A pesar de las continuas reconvenciones de Gurth, Wamba seguía su marcha lentamente, porque cuando oyó que la cabalgata se acercaba a ellos, deseando ver quiénes venían, empezó a aprovechar cualquiera ocasión de detenerse que se le presentaba; como a coger alguna avellana no bien madura, o a hablar a cualquiera aldeana que encontraba en el camino.
No tardaron en alcanzarlos los caminantes, que eran diez. Al frente de la cabalgata iban dos personas, al parecer de alta importancia, y las otras ocho componían la comitiva de las primeras.
Muy fácil era conocer el estado y calidad de uno de los personajes, pues a primera vista se divisaba que era un eclesiástico de alto rango. Vestía el hábito de la Orden del Cister; ero más fino de lo que sus estrictas reglas permitían, pues era de paño de Flandes. La fisonomía del religioso era regular, y jodo su exterior sumamente agradable, si bien tenía un aspecto más mundano que místico. Su profesión y su rango habían hecho formar en él una costumbre de dominar su altiva mirada y su jovial fisonomía, a la que sabía dar cuando lo juzgaba oportuno un aire de solemne gravedad.
Aquel digno eclesiástico montaba una mula perfectamente enjaezada y adornada con cascabeles de plata, según la poda de entonces. No iba en la silla con el descuido de un religioso ni con la gallardía de un caballero adiestrado; parecía también que había adoptado aquella cabalgadura vulgar por más comodidad para el camino, porque un lego conducía a poca distancia por la brida un hermoso potro andaluz, que los chalanes hacían llegar, no sin muchos riesgos, hasta allí; venderlos a gran precio a las personas de distinción. Iba el potro cubierto con un paramento que llegaba a la tierra, y en él estaban bordados diferentes emblemas religiosos. Otro conducía una mula cargada con efectos de su superior, y otros dos monjes de la misma Orden seguían a retaguardia.
El otro personaje que acompañaba al eclesiástico tendría unos cuarenta años de edad, y era flaco, alto, muy vigoroso y de formas atléticas; pero los trabajos y riesgos que debía de haber sufrido y dominado le habían reducido a tal extremo de flaqueza exterior, que sólo aparentaba tener los huesos, los nervios y la piel. Llevaba en la cabeza un gorro de grana forrado en pieles, de manera que nada impedía que se le viese completamente el rostro, capaz de imponer respeto, y aun temor. Sus facciones, muy pronunciadas, estaban enteramente atezadas a consecuencia de haber resistido mil veces el sol de los trópicos; se le hubiera creído exento de pasiones, si las gruesas venas de su frente y la velocidad con que convulsivamente movía a la menor emoción el labio superior, cubierto de un negro y espeso bigote, no hubieran revelado cuán fácil era suscitar en su corazón el impetuoso huracán de la ira. Sus ojos negros, que arrojaban miradas penetrantes, indicaban cuán grande era su deseo de encontrar obstáculos, para tener el gusto de dominarlos; y una profunda cicatriz, unida a la bizca dirección de la mirada, daba a su cara un aspecto duro y feroz.
Vestía una larga capa de grana, y sobre el hombro derecho llevaba una cruz de paño blanco de forma particular: debajo se veía una cota de malla con sus mangas y manoplas tejidas con mucho arte, y que se prestaban con tal flexibilidad a todos los movimientos que parecía de fina seda. Aquella armadura y unas planchas de metal que llevaba en los muslos a manera de las escamas de un reptil completaban sus armas defensivas. En punto a ofensivas, sólo llevaba un largo puñal pendiente de la cintura; montaba un potro, y no una mula, como su compañero, con el fin, sin duda, de reservar su excelente caballo de batalla, que conducía un escudero de la rienda enjaezado como en un día de combate, pues llevaba un frontal de acero que remataba en punta. De un lado de la silla iba pendiente un hacha de armas ricamente embutida, y del otro un yelmo adornado con vistosas plumas, y una larga espada propia de la época. Uno de sus escuderos llevaba la lanza de su dueño con una banderola encarnada, y en ella la blanca cruz, igual a la de la capa; y otro conducía un escudo triangular cubierto con un tapete que impedía ver la divisa del caballero.
A estos escuderos seguían otros dos, cuyo color bronceado, blanco turbante y vestidos orientales hacían conocer que habían visto la primera luz en el Asia. En fin, el porte y las maneras del caballero y de su comitiva tenían alguna cosa de extraordinario. El vestido de los escuderos era suntuoso, y llevaban collares y brazaletes de plata, con unos círculos del mismo metal que tenían en torno de las piernas; éstas en lo demás iban descubiertas desde el tobillo hasta la pantorrilla, como también lo estaban los brazos hasta el codo. Eran sus vestidos de seda, cuya riqueza revelaba la de su amo y hacía claro contraste con la sencillez del traje de aquél. Pendían de su cintura unos sables muy corvos, con empuñadura de oro, sostenidos en ricos tahalíes bordados del mismo metal, y un par de puñales turcos de delicado trabajo. Sobre el arzón de la silla se veían dos manojos de venablos muy acerados por la punta, cuya longitud sería de cuatro pies; arma terrible de que hacían frecuente uso los sarracenos, que aun hoy día sirve en el Oriente para el marcial ejercicio conocido con el nombre de jerrid.
Los corceles en que cabalgaban los escuderos parecían tan extranjeros como los jinetes, pues eran del mismo país, y, por consiguiente, de origen árabe. Su cuerpo fino y hermosa estampa, sus largas y pobladas crines, sus rápidos y desembarazados movimientos, formaban un hermoso contraste con los poderosos caballos cuya raza se conocía en Flandes y Normandía para el servicio de los hombres de armas en una época en que el corcel y el caballero iban cubiertos desde el pie a la cabeza con una pesada armadura de acero; de manera que aquellos caballos al lado de los orientales parecían el cuerpo y la sombra.
El aire particular de la cabalgata llamó la atención de Wamba, y aun la de su compañero, hombre más pensador. Este conoció al momento en la persona del monje al prior de la abadía de Jorvaulx, famoso ya muchas leguas en contorno, amante de la caza, de la buena mesa y de las diversiones, a pesar de su estado. No obstante esto, era bien reputado, pues su carácter franco y jovial le hacían bien quisto y le daban franca entrada en todos los palacios de los nobles, entre los cuales tenía no pocos parientes, pues era noble y normando. Las señoras le apreciaban particularmente, porque era decidido admirador del bello sexo, y también porque poseía mil recursos para alejar el tedio que se sentía a menudo bajo el elevado techo de un palacio feudal. Ningún cazador seguía con más ardor una pieza, y era conocido porque poseía los halcones más diestros y la jauría mejor de todo el North-Riding; ventaja que le hacía ser buscado por los jóvenes de la primera Nobleza. Las rentas de fa abadía sufragaban sus gastos, y aun le permitían ser liberal con los pobres y con los aldeanos, cuya miseria socorría a menudo.
Los dos siervos sajones saludaron respetuosamente al prior. Aquéllos se sorprendieron al contemplar de cerca el talante semi-guerrero y semi-monacal del caballero del Temple, así como les chocaron al extremo las armas y el porte oriental de los escuderos; y fue tanta su admiración, que no comprendieron al prior de Jorvaulx, que les preguntó si encontraría por allí dónde alojarse con su compañero y comitiva. Pero es tan probable que el lenguaje normando que el prior usó para hacer su pregunta sonase muy mal a los oídos de dos sajones, como dudoso que dejasen de entenderle.
—Os pregunto, hijos míos —volvió a decir el Prior usando el dialecto que participaba de los dos idiomas y que ya usaban unos y otros para poder entenderse—, si habrá por estos contornos alguna persona que por Dios y por nuestra santa madre la Iglesia quiera acoger y sustentar por esta noche a dos de sus más humildes siervos con su comitiva.
El tono que usó el prior Aymer estaba muy poco conforme con las humildes palabras de que se sirvió. Wamba levantó la vista y dijo:
—Si vuestras reverencias quieren encontrar buen hospedaje, pueden dirigirse pocas millas de aquí al priorato de Brinxworth, donde atendida vuestra calidad, no podrán menos de recibiros honoríficamente; pero si prefieren consagrar la noche a la penitencia pueden tomar aquel sendero, que conduce derechamente a la ermita de Copmanhurts, donde hallarán un piadoso anacoreta que les dará hospitalidad y el auxilio de sus piadosas oraciones.
—Amigo mío —contestó el prior—, si el ruido continuo de los cascabeles que guarnecen tu caperuza no tuviera trastornados tus sentidos, omitirías semejantes consejos, y sabrías aquello de clericus clericum non decimat; es decir, que las personas de la Iglesia no se reclaman mutuamente la hospitalidad, prefiriendo pedirla a los demás para proporcionarles la ocasión de hacer una obra meritoria honrando a los servidores de Dios.
—Es verdad —repuso Wamba—: disimulad mi inadvertencia, pues aunque no soy más que un asno, tengo el honor de llevar cascabeles como la mula de vuestra reverencia.
—¡Basta de insolencias, atrevido! —dijo con tono áspero el caballero del Temple—. Dinos pronto, si puedes, el camino que debemos tomar para... ¿Cuál es el nombre de vuestro franklin, prior Aymer?
—Cedrid —respondió—, Cedrid el Sajón. Dime, amigo: ¿estamos a mucha distancia de su morada? ¿Puedes indicarnos el camino?
—No es fácil encontrar el camino —dijo Gurt, rompiendo por la primera vez el silencio—. Además, la familia de Cedric se recoge muy temprano.
—¡Buena razón! —contestó el caballero—. La familia de Cedric se tendrá por muy honrada en levantarse para servir y obsequiar a unos viajeros tales como nosotros, que hacemos demasiado en humillarnos a solicitar una hospitalidad que podemos exigir de derecho.
—Yo no sé —dijo Gurt incomodado— si debo indicar el camino del castillo de mi amo a una persona que reclama como derecho el asilo que tantos otros solicitan como un favor.
—¿Te atreves a disputar conmigo, esclavo?
Y aplicando el caballero las espuelas a su caballo, le hizo dar media vuelta; y levantando la varita que le servía de fusta, se dispuso a castigar lo que él miraba como insolencia propia de un villano.
Gurt, sin cejar un solo paso, llevó la mano a su cuchillo de monte, mirando al mismo tiempo al templario con aire feroz; pero el Prior evitó la contienda interponiéndose entre los dos y diciendo a su compañero.
—¡Por Santa María, hermano Brian! ¿Imagináis estar aún en Palestina, en medio de los turcos y sarracenos, entre paganos e infieles? Nosotros los insulares no sufrimos que nadie nos maltrate. Dime tú, querido mío, —dijo a Wamba apoyando su elocuencia con una moneda de plata; dime el sendero que hemos de tomar para llegar a la morada de Cedric el Sajón. No puedes ignorarlo, y es un deber dirigir fielmente al viajero extraviado, aun cuando fuese de un rango inferior al nuestro.
—En verdad, reverendo padre mío, que la cabeza sarracena de vuestro compañero ha trastornado de tal modo la mía, que han desaparecido de mi memoria todas las señas del camino. Creo que a mí mismo me será imposible llegar esta noche.
—¡Vamos, vamos; yo sé que si tú quieres, puedes guiarnos! Mi venerable hermano ha empleado toda su vida en combatir con los sarracenos para libertar la tierra santa: es caballero de la Orden del Temple, de que tú habrás oído hablar; es decir que es mitad monje y mitad soldado.
—Si es sólo medio monje, no debería ser tan poco razonable con los que encuentra al paso cuando éstos no se prestan a responder a preguntas que no les conciernen.
—Te perdono la agudeza, a condición de indicarnos la morada de Cedric.
—Sigan vuesas reverencias —dijo el bufón— esta misma vereda hasta llegar a una cruz que llaman caída, sin duda porque amenaza ruina; en llegando a ella, tomaréis el camino de la izquierda, porque os advierto que hay cuatro que en aquel sitio se cruzan y Enseguida llegaréis al término de vuestro viaje por esta noche. Deseo que estéis a salvo antes de que estalle la próxima tempestad.
El Prior dio las gracias a Wamba, y la comitiva partió a galope, como gente que desea verse a cubierto de la intemperie en noche rigurosa. Cuando apenas se sentían las pisadas de los caballos, Gurth dijo a su compañero:
—Muy dichosos serán los reverendos si llegan a Rotherwood antes de bien entrada la noche.
—¡Quién lo duda! Y cuando no, pueden llegar a Sheffield, si no encuentran tropiezo, que es un buen sitio para ellos. No soy yo cazador de los que indican al perro donde se esconde el gamo cuando no tienen humor de perseguirlo.
—Haces bien. No fuera razón que ese templario viese a lady Rowena, y peor tal vez sería si con él se trabase de palabras Cedric. No obstante esto, nosotros como buenos criados, debemos ver, oír y callar.
En cuanto se alejaron los caminantes continuaron su conversación en idioma normando-francés, que era entonces la lengua de moda, excepto entre unos cuantos que se jactaban de su origen sajón. El templario dijo al Prior después de un rato de silencio:
—¿Qué significa la insolencia de esos esclavos? ¿Por qué me habéis impedido que los castigase?
—Hermano Brian, con respecto a uno de ellos sería difícil daros razón de las locuras que hace, porque es un insensato de profesión; en punto al otro sabed que pertenece a esa raza feroz, salvaje e indomable de que os he hablado repetidas veces, y de la cual todavía se encuentran varios individuos entre los descendientes de los sajones conquistados. Estos rústicos tienen la mayor satisfacción en demostrar por todos los medios su aversión a los conquistadores.
—¡Muy pronto les enseñaría yo a tener cortesía! ¡Soy muy práctico en el manejo de tales salvajes! Los cautivos turcos son tan indómitos y rebeldes como pudiera serlo el mismo Odín, y, no obstante, en llevando dos meses de vivir bajo la férula del mayoral de mis esclavos se ponen más mansos que corderillos, sumisos, serviciales y dóciles a cuanto se les manda. No penséis por eso que desconocen el manejo del puñal y del veneno, y que escrupulizan para echar mano de cualquiera de los dos arbitrios si les dejan ocasión.
—No os digo que no; pero en cada tierra, su uso. Además de que con dar de golpes a ese hombre nada hubiéramos adelantado con respecto a encontrar la casa de Cedric, porque en hallándole os hubiera armado una quimera por haber apaleado a un vasallo. No apartéis nunca de vuestra imaginación lo que os tengo dicho de ese opulento hidalgo: es altivo, vano, envidioso e irritable en sumo grado; se las apuesta al más encumbrado, y aun a sus dos vecinos, Reginaldo Frente de Buey y Felipe de Malvoisin, que no creo sean ranas en el asunto. El nombre del Sajón, con que generalmente se le designa, procede de la tenacidad con que sostiene y defiende los privilegios de su alcurnia, y de la vanagloria con que hace alarde de su descendencia por línea recta de Hereward, famoso guerrero en tiempo de los reyes sajones. Se alaba a cara descubierta de pertenecer a una nación cuya procedencia nadie se atreve a confesar por miedo de experimentar la suerte a que están expuestos los vencidos.
—Prior Aymer, hablando de la hermosa sajona, hija de Cedric, os digo que aunque en punto a belleza seáis tan buen voto como un galán trovador, muy linda debe ser lady Rowena para reducirme a guardar la necesaria tolerancia de que debo echar mano a fin de granjearme el favor del indómito Cedric, su padre.
—No, Cedric no es padre de Rowena: es pariente, y no muy cercano. En la actualidad es su tutor, según creo, y ama con tal extremo a la pupila, que no tendría más cariñosa deferencia con ella si fuera hija propia. Pero es aún más ilustre la sangre de Rowena; y en cuanto a su hermosura, pronto juzgaréis por vista de ojos. Yo os aseguro que si la belleza de Rowena y la blanda y majestuosa expresión de sus suaves y hermosos ojos azules no aventajan a las beldades de Palestina, consiento en que jamás deis crédito a mis palabras.
—Si no corresponde su hermosura a vuestros encomios, mía es la apuesta.
—Mi collar de oro contra diez pipas de vino de Scio; y las tengo por tan mías como si ya estuviesen en las bodegas de mi convento y bajo la llave de nuestro despensero.
—Yo debo juzgar por mí mismo, y convencerme de que no he visto más hermosa mujer desde un año antes de Pentecostés. ¿Son éstas nuestras condiciones? ¡Vuestro collar peligra, prior Aymer, y espero que le veáis resplandecer sobre mi gola en el torneo de Ashby de la Zouche!
—Engalanaos en buena hora con él, si le ganáis lealmente diciendo sin reserva vuestro parecer y asegurándolo a fe de caballero. De todos modos, hermano Brian, exijo y espero que miréis estas cosas como una inocente diversión. Y pues os empeñáis en llevarla a cabo, seguiré adelante puramente por complaceros, pues no es apuesta que conviene con mi natural circunspección y ministerio. Seguid mis consejos y refrenad la lengua, cuidando de las miradas que dirigís a Rowena: olvidad el natural predominio que queréis ejercer sobre todo el mundo de resultas de haber supeditado a tanto mahometano, porque si Cedric el Sajón se enfada, es muy a propósito para plantarnos en medio de la selva sin mirar a nuestro distinguido carácter. Sobre todo, cuidado con Rowena, a quien él respeta extraordinariamente. Se dice que ha echado de casa a su hijo único porque se atrevió a declararle su cariño.... quiere que la adoren; pero que sea desde lejos.
—Bastante me habéis dicho, y por esta noche podéis contar con mi circunspección y reserva, pues he de estar tan recatado y modesto como una doncellita delante de Cedric y su pupila. En cuanto a que nos arroje de su casa, yo, mis escuderos y mis dos esclavos Hamet y Abdala somos bastante para evitaros esa afrenta. No tengáis duda de que sentaremos nuestros reales y sabremos defenderlos.
—Con todo, no le demos ocasión para enojarse y... Pero ésta es, sin duda, la cruz caída o ruinosa de que nos habló el bufón; y está tan oscura la noche, que no se puede divisar el camino que nos indicó. ¿No dijo que tomásemos a la izquierda?
—A la derecha, si mal no me acuerdo.
—¡No, no; a la izquierda! Por cierto que designó el camino con su espada de madera.
—Pues ahí está vuestro error, porque él tenía la espada en la mano izquierda, y señaló con ella hacia el lado opuesto.
Después de haber sostenido ambos su opinión con tenacidad llamaron a los de la comitiva para que decidiesen; pero ninguno de ellos había estado a distancia suficiente para oír las señas que el bufón diera. Al fin el templario observó lo que le había impedido ver la oscuridad del crepúsculo.
—Alguien hay —dijo dormido o muerto al pie de la cruz—¡Hugo, despiértale con el asta de tu lanza!
Apenas puso Hugo en ejecución el mandato de su amo cuando se puso en pie el que estaba dormido, y dijo en buen francés:
—¡Quienquiera que seáis, pasad adelante en vuestro camino, y advertir que no es cortesía distraerme de tal modo de mis pensamientos!
—Sólo deseamos saber —dijo el Prior— cuál es el camino de Rotherwood, la hacienda de Cedric el Sajón.
—Precisamente a ella me dirijo en este momento. Si me proporcionáis un caballo, os serviré de conductor por este camino, que, aunque le conozco perfectamente, no deja de ser intrincado y difícil.
—Nos harás un gran servicio, y no te arrepentirás de ello.
Enseguida dispuso que uno de los legos montase en el potro andaluz y diera su caballo al peregrino que iba a servirles de guía. Este tomó el camino opuesto al que Wamba había indicado, con la idea, sin duda, de alejarlos de la morada de Cedric. Concluyó la vereda en una espesísima maleza, después de varios arroyos cuyo paso era bastante peligroso por los muchos pantanos que por allí atravesaban; mas el extranjero conocía perfectamente los sitios más cómodos y los vados menos expuestos. Por fin, gracias a su extraordinario tino, los caminantes llegaron a un terreno ancho y más agradable que los anteriores, y en cuanto estuvieron en él divisaron un edificio bajo e irregular, aunque vasto.
—Allí —dijo el peregrino señalando la gran casa tenéis a Rotherwood: —aquella es la morada de Cedric el Sajón.
Ninguna noticia pudiera complacer más en aquella ocasión al Prior. Sus nervios eran harto delicados y sensibles para que no se resintiesen con los continuos peligros que en el camino habían superado: tan preocupada llevaba la imaginación por el miedo, que no había osado preguntar una palabra a su conductor.
Mas en el momento que vio el término de su viaje olvidó su pavor, y preguntó al luía cuál era su oficio o profesión.
—Soy un peregrino que llego de visitar los Santos Lugares.
—¿Y cómo conoces tan perfectamente estas intrincadas veredas después de una ausencia tan dilatada?
—Nací en estos contornos.
Al decir estas palabras se paró el peregrino a la puerta de la residencia de Cedric la cual constaba de un edificio de desordenada estructura, que ocupaba enorme cantidad de terreno y estaba rodeado de vastos cercados. Sus dimensiones anunciaban la opulencia de su dueño, si bien carecía del gusto que con profusión se vea en los castillos de los normandos, flanqueados de torres según el nuevo estilo arquitectónico que empezaba ya a dominar en aquella época.
No obstante esto, Rotherwood no dejaba de tener defensa, puesto que en aquella época de revueltas y disturbios no había vivienda que no tuviese alguna, so pena de ser saqueada o incendiada. En tomo de la casa había un gran foso o zanja, que era llenado con el agua de un vecino arroyo. Tenía dicho foso su correspondiente estacada, y en la parte occidental de su circuito había un puente levadizo que comunicaba con la interior defensa. Para proteger esta comunicación se habían fabricado unos ángulos salientes por los cuales podía ser flanqueado con ballesteros y fundibularios en caso de necesidad.
El caballero del Temple tocó con fuerza la bocina colocada en la puerta, y la cabalgata se introdujo apresuradamente en la casa de Cedric, porque el agua empezaba a caer con extraordinaria violencia.