Capítulo XVI El asalto a Panamá

La expedición organizada por Morgan para el ataque de la reina del océano Pacífico era la más formidable de cuantas hasta entonces se habían formado en las Tortugas.

Se componía de treinta y seis barcos, entre grandes y pequeños, tripulados por dos mil combatientes, sin contar a los marineros, provistos de artillería, fuegos artificiales y abundantes municiones de boca y guerra: una verdadera armada para aquella época.

De todas partes habían acudido hombres para alistarse bajo su bandera, con la esperanza de enriquecerse prodigiosamente en el saqueo de aquella grande y opulenta ciudad, la mayor de las que poseían los españoles, después de la capital del Perú.

Con un tacto y una habilidad extraordinarios Morgan había logrado organizar aquel ejército de ladrones de mar, formado por la más indisciplinada canalla del universo.

Separada la escuadra en dos divisiones, nombrándose a sí mismo almirante con el mando de la primera y designando un contralmirante para el de la segunda, se hizo a la mar cuarenta y ocho horas después de la partida de la corbeta de Pedro el Picardo con rumbo a la isla de Santa Catalina, en la que contaba dejar parte de su gente para tener siempre una buena reserva.

Alcanzado en alta mar por los cuatro barcos mandados por Brodely, a quien había enviado en busca de víveres, de los que se habían provisto abundantemente asaltando y saqueando la ciudad de Rancaria, al cabo de cinco días dio fondo en la bahía de la isla de Santa Catalina.

La guarnición española, espantada por la aparición de tan imponentes fuerzas, no había osado oponer la menor resistencia, aunque dispusiera de numerosas fuerzas.

A la primera intimación de rendirse se dio a partido, entregando a los filibusteros diez fuertes armados de gran número de cañones, y almacenes bien nutridos de armas, municiones y provisiones.

Apenas efectuada la rendición, entró en la rada la corbeta. Oyéndola triste aventura ocurrida a los corsarios de Pedro el Picardo, las dos escuadras no dudaron en levar anclas después de haber dejado una fuerte guarnición en Santa Catalina, y, como hemos visto, llegaron ante la ciudad en el momento en que los sitiados se creían ya irremisiblemente perdidos.

La misma noche, Morgan, que temía que la noticia de su desembarco pudiera llegar a Panamá demasiado pronto y que los españoles pudieran pedir socorro a las colonias del Perú, de Chile y de México, organizaba una fuerte columna para apoderarse del fuerte de San Felipe, llamado también de San Lorenzo, a fin de abrirse el paso que conducía al océano Pacífico.

Confió el mando de ella a Brodely, que había adquirido mucha fama y que gozaba de la confianza de todos, dándole como segundos tenientes a Pedro el Picardo, Carmaux y Van Stiller, siempre a la cabeza en las más arriesgadas expediciones, formando también parte de ella don Rafael, que había llegado con la escuadra, y que por odio al capitán Valera había abrazado ya definitivamente la causa de los filibusteros, aunque sintiese no poco tener que luchar contra su patria. La columna se componía de quinientos hombres elegidos de entre los más valientes, porque no se ignoraba que aquel castillo era uno de los más sólidos e inexpugnables. En efecto: erigido con enormes gastos en la cima de una roca y encargado de cerrar el único paso que conducía a Panamá, poderosamente armado de artillería de grueso calibre y defendido por una guarnición numerosa y valiente, era un obstáculo capaz de hacer retroceder a los más audaces.

Pero los filibusteros, acostumbrados a no retroceder nunca, se habían puesto animosamente en camino más que seguros de llevar a buen fin aquella expedición.

Por la mañana estaban ya bajo el castillo intimando audazmente su rendición y amenazando en caso contrario con exterminar a sus defensores.

La respuesta fue una terrible granizada de balas de fusil y de cañón que hizo grandes huecos entre sus filas y que alcanzó al mismo Brodely, el cual quedó con las dos piernas rotas.

Pero no por eso se arredraron. Animados por las voces de los subjefes, se lanzaron al asalto ansiosos de llegar a la lucha cuerpo a cuerpo; pero el fuego de los sitiados, lejos de calmarse, se volvió tan formidable, que les hizo dudar del buen éxito de la empresa.

Ya comenzaban a perder ánimo, cuando un bucanero tuvo una idea luminosa.

Habiendo observado que los tejados del fuerte estaban cubiertos de hojas de palma secas, entró en un campo cultivado de algodoneros que se extendía junto a la roca, recogió algunos brazados de pelusa, y formando una bola la ató a la baqueta de un arcabuz, después de pasar la extremidad inferior en el cañón.

Hecho esto, prendió fuego al algodón y descargó su fusil. La extraña bala fue a caer en un tejado del fuerte, cuyas hojas no tardaron en incendiarse.

Viendo el excelente resultado obtenido, sus compañeros le imitaron, y una lluvia de

fuego y de plomo cayó sobre el fuerte, desarrollando un terrible incendio.

Mientras los españoles, que corrían el peligro de morir asados, trataban de dominar el fuego, los filibusteros habían llegado bajo las empalizadas. Derribadas algunas e incendiadas otras, después de un sangriento combate lograron apoderarse de la roca, hasta entonces tenida por inexpugnable.

De trescientos cuarenta españoles, tan sólo veinticuatro lograron escapar de la muerte; pero también a los filibusteros les había costado cara la victoria, porque ciento sesenta de los suyos habían quedado sobre el terreno, y ochenta tenían heridas tan graves, que los dos tercios no tardaron en sucumbir.

Apagado el incendio después de largos esfuerzos, Brodely, que a pesar de la pérdida de sus piernas no había resignado el mando, se apresuró a hacer restaurar el fuerte para defender el importante paso, en previsión de que desde Panamá fuesen enviadas tropas a reconquistarle.

Informado Morgan de aquel primer triunfo, llegaba algunos días después con la escuadra.

Tenía prisa por entrar en Panamá, a fin de no dejar tiempo a los españoles de pedir tropas al Perú o a México, donde había fuertes guarniciones, y por temor a que el conde de Medina se le escapase huyendo a otra colonia.

Dejando quinientos hombres de guardia en el castillo, el 18 de enero de 1671 se puso en marcha, no teniendo más guía que don Rafael, pues ninguno de los suyos conocía el camino del istmo.

El pobre plantador, si bien se había negado a ser traidor, fue amenazado de tal modo, que tuvo que ceder a la voluntad del terrible corsario.

Dos días después los filibusteros se encontraban en lucha con el hambre.

Habiendo contado vivir con el saqueo de los pueblos que encontraran en el camino, llevaron consigo escasísimas provisiones.

Los españoles, ya noticiosos del avance de aquel pequeño ejército, y no siendo en número suficiente para intentar detenerlo, habían destruido todos los pueblos y quemado hasta las plantaciones, con la esperanza de obligarlos a retroceder.

Pero Morgan no pensaba en eso. No obstante los estragos del hambre, continuó su marcha a través de los bosques.

Durante tres días aquellos hombres se sostuvieron con tabaco; al cuarto tuvieron por comida trozos de cuero cocidos que encontraron en algunos sacos olvidados en una cabaña que se había librado del fuego de los españoles.

El quinto tuvieron más suerte, pues descubrieron en una caverna dos sacos llenos de harina, frutas secas y dos odres de vino. Morgan lo dividió en partes iguales, y rechazó la suya, diciendo que a él le bastaban algunas hojas.

El sexto se sostuvieron con el maíz que encontraron en un granero; pero al día siguiente estaban de nuevo en lucha con el hambre.

Mal nutridos en los días anteriores, estaban tan agotados, que si los españoles los

hubiesen atacado, fácilmente hubieran dado cuenta de aquella legión de famélicos.

Habiendo sabido Morgan que no estaban lejos de una gran aldea, la de Cruces, anunció a los hombres:

-¡Allí encontraremos cuanto nos hace falta! -les dijo.

Don Rafael aseguró que debía de haber allí grandes almacenes, ya que dicha aldea era el mayor depósito de provisiones que mediante la navegación por el Chagres, eran importadas en Panamá.

Fue una gran desilusión. Los españoles, que huían ante las avanzadas de los filibusteros, todo lo habían quemado.

Aquellos hambrientos tuvieron, sin embargo, la suerte de hallar un saco lleno de pan y dieciséis odres de vino; poca cosa para tanta gente.

Se alimentaron con perros y gatos, que abundaban por allí.

Allí acababa el curso del Chagres.

Morgan envió a la costa en las chalupas que llevaba, a sesenta de los más quebrantados, no quedándose más que con un esquife para mandar noticias a la escuadra, y después de una noche de reposo reanudaron la terrible marcha.

Eran todavía mil ciento, fuerza imponente, aunque no para hacer frente a las españolas de Panamá, cuatro o cinco veces más numerosas. Sin embargo, Morgan no desconfiaba del buen éxito de la empresa.

Se habían internado en las abruptas gargantas de la cordillera de Veragua. No se veían más que hondonadas y abismos profundos, rocas inmensas que de un momento a otro parecía que iban a precipitarse sobre sus cabezas, y bosques en los cuales no había trazas de sendas ni veredas.

Guiándose con las brújulas, aquellos hombres intrépidos no vacilaron en lanzarse adelante y superar todos aquellos obstáculos.

¡Guay si los españoles los hubieran atacado en aquellas gargantas! Pero si no osaban aparecer, enviaban contra ellos grandes partidas de indios que los molestaban no poco.

De cuando en cuando, desde los bosques o desde los picachos caían sobre ellos nubes de flechas, sin que nunca lograran ver las manos que se las enviaban, porque los indios huían, sustrayéndose hábilmente a las descargas de los arcabuces.

El octavo día se libró un combate que por poco no les fue fatal.

Se habían internado en un desfiladero estrechísimo, con las paredes cortadas casi a pico, en el cual cien hombres resueltos y bien armados hubieran bastado para exterminarlos a todos, cuando se vieron asaltados por una turba de indios, con los que tuvieron que luchar fieramente.

Durante varias horas la suerte estuvo indecisa. Ya los filibusteros iban a retirarse desalentados, cuando un tiro certero mató al jefe de los indios. Sus hombres abandonaron el campo y huyeron a las montañas.

El noveno día, aquella horda hambrienta, después de haber atravesado la cordillera,

llegaba ante una vasta y abrasada llanura, en la que corría peligro de morir de sed, pues no había en ella ni una gota de agua, y acaso no hubiera Morgan tenido valor de seguir más allá a no ser por una abundantísima lluvia y un violento huracán que lo reanimó un tanto.

El mismo día divisaron a lo lejos el océano Pacífico y en un vallado encontraron gran número de ovejas, asnos y caballos.

Fue un verdadero reconstituyente para aquellos desgraciados, que en tantos días no habían hecho ni una comida abundante.

Apenas se pusieron de nuevo en marcha a la ventura, porque don Rafael declaró no reconocer aquellos lugares, cuando vieron surgir ante ellos las torres de Panamá.

¡La opulenta reina del océano Pacífico estaba ante ellos!

Un indecible entusiasmo se apoderó de aquellos hombres, que habían temido no lograr la audaz empresa proyectada, que cada vez se hacía más difícil.

-¡Vamos al asalto! -fue el grito que salió de todos los pechos.

Morgan, que no quería lanzarse a la pelea con hombres rendidos de fatiga y que deseaba reconocer el terreno, prometió emprender el ataque al día siguiente.

Los españoles, prevenidos de la presencia de los filibusteros, perdieron la cabeza.

Hasta entonces no habían creído que aquellos hombres fueran capaces de tanta audacia.

Sin embargo, mientras organizaban la defensa, el presidente de la Real Audiencia envió algunos cuerpos del ejército contra los filibusteros, esperando bloquearlos, e hizo cortar el camino que conducía a la ciudad y alzar varias baterías y trincheras.

Habiendo visto un bosque en el cual no había la menor huella de sendero, Morgan aprovechó la noche para hacérselo cruzar a sus hombres; llegaron cautelosamente a espaldas de los cuerpos españoles, los cuales se vieron obligados a abandonar baterías y trincheras, ya inútiles para repeler al enemigo. Por la mañana los filibusteros estaban dispuestos a lanzarse al ataque de la ciudad.

Los españoles se habían reunido fuera de los muros para darles la batalla. Sus fuerzas se componían de cuatro regimientos de línea, dos mil cuatrocientos hombres de tropa ligera, cuatrocientos de caballería y dos mil toros salvajes conducidos por varios centenares de indios.

Los filibusteros eran mil y no tenían ni un cañón.

-¡Compadre -dijo Van Stiller a Carmaux, que desde el lindero del bosque observaba con don Rafael a los españoles que avanzaban por la llanura en orden de batalla y con los toros a la cabeza-, hagamos testamento! ¡Te dejo dos mil piastras, que forman toda mi fortuna y que están depositadas en manos del cajero de las Tortugas, Harvely, a condición de que des sepultura a mi pobre pellejo!

-¿Tienes prisa en morirte? -preguntó Carmaux.

-Para vencer a toda esa gente sería preciso ser realmente diablos, y nosotros, digan lo que quieran los españoles, no somos hijos ni parientes lejanos de míster Belcebú.

-¡Aquí nos dejaremos los huesos!

-¡Ya veremos, compadre Van Stiller! -dijo tranquilamente Carmaux-. ¿Son acaso esos toros los que espantan?

-Yo me pregunto: ¿qué será de nosotros cuando se nos vengan encima todas esas fieras endemoniadas y detrás, todos esos regimientos? ¡Harán de nosotros una compota!

- Mientras no vea a Morgan preocupado, no temo nada. No niego que las fuerzas que tenemos enfrente sean imponentes; pero nosotros somos los filibusteros de las Tortugas. Don Rafael, ¿sabéis dónde está el palacio del conde de Medina?

- Sí -repuso el plantador.

-Apenas entremos en Panamá, nos llevaréis allá con Morgan. El conde no debe escapársenos.

-¡Si sois capaces de entrar! -dijo don Rafael-. Espero que mis compatriotas os darán dentro de poco tal paliza, que vais a ir corriendo hasta Chagres.

-Tenéis razón al hablar así, querido don Rafael. Sois español; pero dudo que los vuestros resistan mucho.

-Los toros se encargarán de despedazarnos.

Los primeros cañonazos de los españoles interrumpieron su conversación. La batalla iba a comenzar.

Morgan; que, como todos los demás, temía la irrupción de aquella masa de animales, había recomendado a los suyos que no rebasaran el lindero del bosque.

Siendo allí el terreno muy desigual, cortado por resquebrajaduras y hoyos, contaba con aquellos obstáculos para desorganizar las columnas de toros. Tuvo también la precaución de poner en primera fila a los bucaneros, tiradores temibles, acostumbrados a habérselas con aquellos animales en los bosques de Santo Domingo y de Cuba.

Los españoles se dirigían al ataque en grandes líneas flanqueadas de caballería y precedidas por los indios y los toros.

Cuando los filibusteros vieron aquella enorme masa lanzarse sobre ellos, azuzada por los aullidos salvajes de los indios, estuvieron prontos a abrir un formidable fuego para detenerlos antes de que llegasen al lindero del bosque.

La carga de aquellos dos mil animales era espantosa. Corría al asalto con la cabeza baja, los cuernos horizontales, mugiendo furiosamente y prontos a deshacer las líneas corsarias.

Pero el terreno no se prestaba a dar un asalto irresistible. Obligados a dividirse y a subdividirse por las anfractuosidades del terreno, fueron recibidos por los bucaneros con un terrible fuego, que en pocos minutos tumbó a más de la mitad.

Los otros se dispersaron y volvieron contra los españoles, esparciendo el pánico entre sus filas.

Enardecidos los corsarios, ya seguros de la victoria, salieron al bosque con desesperado ímpetu.

Se trabó una sangrienta batalla, que duró más de dos horas, con grandes pérdidas por

ambas partes. Pero no obstante la encarnizada resistencia de los españoles, a las diez de la mañana infantes, alabarderos y arcabuceros huían en desorden hacia Panamá.

Toda la caballería había caído bajo el implacable fuego de los bucaneros, y seiscientos españoles quedaron muertos en el campo, además de un considerable número de heridos y prisioneros.

Morgan reunió a sus jefes, y les señaló las torres de Panamá, diciendo:

-Ahora sólo nos falta apoderarnos de la ciudad. ¡Adelante, héroes! ¡La reina del Pacífico está en nuestras manos!

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