CAPÍTULO III

EL ASALTO DE VERACRUZ

Los filibusteros de las Tortugas, resueltos más que nunca a expugnar aquella grande y riquísima ciudad de México, protegidos por inesperada fortuna habían logrado acercarse a la costa sin que los españoles, siempre en guardia, lo advirtieran.

Para engañar mejor a sus adversarios habíanse aprovechado de una afortunada

circunstancia.

Sabiendo que en Veracruz eran esperados dos navíos procedentes de Santo Domingo, los filibusteros habían detenido al grueso de la flota en el mar, y con sólo dos naves tripuladas por los más resueltos se habían lanzado audazmente al puerto enarbolando el estandarte de España.

La estratagema había surtido efectos que sobrepujaban sus esperanzas. Los habitantes, convencidos de que eran los dos navíos esperados, no se habían preocupado de comprobarlo, y menos aún las autoridades del puerto.

Las dos naves corsarias habían anclado al caer el día en el punto extremo del puerto, fuera del tiro de los fuertes, para en caso de peligro poder tomar rumbo hacia alta mar.

Cerrada la noche, Laurent, Grammont y Wan Horn hicieron botar al agua las chalupas, y comenzó el desembarco

Estando, sin embargo, la ciudad cerrada por bastiones que la defendían, por la parte de tierra en unión de un fuerte armado por doce cañones de gran calibre, se vieron obligados a esperar que abrieran las puertas para poder entrar, ya que carecían de medios para escalar los muros.

Laurent, Grammont y Wan Horn escondieron a sus hombres en los huertos que rodeaban a la ciudad, y se reunieron para decidir lo que había que hacerse antes de entrar en la población.

-Una sola cosa nos queda que hacer -dijo Grammont, que gozaba de cierta influencia sobre sus dos compañeros por haber pertenecido al ejército francés-: asaltar ante todo el fuerte que domina la ciudad por la parte de tierra.

¡Difícil empresa! -repuso Wan Horn.

-Pero no imposible -dijo Laurent, para quien no había ningún empeño temerario.

-Tiene doce grandes cañones -dijo Wan Horn-, mientras nosotros no tenemos ni una culebrina.

-Nuestros sables vencerán a las bombas.

-Y nuestras granadas alejarán a los defensores -añadió Grammont-. Nuestros hombres tienen provisiones abundantes.

-¿Queréis confiarme la empresa? -dijo Laurent-. Os aseguro que antes de que venga el día, el fuerte estará en mi poder.

-Pero los habitantes prevenidos por los cañonazos, se prepararán a la defensa -repuso Wan Horn.

- Te engañas -replicó Laurent-. La suerte, que nos ha favorecido ayer tarde, no nos ha abandonado.

- ¿En qué te fundas, Laurent? -preguntó Grammont.

-He sabido por los esclavos, que nos han guiado, que hoy los españoles celebran no sé qué santo, y ya sabéis que en sus fiestas religiosas hacen tronar los cañones.

-Es cierto -repuso Grammont.

-Es, por tanto, muy posible que se engañen respecto al verdadero significado del cañoneo. Dadme trescientos hombres resueltos, y tomaré el fuerte.

-¿Y nosotros? -preguntó Wan Horn.

-Caeréis sobre la ciudad apenas abran las puertas.

-¡Sea! -dijo Grammont-. El fuerte nos es preciso para que no nos destrocen dentro de los muros de la ciudad.

-¡Entonces, vamos -dijo Laurent-; los minutos son preciosos!

Un cuarto de hora después una columna formada por trescientas filibusteros elegidos de entre los más resueltos de la escuadra salía silenciosamente del puerto, guiada por los esclavos.

El fuerte que debían asaltar se encontraba en una altura que dominaba la ciudad, erigido a espaldas de la muralla de circunvalación. Era una sólida construcción, provista de fuertes baluartes y defendida por quinientos hombres que, si hubieran podido enterarse, de la presencia de los filibusteros, habrían resistido largo tiempo.

Desgraciadamente para ellos, los corsarios habían procedido con tanta prudencia, que ni remotamente podía sospecharse su presencia en la ciudad.

La audaz columna, protegida por las tinieblas se acercaba rápidamente, por temor a ser sorprendida por los albores del día.

Aún era de noche cuando llegó a los fosos de los bastiones. Ningún centinela español había notado su presencia.

-Sorprenderemos a la guarnición -dijo Laurent a los filibusteros que iban a su lado.

Los bastiones por aquella parte estaban casi derruidos; así que un escalo no era difícil para hombres habituados a trepar por los palos de las naves.

-¡El sable entre los dientes, y adelante! -ordenó Laurent.

Dando ejemplo subió aferrándose a los salientes del bastión. Los otros le siguieron denodadamente, trepando los unos sobre los otros, formando una cadena humana que se alargaba, serpenteaba, se rompía, volvía a unirse, y que llegó felizmente a la cima del bastión, sin ser vistos por los centinelas españoles.

Faltaba sin embargo, trasponer la muralla del fuerte, que tenía unos diez metros de altura y que era completamente lisa. Aquel obstáculo hizo vacilar a los audaces marinos.

-¡Guay de ellos si los españoles los hubieran sorprendido en el bastión! Acaso ni uno se hubiera librado de la muerte.

-¡Hay que llegar arriba antes del alba -dijo Laurent a los subjefes que le rodeaban-, y no nos queda más que media hora!

El instante era terrible. De un momento a otro un grito de alarma podría romper el silencio y poner en alarma a toda la guarnición.

Una idea brotó repentinamente en el cerebro de Laurent.

Había visto abandonada junto al bastión una escalera que tal vez alcanzara a lo alto de la muralla.

Envió algunos hombres a cogerla, y mandó apoyarla con infinitas precauciones en las almenas del fuerte.

-¡Al abordaje! -ordenó con voz de trueno.

Dando ejemplo a los demás, se izó rápidamente a lo alto. Marinero experto como era, no encontró ninguna dificultad para llegar a la cima.

Apenas hubo llegado a las almenas, se encontró ante un centinela español armado de alabarda. El soldado quedó tan sorprendido por aquella inesperada aparición, que no pensó siquiera en hacer uso de su arma, ni aun en dar la voz de alarma.

Laurent cayó sobre él sin darle tiempo para salir de su asombro, y de un sablazo le dejó en tierra moribundo.

El soldado, sin embargo, apeló a sus últimas fuerzas para lanzar un grito exclamando:

-¡Los filibusteros!…

Los centinelas que vigilaban en las torres, aunque no podían creer en la aparición de los corsarios, a quienes suponían en las Tortugas se lanzaron hacia la terraza, y se encontraron de manos a boca con los primeros asaltantes.

-¡Rendíos! -les gritó Laurent.

Los soldados huyeron hacia el fuerte gritando desaforadamente:

-¡A las armas! ¡Los filibusteros!

La guarnición del fuerte, despertada de improviso, echó mano a las armas, y se precipitó en el patio del fuerte para defender la artillería.

Era tarde: los filibusteros se habían reunido ya todos y los acometieron con furor, destrozando con una irresistible carga sus primeras filas.

Entretanto, algunos corsarios derribaron la puerta del polvorín y sacaron de él barriles llenos de municiones que colocaron en torno del cuerpo central del fuerte, en cuyo interior se encontraba todavía la mayor parte de la guarnición.

De todas partes se alzaba este grito, repetido sin cesar:

-¡Rendíos, o volaréis por los aires!

Aquella terrible amenaza produjo mayor efecto que la carga. Los españoles, sabiendo de lo que eran capaces aquellos hombres intrépidos, y reconociéndose impotentes para afrontar el asalto, tras una breve resistencia arriaron el estandarte de España que ondeaba en la más alta torre, y depusieron las armas, después de habérseles prometido respetar su vida. Laurent encerró a los prisioneros en las celdas del fuerte, dispuso multitud de centinelas y ordenó apuntar los cañones hacia la ciudad gritando:

-¡Primero, un disparo; después una descarga general! ¡Es el anuncio de la victoria!

Estalló un formidable estampido, y en seguida los once cañones arrojaron simultáneamente con horrible estruendo una lluvia de balas sobre la desgraciada ciudad,

que despertó despavorida de su tranquilo sueño.

Grammont y Wan Horn habían esperado aquella señal, presas de una angustia fácilmente imaginable. De la toma del fuerte dependía una brillante victoria o una derrota desastrosa.

Al oír aquellos disparos salieron de su escondite.

-¡Adelante, hombres de mar! ¡Veracruz es nuestra!

Los filibusteros se lanzaron en masa sobre la ciudad. Eran seiscientos, armados con fusiles, sables de abordaje y pistolas, resueltos a todo, hasta a dar el asalto al formidable fuerte de San Juan de Ulúa, si fuese preciso.

-¡A las armas! ¡Los filibusteros!

Cuando los corsarios caían sobre la población como desbordado torrente, a su derecha, por la parte de los primeros jardines, oyeron algunos disparos y vieron algunos soldados, los cuales huían delante de cuatro hombres que con furor terrible repartían estocadas y navajazos. Grammont, que iba al frente de la primera columna se lanzó hacia allí, creyéndose atacado de flanco.

Entonces lanzó un grito de sorpresa:

-¡El Corsario Negro!

Era, en efecto, el señor de Ventimiglia, que por su cuenta había comenzado el asalto de la ciudad.

-¡Grammont! -exclamó viendo al francés.

-¡Llegáis en buen momento, caballero! -gritó Grammont-. ¡Venid!

-¡Héme aquí! -dijo el Corsario.

-¿Y el Duque? ¿Ha muerto?

-¡Huyó cuando iba a atravesarle con mi acero! -repuso sordamente el Corsario.

-¡Le encontraremos, señor de Ventimiglia! ¡Al asalto, hombres del mar! ¡El Corsario Negro está con nosotros!

La batalla había comenzado en las calles, terrible y sangrienta.

Los soldados y los habitantes, pasado el primer momento de estupor, se habían precipitado en las calles para detener a los corsarios.

En medio del fragor horrendo en que se hundían los edificios bajo el incesante cañoneo, las descargas de fusilería, los gritos de los combatientes y los ayes de los heridos, resonaban las voces de mando de los capitanes corsarios.

-Adelante!… ¡Incendiad!… ¡Destruid! …

La resistencia opuesta por los soldados y los habitantes centuplicaba el furor de los corsarios.

Como tigres sedientos de sangre entraban en las casas, arrojaban por las ventanas a

sus defensores, y se dirigían al centro de la ciudad destrozándolo todo a su paso.

Sus capitanes, que temían verlos vacilar, los precedían a paso de carga, gritando:

-¡Un esfuerzo más, y Veracruz es nuestra!

Con un supremo esfuerzo hicieron irrupción de la plaza de la catedral.

-¡Adelante! -gritaban el Corsario Negro, Grammont y Wan Horn lanzándose animosamente a la pelea.

La lucha era salvaje, feroz. Los españoles, apoyados por los habitantes, resistían tenazmente pero ya nada podía detener a los filibusteros.

Imposible resistir a los fieros corsarios, ya envalentonados con los primeros triunfos.

Los filibusteros asaltaron el palacio del Gobierno y destrozaron sin piedad cuanto hallaban a las manos. Otros asaltaron las casas particulares, derribando las puertas, aprisionando a sus habitantes, y conduciéndolos a la catedral sin escuchar sus lamentos.

Entretanto, los demás saqueaban las tiendas, las iglesias y monasterios, y hasta las naves ancladas en el puerto.

Había que apresurarse, pues en los contornos, a no muchas leguas, había fuertes guarniciones que podían de improviso caer sobre Veracruz.

Mientras los filibusteros se entregaban al más desenfrenado saqueo, el Corsario, seguido por Carmaux,

Moko, el hamburgués y una quincena de hombres del Rayo, recorría casa por casa hasta los más humildes tugurios. No tenía más que un deseo: descubrir a su mortal enemigo.

¿Qué le importaban los tesoros de Veracruz? Todos los daría con tal de tener en sus manos al odiado flamenco.

Pero fueron vanas sus pesquisas; no encontró más que mujeres llorosas, niños aterrados, hombres heridos y filibusteros amenazadores que saqueaban a los míseros vencidos.

-¡Nadal… ¡Nadal… -rugía el Corsario.

De repente una idea brotó en su cerebro.

-¡A casa de la Marquesa de Bermejo! -gritó a sus hombres.

Atravesó a paso de carga la ciudad abriéndose paso por entre los ciudadanos fugitivos y los filibusteros perseguidores, y llegó un cuarto de hora después ante el jardín de la Marquesa.

La cancela había sido destrozada, y algunos corsarios que acababan de entrar en el palacio se disponían a saquearlo.

Con amenazadores gritos habían intimado a los siervos que abriesen la puerta, que parecía atrancada; pero no habían recibido contestación alguna. Creyendo que sus habitantes intentaban oponer resistencia, iban a escalar las ventanas del entresuelo, cuando apareció el Corsario.

-¡Fuera de aquí! -gritó el señor de Ventimiglia levantando su espada.

Asombrados los filibusteros por aquella inesperada intervención, se habían detenido.

-Capitán -dijo uno de ellos-, es una casa habitada por españoles.

-Estos españoles son mis amigos. ¡Marcháos y listos, si no queréis que os aniquile yo mismo!

-¡Gracias, caballero! -dijo una voz de él bien conocida.

La marquesa de Bermejo había aparecido en una ventana del primer piso, en unión de los siervos armados de fusiles.

-¡Abrid, señora! -dijo el Corsario saludándola con la espada.

Un momento después la puerta, que estaba atrincherada, dejaba paso al Corsario. La Marquesa había ya bajado, y le esperaba en el mismo salón en que había ocurrido el duelo con el Duque.

-La ciudad está perdida, ¿no es cierto? -dijo la Marquesa con voz alterada.

-Sí, señora -repuso el Corsario. -¡Triste guerra, caballero!

El Corsario no contestó. Paseaba por la estancia, presa de viva agitación.

De pronto se detuvo ante la Marquesa y le dijo:

-.No le he encontrado!

-¿A quién?

- ¡Al Duque!

-¿Odiáis mucho a ese hombre?

-¡Inmensamente, señora!

-¿Y habéis vuelto aquí con la esperanza de encontrarle escondido?

-Sí, marquesa.

-No ha vuelto.

-¿Debo creeros?

-¡Os lo juro!

-¿Dónde se habrá refugiado, entonces, ese hombre?

La Marquesa le miró en silencio; parecía vacilar en contestar.

-Vos sabéis algo, señora -dijo el Corsario.

-Sí -contestó la Marquesa con voz firme.

-¿Amáis a ese hombre?

-No, caballero.

- ¿Quién os impide, pues, decirme dónde podré encontrarle?

- Estaba al servicio de España.

- ¡Por obra de una infame traición! -exclamó el Corsario con ira.

- Lo sé -murmuró la Marquesa inclinando la cabeza.

Y sacando un billete de la bolsa de terciopelo carmesí que llevaba al costado, se lo alargó al Corsario tras una breve vacilación, diciendo:

-Lo he recibido hace dos horas. Leedlo.

El Corsario se había apoderado vivamente de aquella carta, que contenía pocas líneas.

-“He logrado alcanzar “El Escorial”. Presentaréis mis excusas al Gobernador; pero motivos urgentes me obligan a marchar a La Florida.

“Diego os dirá el resto.

Wan Guld.”

-¡Partió! -exclamó el Corsario-.

- ¡Se me escapa!

-Ya sabéis dónde encontrale -dijo la Marquesa.

- La Florida es muy grande, señora.

- Pero las ciudades son pocas.

-Las recorreré todas, os lo juro, si no le alcanzo antes de que llegue. ¿Conocéis “El Escorial”?

-No sé qué clase de nave es, caballero, pero por Diego podréis obtener informaciones preciosas.

- ¿Quién es ese hombre?

- Un confidente del Duque.

- ¿Y en dónde se encuentra?

- En el fuerte de San Juan de Ulúa.

- El fuerte no ha capitulado, señora.

-Buscad el medio de encontrarle. Sabe ese hombre acerca del Duque muchas cosas que yo misma ignoro, y acaso pueda explicaros el motivo por el cual su amo va a La Florida.

-En efecto; ese viaje a tan lejanas tierras es inexplicable para mí.

- Y para mí, caballero -dijo la Marquesa -Ya hacía algún tiempo que me hablaba de ese viaje, y…

-Continuad, Marquesa -dijo el Corsario viéndola vacilar.

-Quisiera contaros una extraña historia, que quizás os interese.

- ¿A mí? -exclamó asombrado el Corsario.

- Y mucho -añadió la Marquesa.

-Pero pensad que, entretanto, Wan Guld huye.

- ¡Ya le alcanzaréis más tarde! Me han dicho que vuestra nave es la más rápida de cuantas surcan el golfo de México.

-Es cierto. ¿Creéis que el Duque vaya directamente a La Florida? ¿Se detendrá en algún lugar antes?

-Es probable.

-Entonces, vos sabéis muchas cosas que…

-Yo no; Diego.

-¡Entonces, es preciso que tenga en mi poder a ese hombre!

-Por ahora, escuchadme, caballero.

-¿De qué se trata?

-Ya os he dicho: es una historia que os interesa.

Y mirándole fijamente, añadió:

-¡Se trata de Honorata!…

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