6. UNA NUEVA EXPEDICIÓN

Después de aquella emocionante revelación, del rey de los pescadores de perlas, reinó un, profundo silencio en el saloncillo. Mysora, aterrada, no se atrevía ya a levantar sus ojos hacia Amali, ni pronunciar una palabra en defensa del propio hermano. Había oído referir algo acerca de aquel atroz delito cometido por el príncipe, pero hasta aquel momento había ignorado siempre que aquel general hubiese sido descendiente de los antiguos reyes del Yafnapatam y hermano del rey de los pescadores de perlas.

Había desaparecido la expresión irónica y altanera de su rostro y el tinte amarillo dorado de su tez se había tornado gris o sea palidísimo’

—¿Qué me dices, Mysora, de esta historia? —preguntó finalmente Amali, rompiendo el embarazoso silencio.

—La conocía vagamente —respondió la princesa sin mirarle—. ¿Quieres vengar en. mí la muerte de tu hermano? Saca tu puñal y mátame.

—¿Reconoces en mí este derecho?

Mysora no tuvo valor para responder.

—El rey de los pescadores de perlas, por fortuna, no es ningún ser vil para habérselas con una mujer. Mi odio va contra tu hermano y no contra ti, y por lo tanto, sólo en él me vengaré.

—Entonces, ¿por qué me has raptado y traído aquí?

—Para rescatar de sus manos al pobrecito Maduri que tiene en rehenes y al que haría morir como a su padre si yo osase intentar algo contra su reino.

—¿Y esperas que mi hermano te lo devuelva?

—Si quiere verte libre será necesario que me lo entregue.

—Así, ¿estaré secuestrada hasta que te entreguen, a Maduri?

—Sí, Mysora.

—La cárcel no es fea —dijo la joven, con nueva ironía—. El rey de los pescadores de perlas posee un palacio que puede competir con el de mi hermano, pero tiene un defecto.

—¿Cuál?

—Que es menos sólido.

—No te entiendo.

—Me comprenderás cuando te diga que los guerreros de mi hermano verán de asaltarlo y demolerlo.

—¿Y por dónde llegarán? —preguntó Amali con burlón acento.

—Encontrarán el medio de escalar estas rocas.

—Ya te he dicho, señora, que les espero tranquilamente.

—Y también los ingleses intervendrán.

—Que lo hagan.

—Y los guerreros de Manaar acudirán para libertar a su príncipe.

—¿Te interesa su libertad?

—No me interesa.

—Y sin embargo, te ama —dijo el rey de los pescadores con voz extraña.

—¿Y a ti, qué te importa? —preguntó Mysora sorprendida por el acento de Amali y mirándole fijamente.

El rey de los pescadores hizo con la mano un gesto incomprensible, y luego dijo:

—Adiós, señora. Tienes por prisión la estancia más suntuosa de mi palacio y a tu disposición una multitud de servidores. No tienes más que mandar y gozarás de todo cuanto puedas desear, excepto una sola cosa: la libertad.

Volvióle la espalda sin esperar respuesta, y se encaminó a la puerta.

Cuando llegó al umbral se volvió vivamente mirando a la prisionera.

En aquellos ojos poco antes tan sombríos, había ahora un rayo de dulzura infinita.

Lanzó un suspiro y salió precipitadamente, como si tuviese miedo de no poder contener alguna palabra que estaba para escapársele de los labios.

En la estancia inmediata le esperaba Durga con cuatro indios armados hasta los dientes.

—¿Qué ordenas, patrón? —preguntó.

—Pondrás centinelas en todas las puertas para que Mysora no pueda salir de su estancia y esté siempre bajo vigilancia. Exijo que se la trate como huésped más que como prisionera y se le guarden todos los respetos debidos a la hermana de un príncipe.

—¿Cuándo hemos de partir para Yafnapatam?

—Al anochecer, mi valiente Durga. Escogerás a treinta de los más atrevidos y pondrás doble número de espingardas en, el «Bangalore». ¿Que hace el príncipe de Manaar?

—Duerme, patrón.

—Que no lo dejen, solo un momento, hasta nuestro regreso. Puede ser un hombre peligroso.

—Tiene aún para un par de semanas, y cuando esté en condiciones de levantarse, ya estaremos de nuevo aquí.

Amali cruzó varias habitaciones, bajó la escalera de mármol y salió del palacio, yendo a sentarse sobre una roca del enorme escollo.

Sus miradas recorrieron muchas veces el mar que centelleaba bajo los rayos del sol y escrutaron atentamente el horizonte.

No se veía ninguna vela. En lontananza, sin embargo, divisábanse unos puntos negros apenas perceptibles que se dirigían al Oeste. Eran las barcas de los pescadores de perlas

que volvían presurosas a los bancos de Manaar.

Amali las siguió unos instantes con mirada distraída; y después se puso en, pie bruscamente y levantó la cabeza hacia las ventanas de su palacio.

Había aparecido una cabeza, inclinándose sobre el pretil de piedra rosa de una ventana.

El rey de los pescadores, al divisarla, se estremeció.

—¡Mysora! —murmuró.

Sus miradas habíanse encontrado sin que en ellas apareciese ningún relámpago de odio, antes bien los ojos negros y profundos de la joven habían adquirido una expresión de melancólica dulzura.

El orgulloso pescador de perlas y la hermana del maharajá permanecieron algunos instantes inmóviles, y siguieron mirándose, hasta que Mysora se retiró lentamente retrocediendo y haciéndole con la mano una señal de adiós.

Amali no había abandonado su puesto, continuaba con los ojos fijos en la ventana, como si la joven se hubiese encontrado aún allí.

La voz de su segundo le sacó de su inmovilidad.

—Patrón —dijo Durga—; si hemos de partir esta noche, ve a descansar un rato. Más tarde no tendremos tiempo. Creeríase que dormías de pie, como nuestros elefantes.

—Tenía los ojos abiertos.

—Sí, fijos allá arriba —respondió el segundo, con maliciosa sonrisa—. Otros dos ojos eran los que mirabas; dos verdaderas estrellas, patrón.

—Calla, Durga; ya sabes que hay sangre entre esa joven y yo.

—Y también un príncipe puede convertirse en un peligroso rival.

—Pero al cual puedo suprimir —dijo Amali, con acento sombrío.

—Antes debiste hacerlo, cuando le tenías bajo tu cimitarra.

—Me pareció que cometería un asesinato.

—Eres demasiado generoso, patrón. El maharajá y también el príncipe no hubieran vacilado en ultimarte sí hubieras caído en manos de uno o de otro. Pienso también que al poner el pie en la tierra de tu enemigo cometes una gran imprudencia. ¡Fiar en el maharajá! ¡Hum! Puede costarte caro.

—Iré a él, alta la frente, con, la amenaza en los labios —respondió Amali con tono resuelto—. No se atreverá porque la vida de Mysora responde de la nuestra.

—¿Estás seguro de que el maharajá quiere a su hermana?

—Me han dicho que siente por ella un afecto sin límites, y ya verás cómo, para rescatarla, me entregará al pobrecito Maduri. Cuando tengamos al niño y lo hayamos conducido aquí, yo te mostrare de lo que es capaz, Amali. Él mató a mi hermano y yo le arrebatare el trono que sus abuelos robaron a los míos.

—Todos los pescadores de perlas te obedecen y cuando se los ordenes empuñarán, las

armas e invadirán las tierras de tu enemigo. Si hubieras querido, a estas horas no reinaría ya el maharajá de Yafnapatam.

—Podía ser, pero habría perdido para siempre a Maduri y ya sabes cuánto quiero a mi sobrino, destinado a reinar un día, y continuar, al cabo de dos siglos, nuestra estirpe dinástica.

—Es verdad, patrón; el maharajá, que nunca ha sido generoso; no hubiese vacilado en sacrificarlo a su odio. Ve a descansar y deja para mi cuidado el preparar la expedición.

Advierte antes a los pescadores el golpe de manos que voy a intentar y ordénales que estén prontos a acudir en defensa de la roca en caso de que fuese asaltada durante nuestra ausencia.

—He enviado ya a Apati a los pescadores y a que espíe también a los ingleses. Deben estar furiosos por la pérdida de su crucero y apoyarán al maharajá.

—No se atreverán a tanto, porque saben que casi toda la población de Ceilán pertenece a mi partido y podría rebelarse contra ellos. Durga, cuento contigo.

Amali miró por última vez hacia la ventana y volvió a estremecerse. Detrás de la pintarrajeada esterilla de fibras de coco había visto deslizarse una sombra y el corazón le había dicho que era la de Mysora.

—¿Trata de espiar mis designios o se interesa por mí? —se preguntó meditabundo—.

Siento que esa mujer ejercerá una grande influencia en mi destino.

Volvió a entrar en la espléndida morada donde lo esperaba él almuerzo en una de las salas de la planta baja, adornada con flores y embellecida con una fuente de mármol, cuyo chorro mantenía allí dentro una frescura deliciosa, y después se retiró a su estancia para descansar de la nocturna vigilia.

Cuando despertó el sol comenzaba a declinar y las primeras sombras de la noche invadían las habitaciones bajas del palacio.

La primera pregunta que hizo al servidor que acudió a su llamamiento, fue para tener noticias de Mysora.

—Descansa, patrón —-respondió el indio.

—¿Ha preguntado por mí?

—No.

—¿Y el príncipe de Manaar?

—Le ha vuelto a curar Durga.

—¿Está listo el «Bangalore»?

—La tripulación ya está a bordo.

Amali se puso una nueva camisa de seda blanca, de maravillosa finura, con los bordes inferiores tejidos en oro; se ciñó una faja de brocado de esmaltados colares, se envolvió la cabeza con una charpa adornada de perlas y salió descendiendo por la escalera de mármol que conducía al aposento reservado para la prisionera.

Delante de la puerta hacían guardia dos indios armados dos fusiles.

Amali cogió de la pared un mazo de madera y dio con él dos golpes sobre una gran placa de bronce suspendida sobre la puerta, haciendo retumbar todo el palacio.

Era el anuncio de su vista. Hecho esto entró en la vecina sala donde le esperaba Mysora, previendo tal vez que la visitaría.

—Antes de partir —le dijo Amali, sin darle tiempo a preguntarle el motivo de aquella llamada—, he venido a preguntarle si debo decirle algo de tu parte al maharajá.

—¿Vas a encontrarte con mi hermano? —exclamó la joven, con estupor, haciendo un ademán de espanto.

—Iré a él, señora.

—-¿Le cansa la vida al rey de los pescadores de perlas?

—-Por ahora no.

—-¿Y te atreverás a presentarte a mi hermano?

—¿Qué he de temer de él, estando tú en mis manos?

—Podría hacerte matar igualmente.

—No lo hará, Mysora, porque tu vida responderá de la mía. Si me mataran, mis hombres, aun prometiéndome que te respetarían, te quitarían la vida.

Hubo un breve silencio. En la mirada de la joven veíase una expresión de profundo terror.

—Entonces, estoy perdida —murmuró.

—Mientras yo esté vivo, no corres peligro alguno.

—No te fíes de mi hermano, rey de los pescadores de perlas. Te odia más de lo que puedes suponer, porque teme que algún día logres arrebatarle el trono.

—He resuelto ir a Yafnapatam, y lo haré —respondió Amali decidido—. Y aun cuando estuviese seguro de morir, iré.

—Admiro tu valor, pero preferiría que enviases a otro en, tu lugar. Mi hermano tiene un carácter violento y vengativo y podría dejarse llevar de cualquier arranque.

—Temes que me mate y que mis hombres le hagan correr a ti igual suerte. ¿He acertado, Mysora?

—No —respondió la joven con viveza, fijando sus hermosos ojos en los de Amali.

—Quisiera que fuese otro para evitarte cualquier traición y por…

—Prosigue —dijo el rey de los pescadores de perlas con ansiedad.

—Porque… los valientes se admiran.

—¿Qué te importa que yo sucumba en la demanda? Soy un valiente que conspira contra la familia y de ahí un peligro que sería mejor no existiese para el maharajá de Yafnapatam.

—Es verdad —dijo Mysora, bajando la cabeza.

En aquel momento entró Durga diciendo:

—Patrón, el «Bangalore» está listo y el viento es favorable. Las tinieblas protegerán nuestra aproximación a la playa.

—Adiós, señora —dijo Amali a la joven.

—¿No le matarás?

—¿A tu hermano? No; te lo prometo. Hay demasiada sangre entre nosotros para que derrame más, y por dichoso me daría si ni una sola gota se hubiese derramado. Vive tranquila, puesto que ningún peligro te amenaza durante mi ausencia. También de lejos velaré por mi prisionera.

—Eres leal y generoso, Amali, y anduve equivocada al juzgarte mal.

—¿No soy, pues, el pirata que tanto despreciabas ayer noche? ¿Me perdonas haberte raptado?

—Sí, porque estabas en tu derecho.

—Gracias por estas palabras, Mysora.

—Que Buda te proteja, rey de los pescadores de perlas. Ahora ya no temo ni por mí ni por mi hermano.

Amali salió seguido de Durga, y cuando estuvo fuera del palacio, levantando los ojos hacia una de las ventanas, distinguió aún a Mysora, que le miraba, detrás de la persiana.

Asomó a sus labios una sonrisa, una sonrisa de felicidad.

—Pensará en mí, y tal vez más de cuanto me atrevía a esperar —murmuró—. Quién sabe si por miedo o porque le he dado en el corazón. ¡Si supiese, sin embargo, que desde hace dos años mi pensamiento no se aparta de sus bellos ojos! El grito de venganza de mi hermano no ha logrado ahuyentar la extraña pasión que en mi corazón ha nacido desde el primer momento que la vi en la pesquería de perlas, en su dorada galera. ¡Veremos ahora si esta pasión me será fatal!

Descendió por la escalera que daba la vuelta a la roca y entró en la galería, deteniéndose sobre el pozo que desembocaba en la caverna de los tiburones.

Bajo la escalera de cuerda estaba el «Bangalore» con los faroles encendidos. A su alrededor los tiburones, despertados por la luz, levantaban con sus enormes colas montañas de espuma.

—¿Has dado las órdenes necesarias? —preguntó Amali a Durga antes de bajar.

—Sí, patrón. Todas las espingardas del palacio están colocadas alrededor de la roca para impedir cualquier ataque. Nuestros hombres no se dejarán sorprender. Kalermi, que los manda, es el más valiente de lodos y el más fiel.

—Vamos.

Se agarró a la escala de cuerda y saltó sobre la cubierta de la nave, donde treinta hombres, elegidos con cuidado por Durga, le aguardaban.

Sólo había entre ellos algunos cingaleses; los otros eran indios de la costa del Malabar, hombres de temple probado y valerosísimos marineros, los mejores de que se alaba el Indostán, porque, aun en sus débiles embarcaciones, se arriesgan a emprender larguísimos viajes, llegando hasta Sara y Sumatra.

Al igual que sus compatriotas vestían todos trajes de tela blanca, con calzones estrechísimos y chaquetas ceñidas por anchas fajas para sostener las armas. Sobre la cabeza llevaban anchos pañuelos de colores, anudados estrechamente.

Hombres de hermosa apariencia, por otra parte, aunque algo flacos y de tez casi negra, desarrollados músculos y facciones regulares y enérgicas. Amali les pasó revista con viva complacencia, y luego dijo:

—Al mar, mis valientes, y preparaos a todo, hasta morir, porque nuestra explicación será peligrosísima.

Los treinta hombres empuñaron los remos para sacar al «Bangalore» fuera de la caverna, y después cargaron rápidamente las velas.

El viento, que había cambiado de rumbo, soplando de Poniente, favorecía el curso de la nave que debía poner proa a Levante, por hallarse en aquella dirección la isla de Ceilán.

La noche era clara, brillando espléndida la luna, y el mar estaba casi en calma. No se veían estrellarse las olas más que en torno de la enorme roca y en los escollos que se prolongaban en gran número hacia el Norte, El «Bangalore», después de dos o tres bordadas para sortear los bancos arenosos, enfiló el rumbo al Este, dirigiéndose ante todo a los bajos donde se había estrellado el crucero inglés.

Amali esperaba hallar el buque enseguida y apoderarse de algunos cañones, por no estar armado el «Bangalore» más que con algunas espingardas de pequeño calibre.

—Si no se ha hundido del lodo, lo despojaremos de cuanto podamos encontrar —dijo Durga—. Nos pertenece por derecho de guerra.

—No creo que esté aún a flote —respondió Amali— Los bancos que allí emergen son, peligrosísimos, a causa de las rompientes incesantes, y dudo que el buque haya resistido a las olas.

—Patrón, ¿y sí encontrásemos por allí a los ingleses?

—Los evitaremos y proseguiremos nuestro viaje. No tenemos tiempo para liarnos ahora contra ellos. Nos corre mucha prisa llegar a Yafnapatam.

—Pues yo no tengo ninguna, Amali.

—¿Tienes miedo?

—No me fío del maharajá.

—Mientras tengamos a Mysora en nuestras manos no se atreverá a nada contra nosotros.

—¿Y si nos manda matar?

—Nos vengarán y lo llevarán todo a sangre y fuego. En la costa de Yafnapatam tengo un amigo fiel que me ha jurado vengar la muerte de mi hermano; es animoso y valiente, y

ya cuidará de advertir a los pescadores de perlas poniéndose a su frente.

—¡Has pensado en todo!

—En todo, Durga —-respondió Amali—. ¿Crees que iba a meterme en la boca del lobo sin tomar mis precauciones?

—No te fíes, aun así, del maharajá, que es vengativo y cruel.

—Le conozco mejor que tú, y sé que se daría por muy contento con hacerme sufrir también a mí el horrible suplicio de que fue víctima mi hermano, para desembarazarse de un pretendiente peligroso.

—Creo que no se atreverá a hacerte matar, por temor a los pescadores de perlas, pero así temo que no te devuelva a Maduri. Es un rehén demasiado precioso, que le asegura el trono.

—Si quiere la libertad, de Mysora, no podrá menos que ceder.

—¿Y se la devolverás?

—Mantendré la promesa.

—Quedará perdida para ti.

Amali suspiró sin responder.

—Y tú la amas.

—Sí, la amo con locura.

—Y me parece también que ella, después de haberte odiado y despreciado, empieza a admirar al valiente y caballeroso rey de los pescadores de perlas.

—¿Cómo lo sabes?

—Cuando has salido del palacio te ha seguido siempre con los ojos, escondida detrás de la esterilla, y aun al volver luego dentro ha permanecido aún largo, tiempo en la ventana con la esperanza de volverle a ver. Y no es eso sólo, sino que ha preguntado muchas veces por ti a los centinelas que la custodian.

—¿Y por el príncipe de Manaar?

—Nunca.

—Así, crees tú…

—Que Mysora te ama, o por lo menos que empieza a amarte.

—¡Ojalá fuese verdad! Pero no… Es un sueño que nunca podrá realizarse. Sabe que odio a su hermano, sabe que-aspiro a reconquistar el trono de mis abuelos; sabe que arruinaré a su familia y que seré un hombre fatal para su estirpe. ¿Cómo creer que esa mujer pueda pertenecerme un día? Cuando haya destruido a su hermano, me odiará y todo habrá terminado.

—Puedes ofrecerle un trono.

—¡Qué perteneció primero a su hermano! ¡No lo aceptaría nunca!

—Le indultarás y le nombrarás tu ministro, como él había nombrado a tu hermano.

¿Qué dices, patrón, de este proyecto?

En vez de contestar, Amali extendió una mano hacia el Norte y preguntó:

—¿No te parece que se ven los bancos?

—Sí, patrón; veo allí las olas que se estrellan.

—No veo el crucero.

—Se habrá tumbado.

—Así debe haber sucedido; sin embargo, vayamos a reconocer esos bajos.

—Quizá encontremos algún cañón, Amali; es bajamar, y alguna parte del buque habrá quedado al descubierto.

El rey de los pescadores empuñó la barra del timón que hasta entonces había tenido uno de los marineros y dirigió el «Bangalore» hacia los bancos, avanzando con extremada prudencia por no sufrir la suerte experimentada por la nave inglesa.

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