V

 

Oswaldo tardó poco en volver, y acercándose a Cedric, le dijo al oído:

—Es un judío llamado Isaac de York. ¿Le hago entrar en esta sala?

—Encarga a Gurth que desempeñe tus funciones —contestó Wamba con su ordinario atrevimiento—. Un guardián de puercos es el introductor más a propósito para un hebreo.

—¿Un perro judío —exclamó el templario— ha de aproximarse a un defensor del Santo Sepulcro?

—Sabed, mis nobles huéspedes —dijo Cedric—, que mi hospitalidad no debe regirse por vuestras antipatías. Si el Cielo ha soportado una nación entera de infieles obstinados durante tan dilatado número de años, ¿no podremos nosotros sufrir la presencia de un judío por algunas horas? Yo no obligo a nadie a que hable o coma con él. Póngasele mesa aparte, y en ella cuanto le sea necesario, a no ser que quieran entrar en sociedad con él esos señores de los turbantes.

—Señor franklin —contestó el templario,—mis esclavos sarracenos son verdaderos muslimes; por consiguiente, huyen de rozarse con los judíos tanto como los cristianos.

—Wamba —continuó Cedric— se sentará en tu mesa: que un bribón no está mal situado junto a un loco.

—Pero el loco dijo Wamba levantando los restos de un pernil elevará este baluarte entre él y el bribón.

—¡Silencio!—dijo Cedric—. ¡Ya está aquí!

Dicho esto se vio entrar y acercarse al último lugar de la mesa a un hombre de avanzada edad y aventajada estatura, que disminuía a fuerza de reverencias y contorsiones. Fue introducido con tan poca ceremonia, que se presentó turbado, indeciso y haciendo humildes cortesías. Eran sus facciones, bastante bien proporcionadas y algún tanto expresivas; tenía nariz aguileña, ojos negros y penetrantes, frente elevada simétrica, y la nevada barba, igual al cabello, daba cierto aire majestuoso a su fisonomía, que desaparecía al notar en él el peculiar aspecto de su raza.

El traje del judío, que mostraba haber sido muy maltratado por la tormenta, consistía en una capa muy plegada, y debajo de ella una túnica de color de púrpura muy subido. Calzaba botas muy altas guarnecidas de pieles, y llevaba también un cinturón, del que sólo pendían una navaja o pequeño cuchillo y un recado completo de escribir. Su gorro era alto, cuadrado, amarillo y de forma extraña; pero todos los judíos estaban obligados a gastarlo igual para distinguirse de los cristianos. Isaac había dejado el suyo a la puerta, sin duda por respeto.

La acogida que dieran al judío de York fue tal como si todos los presentes hubieran sido sus enemigos personales: el mismo Cedric se contentó con responder a las reiteradas reverencias del hebreo bajando ligeramente la cabeza y señalándole al mismo tiempo el último lugar de la mesa. Pero ninguno le hizo sitio: antes al contrario, todos los huéspedes, y aun los criados, ensanchaban los brazos para que el desgraciado no viera sitio vacío, y devoraban con ansia los manjares, sin curarse del hambre que debía de fatigar al recién llegado. Hasta los musulmanes, viendo que Isaac se acercaba a ellos, comenzaron a retorcerse los bigotes y echaron mano a los puñales, indicando que no repararían en apelar al último extremo para evitar el contacto con un judío.

Es probable que Cedric hubiera hecho mejor acogida al hebreo, puesto que lo recibió a despecho de sus huéspedes, si no estuviera ocupado a la sazón en sostener una disputa acerca de la cría e índole de los perros de caza. Este asunto era para él de suma gravedad y harto más importante que el enviar a la cama a un judío sin haber probado la cena. En tanto que Isaac se encontraba expulsado de aquella concurrencia, como lo está su nación de las demás de la Tierra, buscando con la vista un rostro compasivo que le permitiese gozar de un palmo de banco y de algún refrigerio, el peregrino, que había permanecido junto a la chimenea, le cedió su asiento y le dijo:

—Buen viejo, mi ropa está enjuta, y mi hambre satisfecha: tu ropa está mojada, y tú en ayunas.

Al decir esto añadió leña y arregló un buen fuego, tomó de la giran mesa un plato de potaje y otro de asado, y los colocó delante del judío; Enseguida, sin aguardar a que el hebreo le diese las gracias, se marchó a ocupar un sitio al extremo opuesto, aunque no se sabe si su intención fue alejarse de Isaac o acercarse más a los distinguidos personajes que estaban al testero de la mesa.

Si en aquella época se hubiera encontrado un pintor capaz de desempeñar un asunto como éste, le hubiera ofrecido un excelente modelo para personificar el invierno aquel judío encogido de frío delante del fuego y acercando a él sus trémulas y entumecidas manos. Satisfecha esta primera necesidad, se acercó a la mesilla y devoró lo que el peregrino le había presentado, con un ansia y satisfacción que sólo puede conocer a fondo el que ha padecido una larga abstinencia.

Mientras, Cedric hablaba con el Prior acerca de la montería, lady Rowena conversaba con las damas de su servidumbre, y el altanero Bois-Guilbert dirigía sus fijas miradas a la bella sajona unas veces y al viejo judío otras: ambos objetos llamaban su atención, y parecía que excitaban en él sumo interés.

—Me sorprende, digno Cedric —dijo el Prior—, que a pesar de vuestra predilección por vuestro enérgico idioma, no hayáis adoptado de buena voluntad el francés normando, a lo menos en lo que pueda proporcionar tantas y tan variadas expresiones para este alegre arte.

—Buen padre prior —respondió Cedric—, creed que semejante novación no aumenta en manera alguna el placer que experimento en la caza; y aun os aseguro que tan bien se corren liebres y venados hablando francos normando como sirviéndose del anglosajón. Para hacer sonar mi corneta de caza, no necesito tocar precisamente las sonatas de reivillée o de mort. Sé perfectamente animar a mis perros y descuartizar una pieza sin apelar a las palabras curée, nombles, arbor, etc.

—El francés —añadió el templario con el tono de presunción y superioridad que le era habitual— es el idioma natural de la caza, y lo es igualmente de la guerra y del amor: con él se gana el corazón de las damas, y con él se desafía al enemigo en la pelea.

—Llenad vuestras copas, señores, y permitid que os recuerde sucesos que datan de treinta años atrás. Entonces Cedric el Sajón no necesitaba adornos franceses, pues con su idioma natal se hacía lugar entre las damas: el campo de Northallerton puede decir si en la jornada del santo estandarte se oían tan de lejos las bélicas aclamaciones del ejército escocés como el cri de guerre de los más valientes barones normandos. ¡A la memoria de los héroes que combatieron en tan gloriosa jornada! ¡Haced la razón, nobles huéspedes!

Apuró la copa, y al dejarla sobre la mesa anudó su discurso, siguiendo la peroración con el mayor ardor y entusiasmo.

—¡Día de gloria fue aquél, en que sólo se escuchaba el choque de las armas y broqueles, en que cien banderas cayeron sobre la cabeza de los que las defendían, y en que la sangre corría como el agua, pues por doquiera se miraba la muerte, y en ninguna parte la fuga! Un bardo sajón llamó a aquel combate la fiesta de las espadas, y por cierto, señores, que los sajones parecían una bandada de águilas que se lanzaban a la presa. ¡Qué estrépito producido por las armas sobre los yelmos y escudos! ¡Que ruido de voces, mil veces más alegre que el de un día de himeneo! ¡Mas no existen ya nuestros bardos; el recuerdo de nuestros famosos hechos se desvanece en la fama de otro pueblo; nuestro enérgico idioma, y hasta nuestros nombres se oscurecen, y nadie, nadie llora tales infortunios, sino un pobre anciano solitario! ¡Copero, llenad las copas! ¡Vamos, señor templario; brindemos a la salud del más valiente de cuantos han desnudado el acero en Palestina en defensa de la sagrada Cruz, sea cualquiera su origen, su patria y su idioma!

—No me está bien —dijo el templario— corresponder a vuestro brindis. Porque ¿a quién puede concederse el laurel entre todos los defensores del Santo Sepulcro, sino a mis compañeros los campeones jurados del Temple?

—Perdonad —repuso el Prior—, a los caballeros hospitalarios yo tengo un hermano en esa Orden.

—No trato de atacar su bien sentada reputación; pero...

—Yo creo, tío nuestro —dijo Wamba—, que si Ricardo Corazón de León fuese bastante sabio para seguir los consejos de un loco, debía estar aquí con sus bravos ingleses, y reservar el honor de libertar a Jerusalén a estos valientes caballeros, que son los más interesados.

—¿Es posible —añadió lady Rowena— que no se encuentre en todo el ejército inglés un sólo caballero que pueda competir con los del Temple y los de San Juan?

—No os digo, señora —contestó el templario—, que deje de haberlos. El rey Ricardo llevó a Palestina una hueste de famosos guerreros que de cuantos han blandido una lanza en defensa del Santo Sepulcro sólo ceden a mis hermanos de armas, que siempre han sido el perpetuo baluarte de la Tierra Santa.

—¡Que a nadie cedieron jamás! —exclamó con fuerza el peregrino, que se había acercado algún tanto y escuchaba esta conversación con visible impaciencia.

Todos los circunstantes se volvieron hacia donde había sonado tan inesperada voz.

—Sostengo —continuó con firme y decidida voz —que a los caballeros ingleses que formaban la escolta de Ricardo I ¡no aventaja ninguno de cuantos han blandido el acero en defensa de Sión! ¡Y añado, porque lo he visto, que el rey Ricardo en persona y cinco caballeros más sostuvieron un torneo después de la toma de San Juan de Acre, contra cuantos se presentaron! Digo además que aquel mismo día cada caballero corrió tres carreras e hizo morder el polvo a sus tres antagonistas; y aseguro, por último, que de los vencidos siete eran caballeros del Temple. Presente está sir Brian de Bois-Guilbert, que sabe mejor que nadie si hablo verdad!

Es imposible hallar expresiones bastante enérgicas para dar a conocer cumplidamente cuánta fue la ira que suscitó en el corazón del templario la relación del peregrino. En la mezcla de confusión y furor que le turbaba, llevó maquinalmente la diestra al puño de espada, y sólo le contuvo la justa reflexión que hizo considerando que tal atentado no quedaría impune en casa de Cedric. Este, lleno de buena fe y candor, no daba cabida en su imaginación a dos objetos a la vez, y atendiendo a los encomios que hizo el peregrino del valor de los ingleses, no observó el hostil movimiento del caballero.

—¡Peregrino —dijo Cedric—, tuyo es este brazalete de oro si designas los nombres de esos valientes caballeros que tan dignamente sostuvieron el honor de las armas de Inglaterra!

—Con el mayor placer os daré gusto sin que me deis galardón. Mis votos me prohíben tocar oro con las manos.

—Yo llevaré por vos el brazalete —interrumpió Wamba—, si gustáis hacerme un poder.

—El primero en honor, en dignidad y heroísmo —dijo el peregrino— fue el valiente rey de Inglaterra, Ricardo I.

—¡Yo le perdono —repuso Cedric— el ser descendiente del tirano duque Guillermo!

—El conde de Leicester fue el segundo; el tercero, sir Tomás Multon de Gilsland.

—¡De familia sajona! —exclamó Cedric entusiasmado.

—Sir Foulk Doilly, el cuarto.

—¡También sajón, al menos por parte de madre! —dijo Cedric, cuya satisfacción llegaba a tal extremo, que olvidaba su odio a los normandos porque veía sus triunfos unidos a los de Ricardo y sus isleños—, ¿y el quinto? —preguntó.

—Sir Edwin Turneham.

—¡Legítimo sajón, por el alma de Hengisto! –exclamó Cedric transportado de alegría—. ¿Y el último?

—El último... —respondió el peregrino después de haberse detenido como si reflexionase—, el último era un caballero de menos fama, que fue admitido en tan ilustre compañía para completar el número más bien que para ayudar a la hazaña. ¡No recuerdo su nombre!

—Señor peregrino —dijo sir Brian de Bois-Guilbert—, después de tantos y tan exactos pormenores, viene muy fuera de tiempo esa falta de memoria, y de nada os sirve en la ocasión presente. Yo os recordaré el nombre del caballero ante el cual quedé vencido... por falta de fortuna y por culpa de mi lanza y de mi caballo. Fue el caballero de Ivanhoe, y para su juvenil edad, ninguno de los otros cinco le aventajaba en renombre por su valor. Y digo francamente que si estuviera ahora en Inglaterra y se determinara a repetir en Ashby de la Zouche el reto de San Juan de Acre, montado y armado cono actualmente lo estoy, le daría cuantas ventajas quisiere, y no temería el resultado del combate.

—Si estuviera a vuestro lado Ivanhoe —dijo el peregrino—, no necesitaríais hacer esfuerzos para que aceptara vuestro desafío. No alteremos ahora la paz de este castillo con una contienda inútil y con bravatas que están fuera de lugar, pues el combate de que habláis no puede efectuarse al presente. Pero si vuestro antagonista regresa de Palestina, él mismo irá a buscaros: yo respondo de ello.

—¡Buen fiador! —exclamó el templario—. ¿Y qué seguridad dais?

—Este relicario —dijo sacando del pecho una cajita de marfil—, el cual contiene un pedazo de la verdadera Cruz, traído del monte Carmelo.

El prior de Jorvaulx hizo la señal de la cruz, y a su ejemplo se santiguaron todos los presentes, menos el judío y los dos mahometanos. El templario, quitándose del cuello una cadena de oro, la arrojó sobre la mesa y dijo:

—Recoja el peregrino su prenda, que sólo es propia para recibir adoraciones, y deposite el prior Aymer la mía en testimonio de que cuando regrese sir Wilfredo de Ivanhoe responderá al reto de sir Brian de Bois-Guilbert; y de no hacerlo así, le proclamaré como cobarde en cuantos castillos de los caballeros del Temple existen en Europa.

—No necesitaréis, señor caballero, tomaros esa molestia —dijo lady Rowena—. Y si en esta sala no hay nadie que tome la defensa del caballero de Ivanhoe, ausente, yo la tomaré a mi cargo. Afirmo que aceptará vuestro desafío, y si fuera necesario añadir alguna fianza a la que ha prestado ese buen peregrino, con mi nombre y fama respondo de que sir Wilfredo buscará a ese arrogante caballero y medirá con él sus armas.

Terrible fue el combate interior que sostuvo Cedric durante esta conversación. Permanecía en silencio, porque el orgullo satisfecho, el resentimiento y el embarazo ofuscaban sus ojos, sucediéndose un afecto a otro como las nubes recorren rápidas los cielos obligadas por el viento impetuoso. Todos los criados que escucharon el nombre de Ivanhoe se alarmaron, porque produjo en ellos un afecto eléctrico, y fijaron sus atentos ojos en el rostro de Cedric, a quien sacó de su distracción la voz de lady Rowena.

—Señora, ese lenguaje no es conveniente. Si fuera necesaria otra fianza, yo, aunque agraviado, garantizaría con mi honor el de mi hijo Ivanhoe. Pero nada falta a la legalidad y formalidades del duelo, aun según el ritual de la Caballería normanda. ¿No es cierto, prior Aymer?

—Si, sin duda. Y ahora, noble Cedrid, nos permitiréis beber el último brindis por lady Rowena, y nos retiraremos a gozar de algún reposo.

—¡Yo os creía más firme! ¿No podéis habéroslas conmigo? En mi tiempo, un sajón de doce años, hubiera resistido más la partida.

El prior obraba con gran prudencia siguiendo su sistema de sobriedad, a que le obligaban su profesión y su carácter. Mediaba en todas las disputas, porque las odiaba con todo su corazón; y en aquella ocasión tenía serios recelos, porque temía al irritable sajón y al orgulloso templario, y no dudaba que había de concluir muy mal la cena. Por estas justas razones insistió cortésmente en su propósito, alegando jovialmente que era arduo negocio disputar con un sajón en una contienda de mesa; y haciendo después algunas insinuaciones, aunque ligeras, respecto a la dignidad de su carácter, concluyó pidiendo de nuevo permiso para retirarse.

Tomaron la copa de despedida, y los huéspedes, después de saludar con respeto a lady Rowena, se levantaron de su sitio y se retiraron por diversas puertas que los amos de la casa.

—¡Perro descreído! —dijo el templario al judío al pasar por su lado—. ¿Vas tú también al torneo?

—Ese es mi intento, respetable señor, si no lo lleva a mal vuestra señoría.

—¡Para devorar con tus usuras a los infelices y sacar el corazón a las curiosas arruinando sus bolsillos por cuatro fruslerías! ¡Apuesto cualquiera cosa a que llevas debajo de tu manto un gran gato de buenos skekele!

—¡Ni uno solo —respondió el judío inclinándose con los brazos cruzados—; ni una sola pieza de plata! ¡Pongo por testigo al Dios de Abraham! Me dirijo a Ashby para implorar la caridad de los hermanos de mi tribu a fin de que me ayuden a pagar la contribución que de mí exige el echiquier de los judíos. ¡Jacob sea en mi ayuda! ¡Soy un hombre arruinado, perdido! ¡Aun no podría abrigarme si Rubén de Tadcáster no me hubiera prestado la gabardina que llevo puesta!

El templario se sonrió irónicamente y le dijo:

—¡El Cielo te maldiga, imprudente embustero!

Dicho esto se separó de Isaac como si se desdeñase de hablar largo rato con él, y volviéndose a los mahometanos, les habló en un idioma extranjero. El judío quedó petrificado al escuchar las últimas palabras que le dirigió el templario; y había éste salido de la sala, cuando estaba el israelita encorvado, permaneciendo en su humilde postura. Cuando se resolvió a levantar la cabeza parecía un hombre a cuyos pies ha caído el rayo y escucha aún en sus oídos el eco que saliera de la nube al arrojarlo.

Los ilustres viajeros fueron conducidos a sus dormitorios respectivos por el mayordomo y el copero: iban precedidos por algunos criados con hachas, y seguidos por otros con salvillas de refrescos. Los criados de rango inferior indicaron a los demás huéspedes el lugar en que cada uno debía pasar la noche.

 

 

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