Capítulo primero La Traición

Cuando despuntó el alba la nave no estaba todavía en condiciones de navegar.

Los carpinteros habían trabajado sin tregua, pero aún no habían logra-do tapar por completo la vía de agua abierta a proa, cuyas dimensiones ponían en serio peligro a la nave.

Tampoco el timón estaba terminado, así es que Morgan se veía obligado a esperar otras veinticuatro horas antes de alejarse de aquellos parajes que podían ser peligrosísimos, porque eran frecuentados por las naves españolas.

Durante la noche el velero, arrastrado por alguna corriente, se había acercado tanto a

la costa venezolana, que a simple vista se la distinguía vagamente. Cuál era, ninguno lo sabía, porque ni aun el capitán español pudo dar información precisa, afirmando que hacía cuarenta y ocho horas que no podían tomar la altura a causa del huracán.

También el otro barco, abandona-do a sí mismo, había sido arrastrado hacia el sur durante la noche, y se le veía a una distancia de diez o doce millas, un poco inclinado sobre babor, pero flotante.

Morgan, que tenía prisa por ponerse a la vela y refugiarse en las Tortugas, y por saber si los otros barcos de la escuadra, que llevaban gran parte de las riquezas apresadas, se habían salvado, no había salido de la cala, donde animaba a los carpinteros.

Hasta los prisioneros españoles habían sido empleados en formar una doble cadena, trabajando con achicadores y cubos, que llevaban llenos de la sentina y vaciaban sobre cubierta.

En esto cayó la noche, sin que el trabajo hubiese terminado, con gran disgusto de la tripulación, que comenzaba a desesperar de conseguir que el velero quedase en condiciones de navegar.

Todos estaban exhaustos, especial-mente los hombres de las bombas y los prisioneros dedicados a la cadena; tanto, que varios de éstos, no obstante las amenazas de Pedro el Picardo, se habían negado resuelta-mente a trabajar más.

-¡Esto va mal! -dijo Carmaux, que había subido sobre cubierta a tomar un poco de aire y que por sus compañeros supo las noticias-. ¡Se diría que algún santo o algún demonio protege al conde de Medina! Si esto sigue así, en vez de ir a las Tortugas naufragaremos en las costas venezolanas.

-¿Lo crees, compadre? -preguntó Van Stiller, que había cambiado la guardia con un amigo.

-Esta mañana la costa estaba apenas visible, y ahora se distingue perfectamente. ¡Hay una maldita corriente que fatalmente nos arrastra hacia el sur!

-¿No puede taparse esa vía de agua?

-Parece que se ha abierto otra. Me han dicho que ahora el agua entra por la popa.

-¿No la habían visto antes?

-No.

-¿Cómo te explicas esa historia?

-Corren sospechas.

-¿Cuáles?

-Que algunos prisioneros, aprovechándose de la poca vigilancia que ejercen nuestros hombres, ocupados con las bombas, han agujereado la nave por ese lado.

-El capitán debía ahorcarlos.

-¡Ve a saber quiénes son!

-¿Y que dice el señor Morgan?

-Está furioso, y ha amenazado con tirar al mar a todos los prisioneros si logra descubrir a alguno con el aparejo de taladros.

- ¿Has vigilado al Gobernador?

-No le he dejado ni un momento; y creo que ha sospechado ya que desconfío de él.

-¿Habrá sido él quien ha hecho el agujero?

-No, porque siempre le he visto en las bombas -repuso Carmaux.

-¿Tendrá algún cómplice?

-¡Quién sabe!

-Mejor hubiera hecho el señor Morgan dejando a todos los prisioneros en tierra.

¡Siempre es un peligro más! -dijo el hamburgués.

- ¡Pero valen millares de piastras, compadre!

- ¡Truenos de Hamburgo! -ex-clamó tras una pausa Van Stiller-. ¡Diríase que la hija del Corsario nos ha traído la mala suerte!

-¡Bah! ¡No hay que desconfiar! -dijo Carmaux-. El timón ya está en su sitio; y si esta noche los carpinteros logran tapar la vía de agua, mañana pondremos la proa al norte.

A media noche, cuando ya con-fiaban en poder dar los últimos golpes en las tablas y espartos colocados en la vía de agua, los carpinteros fueron sorprendidos por una imprevista irrupción de agua que venía de babor con tal rapidez, que en menos de diez minutos había cubierto el empalizado. Casi al mismo tiempo un fuerte viento del norte empujó a la nave con mayor velocidad a la costa venezolana, ya muy próxima.

Al oír el grito de alarma de los carpinteros, Morgan había comparecido con Pedro el Picardo, y tuvo que reconocer que la nueva vía de agua era imposible de agotar con las bombas de a bordo; la tripulación estaba completamente postrada por el incesante trabajo, que ya duraba hacía veinticuatro horas.

-¡Mejor hubiera sido quedarse en la fragata! -dijo a Pedro el Picardo-. No hemos ganado nada con el cambio.

-Pero ¿era una criba el casco de esta condenada nave? -dijo el segundo con ira-. ¿O ha habido alguna mano culpable que de nuevo ha agujereado la quilla? Si hubiésemos chocado contra una roca, el golpe se hubiera notado sobre cubierta.

-Sí -dijo Morgan-; aquí se ha cometido una traición. Mientras nuestros hombres trataban de tapar una vía, una mano culpable abría otra.

-¿Con qué designio?

-Para impedirnos volver a las Tortugas: la cosa es clara.

-¿Tendrá el Gobernador algún amigo entre los prisioneros de la fragata?

-Puede ser, Pedro -repuso Morgan.

-Debíais haberlos tirado a todos al mar, como te aconsejé -dijo Pedro.

-La señorita de Ventimiglia no me hubiera perdonado semejante crueldad.

-¡Es verdad! -repuso Pedro con cierto mal humor-. ¿Qué vamos a hacer?

-No nos queda otro recurso que encallar la nave en cualquier banco y luego cerrar las vías de agua.

-El mar sube, Morgan, y el viento arrecia.

-Tratemos de encallar en alguna costa plana. Despleguemos algunas velas, y tratemos de aproximarnos antes de que la nave se llene de agua.

Cuando subieron a cubierta encontraron a Yolanda, que, prevenida por Carmaux del peligro que corría la nave, había salido de su camarote.

-¿Nos vamos a pique, señor Morgan? -preguntó con su acostumbrada tranquilidad.

-Todavía no, señorita -repuso el filibustero-. Antes que la nave se llene de agua pasarán por lo me-nos dos horas, y nos basta una para llegar a la costa. ¿La veis allá, hacia el sur?

-¿No se despedazará el velero? Veo estrellarse las olas contra la costa.

-Sí, el mar se pone duro -re-puso Morgan mirando las olas, que aumentaban rápidamente de volumen bajo el soplo de un viento bastante vivo-. Sin embargo, confío en encontrar un buen sitio para en-callar la nave.

Y elevando la voz, gritó: -¡Todos sobre cubierta, e izad las velas!

Todos subieron a cubierta, incluso Carmaux y Van Stiller, que en aquellos momentos juzgaron inútil vigilar al Gobernador.

Enormes olas, que se formaban a la vista de la tripulación, embestían contra la nave.

Para dar al velero mayor estabilidad y para aumentar su velocidad, Pedro el Picardo había hecho izar las dos latinas y algún foque en el bauprés.

La costa venezolana no debía ya de estar lejos. Se oía el estruendo formidable de las olas rompiendo en la playa o en las escolleras, y se veía ante la nave una inmensa sábana blanca producida por la espuma.

Morgan llevaba el timón y había rogado a Yolanda que no se alejase de él, para poder socorrerla, ya que no sabía si la nave resistiría el choque, y Carmaux se había unido a ellos, mientras el hamburgués sondeaba el fondo con Pedro el Picardo.

A medida que el velero se acercaba a la costa, los golpes de mar menudeaban. Olas enormes pasaban por encima de las bordas, rompiendo sobre la cubierta y amenazando arrastrar prisioneros y tripulantes.

El estruendo de aquella terrible resaca era tal, que casi no se oían las voces de mando de Morgan y de Pedro el Picardo.

A media noche la costa estaba a trescientos pasos; pero la oscuridad era tan densa, que no podía distinguirse si había algún refugio o escolleras que evitar.

-¿Adónde iremos? -se preguntaba Carmaux, que tenía asida la mano a Yolanda-. ¿Nos hundiremos antes de llegar, o nos estrellaremos contra las escolleras?

El temor de que la nave se hundiese no era injustificado.

La vía o vías abiertas por el traidor debían de haberse ensanchado con el empuje del agua, porque el velero, en menos de media hora, habíase sumergido un par de metros, y el agua entraba ya por las troneras de las baterías, aunque Morgan las había hecho cerrar para retrasar la inmersión.

En la estiba se oía mugir el agua cada vez que la nave cabeceaba bajo el embate de las olas.

Temiendo que los prisioneros fuesen alcanzados, Morgan los había hecho subir en unión del conde de Medina, que estaba a proa, confiado a Van Stiller, a fin de que la joven, que iba a popa, no le viese.

A las doce y cuarto la nave es-taba entre la resaca, que se dejaba sentir fuertemente.

Corrientes y contracorrientes se mezclaban confusa-mente en derredor del pobre barco, que era lanzado de un lado a otro; Morgan seguía al timón, haciendo prodigiosos esfuerzos por mantener la ruta.

Aquel intrépido hombre de mar, aunque no ignorase que la toldilla podía desaparecer bajo sus pies, conservaba una calma admirable, dictando órdenes con voz tranquila y vibrante.

Sólo sus miradas revelaban profunda emoción cuando se fijaban en Yolanda, aunque la joven no mostrase ninguna ansiedad ni temor.

-No os preocupéis por mí, señor Morgan- le había dicho-. Este naufragio no me asusta.

Combatida por todas partes, la nave se debatía en un mar de espuma, no obedeciendo al timón ni a las velas henchidas por el viento.

Avanzaba, retrocedía, inclinábase violentamente, ora a un lado, ora a otro; elevábase después brusca-mente, para caer luego en un abismo.

El agua que la llenaba con aquellas sacudidas se precipitaba como un torrente a través del entrepuente y de la estiba, hundiendo las puertas de los camarotes y arrastrándolo todo en su carrera.

Ya la costa distaba sólo un centenar de metros, cuando se oyó a Picardo, que gritaba desde proa:

-¡Rompientes a proa! ¡Dobla, Morgan!

El filibustero corrió a la banda con todas sus fuerzas, confiando en sacar de ruta a la nave, cuando una espantosa ola entró por popa y atravesó todo el velero.

Morgan se había precipitado sobre Yolanda y la cogió entre sus brazos, mientras Carmaux era lanzado contra la amura.

-¡Agarraos a mí! -había gritado.

Apenas lo dijo, sintió que era levantado por la enorme masa de agua y arrastrado fuera.

Se hundió, sin soltar a la joven, y por fin salió de nuevo a flote.

Cuando pudo abrir los ojos vio la nave a unas brazas de distancia, que se alejaba arrastrada por la corriente.

Yolanda se había desvanecido en sus brazos.

-¡A mí! ¡A mí! -gritó espanta-do Morgan.

Una voz que no estaba lejos respondió a su llamada.

-¡Voy, capitán!

Una cabeza humana apareció entre la espuma, desapareciendo en seguida bajo una ola,

Viendo Morgan que la joven estaba inerte, trataba de tenerla fuera del agua para evitar la asfixia, y se puso a nadar desesperadamente.

Hombre acostumbrado a luchar con el mar, aunque la joven dificultara sus movimientos, no se asustaba. Ya otras veces se había librado de la muerte lanzándose al agua antes de que la nave se fuese al fondo.

Lo que más le preocupaba era la violencia de las olas y la proximidad de la costa. Si bien ésta representaba la salvación, también ofrecía muchos peligros con la furiosa resaca que rugía.

Repitió la llamada con siniestro fragor, y oyó la misma voz de antes, que le contestaba:

-¡Un momento, señor Morgan! ¡Voy!

Un grito de alegría se escapó de los labios de Morgan.

-¡Carmaux!

-¡El mismo, señor Morgan!

- ¡Date prisa!

-¡Malditas olas!

- ¡La señorita de Ventimiglia se ha desmayado!

-¡Por cien mil cuernos! ¡Uff! ¡La señora…! ¡El mar…! ¡Ya estoy aquí!

Haciendo un último esfuerzo, el brazo marinero llegó junto a Morgan.

-¡Aquí! ¡Apoyaos, capitán! ¡He logrado pescar un salvavidas cuando me llevó el agua! ¡Truenos de Hamburgo, qué diría Van Stiller, la señorita aquí!

Viendo cerca al marinero, que se apoyaba en el anillo de corcho, Morgan alargó la mano que tenía libre mientras con la otra sostenía a la joven, que aún no había vuelto en sí.

-¡Gracias, Carmaux! -dijo mientras otra ola los empujaba hacia la playa.

-¿Habéis tocado tierra, capitán? -Yo, no.

-¿La señorita está desvanecida?

-Acaso la ola la empujó contra la banda. ¡Ayúdame, Carmaux, y escudémosla cuando

caigamos a la playa! ¡Que yo me rompa las costillas, poco importa; pero salvemos a la joven!

-¡Yo recibiré el primer golpe, capitán! -repuso Carmaux pasando un brazo por la cintura de la joven-. ¿Y la nave, adónde ha ido, que ya no se le ve?

-La he visto a lo lejos. ¡Cuidado! ¡He tocado fondo! ¡Estamos en la orilla! ¡No dejes a la señorita, Carmaux!

-¡No, señor Morgan!

La ola los envolvió a los tres. El estrépito era tal, que no lograban hacerse oír.

Morgan hacía desesperados esfuerzos por tener a la joven casi fuera del agua; pero de cuando en cuando la espuma los cubría.

Ya por dos veces habían tocado tierra, cuando una ola, que avanzaba mugiendo, los levantó a prodigiosa altura, empujándolos hacia adelante.

-¡No dejes…! -tuvo apenas tiempo de gritar Morgan.

Sintió que sus piernas se doblaban y quedaban como aprisionadas. La ola pasó sobre ellos, pero los obstáculos que los habían aprisionado no cedieron.

-¡Estamos en tierra! -gritó Carmaux-. ¡Estamos salvados!

La ola los había arrastrado hacia un grupo de mangles, y las raíces de estas plantas no sólo los habían detenido, sino que habían amortiguado el choque.

Si los hubiese empujado algo más allá, indudablemente se hubieran estrellado contra los primeros troncos de la floresta.

-¡Huyamos antes de que vuelva el agua! -gritó Morgan.

Soltó el salvavidas, ya inútil; estrechó a la joven entre sus brazos, y, pasando de rama en rama, alcanzó el lindero del bosque.

Por fortuna la segunda ola no fue tan grande como la anterior, y se estrelló contra las primeras filas de los rizóforos.

-¡Esto es un arribo feliz! -dijo Carmaux-. Tratemos de hacer volver en sí a la señorita.

-¡Dios quiera que no esté herida! -dijo Morgan con voz algo alterada-. ¡Lo primero sería tener fuego!

-Yo tengo pedernal y yesca en una bolsa impermeable. Veamos si está seco.

-¡Date prisa, Carmaux; estoy in-quieto!

-¿Late el corazón?

-Sí.

-¡No será nada! La yesca está seca. Ni una gota de agua ha entrado en la bolsa.

-Recoge ramas secas mientras yo preparo una especie de lecho.

Depositó dulcemente a la joven y, desenvainando la espada, cortó ocho o diez hojas de plátano y formó con ellas una especie de cama, que cubrió con musgo arrancado de un

árbol enorme. Entre tanto Carmaux había recogido a tientas hojas secas y había improvisado una hoguera, encendida sin gran trabajo. Apenas se alzó la llama vieron a la joven levantar un brazo, como si quisiera alejar algo. Morgan dio un grito de alegría.

-¡Vuelve en sí! ¡Yolanda, señorita de Ventimiglia!

La joven tenía aún los ojos cerrados, y su bello rostro estaba palidísimo; pero su respiración era más libre.

-¡Señorita, señorita, estáis salvada! -repetía Morgan, inclinado sobre ella ansiosamente-. ¡Estamos en la costa!

Al cabo de un momento la joven se movió, y sus bellos ojos abiertos se fijaron en Morgan.

- ¡Vos, señor! -murmuró.

-¡Sí, soy yo; Morgan!

Una sonrisa asomó a los labios de la hija del Corsario, y su diestra oprimió la del filibustero.

-¡La ola! ¡Recuerdo! ¿Cómo es que aún vivo?

- ¿Estáis herida, señorita?

-No. Es verdad que caí cuando me arrastraba el agua. ¿Y la nave? ¿Y los otros?

-¡No os preocupéis! -dijo Morgan-. Supongo que habrán encallado.

- ¡Ah! -exclamó la joven, viendo junto a sí al francés-. ¿Sois vos, Carmaux?

- ¡Donde está la hija de mi capitán, estoy yo siempre! -repuso el marinero sonriendo.

-Pero ¿no te arrastró a ti la ola? -dijo Morgan.

-Yo estaba agarrado al obenque de babor del mayor, y cuando os vi fuera de borda con la señorita, me dejé caer yo también, llevando el salvavidas y pensando en seros útil.

- ¡Gracias, viejo amigo mío! -dijo Morgan conmovido-. ¡Eres un marinero sin igual!

- Soy un marinero del Corsario Negro -repuso modestamente Carmaux.

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