Fábula IV. El Filósofo y el Faisán.

Llevado de la dulce melodía

Del cántico variado y delicioso,

Que en un bosque frondoso

Las aves forman saludando al día,

Entró cierta mañana

Un Sabio en los dominios de Diana.

Sus pasos esparcieron el espanto

En la agradable estancia:

Interrúmpese el canto;

Las aves vuelan á mayor distancia;

Todos los animales, asustados,

Huyen delante de él precipitados;

Y el Filósofo queda

Con un triste silencio en la arboleda.

Marcha con cauto paso ocultamente,

Descubre sobre un árbol eminente

Á un Faisán rodeado de su cría,

Que con amor materno la decía:

—Hijos míos, pues ya que en mis lecciones

Largamente os hablé de los milanos,

De los buitres y halcones,

Hoy hemos de tratar de los humanos.

La oveja en leche y lana

Da abrigo y alimento

Para la raza humana;

Y en agradecimiento

Á tan gran bienhechora,

La mata el hombre mismo y la devora.

A la abeja, que labra sus panales

Artificiosamente,

La roba, come, vende sus caudales,

Y la mata en ejércitos su gente.

¿Qué recompensa en suma

Consigue al fin el ganso miserable

Por el precioso bien incomparable

De ayudar á las ciencias con su pluma?

Le da muerte temprana el hombre ingrato

Y hace de su cadáver un gran plato.

Y pues que los humanos son peores

Que milanos y azores,

Y que toda perversa criatura,

Huiréis con horror de su figura.—

Así charló, y el hombre se presenta.

—Ése es, grita la madre; y al instante

La familia volante

Se desprende del árbol y se ausenta.

¡Oh cómo habló el Faisán! ¡Mas, que dijera,

El filósofo exclama, si supiera

Que en sus propios hermanos

La ingratitud ejercen los humanos!