Fábula II. El Filósofo y la Pulga.

Meditando á sus solas cierto día,

Un pensador Filósofo, decía:

«—El jardín adornado de mil flores,

Y diferentes árboles mayores,

Con su fruta sabrosa enriquecidos,

Tal vez entretejidos

Con la frondosa vid que se derrama

Por una y otra rama,

Mostrando á todos lados

Las peras y racimos desgajados,

Es cosa destinada solamente

Para que la disfruten libremente

La oruga, el caracol, la mariposa:

No se persuaden ellos otra cosa.

Los pájaros sin cuento,

Burlándose del viento,

Por los aires sin dueño van girando.

El milano cazando

Saca la consecuencia:

Para mí los crió la Providencia.

El cangrejo, en la playa envanecido,

Mira los anchos mares, persuadido

Á que las olas tienen por empleo

Sólo satisfacerle su deseo;

Pues cree que van y vienen tantas veces

Por dejarle en la orilla ciertos peces.

No hay, prosigue el Filósofo profundo,

Animal sin orgullo en este mundo:

El hombre solamente

Puede en esto alabarse justamente.

Cuando yo me contemplo colocado

En la cima de un risco agigantado,

Imagino que sirve á mi persona

Todo el cóncavo cielo de corona.

Veo á mis pies los mares espaciosos,

Y los bosques umbrosos

Poblados de animales diferentes:

Las escamosas gentes,

Los brutos, y las fieras

Y las aves ligeras,

Y cuanto tiene aliento

En la tierra, en el agua y en el viento;

Y digo finalmente: todo es mío;

¡Oh grandeza del hombre y poderío!»

Una Pulga que oyó con gran cachaza

Al Filósofo maza

Dijo:—Cuando me miro en tus narices,

Como tú sobre el risco que nos dices,

Y contemplo á mis pies aquel instante

Nada menos que al hombre dominante,

Que manda en cuanto encierra

El agua, viento y tierra,

Y que el tal poderoso caballero

De alimento me sirve cuando quiero,

Concluyo finalmente: todo es mío;

¡Oh grandeza de Pulga y poderío!

Así dijo, y saltando, se le ausenta.

De este modo se afrenta

Aun al más poderoso,

Cuando se muestra vano y orgulloso.