CAPÍTULO XVII

LA REINA DE LOS ANTROPÓFAGOS

Transcurrieron algunos días sin que ningún acontecimiento viniera a interrumpir la angustiosa situación de los desgraciados corsarios.

Después de su captura habían sido de nuevo encerrados en la jaula de madera, reforzada con nuevas traviesas y confiada a la vigilancia de varios guerreros armados con mazas, arcos y cuchillos de piedra, que tenían orden de degollar a los prisioneros a la menor tentativa de fuga.

Carmaux aseguraba que aquel trato obedecía al deseo de engordarlos y de que hiciesen buena figura el día del banquete.

Ya no se hablaba del misterioso “Kium”.

Un día el Corsario, a quien ya le parecía aquella agonía demasiado larga y angustiosa, viendo al jefe que los había hecho prisioneros, resolvió interrogarle acerca de su duración.

-¡Ya es hora de que termine esto! -dijo. ¡Ya estamos bastante gordos!

El indio le miró sin contestar, asombrado acaso de tanta sangre fría, y tras breve vacilación dijo:

-Es el “Genio del mar” quien no quiere que os comamos aún.

-Pero ¿me dirás cuales son las intenciones del “Genio del mar”?

-Todos las ignoran.

-¿Sabe quiénes somos?

-Le he dicho que sois hombres blancos, y le hemos visto llorar.

- ¿Al genio?

-Sí -repuso el indio.

-¿Ama a los hombres blancos?

-¿Es blanco también?

-¿No podremos verle?

- Sí; dentro de poco.

¿Dónde?

-Aparecerá en la cima de esa escollera que se extiende ante la bahía.

¡Pero ¿qué es ese genio? ¿Hombre, o mujer?

-Una mujer.

-¡Una mujer! -exclamó el Corsario palideciendo.

-Es la reina de la tribu.

-¡Una mujer! ¡Una mujer! -repitió con temblorosa voz-. ¡Si fuese Honorata! ¡Gran Dios! ¡Me habían dicho que había naufragado en estas costas! ¡Jefe, deja que yo la vea!

-Es imposible -dijo el indio-. Está bañándose.

-¡Dime su nombre! -gritó el Corsario.

- Te he dicho que se llama el “Genio del mar”.

-¿Cómo vino aquí?

La recogimos en las aguas con los restos de una nave.

-¿Cuando?

-Nosotros no sabemos medir el tiempo. Sé que en aquella época habíamos combatido contra las tribus del Septentrión.

-¡Cuenta las lunas!{6} -gritó el Corsario.

- No las recuerdo.

- Di a tu reina que somos corsarios de las Tortugas.

-Sí; después del sacrificio, -dijo el indio.

-Y que yo soy el caballero de Ventimiglia.

-Recordaré ese nombre. ¡Adiós! Me espera en la escollera.

El señor de Ventimiglia se volvió hacia sus compañeros. Estaba transfigurado.

-¡Amigos! -dijo con voz febril-, ella está aquí.

-Aún no estéis cierto, señor -dijo Carmaux.

- ¡Te digo que Honorata está aquí! -gritó con exaltación.

-¿Es posible que la duquesa flamenca sea la reina de los antropófagos? -exclamó Stiller-. ¿Y si fuese otra? ¿Alguna española libertada de ese naufragio?

-¡No; el corazón me dice que esa mujer es la hija de Wan Guld!

-¿Estaremos salvados, o perdidos? -se preguntó Carmaux-. ¿No vengará la muerte de su padre?

-Es imposible que lo sepa -dijo Stiller.

-Es cierto -repuso Carmaux. -¡Señor, es preciso tratar de verla! -dijo Moko.

- ¡O hacerle saber quiénes somos! -añadió Carmaux.

El Corsario no contestó. Agarrado a las barras de la jaula, ansioso, con la frente cubierta de sudor frío, miraba hacia las escolleras en cuya cima debía aparecer el “Genio del mar”. Un temblor convulsivo agitaba sus miembros.

La ceremonia del sacrificio había empezado.

La reina de los antropófagos, rodeada por los capitanes y famosos guerreros de la tribu, debía de haber comenzado el sacrificio consagrado a las divinidades del mar. Las rocas impedían al Corsario ver la extraña ceremonia.

Los indios reunidos en la playa, se habían arrodillado y unían sus voces a las que venían de la escollera.

De pronto se restableció el silencio. Todos los indios se habían tendido en el suelo con la frente hundida en la arena.

El sol estaba próximo al ocaso.

El Corsario no apartaba los ojos de la peña sobre la cual debía aparecer la reina de los antropófagos.

Carmaux, Van Stiller y Moko, presas también de gran ansiedad, estaban a su lado.

-¡Miradla! -exclamó de pronto Carmaux.

En el fondo encendido del cielo había aparecido una figura humana. Estaba de pie en la punta extrema de la escollera, con los brazos extendidos hacia la tribu que se agrupaba en la playa.

La distancia que la separaba de los filibusteros les impedía verla; pero el corazón del Corsario la presentía ya.

Algo como una especie de corona de metal, probablemente oro, brillaba en la cabeza de la reina, y amplio manto, que parecía formado de plumas multicolores, la envolvía de pies a cabeza. En sus brazos, que parecían desnudos, brillaban piezas de metal, acaso brazaletes o pulseras.

Su cabellera ondeaba suelta en torno del rostro de la Reina, agitada por los primeros soplos de la brisa nocturna.

- ¿La veis, señor? -dijo Carmaux.

- ¡Sí! -repuso con ahogada voz el Corsario.

- ¿La conocéis?

- ¡Tengo un velo ante los ojos, pero mi corazón me dice que aquella mujer es la misma a quien yo abandoné en el mar Caribe!

En aquel momento una voz robusta, potente, la del jefe indio, cruzó los aires:

-¡Guerreros rojos ! ¡Nuestra reina proclama sagrados a los hombres blancos, hijos de

las divinidades marítimas! ¡Desventurado del que los toque!

El señor de Ventimiglia había ocultado su rostro entre las manos. A sus compañeros les pareció oír un sordo gemido.

Los indios habían abandonado la playa, y las chalupas habían sido retiradas.

Al pasar junto a la jaula, hombres, mujeres y niños se inclinaban, como si los prisioneros hubieran sido verdaderas divinidades. ¡Extraño cambio para quienes debían ser asados y comidos por la tribu!

El desfile había terminado ya, cuando se vio aparecer al jefe con cuatro guerreros portadores de antorchas encendidas.

Con un golpe de maza partió cuatro barras, y cogiendo al Corsario de la mano, le dijo:

-¡Ven, la reina te espera!

- ¿Le has dicho mi nombre?

-Sí.

- ¿Qué te ha contestado?

-Que te lleve a su presencia.

-¡Dime si tiene los cabellos rubios o negros!

-Como de oro.

- ¡Honorata! -exclamó el Corsario oprimiéndose el pecho-. ¡Vamos! ¡Llévame ante la Reina!

El indio atravesó la aldea desierta y entró en la floresta iluminada por la luna, y un cuarto de hora después se detenía ante una vasta habitación que se elevaba ante un grupo de magnolias.

Era una construcción que no carecía de elegancia, con las paredes cubiertas de esteras de vivos colores, un varundeth que la rodeaba y un doble tejido terminado en punta para mejor protegerla contra los rayos del sol.

Una lámpara, resto sin duda de algún naufragio, iluminaba vagamente el contorno, dejando en la penumbra buena parte de la vasta estancia.

Pálido como la cera, el Corsario se detuvo en el umbral. Le pareció tener un velo ante los ojos.

-Entra -le dijo el jefe, que se había detenido fuera con los cuatro guerreros-. La Reina está ahí.

Una forma humana envuelta en un amplio manto de plumas de jacamar, verdes y oro, con estrías llameantes, y con la cabeza cubierta por una corona de oro, se había levantado en la parte opuesta y avanzaba lentamente hacia el Corsario.

Llegada a tres pasos de él, abrió el manto y echó atrás la abundante cabellera rubia que le caía por hombros y espaldas en pintoresco desorden.

Era una espléndida criatura de veinte a veintidós años, de piel rosada, ojos grandes que lanzaban vívidas luces, y boca pequeñita con unos dientes como granos de arroz y brillantes como perlas.

Cubríase el cuerpo con una especie de camisa de seda azul ceñida al costado por un cinturón de oro, y tenía los brazos cargados de pulseras de gran valor. En el pecho llevaba el emblema del Sol, de plata maciza. El Corsario había caído de rodillas ante ella, exclamando con voz sofocada:

- ¡Honorata!… ¡Perdón!

La reina de los antropófagos, o mejor, la hija de Wan Guld, quedó inmóvil ante él. Su seno se levantaba impetuosamente, mientras sordos sollozos salían de sus labios.

- ¡Perdóname, Honorata! -repitió el Corsario tendiéndole los brazos.

La reina se inclinó hacia él y le levantó murmurando:

- ¡Sí; te perdoné la misma noche en que me abandonaste en el mar Caribe, porque vengabas a tus hermanos!

Y estalló en llanto, escondiendo el bello rostro en el pecho del Corsario.

-¡Caballero! -murmuró-. ¡Aún os amo!

El Corsario lanzó un supremo grito de alegría y estrechó contra su corazón a la joven.

De repente se apartó de ella casi con horror, cubriéndose el rostro con las manos.

-¡Suerte fatal! -exclamó-. ¡Hablar así, mientras entre tú y yo está el Destino, que me ha hecho verter tanta sangre!

Oyendo aquellas palabras, Honorata retrocedió, lanzando un grito.

-¡Ah! -exclamó-, ¡has matado a mi padre!

-¡Sí! -dijo el Corsario-. ¡Duerme el sueño eterno en los abismos del gran golfo, en la misma tumba donde reposan mis hermanos!

¡Le has matado! -sollozó la pobre joven.

-¡Fue el Destino quien le mató! -repuso el Corsario-. Naufragó con su navío mientras trataba de aniquilarme prendiendo el polvorín.

-¡Y has escapado de la muerte!

¡Dios no ha querido que muriese sin verte!

¡Perdona a mi padre!

-¡Las almas de mis hermanos ya están calmadas! -dijo el Corsario con voz fúnebre.

-¿Y la tuya?

-¡La mía!… El hombre a quien odiaba, ya no vive, y más allá de la tumba no debe llegar la venganza. ¡Mi misión ha terminado!

-¿Y tu amor, ha terminado también? -preguntó Honorata sollozando.

Un sordo gemido fue la respuesta. De repente el Corsario cogió a la joven por una

mano, diciéndole:

-¡Ven!

-¿A dónde quieres llevarme?

-¡Necesito ver el mar!

La llevó afuera, dirigiéndose hacia el bosque.

El jefe indio y los cuatro guerreros, a un ademán de la Reina, se detuvieron.

La noche era espléndida, una de las más bellas que el Corsario había visto en los trópicos.

La Luna resplandecía en un cielo purísimo.

La atmósfera estaba tranquila, tibia, cargada de los efluvios olorosos de las magnolias, corilopsis y pasionarias.

¡Morir así, entre el perfume de las flores, con la Luna ante los ojos, bajo esta sombra misteriosa! -dijo Honorata-. ¡Pudieran mis párpados cerrarse para siempre!

-¡Sí; la muerte, el olvido! -repuso sordamente el caballero de Ventimiglia.

El mar aparecía ya por entre los árboles. Rielaba como una inmensa fuente de plata, y tenía vagos temblores bajo el influjo de la marea.

El Corsario se detuvo junto a una gigantesca pasionaria, y miró con ansiedad la brillante superficie del mar. Se hubiera dicho que entre aquellos plateados reflejos buscaba algo.

-¡Duermen allí! -dijo-. ¡Acaso a estas horas saben que estamos juntos, y suben a flote para maldecirnos!

-¡Caballero! -dijo Honorata con temor-. ¡Qué locura!

-¿Crees que el odio se apagó en el alma de tu padre? ¿Crees que su cadáver no se agita viéndonos juntos? ¿Y mis hermanos, a los que había jurado el exterminio de toda su raza?

“¡Si suben a flote! -prosiguió el Corsario, que parecía vivamente exaltado-. ¡Los veo salir de los abismos del mar a través de las ondas luminosas! ¡Vienen a protestar contra nuestro amor! ¡Vienen a recordarme mis juramentos! ¡Vienen a decirnos que entre tú y yo hay cuatro cadáveres, odio y sangre!

“¡Odio!… ¡Acaso ignoran lo que te he amado y lo que lloré por ti. Honorata, después de aquella noche fatal en que te abandoné, sola, en medio de la tormenta, confiándote a la misericordia de Dios!

“¡Míralos, Honorata, míralos!… ¡Mira al Corsario Verde… mira al Rojo…; y hasta mi otro hermano, muerto en tierras de Flandes!.. .

-¡Caballero! -exclamó la joven aterrada! ¡Volved en vos!

-¡Ven!… ¡Ven!… ¡Quiero verlos!. ..; quiero decirles que te amo…, que quiero hacerte mi esposa!… ¡Que vuelvan sus almas a los abismos del gran golfo y no vuelvan

más a aparecer en la superficie!

El Corsario, que parecía haber perdido por completo la razón, arrastraba a Honorata hasta la playa.

Sus ojos lanzaban extraños fulgores; una terrible convulsión agitaba sus miembros.

La joven reina de los antropófagos se dejaba llevar sin oponer resistencia, aunque comprendiese que el Corsario corría a la muerte.

Cuando llegaron a la playa la Luna iba a desaparecer en el mar. Una inmensa línea plateada se proyectaba sobre el agua, que parecía haber adquirido insólita transparencia.

El Corsario se había detenido, inclinado hacia adelante, con los ojos desmesuradamente abiertos, fijos en aquella luz.

-¡Los veo!… ¡Los veo!… -exclamó-. ¡He ahí los cuatro cuerpos que nos separan, que salen del fondo del mar y que se elevan sobre las aguas!… ¡Se miran!… ¡Veo sus ojos chispear como carbones encendidos!.. . ¿No has oído el gemido de mi hermano muerto en Flandes?

-Es la brisa nocturna que silba entre los árboles -dijo la joven.

-¡La brisa! -exclamó el Corsario como si no hubiese oído-. ¡No, es el viento que viene de Flandes!.. . ¡Es el grito de mi hermano, asesinado al pie de la roca!

“¿Y ese grito lo has oído? ¡Es el Corsario Verde!… ¡Yo le oí la noche en que abandoné su cadáver entre las aguas del mar Caribe!

“¡Y ése es el gemido del Corsario Rojo!… ¡Carmaux y Van Stiller lo oyeron también la noche en que yo descolgaba su cuerpo de la horca en Gibraltar!…

“¿Y ese ruido que resuena en mis oídos?… ¡Es la fragata que estalla!… ¡La nave que tu padre ha volado!… ¡Ven; también la nave sube a flote!… ¡Acaso suba también mi Rayo, que el Atlántico se ha tragado!

El Corsario, siempre sujetando a la joven, bajaba la playa. Las olas rompían entre sus piernas, y caían chispeando a los últimos rayos de la Luna.

Había cogido a la joven entre sus brazos, y avanzaba por el agua, gritando:

-¡Voy! … ¡Hermanos!… ¡Voy!

De pronto se detuvo. Tenía ya agua hasta la cintura, las olas le llegaban a los hombros.

-¿Qué hago? -exclamó-. ¿Dónde estoy?… ¿Qué voy a hacer?… ¡Honorata!

La joven se le había abrazado al cuello y le envolvía con sus cabellos.

=¿La vida, o la muerte? -le preguntó.

-¡Tu amor! -contestó la joven con voz desfallecida.

Al día siguiente Carmaux, Moko, Van Stiller y los indios, registrando la playa, encontraron en la arena la corona y el manto de plumas de la Reina y el puñal de

“misericordia” del Corsario.

Contadas las chalupas, se vio que faltaba una.

CONCLUSIÓN

Tres meses después de los acontecimientos narrados, un barco corsario, empujado por la tormenta, se refugiaba en la bahía habitada por los antropófagos. Iba capitaneado por sesenta filibusteros guiados por Sharp, otro que debía adquirir más tarde gran renombre entre los corsarios con la segunda empresa de Panamá.

Apenas había echado anclas, cuando vieron destacarse de la playa una chalupa, montada por dos blancos y un negro de atlética estatura.

Eran Carmaux, Van Stiller y Moko.

Después de la misteriosa desaparición de la Reina y el Corsario, en su calidad de divinidades marítimas, habían sido proclamados libres, confiándoles el supremo mando de la tribu; y de aquella libertad pronto habían hecho uso para abandonar a sus súbditos y refugiarse a bordo de la nave de corso.

Por Sharp, a quien ya conocían de las Tortugas, supieron con estupor que Morgan y la mayor parte de sus compañeros habían logrado salvarse, y además llevar a la isla a El Rayo, aunque medio destrozado por las explosiones y la tormenta.

Cuando quince días después llegaron a las Tortugas, Carmaux, el hamburgués y el negro pudieron volver a ver a sus compañeros y a Morgan, que los creía en el fondo del Atlántico, e informarles de la misteriosa desaparición del señor de Ventimiglia y de la hija de Wan Guld.

Varias expediciones fueron organizadas por Grammont y Laurent, Wan Horn, Sharp, Harris, los más famosos capitanes de la filibustería, y por el mismo Morgan. Se enviaron naves a recorrer la costa de La Florida y hasta las islas Bahama, pero sin resultado alguno.

El Corsario Negro había desaparecido, sin dejar rastro en ninguna parte.

Tan sólo, algunos años más tarde, un capitán flamenco que llegaba de Europa, entregó a Morgan un pequeño escudo de oro que en el centro tenía las armas del señor de Ventimiglia y Wan Guld, y que aseguraba haberle sido dado por un viejo marinero italiano.

{1} Se refiere a la época de la narración.

{2} En aquella época era muy usado el antifaz por damas y caballeros.

{3} Más tarde, Morgan recurrió a tan cruel medio en Puerto Bello para apoderarse de un fuerte cuya guarnición le oponía obstinada resistencia.

{4} Aparato para medir la velocidad de las naves. (N. del T.).

{5} Se refiere el autor a una leyenda holandesa según la cual, en las noches de tormenta se aparece a los navegantes un barco conducido por un capitán en la forma en que describe al Corsario Negro.

{6} Los pueblos salvajes cuentan por lunas.. El Corsario le preguntaba cuántas, para hacer el cómputo de tiempo, a ocho días por luna.

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