CAPÍTULO XVI

LA FUGA DE LOS CORSARIOS

Poco a poco los rumores fueron cesando en la aldea de pescadores.

Los indios, que debían de haber pescado todo el día, se habían adormecido, y el destacamento de cazadores, que habían caminado desde el alba hasta la noche, no tardó en imitarlos.

Tan sólo los dos centinelas, colocados junto a la jaula, velaban aún sentados junto a una hoguera ya casi apagada; pero no habían de tardar en cerrar los ojos.

Por algunos minutos aún las brasas proyectaron hacia la jaula algo de luz sangrienta, hasta que las cubrió la ceniza; entonces la obscuridad fue completa. Los dos centinelas se habían tendido uno junto al otro, y dormían roncando.

-¡Es el momento! -dijo el Corsario, convencido de que ningún otro indio rondaba la jaula.

¿Se han dormido? -preguntó Carmaux.

-¿No los oyes roncar?

-¡Con tal que no finjan dormir! ¡No me fío de los indios!

-¡Rompe las cuerdas, Carmaux!

-Las he roído tan bien, que se romperán en seguida, capitán.

-¡Entonces, date prisa!

El marinero contrajo los brazos cuanto pudo, y los extendió de golpe. Las cuerdas vegetales ya atacadas por sus dientes saltaron.

-¡Ya está, capitán! -dijo

-Busca en mi pecho -dijo el Corsario-, el puñal de “misericordia”, lo tengo escondido en él.

El filibustero metió la mano bajo el chaleco de seda negra del Corsario, y encontró el

puñal, arma afiladísima, de excepcional temple, de acero de Toledo.

-Ahora corta nuestras cuerdas sin hacer ruido -dijo el señor de Ventimiglia.

-¡Al menos, podremos morir defendiéndonos! -dijo el Corsario, estirando los miembros doloridos.

¿Qué debo hacer, capitán? -preguntó el negro.

-Quitar dos traviesas de la jaula.

-Antes las cortaré con el puñal. Si las rompo, los dos indios oirán el ruido.

-Carmaux te ayudará .mientras nosotros los vigilamos.

El negro y el marinero pasaron a la parte opuesta para estar más lejos de los centinelas, y atacaron resueltamente una de las barras.

La madera era durísima, pero Moko tenía el puño fuerte, y el puñal cortaba como una navaja de afeitar. En cinco minutos cortaron media traviesa.

-¡Un buen golpe! -dijo Moko. -¡No hagamos ruido, compadre! Agarraron la barra, y apretando a la vez la partieron. Se oyó un ligero chasquido.

-¡Alto! -murmuró el Corsario.

Aunque el rumor fue ligero, uno de los dos centinelas se había levantado gruñendo.

Los cuatro filibusteros se tendieron unos junto a otros y aparentaron roncar.

El indio, receloso, como todos sus compatriotas, removió con la lanza los tizones, levantó algunas chispas, y, siempre gruñendo, dio la vuelta a la jaula; pero volvió a su compañero, sin ver que faltaba una traviesa.

Quedó algunos minutos en pie mirando a la Luna, que empezaba a salir, y, tranquilizado por el continuo roncar de los filibusteros, volvió a tenderse.

Los cuatro filibusteros siguieron un buen rato inmóviles, temiendo que el suspicaz indio los descubriese. Luego se levantaron silenciosamente, y Moko y Carmaux continuaron su trabajo con la segunda barra.

Para evitar todo crujido, la cortaron del todo por arriba y por abajo.

-Capitán, ya podemos partir -dijo Carmaux en voz baja.

-¿Es suficiente el paso?

-Sí, capitán.

-¡Listos, amigos!

Echaron una última ojeada a los indios, que no se habían movido, y uno tras otro abandonaron la jaula.

-¿A dónde huiremos? -preguntó Stiller.

-Hacia el mar -repuso el señor de Ventimiglia-. Nos apoderaremos de esa chalupa.

-¡Vamos! -dijo Carmaux-¡Tengo hasta fiebre!

Dieron la vuelta a la jaula, y se lanzaron hacia la playa, distante sólo doscientos

metros.

Allí había dos docenas de chalupas, o mejor, de canoas muy pesadas y provistas de remos de mango corto y pala ancha.

Uniendo sus esfuerzos los filibusteros, empujaron una de ellas hacia el mar. Ya iban a saltar dentro, cuando vieron que cargaban encima sobre ellos los dos centinelas.

El primero que llegó se lanzó contra el negro, y alzando la maza grito: -¡Ríndete o te mato!

El negro con un ademán repentino, evitó el golpe y, agarrando al indio por la cintura, le levantó como una pluma y lo tiró diez pasos más allá haciéndolo dar una voltereta. El segundo indio, espantado de la fuerza del gigante y del puñal del Corsario, huyó hacia la aldea.

-¡Pronto, embarquémonos! -gritó el Corsario lanzándose hacia la canoa.

Los tres filibusteros le siguieron, y empuñaron en seguida los remos.

En la aldea se oían gritos furiosos y se veían correr sombras humanas. Los indios, ya prevenidos de la fuga de los prisioneros, se preparaban a darles caza.

-¡Fuerza, amigos! -decía el Corsario, que había empuñado un remo-. ¡Si dentro de media hora no hemos salido de la bahía, volverán a cogernos!

La canoa, empujada velozmente, se había separado de la playa, dirigiéndose hacia las escolleras que la defendían del furor de las olas.

Los filibusteros arrancaron con verdadera furia distendiendo los músculos violentamente.

Pasado el primer momento de estupor los indios se habían precipitado hacia la playa y lanzado al agua cinco o seis embarcaciones.

Viendo a los fugitivos dirigirse a la escollera, partieron aceleradamente buscando la salida de la bahía para impedirles la fuga. Teniendo mayor número de remos, aquella maniobra les salió bien sin dificultad.

-¡Truenos de Hamburgo! -exclamó Van Stiller, que había comprendido las intenciones del enemigo-. ¡Dentro de poco nos cerrarán el camino!

-¡Viento del Infierno! -gritó Carmaux-. ¡Van a hacernos prisioneros, capitán!

El Corsario había abandonado su remo y miraba las chalupas indias, que ya alcanzaban la salida de la bahía.

-¡Ya no podemos huir! -dijo.

-Tratemos de acercarnos a aquellas playas -dijo Carmaux, indicando al lado sur de la bahía.

La canoa viró a bordo en redondo y reanudó la carrera, mientras los indios, creyendo que los fugitivos querían forzar la salida de la bahía, se desparramaban por las escolleras.

Pero, enterados de las intenciones de los filibusteros, dejaron tres chalupas de guardia en el paso, y con las otras se lanzaron tras ellos para cogerlos antes de que pudiesen tocar

tierra.

-¡Los obligaremos a dividirse! -decía-. ¡Ánimo! ¡La orilla está cerca!

Con pocos golpes de remo recorrieron la distancia que los separaba de la costa, y encallaron en un banco de arena.

Estando protegidos por la escollera, llegaron sin ser vistos a los primeros árboles y desde allí partieron a la carrera.

Los fugitivos recorrieron un kilómetro de un tirón y se detuvieron ante un nogal cuyo tronco estaba cubierto de bejucos y de cobes en número prodigioso.

-¡Aquí encima! -dijo el Corsario-. ¡Ya está encontrado el refugio!

Agarrándose a los bejucos y a las cobes, los cuatro filibusteros alcanzaron las ramas superiores, y se escondieron entre el espeso follaje.

Los indios llegaban gritando como endemoniados. Pasaron junto al árbol sin detenerse, y desaparecieron en el bosque, siempre gritando y rompiéndolo todo a su paso.

-¡Buen viaje! -les dijo Carmaux-. ¡Deseo que no volváis más!

-Seguramente no sucederá así -dijo Stiller-. ¿No os parece, capitán?

-¡Vámonos! -dijo el Corsario.

-¿Hacia dónde?

-Hacia la playa. Las chalupas que guardaban la salida de la bahía ya habrán vuelto a la aldea.

-Y nosotros las aprovechamos para escapar -dijo Carmaux.

-¿Encontraremos aún nuestra chalupa? -preguntó Moko.

-Supongo que no la habrán echado a pique -dijo el Capitán.

-Pero pueden habérsela llevado -repuso Carmaux.

-En tal caso, continuaremos la fuga a través del bosque. ¡Bajemos, amigo!

Iban a abandonar las ramas, cuando vieron dos sombras que se destacaron de las matas y se acercaron rápidamente al árbol. No reinando más que una luz muy débil bajo la gigantesca planta, aunque la Luna brillase en todo su esplendor, no sabían con qué seres tenían que habérselas.

-¡No parecen indios! -dijo Moko.

-¡Viento del Infierno! ¡No nos faltaba otra cosa! ¡Después de los indios, los osos!

-¡Veamos! -dijo el Capitán inclinándose.

-Son osos, señor -dijo Van Stiller, que estaba más abajo-, y me parece que intentan escalar el árbol.

-Los indios deben de haberlos ahuyentado, y buscarán refugio aquí -dijo el Corsario.

-¿Vendrán a comernos? -dijo Carmaux.

-¡Y no tenemos más que un puñal para defendernos!

-Madera no falta.

-¿Para qué, capitán? ¿Para encender un fuego?

-¡Para romperles las costillas! ¡Eh, Moko, arranca algunas ramas gruesas!

Mientras el negro obedecía, los dos osos se habían agarrado a los bejucos y clavaban ya las uñas en el tronco del árbol.

Como es sabido, todos los osos, excepto los blancos, son muy buenos trepadores.

Ordinariamente viven en la tierra; pero cuando se ven acosados trepan a los árboles, con cuyos frutos se alimentan.

-¡Capitán -exclamó Carmaux-, la han tomado con nosotros!

-Moko, ¿estás ya?

-¡Ya he despejado una rama! ¡Los osos verán lo que pesa! -contestó el negro.

-Y yo te ayudaré con el puñal.

-¡Ya están aquí! -dijo Stiller subiendo rápidamente, y poniéndose a salvo en una gruesa rama.

Los dos osos habían llegado ya a la primera bifurcación de las ramas. Oyendo aquellas voces humanas, se habían detenido como indecisos.

Moko, que estaba a dos metros de ellos, levantó el nudoso bastón y descargó sobre el más próximo un golpe capaz de partirle la espina dorsal.

El pobre animal lanzó un aullido tremendo, que repercutió en el bosque, alargó las patas y cayó bruscamente al suelo, rompiendo cuantas ramas encontró en el camino.

Espantado por aquella acogida su compañero, se dejó escurrir por el tronco, y llegando al suelo huyó precipitadamente gruñendo y resoplando.

Casi en el mismo instante un destacamento de indios desembocaba entre los árboles lanzándose hacia el sitio donde estaban nuestros amigos.

Probablemente, había oído el aullido del oso golpeado por el negro, y se habían apresurado a acudir para ver de qué se trataba.

Viendo al animal tendido en la base del tronco, comenzaron a sospechar que entre las ramas se ocultaban hombres. Uno de ellos encendió algunas piñas secas y las arrojó entre la fronda.

Una de ellas alcanzó a Carmaux arrancándole un grito de dolor.

Aullidos feroces acogieron aquel grito.

-¡Ah! ¡Miserable de mí! -exclamó Carmaux mesándose el cabello-. ¡Os he perdido!

-Ya lo estábamos sin tu grito -dijo el Corsario-. Los indios no se hubieran ido sin explorar el árbol.

-¡Ya no nos queda más que rendirnos! -dijo Van Stiller-. ¡Las parrillas nos esperan!

Una voz conocida, la del jefe del ‘destacamento que los había hecho prisioneros, les

gritó:

-¡Que los hombres blancos bajen! ¡Toda resistencia sería inútil!

¡Preferimos morir peleando! -gritó el Corsario.

-¡Os perdonamos la vida!

-¡Si; por ahora!

-¡El “Genio del mar” os protege!

-¡No te creo! -dijo Van Stiller. -¡Bajad!

-¡No! -dijo el Corsario.

-Entonces, os asfixiaremos prendiendo fuego al árbol! -gritó el jefe.

-¡Bonita perspectiva! -dijo Carmaux.

- Que les ahorrará preparar las parrillas -dijo Van Stiller-. ¡La cuestión es asarnos!

-¿Y si fuese cierto que el “Genio del mar” nos protege?

- Quisiera saber ante todo quién es ese genio -dijo Van Stiller.

-Será un jefe supremo o algún agorero.

-Señor jefe -dijo Carmaux-. ¿Se podría parlamentar con el “Genio del mar”?

-Los hombres blancos no pueden verle -repuso el jefe.

-Podremos entendernos mejor con él.

-¡Vaya; terminad de una vez, o hago incendiar las plantas que circundan el hickorys, y os aso vivos!

- Me parece que debemos rendirnos -dijo el hamburgués-. Este salvaje pondrá su amenaza en práctica.

- Ya que el “Genio del mar” nos protege, nos rendiremos -dijo el señor de Ventimiglia-. He escondido el puñal, y, si se presenta la ocasión, repetiremos la suerte.

-¡Ay! ¡Veo el pellejo en peligro -suspiró Carmaux.

-Quedándonos aquí, tampoco lo salvarías, viejo mío -dijo Van Stiller.

-¿Bajáis? -gritó el indio, que empezaba a impacientarse.

-¡Hénos aquí! -repuso el Corsario, agarrándose a los bejucos y dejándose escurrir por el tronco.

Apenas llegado a tierra, se sintió coger y amarrar por diez cuerdas vegetales de modo que no podían moverse. Sus compañeros sufrieron el mismo trato.

¡Eh señor jefe! -dijo Carmaux con tristeza-. ¿Es ésta la protección del “Genio del mar”?

- Sí -repuso el indio con feroz sonrisa-. Esperad a la noche del “Kium”, y veréis lo que hacemos de vosotros.

-Nos comeréis, ¿verdad?

-¡La tribu está impaciente por probar la carne blanca y la negra!

¿Para saber cuál es mejor -preguntó Van Stiller.

-Te lo diremos cuando te hayamos comido -repuso el indio, con atroz sonrisa.

Hizo tender a los prisioneros en unas improvisadas parihuelas, y el destacamento tomó el camino de la aldea, atravesando la selva.

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