Capítulo 2

La noche comenzaba a caer rápidamente sobre la jungla, pues en aquellas regiones cálidas hay un brevísimo crepúsculo que dura unos pocos segundos.

Tras aquel grito humano, ningún otro sonido habíase escuchado entre la foresta.

Hasta Bangavady había cesado de berrear, escuchando atentamente, agitando sus desmesuradas orejas como en busca de algún nuevo alarido que explicase lo que acababa de ocurrir entre la maleza.

— ¿La segunda pantera habrá descalabrado a algún pobre diablo? -murmuró finalmente Indri, con cierta inquietud-. ¿Qué te parece, Dhundia?

— Que no podemos quedarnos inactivos aquí… -contestó el interrogado, que parecía hallarse dominado por una viva inquietud.

— ¿Qué harías?

— Revisaría el kalam.

— La noche baja sobre nosotros, y no es prudente introducirse entre estas altísimas hierbas. Hasta el mismo Bangavady no demuestra tener intenciones de proseguir viajando…

— El elefante se niega a avanzar, patrón -dijo en aquel instante el cornac-. Ha olfateado a la segunda pantera y en medio de esta oscuridad no osa enfrentarla.

— ¿Me seguirías, Dhundia? -inquirió entonces Indri, resueltamente.

— ¿Qué quieres hacer?

— Internarme en la espesura para concluir con esa fiera…

Dhundia hizo un gesto vago y no respondió.

— Y sin embargo los sighs tienen fama de ser valerosos -prosiguió Indri irónicamente.

— Está bien, te Sigo =contestó de inmediato Dhundia-. Sin embargo no sé si seremos afortunados con la compañera de la bestia que matamos, y si saldremos con vida de la maleza …

— Basta, si realmente eres un sikh, sígueme. Enciende una antorcha y ven.

Sin decir más, el valiente hindú cargó la carabina y tomando las municiones ordenó al cornac que dejara caer la escala de cuerda. Luego, sin otra palabra, descendió del hauda.

Dhundia lo siguió, llevando también sus armas y una rama resinosa para utilizar como antorcha.

— ¿Debo aguardar aquí, patrón? -inquirió el cornac.

— No dejes tu puesto sobre el elefante -contestó Indri-. Armate con mi carabina de recambio y si ves pasar la pantera, dispara. Cuida que el elefante no vaya a acostarse.

— Bangavady estará preparado, sahib.

Indri amartilló la carabina y se introdujo resueltamente en la espesura, manteniéndose inclinado hacia el suelo.

— ¿Debo encender la antorcha? -inquirió Dhundia, que le seguía.

— Aun no -contestó Indri-. La pantera puede huir si llega a ver la luz…, deseo encontrar al hombre que gritó…

— ¿Qué interés puede despertar en ti un pobre montañés? -inquirió vivamente Dhundia.

— Me ha asaltado una sospecha…, pero no es este el momento de detenernos a

conversar. Busquemos a la segunda pantera. ¿Dónde resonó el grito? ¿A nuestra derecha, hacia aquel grupo de colosales plantas, verdad?

— Sí -contestó Dhundia.

— Estos kalam nos darán mucho trabajo, pero los atravesaremos. Sígueme y cúbreme las espaldas.

Indri se encaminó hacia las hierbas, que en aquel sitio alcanzaban casi los seis metros y eran muy espesas. Tras haberse detenido para escuchar, se introdujeron avanzando cautelosamente.

Evidentemente, se trataba de un hombre extraordinariamente valeroso, pues un mortal cualquiera no se hubiera atrevido a internarse entre aquella maleza donde aguardaba el más feroz y astuto de los carniceros selváticos.

En cualquier momento la pantera podía hacerse presente, descargándole un-terrible zarpazo y concluyendo con él.

Naturalmente el hindú no ignoraba que aquellas fieras prefieren la emboscada al asalto directo, y están dotadas de una agilidad que les permite caer sobre sus presas desde varios metros de distancia.

El hindú conservaba su calma y no parecía preocuparse por el grave peligro que corría.

Dhundia en cambio, aunque pertenecía a la raza más belicosa de la península indostánica, distaba mucho de demostrar aquella tranquilidad. Un temblor nervioso sacudía sus miembros, y de tanto en tanto sus dientes entrechocaban con seco sonido.

Habían recorrido ya unos trescientos pasos, internándose siempre entre aquellas hierbas gigantescas, cuando en el silencio nocturno escucharon imprevistamente resonar aquella nota breve y estridente, gutural y salvaje, que una vez oída no puede olvidarse nunca.

Era la segunda pantera que les advertía su presencia, anunciándoles el peligro que corrían si continuaban avanzando.

Indri se había detenido. Aquel alarido lleno de amenazas, que resonara entre las tinieblas, también acababa de producir su efecto en él.

— ¿Alcanzas a ver los plátanos? -inquirió tras unos instantes de silencio.

— Sí. La luna está por alzarse y se perfila entre el follaje de esos árboles.

— Entonces estamos en buen camino.

— Podríamos aguardar hasta el alba.

— Te he dicho que quiero ver al hombre que la pantera derribó hace un rato -y volvióse a poner en marcha. Avanzaba con mayores precauciones, deteniéndose a cada tres o cuatro pasos para escuchar y olfatear el aire, esperando recibir las selváticas emanaciones de la fiera.

Indri comenzaba a distinguir los monstruosos troncos, cuando a su izquierda se escuchó un ligero crujido, producido por un cuerpo pesado al aplastar una ramita seca.

— Alto y no te muevas -previno a Dhundia.

El rumor se escuchó algunos segundos y luego cesó totalmente.

— ¿Se habrá emboscado esa fiera? -se preguntó Indri preparando la carabina-. Tal vez ya está a tiro y se prepara para saltar sobre nosotros…

No acababa de anunciar estas palabras, cuando una masa oscura saltó fuera del macizo de hierbas y pasó como un rayo por encima de su cabeza, desapareciendo entre el kalam a sus espaldas. Entre estas hierbas se escuchó el gutural ronroneo de la fiera enfurecida, y luego se hizo un silencio absoluto. Aquella aparición había sido tan repentina que ninguno de los dos hombres alcanzó a disparar su arma.

— ¡Ha huido! -exclamó Indri con voz un poco alterada por la emoción.

Dhundia se secó el frío sudor que le inundaba el rostro.

— Y le falló el golpe… -murmuró.

— Sí -afirmó Indri, que estaba totalmente repuesto de la conmoción experimentada.

En aquel preciso instante se escuchó un gemido desgarrador que llegaba precisamente desde la enorme mancha de vegetación.

— ¿Oíste? -inquirió Indri.

— Sí -contestó Dhundia-. El hombre atacado por la fiera no ha muerto aún.

— ¡Vamos!

— Con cuidado. .. , la pantera puede estar de regreso.

Pero Indri ya se había lanzado hacia el margen del macizo de kalam.

En medio de la corta hierba que la luna iluminaba, se advertía una forma humana caída en el suelo.

Indri en pocos saltos la alcanzó.

Un hindú, que no tenía más que un cortísimo taparrabos sujeto a la cintura, yacía en el suelo, en medio de un charco de sangre.

Era un joven de unos veinte años de edad, delgadísimo, con la cabeza totalmente rasurada, los miembros untados con aceite de coco y el pecho cubierto con un tatuaje que parecía querer imitar una flor de loto.

Un terrible zarpazo le había destrozado el bajo vientre y tenía además completamente desgarrado el hombro izquierdo.

Indri se inclinó sobre el desdichado.

— Este hombre está liquidado…- murmuró.

Al oír una voz humana, el hindú abrió los ojos, clavándolos primero en Indri y luego en Dhundia; al ver a este último, hizo un gesto de sorpresa y entreabrió los labios, tratando en vano de pronunciar algunas palabras.

— ¿Conoces a este hombre? -inquirió Indri, asombrado por aquel movimiento que no había escapado a su perspicacia.

— No -contestó Dhundia, que mantenía la mirada fija en el moribundo sin apartarla una fracción de segundo.

— ¡Es curioso! Se diría que no le eres desconocido…

— Te repito que nunca lo vi en mi vida -contestó con energía el sikh-. Además… ¿qué puede haber de común entre yo, siervo devoto del gicowar de Baroda y este dacoita?

— ¿Es un envenenador? -exclamó Indri sorprendido.

— Silencio…, puede haber otro en las vecindades. Dejémoslo aquí y vayámonos rápido.

Tal vez nuestras vidas corran peligro. Además, nada podemos hacer por él. Está acabado.

Era cierto. El hindú, casi totalmente desangrado, se moría sin salvación posible. Sus miradas estaban clavadas en Dhundia, y sus labios se agitaban como si tratara de pronunciar alguna palabra. Por fin cerró los ojos.

— Vamos -repitió Dhundia.

— Sí, nada nos queda por hacer en este sitio -contestó Indri.

Recogiendo la carabina volvió las espaldas a aquella desagradable escena.

Dhundia corrió hacia Indri, que se acababa de introducir entre los kalam.

— Ha muerto -le dijo a modo de explicación.

— ¿Estaría solo?

— Supongo que sí. De haber tenido compañeros, nos habrían atacado antes.

— Quizá era el espía que alguna banda armada…

— Nos mantendremos en guardia -contestó Dhundia, a quien no parecía agradar aquella conversación-. Ahora vamos a ocuparnos de la pantera, que es lo primordial en estos momentos…

— Creo que se ha marchado.

— No te fíes de esos animales…

Indri había entrado entre los kalam, recorriendo el mismo camino que le sirviera para llegar hasta el moribundo, y que era visible aún porque las altas hierbas no se habían vuelto a levantar.

El regreso se realizó felizmente, sin encontrarse con otras fieras en el sendero.

Cuando Indri y su compañero llegaron al margen del altiplano, encontraron a Bangavady de pie, con actitud de presentar batalla a algún oculto enemigo, la trompa enroscada entre ambos colmillos y la grupa apoyada contra un peñasco.

El cornac no había dejado su puesto y sujetaba la carabina de recambio de Indri entre las manos.

— ¿Has visto a la segunda pantera? -le preguntó Indri.

— Sí, patrón. .. , pasó a doscientos metros de aquí, dando vuelta en derredor del kalam.

— ¿No viste ningún hombre?

— No, patrón.

— Haz acostar al elefante y prepara el campamento.

El cornac se hizo depositar en tierra sosteniéndose de la trompa del inteligente animal, y luego se dirigió hacia un matorral en busca de leña con qué encender una hoguera.

Mientras Indri se volvió hacia el kalam, recorriendo lentamente el sector frente al improvisado campamento. De tanto en tanto, se detenía, escuchando.

¿Buscaba la pantera o quería asegurarse de que no había otros dacoitas entre la maleza? Probablemente estos últimos le inquietaban más que las fieras y las serpientes.

Sus inquietudes en tal caso no eran exageradas…

En la India hay tribus de thugs, o estranguladores, adoradores de la diosa Kali; y dacoitas, o envenenadores, que no ceden en importancia y depravación a los anteriores, y cuyo nombre hace temblar a todos los habitantes de la península.

Estos dacoitas viven reunidos en bandas que vagan por la selva dedicados a asesinar a los seres humanos que se cruzan en su camino. Pero mientras que los thugs emplean un pañuelo de seda o un lazo, ellos utilizan el veneno o los narcóticos.

El Bundelkand y el altiplano de Pannah son sus lugares preferidos. Ocultos en las selvas aguardan el paso de sus víctimas y casi siempre tienen éxito en sus intentos.

A veces se unen a las caravanas que cruzan aquellas regiones y aguardan el momento oportuno para verter el veneno que llevan en la comida de los infelices viajeros o en los pozos donde beberán al recorrer su camino.

Muy a menudo se hacen preceder de espías encargados de entrar en las aldeas fingiéndose peregrinos, para enterarse de los habitantes que deben viajar y la dirección que tomarán.

Astutos y audaces, nunca se dejan atrapar. Cuando actúan, lo hacen enteramente desnudos y con el cuerpo untado de aceite de coco para que no puedan asirlos, son flexibles como serpientes, entran por todas partes y nunca llaman la atención de nadie.

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