Fábula XXV. El León, el Lobo y la Zorra

Trémulo y achacoso

Á fuerza de años un León estaba:

Hizo venir los médicos ansioso,

Por ver si alguno de ellos le curaba.

De todas las especies y regiones

Profesores llegaban á millones.

Todos conocen incurable el daño,

Ninguno al rey propone el desengaño;

Cada cual sus remedios le procura,

Como si la vejez tuviese cura.

Un Lobo cortesano,

Con tono adulador y fin torcido,

Dijo á su soberano:

—He notado, señor, que no ha asistido

La Zorra, como médico, al congreso;

Y pudiera esperarse buen suceso

De su dictamen en tan grave asunto.—

Quiso su Majestad que luego al punto

Por la posta viniese:

Llega, sube á palacio; y como viese

Al Lobo su enemigo, ya instruída

De que él era el autor de su venida,

Que ella excusaba cautelosamente,

Inclinándose al rey profundamente,

Dijo:—Quizá, señor, no habrá faltado

Quien haya mi tardanza acriminado;

Mas será porque ignora

Que vengo de cumplir un voto ahora,

Que por vuestra salud tenía hecho;

Y para más provecho,

En mi viaje traté gentes de ciencia

Sobre vuestra dolencia.

Convienen pues los grandes profesores

En que no tenéis vicio en los humores;

En que sólo los años han dejado

El calor natural algo apagado;

Pero éste se recobra y vivifica,

Sin fastidio, sin drogas de botica,

Con un remedio simple, liso y llano,

Que vuestra Majestad tiene en la mano.

Á un Lobo vivo arránquenle el pellejo;

Haced que os lo apliquen al instante,

Y por más que estéis débil, flaco, viejo,

Os sentiréis robusto y rozagante,

Con apetito tal, que sin esfuerzo,

El mismo Lobo os servirá de almuerzo.

Convino el rey, y, entre el furor y el hierro,

Murió el infeliz Lobo como un perro.

Así viven y mueren cada día

En su guerra interior los palaciegos,

Que con la emulación rabiosa ciegos,

Al degüello se tiran á porfia.

Tomen esta lección muy oportuna:

Lleguen á la privanza, en hora buena;

Mas labren su fortuna

Sin cimentarla en la desgracia ajena.