Capítulo 34

El cornac del rajá que conocía perfectamente aquellos lugares, seguía una senda invisible para los demás, pero que posiblemente había recorrido en numerosas oportunidades.

Confiaba en su instinto de hombre de los bosques con la seguridad de no equivocarse.

El elefante le seguía siempre abriendo un verdadero sendero a través de los vegetales.

Tras haber atravesado un terreno sembrado de ruinas se detuvieron en un pequeño calvero, en el centro del cual se alzaba una pagoda de proporciones gigantescas, con una gran cúpula, soberbias escalinatas, arcadas de mármol, y las consabidas estatuas representando las numerosas reencarnaciones de Visnú.

— ¿Qué decís? -preguntó el cornac dirigiéndose a Toby y sus amigos que admiraban aquella soberbia construcción erigida tal vez cuatro mil años atrás.

— Maravillosa -dijo el ex sargento-. Es una verdadera fortaleza que nos ofrecerá un óptimo refugio.

— ¿Y el elefante?

— Una escalera no le espanta, y me seguirá -contestó el cornac.

Subieron por una de las escalinatas, la principal, que era vastísima, y entraron en el templo.

La pagoda era inmensa, de forma rectangular; las paredes eran macizas y estaban en perfectas condiciones, siendo capaces de resistir inclusive los asaltos de un cañón.

La puerta, de bronce cincelado, con figuras de Siva, Visnú, Brahma y los Cateri, o sean genios perversos hindúes, era de tal espesor que podía resistir los embates de un ariete.

— Esta es una fortuna inesperada -observó Toby-. Aquí podremos resistir durante un largo rato los ataques de Sitama y su banda.

— No hay ventanas para hacer fuego -le indicó Indri.

— Subiremos a la cúpula -contestó el ex sargento-. Veo una escalera que nos permitirá alcanzarla.

El paquidermo, no viendo más al cornac, se había resuelto a subir la escalinata y por fin entró al templo, bufando y agitando sus orejas.

— Sahib -dijo el cornac acercándose a Toby-, Sihor ha visto algo o ha oído algún ruido.

— ¡Cierra la puerta! -ordenó el antiguo militar con voz tonante-. Y tú, Indri, sígueme con Bandhara a la cúpula.

— ¿Y Sadras?

— Que permanezca de guardia junto al cornac.

Entonces el ex sargento llamó al chico:

— Mi valiente Sadras -le dijo-, puede. ser que caigamos en la lucha, pues no se sabe lo que puede ocurrir en un combate. Si nos ves morir, júrame que matarás a Dhundia.

— Te lo prometo -contestó el- niño con voz firme.

— Después,, si te es posible, huirás a Pannah con la Montaña de Luz y contarás al rajá cuanto nos ha acontecido. El pensará en vengarnos.

— Ahora, vamos a presentar batalla a esos miserables -dijo Toby-. Mostrémosle que no tenemos miedo. Bandhara, trae todas las municiones que puedas.

Cerraron la puerta de bronce, haciendo apoyar contra ella al elefante, para mayor seguridad y luego se lanzaron sobre la escalera de caracol que llevaba a la parte superior de la cúpula.

— Desde aquí podemos hacer fuego en todas direcciones, sin exponernos a pasar un mal rato -dijo Toby.

— Y dominaremos los contornos de la pagoda -agregó Indri-. Se encontrarán con un hueso bien duro de roer.

— ¡Por ahora no se muestran!

— Te engañas, patrón -dijo Bandhara que contemplaba atentamente el espeso grupo de bananeros que se hallaba frente a la escalinata-. Entre el follaje he visto brillar el caño de un fusil o la hoja de una espada.

— También yo lo he visto -agregó Toby-, tratemos de liquidar a la vanguardia antes que vengan los demás.

Estaba armando la carabina, cuando tres o cuatro relámpagos brillaron entre la maleza.

Toby y sus dos compañeros tuvieron apenas tiempo de protegerse tras el parapeto.

Los proyectiles pasaron silbando sobre sus cabezas y una bala se incrustó contra la pared.

Numerosos hombres desnudos como gusanos, saltaban fuera de la espesura, alzando y agitando amenazadoramente sus fusiles y sables.

Eran por lo menos un centenar. Corrían como dominados por un verdadero delirio, aullando como demonios y saltando como tigres enfurecidos.

Sin dejar de gritar dieron una vuelta completa en torno a la pagoda, desapareciendo luego en el bosque, sin dar tiempo a que los tres hombres de la plataforma asombrados por aquella imprevista irrupción les saludaran con una descarga.

— ¿Dónde puede haber encontrado Sitama tanta gente? -se preguntó Toby desconcertado.

— ¿Podremos resistir? -inquirió Indri palideciendo.

— La puerta es sólida y las paredes monumentales -dijo Bandhara.

— Sí, pero comienzo a dudar de nuestra victoria -contestó Toby-. ¡Un centenar de hombres! Tal vez haya más entre la maleza y nosotros somos cinco.

En aquel momento una voz potente se alzó desde el macizo de bananeros.

— ¡Que el cazador blanco y el favorito del gicowar me escuchen!

— ¡Sitama!

— ¿Me habéis oído?

— Habla -invitóle Toby preparando su fusil.

— ¿Queréis la paz o la guerra?

— ¿A qué precio quieres ofrecernos la paz?

— La Montaña de Luz y la libertad de Dhundia.

— Ven a buscarlos a los dos…

— ¿Quiere decir que rehusáis?

— Sí, puesto que tenemos la esperanza de saltarte la cabeza de un balazo y limpiar la tierra de un miserable de tu especie.

— Tengo cien hombres.

— Y nosotros quinientos cartuchos.

Se produjo un breve silencio, y luego por segunda vez los cien demonios irrumpieron de los bosques aullando como fieras y se esparcieron en torno a la pagoda, mientras abrían un fuego infernal contra la cúpula.

Indri, Toby, Bandhara y el cornac se arrodillaron tras del parapeto, resueltos a masacrar la mayor cantidad posible de hombres.

Los dacoitas continuaban disparando casi a ciegas, saltando a diestra y siniestra para no ofrecer blanco y envolviéndose con terribles alaridos.

Indri y Toby no consumían inútilmente su munición. Cada disparo firmaba la sentencia de muerte de un enemigo.

Empero no podían hacer fuego graneado, porque los atacantes tiroteaban la cúpula de la pagoda, obligándoles a ocultar las cabezas para no recibir una bala.

Quince minutos más tarde una docena de cadáveres señalaba el sitio donde cayeron otros tantos dacoitas, mientras unos veinte heridos graves se arrastraban penosamente dejando verdaderos lagos de sangre.

Sitama, si embargo, no aparecía. Se oía de tanto en tanto su voz salir del macizo de bananeros, pero se conservaba a salvo tras de algún tronco.

Aquel furibundo tiroteo duró en forma ininterrumpida otras veinte minutos, luego los bandidos comenzaron a retirarse hacia la selva, perdiendo valor. Las enormes bajas sufridas habían enfriado su entusiasmo, pero quisieron intentar un nuevo esfuerzo, con esperanzas de atrapar a los defensores por la espalda.

— ¡Fuego contra esos! -ordenó Toby.

Indri y Bandhara, sin cuidarse de las balas que llovían en derredor comenzaron a descargar las balas contra el grupo, dos hombres cayeron, luego otros tres, pero los hindúes continuaban su carrera saliendo fuera del ángulo de tiro de los defensores de la cúpula y fueron a chocar contra la puerta de bronce, con tanta fuerza que la pagoda tembló como si hubiese sido sacudida por un terremoto.

Al mismo tiempo resonó un berrido espantoso; era Sihor, que montaba en cólera.

La puerta desencajada por el formidable golpe había caído sobre el elefante.

El paquidermo se incorporó ciego de rabia. Viendo a los hindúes que estaban por precipitarse en el interior de la pagoda, se lanzó en medio de ellos aplicando golpes a diestra y siniestra.

Se oyeron gritos desgarradores, mezclados con los berridos del paquidermo, y por fin se vio a los escasos sobrevivientes del grupo huir desesperadamente hacia la selva.

— ¡Bravo, Sihor! -gritó Toby-. Este es un amigo con el que no contaba.

— La puerta ha sido derribada…-exclamó Indri.

— Sihor se encargará de defender la entrada.

— ¿Y si lo matan? ¿Quién cuidará a Dhundia?

No había transcurrido un minuto, cuando los dos servidores enviados volvieron a subir, llevando a Dhundia siempre atado. Sadras les seguía empuñando las pistolas que le dejara Toby.

— El elefante mató a una docena de hombres… Los otros no querrán probar su trompa, patrón -dijo Bandhara alegremente.

Pero un grupo de hindúes protegidos por enormes troncos se deslizaba hasta la entrada, comenzando a arrojar trozos de algodón incendiado contra el elefante.

Sihor berreada atronadoramente, sin atreverse a salir para cargar contra los atacantes Además frente a aquella lluvia de fuego, retrocedía hacia el fondo de la pagoda, buscando otra salida.

Toby y sus camaradas concentraron sus disparos hacia los hombres que forzaban la entrada, pero con poca suerte, porque los troncos les protegían.

Repentinamente la cúpula osciló por segunda vez: en el interior de la pagoda había resonado una detonación seguida de un espantoso estruendo metálico.

— ¡Badhara! -gritó Toby-. ¿Qué ha ocurrido?

— El elefante ha derribado la otra puerta y huye de la pagoda…

Los dacoitas se precipitaron entonces hacia la pagoda, saludando aquella primera victoria con clamoreos estrepitosos.

— Esto es el fin -murmuró Toby-. Dentro de cinco minutos la terraza estará invadida…

¡Ah! ¡Pero si queréis a Dhundia, lo encontraréis muerto!

Arrancó a Sadras una pistola y la amartilló.

El inglés estaba por disparar contra el traidor, cuando en medio de los bosques resonó la metálica voz de algunas trompetas.

— ¡Ordenan cargar! -exclamó Indri.

— ¡Las trompas de los soldados de Pannah! -gritó el cornac del rajá-. ¡Estamos a salvo!

Entre el resonar de las trompetas y los disparos de numerosas carabinas, resonaban los relinchos de los caballos lanzados al galope a través de la selva.

Los dacoitas, asombrados y dominados por el espanto cesaron el fuego y miraron en dirección al bosque. Los que habían entrado en la pagoda no sabían qué hacer y gritos de terror se alzaban por todas partes:

— ¡Las tropas de Pannah! ¡Huyamos!

Demasiado tarde. Un escuadrón de magníficos jinetes, irrumpió sable en mano por la entrada principal de la pagoda.

Un segundo escuadrón llegó por el otro lado, fusilando a quemarropa a los fugitivos.

El comandante del escuadrón subió rápidamente la escalera interna de la pagoda y llegó a la terraza, diciendo a Indri y Toby:

— Ya no podréis criticar a la justicia del rajá de Pannah… He matado a Sitama.

— ¡El faquir!

— Lo sorprendí en el momento en que estaba por escapar y lo maté de un buen sablazo.

— ¿Pero quién os advirtió que estos bandidos nos habían asediado en este sitio? -

preguntó Toby.

— Los centinelas de los fortines, vieron como los da- . coitas bajaron de las montañas y seguían a vuestro elefante… Nos dieron aviso, y volvimos reventando caballos …

La derrota de los dacoitas había sido completa. La mayor parte había caído bajo las cimitarras y fusiles de los dos escuadrones de caballería, consiguiendo salvarse tan sólo unos pocos.

Sin embargo, el comandante hizo acompañar a los poseedores del Koh-i-noor por dos destacamentos de sus hombres queriendo evitar cualquier contingencia extraña.

Indri y Toby recompensaron generosamente a aquellos valerosos que les habían librado de una muerte cierta, y luego, la misma noche de la sangrienta jornada, subieron al elefante, que fue hallado a poca distancia y reiniciaron el viaje.

Tres semanas más tarde se detenían en Baroda, la capital del estado del gicowar, el más rico y espléndido príncipe de la India Occidental.

Su entrada fue realmente triunfal, porque el monarca, advertido por Bandhara, que precediera a su amo en un veloz caballo había enviado a recibir al elefante por gran número de sus súbditos.

La noticia que Indri regresaba con el Koh-i-noor se esparció rápidamente por la ciudad y toda la población, que siempre había amado al generoso ministro del gicowar se lanzó al paso de la escolta, envolviéndola como una marea humana.

Apenas llegados al palacio real, Indri y Toby sostuvieron una larga conversación con el gicowar, para demostrarle la traición infame urdida por su primer ministro junto a Dhundia y los dacoitas del Bundelkand.

— Te haré justicia -dijo el monarca abrazando a su ministro.

El mismo día Dhundia fue ejecutado por el elefante-verdugo del príncipe, y Parvati sentenciado a destierro, con la amenaza de sufrir la misma suerte en caso de atreverse a regresar. Indri a su vez fue elevado al cargo de primer ministro.

¿Y Toby Ramal? El valiente cazador se despidió de sus amigos, llevando consigo al pequeño Sadras, a quien adoptó como hijo.

— Algún día regresaré -dijo a Indri antes de dejarlo-, pero mi sitio no está aquí… Aun me falta vengar a mi mujer y los tigres no aman las ciudades.

La Montaña de Luz no pudo permanecer mucho tiempo en el templo de Siva en Baroda.

Tras numerosas circunstancias que sería inútil narrar, pasó a manos de los ingleses y actualmente brilla en la corona imperial de Inglaterra.

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