Fábula I. El Naufragio de Simónides.

Á Elisa

En tanto que tus vanas compañeras,

Cercadas de galanes seductores,

Escuchan placenteras

En la escuela de Venus los amores;

Elisa, retirada te contemplo

De la diosa Minerva al sacro templo.

Ni eres menos donosa,

Ni menos agraciada,

Que Clori, ponderada

De gentil y de hermosa;

Pues, Elisa divina, ¿por qué quieres

Huir en tu retiro los placeres?

¡Oh sabia, qué bien haces

En estimar en poco la hermosura,

Los placeres fugaces,

El bien que sólo dura

Como rosa que el ábrego marchita!

Tu prudencia infinita

Busca el sólido bien y permanente

En la virtud y ciencia solamente.

Cuando el tiempo implacable, con presteza,

Ó los males tal vez inopinados,

Se lleven la hermosura y gentileza,

Con lágrimas estériles llorados

Serán aquellos días que se fueron,

Y á juegos vanos tus amigas dieron;

Pero á tu bien estable

No hay tiempo ni accidente que consuma:

Siempre serás feliz, siempre estimable.

Eres sabia, y en suma

Este bien de la ciencia no perece:

Oye cómo esta fábula lo explica,

Que mi respeto á tu virtud dedica.

Simónides en Asia se enriquece

Cantando á justo precio los loores

De algunos generosos vencedores.

Este sabio poeta, con deseo

De volver á su amada patria, Ceo,

Se embarca, y en la mar embravecida

Fué la mísera nave sumergida.

De la gente á las ondas arrojada

Sale quien diestro nada;

Y el que nadar no sabe,

Fluctúa en las reliquias de la nave.

Pocos llegan á tierra afortunados

Con las náufragas tablas abrazados.

Todos cuantos el oro recogieron,

Con el peso abrumados perecieron.

Á Clezémone van: allí vivía

Un varón literato, que leía

Las obras de Simónides, de suerte

Que, al conversar los náufragos, advierte

Que Simónides habla, y en su estilo

Le conoce, le presta todo asilo,

De vestidos, criados y dineros;

Pero á sus compañeros

Les quedó solamente por sufragio

Mendigar con la tabla del naufragio.

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