Capítulo II Los Náufragos

El resto de la noche los dos filibusteros y la señorita de Ventimiglia, que se había repuesto rápida-mente, lo pasaron alrededor del fuego para secarse los vestidos, no atreviéndose a alejarse de la costa.

Además, antes de tomar alguna decisión querían saber qué había ocurrido al velero.

No creían que se hubiera ido a pique, aun estando medio lleno de agua, teniendo como más probable que hubiera encalla-do en algún otro punto de la costa o en los arrecifes señalados por Pedro el Picardo antes del golpe de mar.

Si se hubiese estrellado a breve distancia, ciertamente los gritos de los náufragos hubieran llegado a oídos de Morgan y de su compañero.

Un ardiente deseo de conocer la suerte de la nave atormentó constantemente al francés y a Morgan, que, apenas los primeros albores disiparon las tinieblas, se dirigieron hacia los mangles con la esperanza de verla.

Sufrieron un cruel desengaño: la nave había desaparecido.

-¿Se habrá ido a pique? -preguntó Carmaux, que pensaba en su amigo Van Stiller-.

¿Qué opináis, señor Morgan?

-Si hubiese naufragado, se ve-rían despojos -repuso e filibustero-. ¿Ves tú cajas, barriles, gallardetes o trozos de amura?

- No, señor.

-Ni yo -dijo Yolanda, que iba con ellos.

- Allá veo una punta que se ex-tiende hacia el noroeste -dijo Morgan-. Puede ser que las aguas la hayan empujado hacia allá.

- Sentiría que mi amigo Van Stiller hubiera naufragado sin mí.

-Apenas podamos, alcanzaremos aquella punta -dijo Morgan.

-Capitán -dijo Yolanda-, ¿sabéis dónde hemos naufragado?

-En la costa venezolana, señorita; pero dónde, precisamente, no sé decíroslo.

-¿Tienen por aquí ciudades los españoles?

-Sí, y no pocas, aunque bastante alejadas unas de otras.

-Entonces, ¿cómo haréis para volver a las Tortugas?

-No lo sé, señorita; por ahora no pensemos en eso. Sea como sea, iremos; ¿verdad, Carmaux?

-¡Un filibustero encuentra siempre el modo de volver a casa, si no le ahorcan o le fusilan en el camino! -dijo el francés riendo.

- ¿Podrías darnos algo de comer, viejo mío? Los bosques de Venezuela tienen muchos recursos.

- Pero yo sólo tengo mi cuchillo de maniobra.

-Y yo, mi espada y mi pistola.

-¡Pobre armamento si encontramos indios!

-¿Los hay aquí? -preguntó Yo-landa.

-Los caribes abunda en estas costas, y hay hasta tribus que devoran a los prisioneros de guerra. Debemos guardarnos de ellos.

-Señorita, vamos a buscar el almuerzo. De fijo encontraremos algo, aunque sean frutas. Después nos dirigiremos hacia ese cabo para ver si la nave se ha destrozado o ha en-callado en alguna parte.

Convencidos de que encontrarían pronto a sus camaradas, se alejaron de la playa y se internaron en el bosque, que a primera vista parecía impenetrable.

Estas tierras, bañadas por las aguas del golfo de México, regadas por gigantescos ríos y acariciadas por el sol, son de una fertilidad prodigiosa, y el desarrollo de sus plantas es extraordinario. Basta que una plantación sea descuidada algunas semanas, para que se vea invadida por un laberinto de plantas que crecen casi a simple vista.

La vela que cubría toda la costa y que probablemente se extendía en un espacio inmenso del interior, parecía formada, al menos en sus lindes, por dos clases de plantas: palmas y bombix.

Y, en efecto, hasta donde la vista alcanzaba se veían las verdes hojas de las primeras, dispuestas como un plumero, en la punta de un tronco ni muy alto ni muy ancho, y las más claras y menos largas de los segundos, con tronco más grueso y blanquecino, y las ramas cubiertas de frutas erizadas de espinas duras, que se utilizan como clavos.

Bajo aquella bóveda de verdura, unidas unas a otras, rectas o enroscadas como serpientes, se veían grupos de plantas parásitas, bejucos, roquetas, que dan una fruta parecida a los higos, y troncos sarmentosos de niku, de negra y reluciente corteza.

Entre as ramas aullaban los macacos, simios voracísimos y glotones, y revoloteaban tucanes de pico enorme.

En lontananza un honorato desde la cima del más alto bombix lanzaba con monotonía unas cuantas notas musicales: do-mi-sol-do.

-¡La colación no ha de faltar! -dijo Carmaux lanzando una ojea-da a las plantas.

-¿Acaso esas frutas espinosas?

- preguntó Yolanda.

-¡Eso apenas sirve para los simios! Tenemos algo mejor. Los queseros no son de ninguna utilidad para los hombres, y sobre todo para los hambrientos.

-¿Los queseros habéis dicho?

-Sí; esas plantas de corteza blanquecina se llaman así, aunque no porque den queso.

- Pero su madera, que es blanca y porosa, sencilla y muy ligera

- añadió Morgan-. Eso otro son semillas de palmeras; ¿verdad, Carmaux?

-Sí, señor; y es una verdadera lástima que no haya ningún animal que comer, teniendo ya el pan asegurado.

- No lo veo hasta ahora -dijo Yolanda. ¿Dónde hay horno?

-¡Un momento, señorita! ¡Oh! ¡Soy un ingrato! ¡Me lamento sin razón! El asado vendrá a ofrecerse él mismo.

Un grito extraño, que parecía de trompeta, resonó a pocos pasos.

-¿Qué es? -preguntó asombra-da Yolanda.

-¿Alguna señal india? -dijo Morgan desenvainando su espada.

-Es el asado que se anuncia -dijo riendo Carmaux-. ¡Buen pájaro! ¡El agami! Da pena matarle; pero el estómago no razona. ¡Señor Morgan, dadme vuestra espada!

Un hermoso volátil, grande como un gallo, de larguísimas patas, con plumas negras en el cuello y en las alas y doradas bajo el vientre y en el dorso, había salido de entre el follaje y saludaba a los náufragos con alegre trompeteo.

Aquel gracioso pájaro no mostraba ningún temor por la proximidad de las tres personas; antes bien, las miraba complacido, batiendo las alas y continuando su cantata.

-¡No se escapará! -dijo Carmaux, viendo que Morgan buscaba algo que tirarle-.

¡Dejadme a mí, capitán!

Viendo a algunos pasos un calupo diablo, planta que produce unas si-mientes que se tienen por óptimas contra las mordeduras de las serpientes, sobre todo en infusión en aguar-diente, desgranó algunas y se las echó al volátil, que se puso a comer tranquilamente.

-Ya veis cómo se familiarizan con las personas -dijo Carmaux-. ¡Lo siento, repito; pero no hay otra cosa!

Mientras con una mano continuaba echando semillas, con la otra empuñaba la espada de Morgan, y lentamente se acercaba al pobre pájaro.

De pronto la hoja brilló en los aires, y el agami, decapitado, rodó por el suelo batiendo las alas.

-¡Pobrecillo! -exclamó Yolanda-. ¡Hacéis traición a su confianza!

-Es la lucha por la existencia, señorita -repuso Morgan-. Cuídate del pan ahora, amigo, mientras yo preparo el asado.

Ayudado por la joven, hizo recolección de ramas y hojas secas, reavivó el fuego y se puso a desplumar al volátil, mientras Carmaux trepaba a una de las más altas palmeras.

Pocos minutos después un ruido de hojas sacudidas y ramas rotas anunciaba a Morgan que también el pan estaba seguro.

Realmente no era pan, porque no era artocarpo, nombre que dan a una planta que sustituye a la de harina, aunque su gusto se asemeja más a la alcachofa.

Las palmas producen una especie de fruta monstruosa, de un metro de largo, y gruesa como la pierna de un hombre; blanca, lisa, de excelente sabor, y que para los indios

sustituye el casava, o sea la galleta de mandioca, cuando este tubérculo falta.

Carmaux, que había ya bajado, se puso a descortezar la mandorla, cuando a sus oídos llegó un rumor de hojas y de ramas, como si alguien tratara de abrirse paso por entre las plantas.

- ¡Señor Morgan, alerta! -gritó tendiéndole su espada-. ¡Parece que alguien se acerca!

-¿Algún animal?

-No sé, señor -dijo el filibustero recogiendo del suelo una rama que podía servirle de bastón-. Me parece que alguien corre por entre las plantas.

- Yo no he oído nada. ¿Y vos, señorita?

- Tampoco.

- Ante todo, pon el asado en lugar seguro -dijo Morgan.

- Nadie lo tocará; os lo aseguro -repuso Carmaux-. ¡A quien quiera probarlo le romperé las costillas!

En aquel momento las ramas se abrieron, y dos indios aparecieron de improviso, empuñando un largo arco de dos metros y flechas larguísimas, provistas en su extremo de aguzada espina.

Estaban casi desnudos, eran de alta estatura, piel rojiza surcada por extrañas pinturas hechas con jugo de genipa, cabellos negros larguísimos y ojos torvos.

En la cintura llevaban sujeto una especie de taparrabos de fibra vegetal, y al cuello y en las muñecas, collares y brazaletes de dientes de animales feroces, de garras de jaguar y escamas de tortugas.

Viendo a los náufragos, se detuvieron y los miraron con cierta curiosidad, pero sin manifestar por el momento ninguna intención hostil. Uno de los dos, que llevaba prendido en un cabello el pico de un tucán, dio algunos pasos y dijo en mal español:

- ¿Qué hacen aquí los hombres blancos?

- Hemos naufragado la pasada noche -repuso Morgan cubriendo con su cuerpo a Yolanda-. ¿Quiénes sois?

-Caribes -dijo el indio.

-¿Cómo sabes tú el español?

El indio tomó una actitud gallarda, y con majestuoso gesto, dijo:

-Yo soy Kumasa, el más valiente guerrero de la tribu, que ha matado a muchos enemigos y ha visto la gran ciudad de los hombres venidos en grandes piraguas en donde el sol nace. En mi cabaña conservo el collar de meta blanco que me dio el jefe de los rostros pálidos. ¡Kumasa es un gran guerrero!

-¡A mí me parece un gran fanfarrón! -dijo Carmaux a media voz.

El indio, terminada su presentación, se apoyó en su arco, alzando la cabeza en actitud

petulante que hizo sonreír a los náufragos.

-Señor Morgan -dijo Carmaux-, espera nuestra respuesta.

-Te encargo que hagas mi presentación -dijo el filibustero.

-¡Será tremenda!

A su vez se adelantó dos pasos, y elevando el bastón como si quisiera apalear a alguien, dijo indican-do a Morgan:

- El hombre que aquí ves es el jefe de una inmensa tribu que jamás fue vencida por los españoles. Tiene un infinito número de grandes piraguas, de tubos que desencadenan el rayo y que matan desde lejos, y pueden dominar con un gesto los vientos y las tormentas. Su brazo es invencible, y la espada que ciñe ha cortado más vidas que árboles hay en el bosque. Es el mayor guerrero de los países en que nace el sol.

-¡No faltaba sino que me proclamases genio! -dijo Morgan riendo.

Los dos indios habían escuchado en silencio las palabras de Carmaux, y con seriedad absoluta.

-Mis palabras han hecho efecto -dijo éste-. ¡Ya somos invencibles!

- Si lo creen -dijo Yolanda.

-¡Oh! ¡Tienen grandes tragaderas! -repuso el marinero.

El indio que llevaba el pico de tucán cambió con su compañero algunas palabras, y avanzó diciendo:

-Vosotros, que sois hombres tan poderosos, permitid que nos pongamos bajo vuestra protección.

-¿Os amenaza alguien? -preguntó Morgan.

-Sí; los guerreros oyaculés -repuso el indio, mirando a su alrededor.

-¿Quiénes son?

-Indios malos, que matan a los prisioneros de guerra, y que nos han sorprendido esta mañana junto a las orillas de la sabana mientras esperábamos cazar el maipuri (tapir).

-Nunca he oído hablar de esos indios -dijo Carmaux-. ¿Quiénes son?

- Hombres que tienen la piel casi blanca, como la vuestra, la nariz encorvada y barbas largas, -repuso Kumasa-. Habitan en las grandes selvas del interior, y de cuando en cuando hacen correrías por las orillas del mar para saquear nuestras aldeas.

-¿Eran muchos los que te atacaron? -preguntó Morgan.

-No; siete u ocho.

-¿Con arcos y flechas?

-Y con pesadas vanayas.

-¿Qué es eso?

-Mazas de madera y de hierro de forma cuadrangular, que manejan con extraordinaria

habilidad.

-¿Os han seguido?

-Sí.

-¿Están cerca?

-No sé -repuso el indio-. Ha-ce una hora que los hemos perdido de vista.

-¡Y no tener ni un fusil! -dijo Morgan mirando inquieto a Yolanda.

-¿Tenéis la pistola, señor Morgan? -dijo Carmaux.

-Con dos tiros y la pólvora mojada.

-La secaremos y reservaremos los dos tiros para las grandes circunstancias.

- Comamos de prisa y desalojemos -dijo el filibustero.

-Si encontramos a nuestros compañeros, nada tenemos que temer de estos salvajes.

-Sentaos, señorita, y no os preocupéis por ahora.

-A vuestro lado me siento segura -repuso la joven.

Dividieron el volátil, del cual dieron un pedazo a los dos indios, y partieron el pan, que fue muy del agrado de todos.

Mientras comían Kumasa les contó que él y su compañero pertenecían a una gran tribu de caribes que tenía su aldea en la orilla de un pro-fundo golfo, no muy lejos de allí, y que él era de sus capitanes más respetados y estimados.

Terminaron su almuerzo sin ser molestados.

Probablemente los antoprófagos habían perdido el rastro de los dos indios, o, desesperando de poder cogerlos, se habían retirado a sus bosques.

-¡Vamos! -dijo Morgan-. Iremos a ver aquel cabo, ya que su-pongo que la nave se ha estrellado allí.

-¿Y si se hubiera ido a pique con todos sus tripulantes? -preguntó la joven.

-Sería una grave desgracia -re-puso Morgan.

-¿Cómo volveríais a las Tortugas?

-No nos quedaría más recurso que intentar la travesía del golfo en una piragua india: peligrosa empresa, es cierto, señorita; pero yo estoy resuelto a no acabar aquí mis días.

-¿No llegan hasta estas playas los corsarios?

-Algunas veces, cuando hay algo que hacer en contra de los galeones españoles; por eso deberíamos esperar algunos meses. ¡Vamos, señorita; pronto sabremos lo que le ha ocurrido a la nave!

Precedidos por los dos indios, que se sentían más seguros junto a los hombres blancos y que no se atrevían a entrar en el bosque por temor a encontrarse con los oyaculés, que les inspiraban invencible temor, se pusieron en marcha siguiendo el lindero del bosque.

Habiendo cesado el huracán, las olas poco a poco habían disminuido; pero la resaca se dejaba sentir vio-lentísima en la playa a causa de los arrecifes.

Ningún despojo aparecía entre las aguas que indicase haber naufragado allí una nave; antes bien, quizá el velero había arrastrado hacia detrás del cabo, donde se había estrellado.

Los árboles del bosque variaban poco a poco. De cuando en cuando aparecían entre las palmeras enormes grupos de plátanos de hojas inmensas, simarubas, que tienen pro-piedades tónicas, sea en su corteza o en sus raíces, entre las cuales, según los indios, se esconden las tortugas terrestres; colosales bambúes, tan gruesos que con ellos los indios construyen canoas capaces de resistir a las más afiladas hachas.

Bandadas de tucanes de plumas multicolores y enorme pico revoloteaban con multitud de papagayos, mientras entre el césped huían lagartos monstruosos de flancos de esmeralda horribles a la vista, pero cuya carne blanca, parecía en su sabor a la del pollo, es muy buscada.

Los dos indios, acostumbrados a atravesar el bosque, procedían con precaución, mirando atentamente donde ponían el pie, y hurgando antes con la punta de sus arcos las hojas secas y las altas hierbas para evitar las mordeduras de las serpientes o de las grandes hormigas, que producen atroces dolores y fiebres especialmente las llamadas flamencas, que son las más formidables de todas.

Ya habían visto más de un reptil huir entre las hojas, y uno negro se había enroscado ante ellos lanzando un agudísimo silbido e intentando morderlos. Era un ay-ay, uno de los más peligrosos, cuyo veneno es tan potente, que causa la muerte en pocos minutos.

Una hora después el destacamento, atravesando un bosque de enormes pasionarias que cubría la península que se extendía en el mar un centenar de metros, llegaba a la playa opuesta.

Un grito se escapó de los labios de Morgan.

-¡Despojos! ¡La nave se ha estrellado!

—Entonces, ¿qué le ha pasado al velero? -dijo Yolanda.

-No me atrevo a responder, señorita -dijo Morgan.

-Decidme francamente vuestro pensamiento -insistió Yolanda-. ¡Soy hija de un corsario!

- Sí; ya lo sé; y pruebas me habéis dado de vuestro valor -dijo el filibustero.

-¡Hablad, pues!

-Creo que no debemos contar más que con nuestras propias fuerzas.

-Entonces, ¿creéis que nuestra nave se ha hundido? -preguntó Yolanda, emocionada.

Esa es mi opinión, señorita. Mis hombres, probablemente, descansan todos en el fondo del mar. La nave debe de haber sido arrastrada a mucha distancia de la costa, y se habrá ido a pique.

-¡Ah! ¡Mi pobre Van Stiller! -gimió Carmaux-. ¡Marcharte así, sin mí!

- Aún no tenemos ninguna prueba de que el velero haya naufragado -dijo Morgan.

-Estaba lleno de agua, señorita, y, a menos de un milagro, no puede haber escapado de ese fin.

-Creo que no nos queda más que cuidarnos de nosotros.

- ¿Qué pensáis hacer, Morgan?

- Ya que la suerte nos ha deparado estos dos indios, seguirlos a su tribu -repuso el filibustero-. Al menos allí encontraremos un refugio y una protección.

-No olvidéis que en este bosque viven los oyaculés.

- ¿Cómo nos acogerán esos indios?

-Los caribes no son malos cuando se les provoca -repuso Carmaux-. Yo los conozco por haberlos frecuentado con vuestro padre.

Morgan interpeló a Kumasa.

-Mañana podremos llegar a la aldea, si los oyaculés no nos detienen -repuso el indio-.

Hemos dejado nuestra piragua en un río que desemboca en una sabana, oculta entre las hojas del mucu-mucu, y acaso nuestros enemigos no la hayan descubierto.

-¿Está lejos esa sabana?

-Tres horas de marcha.

- ¡Con tal que esos malditos oyaculés no nos esperen allí! -dijo Carmaux-. No me gusta tener nada con salvajes, sobre todo sin mi arcabuz.

-Lo mismo pueden sorprender-nos aquí -repuso Morgan-. Además, no son más que ocho, y la pólvora de mi pistola ya se ha seca-do con este calor. Tengo, pues, la vida de dos hombres, y mi espada. ¿Quieres guiarnos? -dijo a Kumasa.

- Con los hombres blancos nada temo -repuso el indio-. Son fuertes guerreros.

- ¡Oyéndole antes, era el más te-mido y el más formidable! -dijo Carmaux-.

¡Fanfarrón!

-Señorita, partamos -dijo Morgan-. Ya nada hacemos aquí, estando seguros de que la nave no se ha hundido en estos parajes.

-Se pusieron en camino precedidos por los dos indios, que iban uno tras otro y con el arco tendido.

Los tres náufragos estaban tristes y preocupados, especialmente Morgan, que, además de haber perdido a todos sus fieles compañeros y el fruto de la audaz expedición, se encontraba sin nave y sin ayuda, con grandes probabilidades de caer en manos de los salvajes o de los españoles, en unión de la joven que había pretendido salvar.

También Carmaux había perdido su habitual buen humor, pensando en el desgraciado fin de su inseparable compañero, el pobre hamburgués. La marcha paso a paso, dentro del bosque, era cada vez más penosa.

Estamos como envueltos por una vegetación demasiado exuberante, que había

invadido los menores claros de tierra. A diestro y siniestro, delante y detrás, se entrelazaban confusamente pasionarias, bejucos, sarmientos de pimienta, nueces mosca-das selváticas, árboles de pino, cedros, peras de Venezuela, árboles de algodón cargados de flores amarillas y purpúreas, grupos de euforbias, cactiformes erizadas de espinas y Caspa butinacee, así llamadas por-que de esta planta se extrae un especie de manteca muy apreciada por los indios. Entre aquella con-fusión de ramas y de hojas no se veía ningún volátil; sin embargo, de cuando en cuando el silencio se interrumpía por aullidos ensordecedores y mugidos formidables, que hacían detenerse a los tres náufragos, creyendo que serían los temidos antropófagos que se preparaban a atacarlos.

Eran algunas bandadas de simios rojos que se divertían probando la solidez de sus pulmones y de su garganta.

Esos cuadrumanos son extraordinariamente abundantes en Venezuela y en Guiaua, y por la potencia de su voz pueden competir con los barbados brasileños.

Se cuelgan de las ramas de un árbol, y allí hinchan la garganta, grande como un huevo, lanzando mugidos tan formidables, que se oyen a la increíble distancia de cinco kilómetros.

Si esos simios eran inofensivos, otro peligro esperaba al destacamento, que se veía obligado a avanzar con la mayor precaución.

De cuando en cuando, entre las hojas secas que formaban altísimas capas, se veían salir ciertas gran-des hormigas de centímetro y medio de largo, negras relucientes, de hinchado abdomen, que intentaban morder los pies desnudos de los dos in-dios, y no retrocedían ante ellos.

Morgan, que ya tres veces había recorrido los bosques de la América meridional, especialmente de Guiaua y Colombia, y que sabía los peligros que ocultan, cuidaba atentamente de Yolanda, mirando dónde ponía el pie y registrando las hierbas y las hojas con la punta de su espada, por temor de que escondiesen algún formidable trigonocéfalo o alguna serpiente coral, de incurable picadura, o serpiente liana, reptiles todos que abundaban extraordinaria-mente en aquellas regiones.

Y no miraba tan sólo al suelo. Siguiendo el ejemplo de los dos indios, escrutaba el espeso follaje de las dos plantas, ya que súbitamente podía caer alguno de esos enormes reptiles llamados pitones, que poseen una fuerza capaz de triturar a un hombre sin esfuerzo, y que gustan de ocultarse entre las ramas para sor-prender a su presa.

Caminaban hacía ya un par de horas, siempre internándose con gran dificultad, cuando un agudo grito rompió el silencio que en aquel momento reinaba bajo la bóveda de verdura, haciendo detenerse a los dos indios.

-¿Qué es? -preguntó Morgan colocándose ante Yolanda.

-¿Habéis oído? -preguntó Kumasa.

-¿El grito de algún animal peligroso?

- No; de una bernaca.

-No sé lo que es.

-Una oca salvaje -dijo el indio.

- ¿Y te espanta ese volátil?

- Donde se encuentre una cabaña, hay siempre de esas ocas; pero no es eso lo que me preocupa.

- ¿Qué es, entonces?

-Ese grito no me parece natural, y Jay, mi compañero, es del mismo parecer.

-¿Será alguna señal?

-Eso sospechamos hombre blanco -dijo el caribe.

-¿De algún oyaculé? -preguntó Carmaux.

- No hay tribus amigas por aquí.

-Puedes haberte engañado -dijo Morgan.

Kumasa movió la cabeza.

-¡Un caribe no se engaña nunca! -dijo.

-¿Está lejos la sabana?

-Cerquísima.

-Si quieren atacarnos lo mismo lo harán aquí que más adelante -dijo Morgan a Yolanda-. Seguid a mi lado, señorita, y tomad mi pistola. Yo tengo bastante con mi espada.

-Sé usarla -dijo la joven.

-¡Adelante, heroico guerrero que no conoce el miedo! -dijo Carmaux al indio con algo de ironía-. ¡Tú matas siempre a tus enemigos!

Los indios se consultaron en voz baja, probaron la elasticidad de sus arcos, y partieron en silencio, mirando el uno a la derecha y el otro a la izquierda.

- Señorita -dijo Morgan-, ocurra lo que ocurra, no os apartéis de mí.

-Así lo haré -repuso la joven.

El bosque comenzaba entonces a aclarar un poco y se hacía muy húmedo. En medio de las plantas se oían correr varios arroyuelos, todos en la misma dirección.

Los dos indios escuchaban siempre y alzaban con frecuencia la vista, como si buscasen la bernaca que había lanzado aquel grito; pero ninguna oca salvaje aparecía.

Habían recorrido dos o trescientos pasos entre las pasionarias que llenaban el suelo, cuando volvieron a detenerse, diciendo:

-Oímos el río que va a la sabana.

En efecto; un poco más adelante se oía rumor de agua: parecía como si un rápido torrente se abriera paso por entre las plantas.

-¿Dónde está tu canoa? -preguntó Morgan.

- En el río -dijo Kumasa.

-Me habías dicho que en la sabana.

-El agua muerta no está lejos. Iba a reanudar su marcha, cuando oyeron de nuevo, y más próximo, el grito de la bernaca.

Los dos indios se volvieron con los arcos preparados.

-¿Todavía la señal? -dijo Morgan.

- Sí; repuso Kumasa-. El grito de la oca salvaje está bien imitado, pero no nos engaña.

- Apresurémonos a encontrar el río -dijo Morgan-. Si podemos encontrar la piragua, estamos salvados.

-Debe de estar junto a aquel árbol -dijo Kumasa señalando un bacaba (especie de palmera aurífera), de cuyas ramas colgaban flores carmesíes.

- Id a ver, hombre blanco, mientras nosotros vigilamos el bosque con vuestro compañero.

-Sí; id, capitán -dijo Carmaux-. Ante todo poned a la señorita en salvo.

-¡Daos prisa; oigo agitarse la fronda!

Morgan se adelantó rápidamente seguido por Yolanda, y llegó a la orilla de un cauce de agua bastante rápido, ancho de unos seis metros, que corría entre dos murallas de verdura.

Los árboles eran tan inmensos, que con sus ramas y sus hojas formaban una bóveda casi impenetrable a los rayos del sol.

Morgan se inclinó sobre la orilla, y vio medio oculta entre las hojas de los mucu-mucu una de esas canoas labradas en el tronco de un bambú gigante, llamadas montarías, con cuatro remos de pala muy ancha y mango muy corto.

- ¡Aquí está la piragua! -gritó-. ¡Pronto, señorita; embarcad!

Ayudó a la joven a bajar a la orilla, y la hizo embarcarse en la canoa.

Iba a subir para llamar a sus compañeros, cuando gritos espantosos estallaron en el bosque.

- ¡Señor Morgan! -oyó gritar a Carmaux-. ¡Salvad a la señorita! ¡Huid!

El filibustero, en vez de obedecer, se izó y vio a Carmaux y a los dos indios huir precipitadamente hacia el bosque seguidos por siete u ocho hombres medio desnudos, de altísima estatura, con el rostro adornado con largas barbas, y que lanzaban flechas con prodigiosa rapidez.

-¡Los oyaculés! -exclamó-. ¡Aquí, Carmaux aquí! ¡La canoa! ¡La canoa!

Ya era tarde, porque los antropófagos, acaso sin querer, se habían colocado entre los fugitivos y el río, impidiendo así que se salvasen en la piragua. Oyendo los gritos de Morgan, tres hombres se destacaron del grupo y lanzaron contra él algunas flechas sin hacer blanco.

El filibustero, comprendiendo que ya no podía contar con sus compañeros, y no pudiendo, por otra parte, hacer frente él solo, ya que no tenía más arma que su espada, sólo pensó en salvar a Yolanda. En dos saltos llegó a la canoa, gritando a la joven a la vez que saltaba dentro:

-¡Echaos en el fondo de la piragua! ¡Vienen!

Tan pronto como Yolanda obedeció empezó a remar afanosamente.

Ya se habían alejado unos diez metros, cuando los tres salvajes que se habían vuelto contra ellos llegaron a la orilla.

Tres flechas silbaron, seguidas de un grito de dolor. Dos se habían clavado en la borda; pero la tercera, mejor dirigida, penetró en el pecho del filibustero a la altura de la clavícula derecha.

Yolanda, que le había visto arrancarse furiosamente la varita de bambú, y que había oído un grito de dolor, se puso en pie, y viendo a los tres salvajes que de nuevo tendían los arcos, descargó sobre el más próximo un tiro de pistola. El antropófago, herido en la cabeza, rodó por la orilla agitando los brazos, y cayó al agua.

Los otros dos, espantados por el disparo, que acaso nunca habían oído, y por la fulminante muerte de su compañero, desaparecieron rápidamente entre las plantas.

La joven, que se había puesto muy pálida, se había acercado a Morgan, quien a pesar del intenso dolor que sentía, continuaba remando con suprema energía.

-¿Os han herido, señor Morgan? -le preguntó con alterada voz.

-No será cosa grave, señorita -dijo el filibustero tratando de son-reír-. Más adelante sacaremos la punta que ha quedado dentro.

-¡Dios mío! ¡Y si estuviese envenenada!

-Estos salvajes no conocen el veneno; tranquilizaos, Yolanda. Coged los remos y ayudadme como podáis. Es preciso alejarse antes de que vuelvan esos bribones. ¡Oh!

¡Remáis maravillosamente! ¡Gracias!

-¡Veo sangre a través de vuestra camisa!

-Siempre quedará dentro lo suficiente. ¡Los remos señorita; ayudadme!

-¡Dejad que contenga la sangre, señor Morgan!

-¡Luego! ¡Dejad que salga! ¡Pronto, señorita! Pueden venir y acribillarnos a flechazos.

La joven, comprendiendo que no lograría convencer al corsario, y temiendo que reaparecieran los salvajes y le rematasen, tomó los otros dos remos.

Estaba profundamente emocionada, y a cada instante volvía la cabeza hacia el filibustero, preguntándole:

-¿Queréis descansar, señor Morgran? Dejadme a mí el cuidado de llevar la canoa. Sé guiar hasta una chalupa.

-No, señorita. ¡De prisa; más de prisa! -repetía Morgan.

El río, por fortuna, tenía una rápida corriente y se alejaban con velocidad. Más que un río, era una especie de torrente de aguas negras, saturada de miasmas corrompidos, que se habían abierto paso por entre dos linderos del bosque.

Bajo la bóveda de verdura que le cubría no soplaba la menor corriente de aire, y reinaba una temperatura de estufa que hacía sudar copiosamente a los dos remeros.

Aquella bóveda los preservaba en cambio de las insolaciones frecuentísimas en aquellas regiones casi ecuatoriales, y que casi nunca perdonan a quien ha sido atacado por ellas.

Morgan, aunque sufría bastante por habérsele quedado en la carne la punta de la flecha, y cuya herida no cesaba de manar sangre, resistía tenazmente sin que de sus labios saliese una queja.

Tenía la frente bañada en frío sudor, y se le veía apretar los dientes para no dejar escapar un gesto de sufrimiento.

Yolanda le secundaba remando enérgicamente; pero su inquietud aumentaba viendo formarse a los pies del filibustero un charco de sangre que poco a poco aumentaba.

-¡Basta, señor Morgan! -dijo de pronto, notando que disminuía el esfuerzo del marino-. ¿Queréis mataros? Dejadme a mí llevar la canoa, y vendados la herida.

-¡Un momento aún, señorita! -repuso Morgan con voz ahogada-. Veo un lago… Debe de ser la sabana o alguna laguna.

-¡Os lo ruego!

-¡Esperad!

-¡Entonces, os lo mando!

El filibustero, que ya no podía más, había soltado los remos y se oprimía la herida con ambas manos.

La canoa entonces desembocaba en una vasta laguna llena de hojas de mucu-mucu y de trozos de madera de cañón blanca y plateada.

Yolanda la llevó hacia la orilla, encallándola en un banco fangoso.

-¡Venid, señor Morgan! -dijo con voz conmovida-. ¡No olvidaré nunca que os debo la vida!

El filibustero se puso en pie vacilando.

-¡Es la punta que me lacera las carnes! -murmuró.

-¿Estará envenenada? -preguntó aterrada Yolanda.

-¡No, no!

Bajó a la orilla apoyándose en la espada; pero al llegar arriba tuvo que sostenerse en la joven.

-¡Cuánto debe usted de sufrir, pobre amigo! -dijo Yolanda.

-¡Pasará! -repuso el filibustero mirándola con los ojos casi cerrados-. Amarrad la

canoa: puede arrastrarla la corriente… ¿Y Carmaux? ¿Dónde estará Carmaux?

Y, doblándose bruscamente, se dejó caer en la orilla lanzando un sordo gemido.

-¡Señor Morgan! -gritó Yolanda corriendo hacia él.

-¡No os asustéis, señorita! -re-puso el filibustero reanimándose pronto-. ¡Los corsarios tienen la piel muy dura!

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