5. LA ROCA DEL REY DE LOS PESCADORES DE PERLAS

Entre tanto, el «Bangalore» había proseguido su navegación hacia el Sur, manteniéndose a gran distancia de las costas de Ceilán, que se divisaban apenas.

Los bajos de Bitor y las chalupas de los ingleses se habían perdido de vista, y en el mar, iluminado siempre por la luna, no se divisaba ningún barco.

Hacia el Sudeste, en cambio, veíase alzarse una roca colosal, completamente aislada, sobre cuya cima se divisaba una especie de torre de grandes dimensiones. Era hacia aquel islote perdido en medio del Océano índico donde el «Bangalore» se dirigía presuroso.

—¡Que vengan a desalojarme de ahí arriba! —exclamó Amali mirándolo-—. Todas las fuerzas reunidas del maharajá de Yafnapatam y del príncipe de Manaar nada podrían contra mi inaccesible asilo.

Sentóse en la popa y se puso al timón para dirigir con su mano el velero.

El islote se agrandaba a ojos vistas, siendo siempre grandísima la velocidad del

«Bangalore», gracias a la brisa que se mantenía bastante fresca y aumentaba a medida que se aproximaba el alba.

Era una especie de pirámide truncada, que debía medir en la base medio kilómetro de circuito por lo menos, con las paredes casi lisas y tan, acantiladas que hacían imposible todo intento de escala.

En la cima, a una altura de más de cuatrocientos metros, se levantaba un vasto edificio de estilo indiano, con azules y anchas ventanas y galerías, y a un lado un almenado torreón de tal robustez que podía desafiar la más gruesa artillería.

El «Bangalore» llegó hasta el islote, dio la vuelta en torno de las rocas, sorteando hábilmente un caos de arrecifes y de bancos que la pleamar iba cubriendo poco a poco, y enseguida penetró por una vasta hendidura que parecía conducir a una caverna marina.

Era un inmenso boquete, tan alto que los palos de la nave no alcanzaban ni a la mitad de la arcada, y tan, ancho, que hubiera podido pasar por él una fragata.

Los marineros habían encendido linternas, disponiéndolas a lo largo de las bordas.

Apenas entrado, el «Bangalore» se encontró en una caverna gigantesca, que debía ocupar por lo menos la tercera parte del islote, perforada por antros vastísimos, capaces de dar asilo a la nave y con bóvedas muy altas.

En medio se veía colgar una escala de cuerda que debía conducir a alguna galería superior, si no directamente a la cima.

Apenas la caverna quedó iluminada con las linternas, manifestóse en sus aguas una viva agitación.

Veíanse emerger cabezas horribles, bocas monstruosas, erizadas de dientes, y colas desmesuradas, saliendo a flote para comparecer de nuevo alrededor del «Bangalore».

Eran tiburones de siete u ocho metros de longitud, y aun más, que parecían, muy,

familiarizados con la nave, pues no demostraban asustarse ni inquietarse por aquella repentina inundación de luz.

Giraban una y otra vez alrededor del «Bangalore» fregando sus hocicos contra los costados del buque, miraban a los marineros con sus horribles ojos de amarillentas llama y enseguida volvían a sus madrigueras situadas en los rincones de la caverna, como si se mostraran satisfechos del regreso de los pescadores de perlas, quienes, por otra parte, no parecían, preocuparse en absoluto por la presencia de aquellos terribles bichos.

Amali hizo atracar el barco junto a la escala de cuerda y llamó Durga.

—Has transportar a mi castillo a Mysora y al príncipe de Manaar. Yo voy delante.

—¿Y el «Bangalore»?

—Lo esconderás en la última caverna; por ahora no volveremos a hacernos a la mar.

El rey de los pescadores de perlas se agarró a la escala de cuerda y se encaramó hasta la bóveda, llegando a una estrecha galería custodiada por un indio armado de fusil y pistola, e iluminada por una linterna.

—¿Ha ocurrido algo durante mi ausencia? —preguntó al centinela.

—Nada, patrón:

—¿Vigilan todos nuestros hombres?

—Todos.

Amali siguió por la galería y al cabo de cincuenta pasos llegó a cielo abierto, sobre un sendero que desembocaba en la cima dando vueltas alrededor de la roca.

En la explanada superior, delante del palacio, estaban formados cuarenta hombres, entre indios y cingaleses, todos armados de fusiles, pistolas, cimitarras, hermosos tipos todos ellos, de bravío aspecto y robusta contextura.

Amali les pasó revista, y enseguida entró en el palacio, que estaba iluminado.

Era verdaderamente magnífico el edificio construido allá arriba, en la cima de aquel escollo aislado, Dios sabe a costa de cuántos desembolsos y fatigas.

Era casi todo él de mármol rosa, con antecámaras, galerías iluminadas por amplias ventanas sostenidas por columnitas estrechas, por salas espléndidas cubiertas de antiguos tapices y de alfombras, ricamente alhajadas con muebles de caoba con entalles de nácar.

Amali atravesó varias galerías sin detenerse, y por último entró en un gabinete con las paredes forradas de seda azul adornadas con panoplias de armas centelleantes y el pavimento cubierto por una alfombra bordada en oro.

—Esperémosla aquí —dijo sentándose en un diván adamascado—. En breve podrá juzgar si es justo el odio que abrigo contra su hermano.

Durante algunos minutos permaneció inmóvil, con la cabeza apoyada entre las manos, sumido en dolorosos pensamientos, y después se levantó, paseando con agitación.

—Hay sangre entre nosotros, sangre que ha abierto un abismo inmenso que quizá nunca podrá borrarse. ¡Y me llama bandido a mí, que debería estar ocupando el trono de

su hermano! ¡Que llevo en las venas sangre de los antiguos reyes que dominaron en gran parte la isla de Ceilán! Siento que esa mujer me da miedo y que…

Interrumpióse al oír pasos en la vecina estancia.

Era Mysora que entraba, acompañada de Durga, que llevaba desnuda la cimitarra.

La hermana del maharajá, más bella que nunca con su túnica de seda azul recamada de oro, con una cinta graciosamente ceñida alrededor de sus largos y negros cabellos, se había detenido en la puerta como sí temiera entrar.

—Mysora, ven, estás en tu casa —dijo Amali—. Nada tienes que temer del rey de los pescadores de perlas.

—Si es verdad que me encuentro aquí como en mi casa, ya que dices ser generoso, devuélveme la libertad —replicó la princesa con, sutil ironía.

—Quizá algún día, no ahora —respondió Amali.

—¿Será, pues, larga mi prisión?

—Todo depende de tu hermano.

—¡Oh! Pronto vendrá a destruir tu refugio, porque mi hermano tiene numerosas galeras y valientes marinos.

—Le aguardo.

—Y no te respetará, Amali.

—Puede.

—Muy fuerte te crees para desafiar la ira del maharajá de Yafnapatam.

—Lo sabrás el día que lance mis pescadores contra las tierras de tu hermano.

—¿Osarías conquistar el Estado del maharajá? No son, tus hombres capaces de tal empresa.

—Son verdaderos leones, y cuando el rey de los pescadores de perlas se pone a su cabeza, ningún obstáculo les detiene —exclamó Amali con fiereza.

Hizo una señal a Durga de que saliera, y luego, indicando a Mysora el diván, le dijo:

—Escúchame.

—¿Que quiere decirme?

—¿Sabes el motivo por el que he jurado la pérdida de tu hermano?

—No he tratado nunca de indagarlo.

Amali dio algunos pasos en torno de la mesa de caoba que se hallaba en medio del gabinete, y luego, apoyándose en un asiento, dijo con voz grave:

—Hace doscientos años, un guerrero de la dinastía de los maharajaes de Candy, poseedores del interior de Ceilán, valeroso como ninguno, conquistó con un, puñado de próceres, después de una larga serie de sangrientas batallas, toda la costa occidental de la isla, fundando un nuevo reino que fue llamado de Yafnapatam. Aquel guerrero no era

antepasado tuyo, te lo digo desde ahora. Por espacio de ciento cincuenta años sus sucesores tuvieron sometida toda la costa hasta que un día un hombre salido del pueblo, ambicioso y astuto, promovió una rebelión, expulsando a la familia reinante y apoderándose del reino.

—Un valiente, que podía habérselas con otro, fue capaz de apoderarse del mando —

interrumpió Mysora.

—-Los descendientes del maharajá de Yafnapatam, lanzados de sus tierras, fueron proscritos y por lago tiempo anduvieron errantes por la isla, tratando siempre en vano de reconquistar el perdido trono.

«Por fin, hace algunos años, los últimos descendientes pudieron volver a su patria, bajo juramento de que jamás intentarían reconquistar la corona de sus padres. No eran más que dos, sin. partidarios con quienes poder contar y reducidos a tal miseria que tuvieron que abrazar la carrera de las armas para vivir.

«Reinaba entonces en la tierra de Yafnapatam un príncipe que parecía generoso, pero que en el fondo no era más que uno de tantos tiranuelos orientales, inescrupulosos y desleales.

—¿Qué interés puede tener para mí esa vieja historia? —preguntó Mysora.

—Es interesante, ya lo verás si tienes paciencia para escucharme. Aquel maharajá, no sé si en un momento de buen humor o de compasión, o porque supiese que aquellos dos descendientes de los antiguos reyes eran los más ilustres de su reino, nombró al primogénito general de sus tropas.

«Y no tuvo por qué arrepentirse de su elección, porque aquel valiente no sólo había sabido rechazar victoriosamente a todos los enemigos que amenazaban las fronteras del reino, sin ensanchar los dominios hasta el mar.

«El general, por otra parte, poseía un sentido profundo y una gran experiencia. Su posición, al ser descendiente de la antigua familia reinante, su autoridad, su valor y la amistad que le atestiguaba el maharajá contribuían a prestarle una grande influencia y un gran poder.

«Aquella influencia debía serle fatal y suscitar en torno suyos envidias y sospechas en gran número. Viles cortesanos y ministros celosos de la preponderancia que ejercía en la corte empezaron a infiltrar en los oídos del maharajá tristes palabras.

«Uno de los ministros, especialmente, envidiaba la estimación de que gozaba el general y trataba por todos los medios de derribarle y arruinarle para siempre. Alma infernal, sabía, sin embargo, disimular hábilmente, y en apariencia se mostraba el más fiel amigo del hombre a quien quería perder, afectando para él la mayor deferencia y empleando, cuando lo encontraba, las más serviles adulaciones,

«Un día, después de una partida de caza en las cercanías de Yafnapatam, el maharajá y sus favoritos, fatigados por un placer que consistía únicamente en ver cómo las fieras destrozaban a los ojeadores, se habían retirado bajo una vasta tienda levantada a la sombra de un bosque, en la que había aparejado una mesa ricamente servida.

«El maharajá estaba de buen humor y bromeaba, tomando por blanco al general, que

debía soportar todas las chanzas de su señor sin demostrar ofenderse.

«Había llegado la hora de dar comienzo el banquete y el capitán de guardias había avisado al soberano, que se había vestido un traje europeo cubriéndose la cabeza con un sombrero de fieltro.

«El maharajá, terminada la comida, excitado por el alcohol, había continuado bromeando, y por un inexplicable capricho se entretenían en hacer saltar su sombrero sobre la contera de un bastoncito.

«De pronto, sea que el sombrero fuese de mala calidad, o hubiese servido por demasiado tiempo, o que el fondo de la copa fuese demasiado flojo, vióse el real dedo pasar a través del fieltro.

«El general, que reía de la diversión, se dirigió hacia el monarca, diciéndole con voz jovial:

—«¡Majestad, tenéis un agujero en vuestra corona!

«La frase había sido pronunciada inocentemente, sin premeditación, pero por desgracia el general era el descendiente de los antiguos príncipes de Yafnapatam y los cortesanos y ministros le habían sugerido malignas sospechas.

«El maharajá que siempre se había mostrado extremadamente susceptible en lo que atañía a su corona, púsose en pie, trémulo de cólera gritando:

«—¿Habéis oído las palabras de este traidor?

«—¡Yo un traidor! —exclamó el general—. ¿En qué he podido merecer esta calificación, príncipe?

«—Sí, por fin te he conocido —respondió el maharajá—. Sólo esperas ocasión propicia para recobrar el trono de tus abuelos.

«—Pero, señor estáis equivocado. Lo que habéis dicho no tiene asomo de verdad y protesto de ello.

«—Llevad a ese hombre a la cárcel! —mandó el maharajá, dirigiéndose al capitán de guardias—. Me reservo ordenar el suplicio.

—Tu historia empieza a ser interesante —dijo Mysora—. Continúa, porque nunca la oí contar hasta ahora.

—Sí, continuó —dijo Amali con voz sorda—. Pronto conocerás su desenlace.

«La consternación era general. El maharajá tenía absoluto poder de vida y muerte sobre todos sus vasallos, y un carácter tan violento y rencoroso, que cuanto podían intentar para calmarle, sólo servía para que se mostrase más terco en su resolución. El general fue encerrado, pues, en prisiones, a pesar de sus protestas de inocencia.

«Al día siguiente lo hacía conducir a su presencia, queriendo gozar con los sufrimientos de su víctima.

«—¡Vas a morir! —gritó apenas vio delante de sí al desgraciado preso—. He escogido para ti un suplicio del que se guardará memoria por largo tiempo en mi reino y hará estremecer a todos los traidores que conspiren contra mi poder. Un día —añadió—

golpeaste fuertemente en la trompa a «Munin», mi enorme elefante, que siempre te ha guardado rencor por aquel acto, como lo demuestra el que, cuantas veces te ve, monta en furor por no poder vengarse. A «Munin» te abandonaré, pues, él se encargará de castigarle.

¡Anda, miserable traidor! Quiero desembarazarme de un traidor que no ha retrocedido ante las más bajas conspiraciones, olvidando que me debía su posición, sus honores y sus riquezas.

«—Te juro, señor, por la memoria de mis abuelos que ocuparon un día el trono en que ahora te sientas, que soy inocente —respondió el general con voz solemne.

«—¡Mientes!

«—¡Lo juro sobre la cabeza de mi hijo!

«—¡Ah! Sí, ya no me acordaba de que tienes un hijo —repuso el maharajá con una feroz sonrisa—; quedará en mi poder en rehenes contra las posibles venganzas de tus partidarios y de tu hermano. ¡Vete!

«El general, conociendo que sus protestas resultarían vanas, se dejó llevar sin oponer la menor resistencia, mientras el príncipe salía a colocarse en un balcón del palacio, desde donde quería asistir al suplicio que había ordenado.

«El preso fue conducido al patio de los elefantes en cuyo centro había colocado un enorme tajo.

«Desnudo de cuerpo, apenas cubierto por unos calzones de tela, fue arrojado sobre aquel tajo de manera que quedase bien sujeta su cabeza.

«Un momento después, «Munin», el enorme elefante, entraba montado por un mahut, que habiendo recibido ya órdenes para el suplicio del desventurado general, debía dejar obrar al gigantesco animal.

«Este, apenas vio a su víctima, lanzó un berrido espantoso y se precipitó contra él, con la trompa en alto y los ojos inyectados en sangre.

—¡Déjale hacer a «Munin»! —gritó el príncipe.

«El animal, que no necesitaba de aquella excitación, se lanzó sobre el general, lo cogió por la cintura con la trompa, y echándolo sobre el tajo le aplastó violentamente la cabeza con su enorme pata. La sangre saltó a gran distancia; el general había muerto y el cruel maharajá se había vengado. ¡Vengado! ¡Oh, no, porque su víctima no había cometido ninguna culpa! No había sido más que un pretexto para desembarcarse de un favorito que no le gustaba ya e iba envejeciendo.

«Aquella misma noche se daba en palacio una gran fiesta, y el príncipe, ebrio, dormíase plácidamente al son de la música salvaje de sus bayaderas».

—Mysora —exclamó Amali con voz terrible—. ¿Quieres saber quién era aquel general?

—Dímelo.

—Era mi hermano, y el maharajá que le hizo matar tan bárbaramente, ¡era el tuyo!

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