En un salón de dimensiones desproporcionadas había una gran mesa de encina hecha de enormes tablas poco menos toscas que en el tiempo en que fueron cortadas del bosque por la robusta mano del leñador, y encima de ella se veía todo preparado para la cena de Cedric el Sajón. El techo, formado de gruesas vigas y estacas, servía muy poco para preservarse de la intemperie, a pesar del ramaje que estaba entretejido con la armazón. En cada extremo de la sala había una gran chimenea tan mal construida, que el humo se esparcía por la sala en mayor cantidad que la que salía por el conducto; de suerte que el techo estaba del mismo modo que si le hubieran cubierto con un barniz negro. Pendían de las paredes varios instrumentos de caza y guerra, y en cada ángulo había una puerta que daba entrada a las habitaciones interiores de aquel vasto edificio.
En toda la casa se divisaba la primitiva sencillez de los sajones; sencillez a que se conformaba Cedric, y aun se vanagloriaba de conservarla. El pavimento estaba hecho con una mezcla de tierra y cal, tan compacta y endurecida, que semejaba al estuco. En un lado estaba más alto el piso, formando un estrado que ocupaba la cuarta parte de la sala, sitio al cual se le daba el nombre de dosel, que sólo podía ser ocupado por los principales miembros de la familia, y alguna vez por las personas que iban a visitar a aquélla y que por su carácter eran dignas de que se les dispensara tal honor. Con este objeto había una mesa colocada a lo ancho de la plataforma y cubierta con un rico tapete de grana, y del centro salía otra más larga que ocupaba toda la longitud de la sala, y estaba destinada para los huéspedes de clase inferior y los criados de más rango. La construcción de las dos mesas representaba la forma de una T, y eran totalmente iguales a las que aún se conservan en los antiguos colegios de Oxford y de Cambridge. Sobre el estrado estaban colocados voluminosos sillones de encina groseramente esculpidos y cubiertos por un_ verdadero dosel de paño colocado en el sitio de preferencia para defender de la lluvia a los que en él se colocaban, pues el agua se colaba a través de techo tan mal construido.
Las paredes de la sala donde estaba colocada la plataforma se hallaban adornadas con una tapicería toscamente bordada y de encendidos colores; el resto de las paredes, como también el suelo, estaba desnudo; la mesa inferior no tenía mantel de ninguna especie, y los asientos que la rodeaban eran bancos de tablones sin pulir.
El medio del estrado estaba ocupado por dos sillones de mayor tamaño que los demás, para el amo y ama de la casa; que presidían siempre aquella escena de hospitalidad, por cuya razón eran llamados los repartidores del pan. Delante de cada sillón había un escabel ricamente incrustado y guarnecido de marfil, y en los demás asientos no había distinción de ninguna especie. Cedric el Sajón ocupaba su puesto ya hacía largo rato, y su impaciencia era grande por la tardanza que notaba en servirle la cena.
Bastaba ver la fisonomía de Cedric para conocer que tenía carácter franco, pero al mismo tiempo vivo e impetuoso. Era de mediana talla, ancho de espaldas, de largos brazos, fornido y robusto como hombre acostumbrado a desafiar los peligros y fatigas de la guerra y de la caza. Sus ojos eran azules; sus facciones, abiertas; bella la dentadura, y todo su aspecto indicaba, en fin, que muchas veces era dominado por el buen humor que generalmente acompaña a los genios vivos. Casi siempre sus miradas inspiraban orgullo y recelo, nacido de la precisión en que toda su vida se había encontrado de defender con las armas sus derechos, invadidos a menudo en aquella época de desorden: de aquí resultaba que su carácter vivo y resuelto estaba siempre alerta y pronto a entrar en combate. Sus largos cabellos rubios estaban divididos por la parte superior de la cabeza desde la frente, cayéndole por ambos lados sobre los hombros. Tenía muy pocas canas, a pesar de que frisaba su edad en los sesenta.
Su traje se componía de una túnica verde, cuyo cuello y mangas estaban guarnecidos de una piel como de ardilla cenicienta.
Este ropaje carecía de botones y estaba colocado sobre otro de grana, pero más estrecho. Los calzones eran de lo mismo, y sólo llegaban hasta medio muslo, dejando descubierta la rodilla. Las sandalias eran iguales en su forma a las de la gente inferior, pero hechas de materiales mucho más finos, y ajustadas con broches de oro: de igual metal eran los brazaletes y una ancha argolla que adornaba su cuello. Por cinturón llevaba un rico talabarte adornado costosamente con diversas piedras preciosas, y de él pendía un largo puñal puntiagudo y de dos filos. Sobre el respaldo de su sillón colgaba una capa de grana forrada de pieles, y un gorro también de grana y pieles con vistosos bordados; estas dos prendas completaban el traje de calle del opulento Thané. En el mismo sillón estaba apoyada una aguda jabalina, que así le servía de arma como de bastón, según lo exigían las circunstancias.
Los vestidos de los criados eran un término medio entre los ricos de Cedric y los harto humildes que Gurth el porquero usaba: todos se dedicaban en aquel momento a espiar los movimientos de su amo, para servirle con la prontitud que exigía. Los de escalera arriba estaban colocados sobre la plataforma, y en la parte inferior de la sala había varios, también en expectativa. Aun había en el salón otros empleados de menos distinción, tales como dos o tres descomunales mastines que cazaban maravillosamente los ciervos y zorros, igual número de perros de menos corpulencia, muy notables por su enorme cabeza y largas orejas, y un par de ellos mucho más pequeños que sólo servían para meter bulla y ensuciarlo todo.
Esperaban los perros la cena con tanta impaciencia como el que más; pero se mantenían quietos y sin mostrarla, sin duda por respeto a un cierto látigo que acompañaba a la jabalina que indicamos: indudablemente, mantenía los deseos a raya, pues Cedric lo usaba a menudo para rechazar las importunidades de sus cortesanos canes, y éstos, con la sagacidad y conocimiento fisonómico peculiar a esta raza de animales, conocieron por el sombrío silencio de su amo que el momento no era oportuno para quejas y reclamaciones. Solamente un perro viejo, el decano, probablemente, entre tantos, se tomaba la libertad, propia de un favorito, de colocarse junto al sillón de Cedric, y de rato en rato osaba distraerle poniendo la cabeza sobre la rodilla de aquél. El ceñudo amo sólo respondía: «Abajo, Balder; abajo, que no estoy para fiestas!»
Es cierto que le dominaba el mal humor. Acababa de llegar lady Rowena, que había ido a vísperas a una iglesia distante, y venía inundada por el aguacero que siguió a la tormenta que estalló cuando atravesaba el largo camino. Se ignoraba el destino de la piara confiada a Gurth, porque tardaba demasiado en regresar, y en aquellos tiempos nada de extraño tenía que o bien los bandidos o cualquiera barón poderoso se hubiera apropiado la hacienda de Cedric, porque en época tan triste no había más derecho de propiedad que la fuerza. La tardanza de Gurth le desazonaba tanto más, cuanto que la riqueza de los hidalgos sajones consistía muy principalmente en grandes piaras, especialmente en los países montuosos y abundantes del pasto que los cerdos necesitan.
También aumentaba su fastidio la falta de su favorito Wamba, cuyas bufonadas daban siempre animación y acompañaban a los copiosos tragos de vino con que Cedric regaba la cena. Añádase además que el franklin no había probado nada desde mediodía, y esto es terrible para un noble de aldea. Expresaba su desagrado con palabras entrecortadas que pronunciaba entre dientes, las cuales se dirigían generalmente a los criados. El copero le presentaba de rato en rato una gran copa de vino, que, sin duda, le administraba como poción calmante. Cedric aceptaba sin repugnancia la medicina, y después de apurar la copa exclamaba:
—Pero ¿por qué tarda tanto lady Rowena?
—Está mudándose los vestidos —contestó una camarera con toda la satisfacción de una favorita—. ¿Queríais por ventura que asistiese a la cena con la gorra de noche? ¡Pues a fe que en todo el condado no hay una dama más viva para vestirse que mi señorita!
A tan concluyentes razones el Thané sólo respondió con una interjección, a la que añadió:
—Espero que si su devoción la llama otra vez a la iglesia de San Juan, elegirá tiempo más a propósito. Pero ¡con dos mil diablos! —continuó, volviéndose hacia el copero, y valiéndose de aquella ocasión para hacer estallar su cólera—. ¡Con dos mil diablos! ¿Qué hace Gurth? ¿Qué razón puede tener para estar a estas horas fuera de casa? ¡Mala cuenta dará hoy de la piara! Siempre ha sido fiel y cuidadoso, y yo le había destinado para mejor puesto. Tal vez una plaza de guarda...
—Aun no es muy tarde —contestó modestamente Oswaldo—: apenas hace una hora que ha sonado el cubre fuego.
—¡El Diablo se lleve al cubre fuego, al bastardo que le inventó, y al degenerado esclavo que pronuncia tal palabra en sajón y delante de sajones! ¡El cubre fuego, sí; el cubre fuego, el toque que obliga a que los hombres de bien apaguen su fuego y sus luces, para que los asesinos y salteadores puedan "hacer sus infamias bajo el patrocinio de las tinieblas! ¡El cubre fuego! ¡Reginaldo "Frente de buey" y Felipe de Malvoisin saben perfectamente el significado de tan odiosas palabras! ¡Sí; tan bien como Guillermo el Bastardo y como los demás aventureros que pelearon en Hasting! Yo apuesto cuanto poseo a que mis bienes han pasado ya a manos de algunos bandidos que son harto protegidos por los conquistadores, y que no tienen otro recurso para no morirse de hambre que el del cubre fuego. Mi fiel vasallo habrá perecido a sus manos; mis ganados desaparecieron, y... ¿Wamba? ¿Dónde está Wamba? ¿Quién ha dicho que había salido en compañía de Gurth?
—Así es —respondió Oswaldo.
—¡Mejor que mejor! ¡Bueno es que un loco de un rico sajón vaya a divertir a un señor normando! ¡En verdad que demasiado locos somos nosotros en estarles sumisos; y aún somos más dignos de desprecio, puesto que los sufrimos estando en nuestros cinco sentidos! ¡Más yo me vengaré! —dijo lleno de cólera y empuñando la jabalina—. ¡Yo elevaré mi queja al Gran Consejo, en el cual tengo amigos y partidarios! ¡Desafiaré uno a uno a los normandos, y pelearé cuerpo a cuerpo con ellos! ¡Que vengan, si quieren, con sus cotas de malla, sus cascos de hierro y con todo lo demás que puede dar valor a la misma cobardía! ¡Obstáculos infinitamente mayores he vencido yo con una jabalina igual a la que tengo en la mano! ¡Sí; con una igual he traspasado planchas más espesas que sus armaduras! ¡Me creen viejo, sin duda; mas ellos verán que la sangre de Hereward circula aún por las venas de Cedric! ¡Ah, Wilfredo, Wilfredo! —dijo en tono muy bajo y como hablando consigo mismo—. ¡Si hubieras sabido refrenar tu insensata pasión, no se vería tu padre abandonado— en su vejez, como en medio del bosque la solitaria encina, oponiendo solamente contra la violencia del impetuoso huracán sus débiles ramas!
Estas últimas ideas cambiaron en tristeza la cólera de Cedric, dejó la jabalina donde antes estaba, se recostó en su sillón, y al parecer, dio libre curso a sus melancólicas reflexiones. De pronto se oyó el sonido de una trompa, el cual distrajo a Cedric de sus pensamientos: los aullidos de todos los infinitos perros que había en el salón contestaron a la llamada, unidos a los de otros treinta más que guardaban exteriormente el edificio. Al fin la canina insurrección se calmó mediante la poderosa influencia del látigo, que no anduvo ocioso durante aquella escena de estrépito.
—¡Corred a la puerta todos! —exclamó Cedric luego que se restableció el silencio ¡Sin duda, vienen a noticiarme algún robo cometido en mis posesiones!
A poco tiempo volvió uno de sus guardas, y le anunció que Aymer, prior de Jorvaulx, y el caballero Brian de Bois-Guilbert, comendador de la valiente Orden de los Templarios, con una pequeña comitiva, solicitaban hospitalidad por aquella noche, pues iban al siguiente día a dirigirse al torneo que se preparaba en Ashby de la Zouche.
—¡Aymer; el prior Aymer! ¡Brian de Bois -Guilbert! —murmuró Cedric—. Los dos son normandos. ¡No importa! ¡Sean sajones o normandos, la hospitalidad de Cedric a todos se extiende! Sean bien llegados; y pues desean descansar, aquí pasarán la noche.... aunque estimaría más que fueran a pasarla a otra parte. Pero no murmuremos por lo que no lo merece; al menos, estos normandos que van a ser favorecidos por un sajón serán comedidos y prudentes. Marcha, Hundeberto, —dijo al mayordomo, que estaba a espaldas del sillón con una varita blanca en la mano; toma seis criados, y sal a recibir a esos extranjeros: —-llévalos a la hospedería. Cuidad de sus caballos y de sus mulas, y que no se extravíe cosa alguna de sus equipajes. Dadles ropa para mudarse si la necesitan, poned buen fuego en las chimeneas de sus respectivos cuartos, y ofrecedles refrescos. A los cocineros, que aumenten la cena con todo lo que puedan, y que la mesa esté pronta para cuando ellos bajen a cenar. Diles, Hundeberto, que Cedric les saluda y que siente no poder presentarse a darles la bienvenida, pues un voto le obliga a no adelantar tres pasos más allá del dosel para recibir a quien no tenga sangre sajona en las venas. Anda; cuida de todo, y que nunca puedan decir que el Sajón ha dado muestras de miseria y avaricia.
Salió el mayordomo con los seis criados para obedecer puntualmente las órdenes de su amo.
—¡El prior Aymer! —dijo Cedric mirando a Oswaldo—. Hermano si no me engaño, de Gil de Mauleverer, hoy señor de Milddleham.
Oswaldo inclinó con respeto la cabeza, como para dar a entender que así era. Cedric continuó:
—Su hermano ocupa el sitio y usurpa el patrimonio de aquel Ulfar de Middleham que era de mucho mejor raza que la suya. Pero ¿qué lord normando no hace otro tanto? Dicen que el Prior es jovial y más amigo de la trompa de caza que de otras cosas. ¡Vamos, que lleguen en buena hora a mis Estados! ¿Y cómo se llama ese templario?
—Brian de Bois -Guilbert.
—¡Bois-Guilbert! —dijo Cedric con tono distraído, pues, como acostumbrado a vivir con inferiores, parecía más bien que hablaba consigo mismo, y no que dirigía la palabra a otro—. El nombre de Bois Guilbert es conocido, y de tal templario se dice mucho malo y mucho bueno. Dicen que es valiente como el que más lo sea entre los templarios; más es también altivo, orgulloso, arrogante, cruel, desarreglado de costumbres, de corazón empedernido, y que nada teme ni respeta en la Tierra y en el Cielo: esto es lo que dicen de él los pocos caballeros que han regresado de la Tierra Santa. Pero ¡cómo ha de hacerse! Al fin, es solo por una noche. ¡Sea también bien venido! Oswaldo, taladrad el mejor tonel de vino añejo, preparad el mejor hidromiel, la sidra más espumosa, el morado y el picante más oloroso. Colocad en la mesa las mayores copas, porque los viajeros gustan de lo fino y de la mayor medida, mucho más si son templarios y priores, como gente de rango. Elgitha, di a lady Rowena que si no quiere asistir al banquete, puede cenar en su aposento.
—Antes bajará con mucho gusto —respondió prontamente la camarera—. Su mayor deseo es enterarse de las últimas noticias de Palestina.
Cedric lanzó una fulminante mirada a la atrevida Elgitha, y se contentó con esto porque lady Rowena y cuanto le pertenecía gozaba de los mayores privilegios en la casa y estaba a salvo de su cólera.
—¡Silencio —le dijo—, y enseñad a vuestra lengua a ser discreta! ¡Dad mi recado, y haga vuestra señora lo que guste! ¡En esta casa, al menos, reina sin obstáculos la descendiente de Alfredo! Elgitha se retiró sin replicar.
—¡Palestina, Palestina! ¡Con cuánto interés se escuchan las nuevas que de allá nos traen los enviados y peregrinos! También yo debiera escucharlas con ardiente interés. ¡Pero no! ¡El hijo que me desobedece, no es mi hijo! ¡Su suerte me interesa menos que la del último de los cruzados!
Una sombría nube cubrió el rostro de Cedric; bajó la cabeza, y clavó en el suelo sus abatidas miradas. A poco rato se abrió la puerta principal del salón, y los huéspedes entraron en él, precedidos por los criados con hachas encendidas y el mayordomo con tu varita blanca.