CAPÍTULO II

TIROS Y ESTOCADAS

Aquellos dos hombres, en los cuales alentaba igual odio, se habían atacado con verdadero furor, decididos a no darse tregua ni cuartel.

Valientes ambos y expertos en el difícil arte de la esgrima, había de pasar largo tiempo antes de que los aceros derramasen la sangre de uno u otro.

Después de los primeros golpes el Corsario habíase vuelto prudente. Comprendía que tenía enfrente de sí una espada formidable que no cedía a la suya y había refrenado sus impetuosos ataques y dominado sus nervios.

El duque, a pesar de su edad, se batía brillantemente, parando con destreza las hábiles estocadas de su adversario y atacando cuando la ocasión le era propia.

Todos callaban: la marquesa, apoyada en una silla, seguía con viva atención los movimientos de los combatientes; los filibusteros, apoyados en las puertas, navaja en mano, no apartaban la mirada de su capitán; tan sólo Yara parecía fuertemente impresionada…

Reclinada en un ángulo de la estancia, miraba al Corsario con los ojos húmedos. La pobre joven temblaba por su vengador y protector, y su mirada resplandecía cada vez que le veía tirar una estocada o adelantar un paso.

Los dos aceros, diestramente manejados por ambos formidables luchadores, se entrechocaban, llameando a la viva luz de las velas.

El Corsario atacaba con viveza, tratando de obligar al duque a retroceder.

No le concedía ni un minuto de tregua, y trataba de cansarlo antes de darle el golpe mortal.

Su acero, manejado por robusta mano, no permanecía un momento quieto.

Amenazaba en tercia y cuarta, paraba las estocadas y las fintas, haciendo imposible toda estudiada combinación.

El duque comenzaba a perder la calma y a cansarse. Un copioso sudor frío le bañaba la frente, y su respiración se tornaba anhelosa.

A su vez, el Corsario parecía que acababa de ponerse en guardia. Ni una gota de sudor, ni el más leve indicio de cansancio, revelaban que cediese a la fatiga; antes bien, parecía que por momentos aumentaba su agilidad.

De pronto, el duque acosado de cerca y rendido, dio un primer paso atrás. La marquesa gritó:

- ¡Ah, duque!

-¡Silencio, señora! -gritó el Corsario.

El duque, acaso alentado por el grito de la bella marquesa, que sonaba como un reproche, con un ataque supremo trató de reconquistar el terreno perdido, recibiendo en cambio una estocada que le rasgó la casaca cerca del corazón.

-¡Muerte del infierno! -gritó furioso.

-¡Éste será más largo! -repuso el duque tirándose en segunda.

- ¡Entonces, toma ésta! -añadió el Corsario, que había parado la estocada.

Y abriendo bruscamente, se inclinó casi hasta el suelo doblando la pierna izquierda.

Era el llamado golpe de cartoccio, uno de los más peligrosos de la escuela italiana.

El duque, que acaso le conocía, pudo evitarle dando un salto atrás. La estocada había podido ser eludida; pero había perdido dos pasos más, y estaba ya casi junto a la pared.

-¡Dentro de poco el Capitán le atravesará como a un escarabajo! -murmuró Carmaux.

Advirtiendo el duque que había llegado al extremo de la sala, rompió su línea y retrocedió oblicuamente hacia un ángulo.

¿Quería retrasar por algunos minutos el momento en que se encontrase pegado a la pared, o tenía algún secreto designio?

Viéndole tomar aquella dirección Carmaux, había fruncido el entrecejo y miraba atentamente aquel ángulo, sin encontrar nada que pudiese confirmar la sospecha que germinaba en su imaginación.

¿Qué quiere hacer este viejo zorro? -se preguntó-. Esta marcha oblicua me inquieta.

¡Abramos los ojos y estemos preparados!

El Corsario, preocupado únicamente de atacar a su adversario, no había dado importancia a aquella marcha sospechosa; pero de haberse vuelto, hubiera visto aparecer una extraña sonrisa en los coralinos labios de la gentil marquesa.

El duque se defendía con la energía de la desesperación. Conociendo la superioridad del Corsario, ya no atacaba. Toda su atención estaba representada en la parada. Retrocedía siempre, tanteando el terreno con el pie izquierdo para no encontrarse de improviso con alguna silla, y dirigiéndose a un ángulo de la estancia.

-¡Eres mío! -gritó de repente el señor de Ventimiglia avanzando un paso más-.

¡Asesino de mis hermanos, por fin te tengo!

El duque estaba ya en el ángulo y se había apoyado en la pared.

Carmaux, que no le perdía de vista, sospechando alguna sorpresa, vio que con la mano izquierda tanteaba la tapicería como si buscase algo.

-¡Cuidado, capitán! -gritó.

Apenas había pronunciado estas palabras, cuando un trozo de pared se abrió detrás del duque.

-¡Traidor! -gritó el Corsario.

Ya era tarde. El duque había retrocedido, y la puerta secreta se había cerrado repentinamente tras él con gran fragor.

Un grito terrible, un grito de fiera herida salió de los labios del Corsario.

¡Otra vez se escapó!

Carmaux, Van Stiller y Moko se habían lanzado hacia la puerta.

-¡Moko! -gritó el Corsario-. ¡Echa abajo esta puerta!

El negro se lanzó contra la pared con el ímpetu de un ariete.

Retembló la estancia bajo el formidable choque; pero la puerta, cerrada interiormente

por un candado misterioso o alguna barra de hierro, no cedió.

-¡Busquemos el muelle, capitán! -gritó Carmaux.

Recorriendo con los dedos la tapicería, encontró un leve desnivel, sobre el cual descargó un vigoroso puñetazo.

Se oyó un crujido, como si un muelle hubiera saltado; pero la puerta siguió cerrada.

-¡Mil ballenas! -gritó el filibustero-. ¡La puerta ha sido atrancada por dentro!

-¡Ayúdanos, Moko! -dijo Van Stiller.

El negro gigante y los filibusteros empujaron la puerta con ímpetu terrible. ¡Vanos esfuerzos! La puerta resistió.

-¡Aquí debe de haber hierro! -dijo Van Stiller.

-¡Un hacha! ¡Buscad un hacha! -gritó el Corsario.

-¡Es tarde, señor! -dijo Carmaux empuñando su pistola.

En el jardín se había oído una vez bien conocida gritar:

-¡Están ahí dentro! ¡Matadlos como perros rabiosos! ¡Son filibusteros!

-¡Rayos! -gritó Carmaux-. ¡La marquesa!

Se volvió y lanzó una rápida ojeada a la estancia. La marquesa de Bermejo, aprovechando la confusión causada por la fuga del duque, había huido también, y probablemente, había despertado a la servidumbre.

-Capitán -dijo Carmaux-, creo que ha llegado el momento de dejar en paz al duque y de pensar en nuestro pellejo.

No había concluido de hablar, cuando una detonación hecha a través de las ventanas apagó las luces.

La bala, mal dirigida, silbó en los oídos del Corsario.

-¡A las ventanas! -gritó Carmaux-. ¡Cerremos las maderas!

Viendo un hombre que trataba de subir al alféizar, armó sus pistolas e hizo fuego.

El disparo fue seguido de un grito de dolor.

-¡Uno menos! -gritó Carmaux cerrando apresuradamente las contraventanas.

El negro entre tanto había cerrado las de la otra ventana, esquivando un golpe de alabarda de un criado que había logrado encaramarse al alféizar.

El agresor había pagado cara su audacia, porque el negro le había dado tal puñetazo, que cayó medio muerto al jardín.

-¡Atrincherad las puertas! -gritó el Corsario, que por centésima vez intentaba hacer saltar el resorte de la puerta secreta.

Los tres filibusteros, sin perder tiempo empujaron hacia las dos puertas la mesa, dos pesados armarios y un macizo sofá.

Apenas habían terminado, oyeron golpear en una de las puertas.

-¡Abrid! -gritó la Marquesa con voz imperiosa-. ¡Abrid, o hago llamar a los soldados!

-¡Por Baco! -exclamó Carmaux-. La señora padece de hidrofobia.

El Corsario, resignado por el momento a dejar en paz al duque, que ya debía de estar lejos, se lanzó a la puerta gritando:

-¿Qué queréis, señora?

-¡Que os rindáis!

-¿A quién?

-¡A mí, señor filibustero!

-Entonces, mandad a vuestros hombres que nos prendan, si se atreven.

-El duque estará aquí dentro de poco con los soldados del Gobernador.

El Corsario palideció; no había previsto aquel peligro.

-Capitán -dijo Carmaux-, van a cogernos como ratones en trampa.

En vez de responder, el Corsario consultó un espléndido reloj de oro incrustado de esmeraldas.

-Son las dos -dijo-. A estas horas los filibusteros de Grammont, Wan Horn y Laurent marchan sobre la ciudad. ¡Tenemos que resistir un par de horas!

-¿Podremos, capitán? preguntó Carmaux-. Las contraventanas cederán al primer golpe de maza.

-Es cierto, Carmaux -dijo el Corsario pensativo-. Estando aquí encerrados, Wan Guld enviará a toda la guardia del Gobernador contra nosotros.

-Y traerá consigo alguna pieza de artillería -dijo Moka.

En aquel instante se oyó fuera a la marquesa que gritaba:

-¿Os rendís? ¿Sí, o no, señor de Ventimiglia?

-¡Sí, señora marquesa! -contestó el Corsario.

¡Rayos! -exclamó Carmaux mirando con estupor al Corsario.

-Entonces, abrid la puerta y entregad las armas.

-Mis hombres cumplen ya vuestra orden.

Y volviéndose a los tres filibusteros, les dijo en voz baja:

-Apenas aparezca la marquesa, apoderaos de ella y conducidla aquí. ¡Será rehén precioso!

-¿Y los siervos? -preguntó Carmaux.

-Moko y yo les haremos frente, y veremos si nos resisten. Creo que bastará nuestra presencia para ponerlos en fuga.

-Señor, yo me basto para cargar con la marquesa -dijo Carmaux-. Van Stiller puede ayudaros.

- ¡Sea! Separad la barricada y estad prontos a avanzar.

-¡Mi señor -dijo Yara acercándose al Corsario-, corréis a la muerte!

-¡No temas, muchacha! -¡Tienen fusiles!

-Y yo mi espada, que es más infalible que las balas. Retírate a un ángulo, donde no te alcanzará ningún disparo.

Mientras la joven se retiraba a despecho tras un vargueño, Moko, y Van Stiller y Carmaux reconocían los muebles que atrancaban una de las puertas, procurando no apartarlos demasiado para que, en caso de apuro, pudiesen aún servir de barricada.

-¿Habéis terminado? -preguntó el Corsario, empuñando su espada con la derecha y la pistola con la siniestra.

- ¡Ya está, señor! -repuso Carmaux retirando, o mejor dicho, volcando la mesa.

- ¿Están dispuestos?

-¡Dispuestos! -replicaron los dos filibusteros empuñando sus armas.

-¡Un momento! -dijo Moko.

De un tirón arrancó una traviesa de la mesa, una barra de madera muy gruesa y resistente; arma terrible en manos de aquel atleta.

-¡He aquí una maza a mi medida! -dijo-. ¡Me servirá para limpiar el terreno de adversarios!

- ¡Abrid! -ordenó el Corsario.

Carmaux obedeció rápidamente.

Apenas las dos hojas de la puerta fueron abiertas, se presentó la Marquesa con una pistola en la mano derecha y un candelabro en la izquierda. Detrás de ella aparecieron ocho o diez siervos, en su mayor parte mulatos, armados de fusiles, espadas y alabardas.

Carmaux, de un salto rapidísimo, se lanzó sobre la Marquesa. Arrancarle la pistola, cogerla entre sus brazos y llevarla a la estancia, fue obra de unos segundos.

El Corsario, Van Stiller y Moko se habían precipitado sobre los servidores, asombrados de tanta audacia, gritando:

- ¡Rendíos, u os matamos!

La maza del hercúleo negro caía sobre aquellos hombres, destrozando sus fusiles, mientras el Corsario y el hamburgués descargaban sus pistolas.

Era demasiado para el valor de los esclavos. Aterrados por la imprevista aparición de aquel negro gigantesco, y espantados por los tiros, abandonaron a su señora y huyeron desesperadamente, tirando las armas.

- ¡Deteneos! -gritó el Corsario, viendo al hamburgués y al negro lanzarse tras ellos-. ¡Tenemos ya el rehén que necesitábamos! ¡Cerrad la puerta y atrincheradla!

Vuelto a la estancia, vio a la Marquesa, pálida, nerviosa, apoyada en una poltrona. El señor de Ventimiglia envainó su espada y se quitó galantemente el fieltro, diciéndole:

- Perdonad, señora, si os hemos jugado esta mala pasada; pero nuestra salvación lo exigía. Por lo demás, tranquilizaos; el señor de Ventimiglia es un gentilhombre.

-¡Un gentilhombre español no hubiera obrado como vos! -dijo la Marquesa, roja de cólera.

-Permitidme que lo dude, señora -repuso el Corsario.

-Pero ya no me asombra vuestro desleal proceder -continuó la Marquesa-. ¡Ya sé lo que son los filibusteros de las Tortugas!

- ¿El qué, señora?

-¡Miserables ladrones!

- He aquí una palabra que no me atañe, señora.

-¿Y qué pretendéis hacer conmigo? ¿Exigirme un fuerte rescate? ¡Hablad! ¡Soy lo bastante rica para pagar cuanto quiera el señor de Ventimiglia!

-Dad vuestro oro a vuestros siervos, y no a mí -repuso el Corsario-. Yo os he hecho coger para defenderme contra las tropas españolas que vendrán a asaltarnos.

-¿Y el Corsario Negro se escuda con una mujer para librarse de los golpes enemigos?

¡Le creía más valiente!

Al oír aquella injuria sangrienta e inmerecida, un relámpago terrible cruzó los ojos del gentilhombre.

-¡El señor de Ventimiglia se resguarda con su espada, señora! -dijo-. ¡Pronto lo veréis!

-¡Sí, cuando os vea capitular ante la guardia del Gobernador! -repuso con ironía la Marquesa.

-¡Yo! ¡Será el Gobernador a quien veréis capitular, señora!

- ¿Habéis dicho?…

-Que no seremos nosotros quienes se rendirán, sino la ciudad entera.

-¿Por obra de quién? -preguntó la Marquesa palideciendo.

-De los filibusteros de las Tortugas.

-Si creéis asustarme, os engañáis.

-Los filibusteros están ya a la puerta de Veracruz, señora.

-¡Imposible!

- Os lo dice un gentilhombre que jamás mintió.

-Hay tres mil soldados en la ciudad.

- ¿Y qué importa?

-Y dieciséis mil en México.

-Ésos llegarán tarde, señora.

- Los fuertes tienen muchos cañones.

-Que nosotros tomaremos e inutilizaremos.

-Y está también el Duque.

-De ése me encargo yo, señora -repuso el Corsario con ronca voz-. ¡No huirá por segunda vez ante mi espada, como ha huido vilmente hace poco!

-¿Y si estuviese ya lejos?

-¡Tampoco eludirá mi venganza! Aunque tuviese que asaltar todas las ciudades costeras del golfo de México o registrar todas las selvas, ese hombre, un día u otro, caerá en mis manos, ¡su destino está escrito en la punta de mi espada!

-¡Qué hombre! -murmuró la Marquesa, vencida por la admiración que le inspiraba la fiereza del gentilhombre piamontés.

-¡Basta, señora! -dijo el Corsario-. ¡Dejadnos hacer nuestros preparativos de defensa!

-¿Contra quién? -preguntó la Marquesa riendo.

-Contra la guardia del Gobernador, que nos asaltará dentro de poco.

-¿Estáis seguro, señor de Ventimiglia?

-Vos lo habéis dicho poco ha.

-Ninguno de mis siervos ha recibido esa orden.

-¿Debemos creeros?

-La marquesa de Bermejo nunca mintió, caballero.

-¿Por qué no lo hicisteis? Era vuestro derecho.

-No di la orden porque contaba prenderos en el acto.

-¿Y ahora?

-Estoy persuadida de que para vencer al Corsario Negro no bastan cien hombres.

-Gracias por vuestra buena opinión, señora; pero os haré observar que algún otro se habrá encargado de advertir al gobernador mi presencia aquí.

-¿Quién?

-El Duque.

-El pasadizo secreto no conduce a la ciudad, y es tan larga la galería que pasarán muchas horas antes de que el Duque pueda ver al Gobernador.

-¿Habrá huido? -exclamó el Corsario.

-Yo misma lo ignoro; pero dudo que un hombre tan valiente como el Duque pueda haber abandonado la ciudad, no sabiendo, además, que los filibusteros se preparan al salto.

Volverá, seguramente, con la esperanza de haceros prender.

-¡Ah! ¿Sí? -dijo el Corsario hablando consigo mismo-. ¡Carmaux, Yara, amigos, partamos! ¡Acaso podremos encontrarle antes de que empiece el asalto!

-¡Cuidado! -dijo la Marquesa.

-¿De qué?

-Mis siervos se habrán emboscado en los pisos superiores, y tienen fusiles.

-¡No temo a vuestros hombres!

-Yo no respondo de lo que hagan -dijo la Marquesa.

-¡No os haré responsable! -repuso el Corsario.

-¿Debo seguiros yo también?

-¡Es inútil, señora!

-¿Y el rescate?

-¡El señor de Ventimiglia no hace la guerra a las mujeres ni se bate por codicia!

¡Adiós, señora!

La Marquesa quedó estupefacta ante aquella inesperada generosidad. Con rápido además se quitó de un dedo un anillo de oro con una espléndida esmeralda de gran valor, y se lo ofreció al Corsario, diciéndole con nobleza:

-Conservadlo en memoria de nuestro encuentro, caballero. Nunca olvidaré al gentilhombre a quien debo libertad, y acaso la vida.

-¡Gracias, Marquesa! -replicó el Corsario poniéndoselo-. ¡Adiós, señora!

Carmaux había abierto una ventana. El Corsario saltó al alféizar y pasó al jardín.

-¡Que nadie tire!

Carmaux, Yara y los otros dos habían seguido al Corsario.

Los cuatro filibusteros y la joven india se lanzaron hacia la vereda para dirigirse a la cancela. Ya casi habían llegado a ella cuando de repente vieron a varios hombres bajar por los muros.

Carmaux había lanzado un grito: -¡Los soldados! ¡Es tarde!.. Casi en el mismo momento sonaron algunos disparos, seguidos de un grito de dolor.

El Corsario se volvió para ver quién fue herido.

Un grito de fiera salió de sus labios:

-¡Mi pobre Yara!

La joven india había caído al suelo con la cara entre las manos.

-¡Yara! -gritó el Corsario corriendo a ella, mientras Carmaux, el negro y Van Stiller cargaban furiosamente contra los soldados disparando sus pistolas.

La pobre hija de los bosques agonizaba ya. Una bala le había atravesado el pechó, y la sangre corría enrojeciendo su vestido azul.

El Corsario la tomó en sus brazos y la llevó corriendo hacia el palacio.

En la escalinata se encontró con la Marquesa acompañada por dos siervos que llevaban hachones encendidos.

-¡Caballero! -exclamó con alterada voz la española-. ¡Dios es testigo de que no os he hecho traición; os lo juro!

-Os creo, señora -dijo el Corsario.

-¿Os la han matado?

En vez de responder, el Corsario se había inclinado sobre la joven.

Yara había abierto los ojos y los tenía fijos en el Corsario; pero aquellos ojos poco a poco perdían su esplendor. La muerte se acercaba rápidamente.

-¡Mi pobre Yara! -exclamó amargamente el Corsario.

La joven movió los labios, y haciendo un supremo esfuerzo balbuceó:

-¡Venga… a mi… tribu…

-¡Te lo juro, Yara!

-¡Te amo!… -suspiró Yara-. ¡Te… a…!

No pudo terminar la palabra, había expirado.

El Corsario se irguió pálido como un espectro.

¡Soy fatal para todos! -dijo con voz sorda-. ¡Cuidad de esta muchacha, Marquesa!

-¡Os lo prometo, caballero!

El Corsario recogió su espada, permaneció inmóvil un momento, y se lanzó como un tigre hacia un ángulo del jardín, donde se oía violento entrechocar de hierros.

-¡Vamos a vengarla! -gritó.

Casi en el mismo instante un cañonazo retumbó sordamente en las almenas del fuerte de San Juan de Ulúa. El monstruo de bronce había disparado contra la primera escuadra de filibusteros que corrían al asalto de Veracruz.

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