Capítulo XVII La muerte del conde de Medina

Aunque la derrota de los españoles había sido completa, Panamá estaba aún en situación de oponer una larga resistencia y de hacer pagar cara su audacia a los filibusteros.

Además de ser la mayor ciudad de la América Central y la más opulenta, era también la más fortificada, pues estaba provista de muchas torres defendidas por formidable artillería.

Tenía, además, en la rada buen número de naves bien tripuladas y armadas, y la mayor parte de sus habitantes eran gente acostumbrada a los combates.

Morgan, que más que deseo de conquista tenía ansia de libertar a la hija del Corsario Negro, a la que ya estaba ligado por un cariño mucho más profundo que la amistad, no vaciló en ordenar el asalto, aunque conocía la intrepidez de los españoles.

Quería aprovechar la confusión que reinaba después de la derrota de las tropas que el presidente había enviado contra ellos con esperanza de exterminarlos.

Formadas cuatro columnas de asalto y dadas las órdenes necesarias a sus capitanes, media hora después de la victoria, sus hombres, seguros de apoderarse de la ciudad, estaban bajo los muros.

A pesar de la dolorosa impresión producida por la pérdida de la batalla, los soldados y ciudadanos habían organizado rápidamente la resistencia.

Un formidable fuego de artillería acogió a las columnas de ataque de los filibusteros, causándoles verdaderos estragos.

Especialmente en los profundos fosos, un gran número de asaltantes dejó la vida, fulminados por las tremendas descargas de metralla; pero los supervivientes no se acobardaron.

Tres horas duró la lucha ante los muros, poniendo a dura prueba el legendario valor de aquellos ladrones de mar; pero a la cuarta, no obstante el infernal fuego de los españoles, Pedro el Picardo, al frente de un puñado de héroes, logró apoderarse de uno de los más sólidos bastiones después de haber destruido hasta el último de sus defensores, incluso los frailes que el presidente de la Audiencia había enviado a los muros para animar con su presencia a los defensores.

Vuelta la artillería contra la ciudad y sus defensas, aquella primera hazaña dio tiempo a los demás de escalar los muros y lanzarse por las calles como un torrente desbordado.

Ya nadie oponía gran resistencia: huían los soldados, huían los ciudadanos entre un horrendo estrépito, y las andanadas que las naves disparaban desde las radas perjudicaban más a las casas que a los filibusteros.

Un indescriptible pánico se había apoderado de todos así que faltó la defensa interior, que quizás hubiera podido disputar la victoria a los terribles corredores del mar.

Además, los jefes, que ya habían perdido la autoridad, eran arrollados por los fugitivos u obligados a rendirse, como el presidente de la Real Audiencia.

Temiendo que sus hombres se entregaran a la orgía, Morgan se apresuró a hacer correr la voz de que los españoles habían envenenado las viandas y las bebidas, y los dejó sin freno, libres de saquear la desgraciada ciudad.

Mientras sus hombres, ocupando los puntos estratégicos, bombardeaban las naves de la bahía, que eran ya las únicas que resistían, con una escolta de corsarios elegidos, entre los cuales iban Pedro el Picardo, Carmaux y Van Stiller, se dirigió velozmente hacia el centro de la ciudad. Don Rafael, amenazado de muerte, los guiaba al palacio del conde de Medina, uno de los más notables y bellos de Panamá.

Le urgía al filibustero impedirle la huida y apoderarse de Yolanda. Ya por algunos prisioneros había sabido que aún estaba en la ciudad, aunque tenía hechos preparativos para huir al Perú, para lo cual había fletado una nave.

Seguramente el inesperado ataque de los filibusteros le había impedido escapar a tiempo.

Un cuarto de hora después el destacamento, que pasaba por entre turbas fugitivas, llegaba a una vasta plaza en cuyo centro se elevaba un bellísimo edificio de dos pisos y en cuyo portalón se veía el blasón del conde: dos leones rampantes en campo de azur.

Muchos siervos huían en aquel momento cargados de paquetes que, probablemente, contenían objetos preciosos.

Viendo aparecer aquel destacamento de hombres armados, lo tiraron todo al suelo para estar más libres en su carrera; pero Pedro el Picardo llegó a tiempo de detener a uno.

-¡No me matéis! -gritaba el pobre hombre-. ¡Yo soy un miserable siervo!

-Eso es lo que queríamos -dijo Pedro-. Si contestas a nuestras preguntas, no te haremos nada.

-¿Dónde está el conde de Medina? -le preguntó Morgan, mientras dos hombres ocupaban el atrio del palacio para impedir que nadie huyese.

-¡No lo sé, señor! -dijo palideciendo el siervo.

-¡Pedro -dijo Morgan-, haz fusilar este hombre, ya que trata de engañarnos!

- ¡Le mataré de un tiro! -repuso el lugarteniente sacando su pistola de la cintura.

Comprendiendo que su vida pendía de un hilo, el siervo levantó las manos, gritando:

- ¡No, señores; hablaré!

-¿Dónde está? -preguntó Morgan con voz terrible.

-En el palacio.

-¿No ha huido?

-Le ha faltado tiempo. No creía que la ciudad cayese en vuestras manos tan pronto.

- ¿Está una joven con él?

-Sí, señor.

Morgan no pudo contener un grito de gozo.

-¡Al fin, Yolanda es mía! ¡Si quieres conservar la vida, guíame a donde está!

- ¡Cuidado, Morgan! -dijo Pedro-. ¿Quién está con el conde?

- El capitán Valera y dos oficiales.

-¿Dónde están?

- Se han escondido.

- Guíanos -dijo Morgan-. ¡Carmaux y Stiller, conmigo! ¡Los demás, que rodeen el palacio y hagan fuego sobre quien trate de salir!

- Y vos, don Rafael, seguidnos -dijo Carmaux-. ¡Veréis cómo trato a ese bribón de capitán!

Mientras los filibusteros rodeaban el palacio, Morgan, Pedro, Carmaux, Van Stiller y don Rafael seguían al siervo.

En vez de subir la marmórea escalinata que conducía al piso superior, el prisionero los llevó a un corredor en cuya extremidad había un cuadro de la Virgen de grandes dimensiones.

-¿Adónde vamos? -preguntó receloso Pedro.

-Os llevo a donde está el conde -dijo el siervo.

-¿Está la joven con él? -preguntó Morgan.

-Sí, señor.

-¡Mano a las espadas, amigos! -dijo el corsario-. ¡Recordad los golpes que os enseñó el Corsario Negro!

-¡Silencio, señores! -dijo el siervo-. ¡Parece que disputan!

Todos se acercaron al cuadro aguzando el oído.

Se oía la voz del conde y otra que le respondía.

Parecía que discutían animadamente.

Morgan, que tenía el corazón en un puño, escuchaba atentamente conteniendo la respiración. De pronto, tras un brevísimo silencio, oyó al Gobernador de Maracaibo decir con amenazador acento:

¡Firmad, señorita; aún estáis a tiempo! ¡Firmad, o no saldréis viva de aquí!

Morgan palideció como un muerto.

-¡Atención, amigos! ¡Está la señorita de Ventimiglia, y el conde podría matarla! ¡Tú, abre!

El siervo tocó un botón oculto entre los frisos de la cornisa: el cuadro resbaló, desapareciendo en una ranura del pavimento.

Ante el filibustero apareció una sala asaz grande iluminada por candelabros. No había más que una larga mesa colocada en el centro, en la cual se hallaban varios mapas.

El conde de Medina estaba apoyado en ella, teniendo en la mano una pluma. Tras él estaban el capitán Valera y dos oficiales, que tenían las espadas desenvainadas.

De frente, al otro lado de la mesa, se encontraba Yolanda en actitud resuelta y altiva.

-¡No; no firmaré nunca! -decía cuando los cuatro filibusteros entraron en la sala, gritando.

-¡Con nosotros, señores!

Pedro el Picardo, que era el primero, se dirigió hacia Yolanda, mientras Van Stiller y Carmaux, con un irresistible empujón, hicieron rodar la mesa para que no sirviese de barrera a los cuatro españoles.

Viendo entrar a aquellos cuatro hombres, a quienes ya conocía, el conde de Medina lanzó un grito de furor.

Tiró la pluma, sacó rápidamente una pistola que llevaba en el cinto, y antes que nadie pudiese impedirlo disparó sobre Yolanda, gritando:

-¡Muere a manos del bastardo!

Un grito de dolor siguió al disparo; pero no era Yolanda quien lo había lanzado, sino Pedro el Picardo.

El bravo filibustero, con fulmíneo movimiento, había cubierto a la joven, y recibió la bala en el pecho.

Aún estaba en pie. Se apoyó en el muro, y levantando su pistola hizo fuego contra el grupo de los cuatro españoles, derribando a uno de los dos oficiales.

-¡Estoy vengado! -tuvo apenas tiempo para decir; y cayó al suelo mientras Yolanda se inclinaba sobre él.

Aquella escena fue tan rápida, que Morgan no pudo impedirla. Ciego de rabia se lanzó sobre el conde, que le esperaba a pie firme con la espada en la mano, diciéndole:

-¡Defendeos, señor, porque no os concederé cuartel!

Carmaux se lanzó a su vez contra el capitán, mientras Van Stiller cargaba contra el otro oficial.

Don Rafael, alelado, estaba quieto en un rincón. La presencia del capitán, su implacable enemigo, le tenía clavado en el suelo.

Los seis hombres combatían ferozmente, decididos a matarse unos a otros.

Eran todos muy hábiles espadachines que conocían a fondo todas las sutilezas de la terrible escuela del acero. Si valientes eran los corsarios, discípulos del Corsario Negro, no menos lo eran los tres españoles, sobre todo el conde de Medina.

Convencido Morgan desde los primeros golpes de que tenía enfrente un peligroso adversario que no ignoraba las estocadas secretas de los más famosos maestros de aquella época, después de los primeros ataques se había hecho prudente y contenía la excitación de sus nervios.

Ya no atacaba con el ímpetu primero. Por el contrario, estaba a la defensiva, esperando que el conde, mucho menos vigoroso y fuerte, se cansase, para intentar alguna estocada secreta enseñada por el señor de Ventimiglia.

El Gobernador de Maracaibo, que acaso había conocido la intención de su adversario, se reservaba lo más posible, limitándose a hacer fintas y no atacando más que de tarde en tarde.

Carmaux y el capitán Valera se embestían rabiosamente, haciendo chispear los aceros.

-¡Esta vez no os perdonaré como la otra! -decía Carmaux atacando vigorosamente-.

¡Os descoseré el vientre! ¡Buen golpe! ¿Eh, capitán? ¡Era uno de los del Corsario Negro!

¡Ah!… ¡Bien parada!… ¡Tiráis bien, señor; pero aún no hemos acabado, y ya veréis la estocada que os daré dentro de poco!

El capitán guardaba un silencio feroz. Parecía que algún siniestro pensamiento le preocupase más que la espada de Carmaux y el peligro de caer con tres pulgadas de hierro en el pecho.

Con las cejas fruncidas y los labios contraídos, lanzaba a diestro y siniestro miradas oblicuas, como si buscase algún refugio.

Rompía con frecuencia, como si no pudiese hacer frente a los ataques, cada vez más impetuosos, de Carmaux, y, por cálculo o por casualidad, se acercaba poco a poco a don Rafael, que seguía junto a la pared, a poca distancia de la señorita de Ventimiglia.

El hamburgués, más flemático que Carmaux, aunque no menos hábil, cambiaba vigorosas estocadas con el oficial, empujándolo poco a poco hacia la puerta, donde pensaba clavarle. Yolanda, arrodillada junto al cadáver de Pedro el Picardo, parecía orar.

De repente, un aullido salvaje estalló en la sala, cubriendo el fragor de los aceros, y se oyó un grito de dolor y una voz que decía:

-¡Muerto soy!

Era el capitán Valera, que había logrado su designio.

Poco a poco, siempre retrocediendo, se había acercado a don Rafael, y después de haberse asegurado con uña ojeada de que estaba a su alcance, con un salto de fiera se salió de la línea de la espada de Carmaux, y clavó su acero en la garganta del plantador.

El desgraciado, herido de muerte, cayó al suelo lanzando aquel grito.

Viendo huir a su adversario, Carmaux cayó sobre él gritando:

-¡Ahora os vengaré, don Rafael!

Ágil como un gato, el capitán se apartó a un lado y se precipitó hacia la señorita de Ventimiglia, que no había previsto el peligro.

Ya iba a hundirle la espada entre los hombros, cuando Van Stiller, que estaba a pocos pasos y que había oído el grito de Carmaux, con una poderosa estocada clavó al oficial en la pared, y retirando el sangriento acero, extendió el brazo armado para cubrir a la joven.

El capitán, que no esperaba a aquel nuevo adversario, empujado por su propio impulso, se clavó él mismo la espada del hamburgués.

Lanzó un grito feroz, alzó las manos y cayó lanzando una última blasfemia.

El acero le había atravesado el corazón. La señorita de Ventimiglia, viendo caer en torno suyo a aquellos dos hombres, se puso en pie, haciendo un gesto de horror. Parecía que sólo en aquel momento había notado que en la sala luchaban seis hombres decididos a vencer o a morir.

-¡Basta, basta de sangre! -exclamó.

Un grito de rabia y dolor la contestó: el conde de Medina había sido tocado por Morgan bajo la axila izquierda.

-¡Ésta es la estocada secreta del Corsario! -gritó el filibustero, tirándole un segundo golpe de abajo arriba, doblándose hasta casi tocar el suelo.

Al oír aquella voz y ver retroceder al conde, Yolanda gritó:

-¡No, Morgan! ¡Perdonadle!

Ya era tarde: la estocada había sido tirada y el acero habíase hundido más de la mitad en el pecho del conde. El bastardo del duque había dejado caer su espada, y se llevó ambas manos al corazón.

Dio tres pasos atrás como un autómata, con los ojos extraviados, los labios blancos y cayó al suelo como árbol tronchado por el huracán.

Yolanda se había precipitado sobre el conde, pálida como una muerta.

-¡Señor conde! -le dijo arrodillándose junto a él y tomándole las ya frías manos-.

¡Perdonadme! ¡No quería vuestra muerte!

El bastardo abrió los ojos, velados por las sombras de la muerte, y los fijó en la joven.

Una espuma sanguinolenta manchaba sus cárdenos labios.

Hizo señas de que le incorporasen.

Morgan tiró su espada con un gesto de horror, se arrodilló junto al moribundo y le

ayudó a incorporarse para que la sangre no le ahogara.

- ¡Fui… perverso!… -murmuró con voz apagada-. ¡Perdonadme!… ¡Yolanda…, perdonadme!… ¡Decíd… me…lo!

- ¡Os perdono, señor conde! -repuso sollozando la joven.

El conde volvió la cabeza hacia Morgan, que estaba profundamente conmovido.

-¡La… amá… is…! ¿Ver… dad? -preguntó.

Morgan afirmó con la cabeza.

El conde le cogió una mano y se la estrechó fuertemente; luego inclinó a un lado la cabeza, mientras una bocanada de sangre salía de sus labios.

Había muerto.

Yolanda se puso en pie llorando. Cogió de una pared un crucifijo y le colocó sobre el pecho del conde, al cual cerró los ojos.

-¡Vamos, señorita! -dijo Morgan, secándose dos lágrimas-. ¡Toda esta sangre me horroriza!

Y la arrastró con dulce violencia fuera de la sala, en la que cinco cadáveres yacían iluminados por la fúnebre luz de los candelabros.

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Dos semanas duró el saqueo de Panamá, y aún hubiera durado más, porque inmensas riquezas quedaban por recoger, aunque los habitantes ocultaron las de más valor, cuando estalló un incendio espantoso que envolvió a la reina del Pacífico en una mar de fuego.

Los españoles acusaron a los filibusteros de haberlo provocado, o mejor a Morgan; éstos acusaron a aquéllos de que habían sido ellos los autores de la catástrofe con intento de interrumpir el saqueo y con intención de asfixiarlos.

Fuera lo que fuese, la ciudad entera quedó totalmente destruida; pero hasta en las cenizas encontraron los filibusteros oro, plata y gemas.

Cuatro semanas después los corsarios abandonaban definitivamente las costas del Océano con un convoy de seiscientas quince bestias de carga, que llevaban el fruto de tanta rapiña.

El botín fue evaluado en cuatrocientas cuarenta y tres mil libras de plata.

Un mes después los filibusteros, con Morgan, la señorita de Ventimiglia, Carmaux y Van Stiller, desembarcaban en las Tortugas sin haber sido molestados por las escuadras españolas del golfo de México, y ocho días más tarde se celebraban los esponsales de la hija del Corsario Negro con el audaz y afortunado filibustero.

Morgan, aunque riquísimo por la parte que le correspondió en el saqueo de Panamá y por las inmensas posesiones y castillos de la señorita de Ventimiglia, tenía en la mente otros grandiosos proyectos, entre ellos el de establecer un centro de filibusteros en la isla de Santa Catalina.

Estando por entonces Inglaterra en paz con España, y teniendo orden el Gobernador de Jamaica que vedase a cualquier filibustero lanzarse al mar, los corsarios se dividieron en grupos para hacer corso por su cuenta y riesgo.

Morgan se retiró a Jamaica para vivir tranquilo con su joven esposa, a quien adoraba; y fue tanta la estimación en que se le tuvo, que el conde de Carlisle, Gobernador entonces de aquella isla, le nombró su lugarteniente y deseó tenerle por sucesor, y el rey Carlos II de Inglaterra le armó caballero. ¡Singulares condescendencias de la época!

Carmaux y Van Stiller, ya envejecidos y cansados, siguieron a su antiguo lugarteniente y pasaron en paz los últimos años de su atribulada y aventurera existencia.

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