte de su oficial, aterrados ante el extraordinario valor del rey de los pescadores de perlas, sólo oponían una débil resistencia,

no obstante los gritos alentadores de Mysora.

La hermosa cingalesa, nada asustada por la sangrienta lucha que se empeñaba a su alrededor, trataba de reanimarlos.

Y, por su mano, de un pistoletazo había derribado a un pescador de perlas que trataba de acercársele, y ya dos veces había hecho fuego contra otros.

—¡Tened firme! —gritaba—. ¡Vienen en socorro nuestro! ¡Acordaos del maharajá!

¡Defended a vuestra señora!

Amali, furioso con aquella inesperada resistencia y viendo que la barca del príncipe se acercaba veloz y que el crucero inglés daba bordadas, recogiendo en cuanto podía el viento, redoblaba los golpes.

Parecía un tigre enfurecido. Saltaba en torno de los cingaleses aullando como una fiera, y su cimitarra, manejada con incomparable habilidad y con mano de hierro, descargaba golpes mortales.

—¡Vivo!, ¡matad! —gritaba—. Vienen también los ingleses.

Con un esfuerzo supremo hundió la línea de los combatientes, se abrió camino derribando a cuantos adversarios halló a su paso y cayó como un águila sobre la bella cingalesa.

Cogerla por el talle, levantarla en el aire como si fuese una pluma y lanzarla a bordo del

«Bangalore», fue cuestión de un brevísimo instante.

Sus hombres protegían su retirada, mientras Durga enfilaba una de las espingardas contra los cingaleses y les abrazaba a quemaropa. En aquel momento resonó un alarido terrible. —¡Ah, perro! ¡Déjala o te mato!

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